Carla bajó el papel y contempló la clase. Amy, directamente detrás de ella, no podía ver la expresión de su rostro, pero no podía dejar de ver las reacciones del resto, que iban desde la correcta consternación a la lástima y la estupefacción horrorizada. Incluso el doctor Surtees parecía incómodo. Realmente, esta vez Carla se había superado a sí misma. Amy no sabía si aplaudir o simplemente sostenerse la cabeza entre las manos.
—¿Quién quiere ser el primero? —preguntó Amy con falsedad—. Mirad, la autora ha solicitado comentarios y, aunque no seáis del todo sinceros, aun así, todos sois capaces de reaccionar a lo que acabáis de escuchar. —
De hecho, lo estáis haciendo ahora mismo
—. Os advierto que voy a preguntar a alguien en unos segundos.
—Bien, seré el primero —dijo el amante de las actividades al aire libre en la parte de atrás.
—Perdonad —dijo Amy—, pero, ya que solo es nuestra segunda clase, sería de gran ayuda si pudierais identificaros al hablar.
—Syl Reyes. Bueno, lo primero de todo es que pensaba que el poema iba a tratar de un tren.
—¿Por qué? —preguntó Amy.
—
Introducción al ingenio
—explicó Charlton Heston—. Charlton Heston —dijo su nombre.
—¿Lo ves? —dijo Syl Reyes—. El título se presta a confusión.
Tiffany Zuniga se identificó y le explicó a Syl que «Introducción al ingenio» era una asignatura del instituto, abreviatura de «Introducción a la ingeniería».
—Creía que la mayoría de los lectores lo sabrían.
—Bueno, pues yo no.
—Eh… —dijo la reina de las tiendas de ropa de segunda mano, Ginger Nicklow—, yo tampoco lo sabía.
Amy tenía que detener aquello antes de que aquellos chivatos se salieran con la suya.
—Dejemos el título aparte un momento. Hablemos del poema en sí mismo.
—Gracias —dijo Carla por encima de su hombro.
—Bueno —continuó Syl Reyes—, lo que quería decir es que estaba tan confuso por el título que no pude concentrarme en el resto del poema. Seguía esperando el tren.
—¿Alguien estaba igualmente distraído?
Unas cuantas personas asintieron agradecidas, incluida la hipócrita de Tiffany Zuniga, algo que no tenía ningún sentido a no ser que tengas conocimientos de la naturaleza humana.
—Entonces escuchémoslo otra vez, ¿de acuerdo? —le dijo Amy a Carla. Y todos lo escucharon. Ella encontró la consternación colectiva inmensamente satisfactoria.
Eso os enseñará
, pensó.
—Muy bien —dijo Amy—. ¿Sobre qué trata el poema? —Silencio—. Tiffany, ¿de qué trata este poema?
—Bueno, yo no soy quién para decirlo, ¿cierto?
—Por supuesto que sí.
—Bien, ¿cómo se supone que voy a saber lo que quería dar a entender la autora cuando lo escribió? —Amy estaba definitivamente molestando a Tiffany.
—No se supone que debas saberlo, pero supuestamente sí debes saber lo que has oído cuando lo ha leído.
—El autor —dijo Carla—, es una autoridad con intenciones propias. El lector es una autoridad con experiencia propia, lo que implica la experiencia adquirida con la lectura de la obra del autor.
Amy detestaba cuando Carla la citaba. En primer lugar porque le robaba el protagonismo y, en segundo lugar, porque escuchar sus propias palabras en boca de otra persona las hacía resultar pedantes, además de que lo eran.
—Eso no quiere decir —prosiguió Carla—, que todas las lecturas sean iguales. Hay malas lecturas y…
—Si no entiendes lo que has oído —dijo Amy—, simplemente dilo. Esto es un proceso, no un examen.
—Vale, entonces no he entendido lo que he oído —dijo Tiffany.
—Bien —dijo Amy—. ¿Y eso por qué? —¡
Ya te tengo
!
La mujer se sentía traicionada.
—Tiffany nos ha dado un buen comienzo. ¿Hay alguien más aquí que cree haber entendido el poema?
El reportero con el pelo rapado, Ricky Buzza, miró a Tiffany y levantó la mano. A Amy le recordaba a Tom Sawyer sacrificándose por Becky Thatcher.
—Trata sobre cuerdas —dijo.
—¡Pete Purvis! —dijo el chaval detrás de Ricky—. Sí, trata de cuerdas, su resistencia, y, eh, cargas.
—¿Todo el mundo está de acuerdo?
Todo el mundo miró hacia abajo o hacia el lado y mantenía el pico cerrado, exceptuando a Charlton Heston, que miraba a Amy con interés.
—¿Señor Heston? ¿Está de acuerdo? ¿Es este un poema sobre la resistencia de las cuerdas y las cargas máximas de seguridad?
—¿Te importaría llamarme Chuck? Y no, por supuesto que no lo es. ¿Quién va a escribir un poema sobre cuerdas? Trata sobre…
—¡Permiso!
Amy echó de menos su lista para obtener alguna pista de la identidad de aquella mujer inquieta del vestido verde aterciopelado. Analizando su expresión desconcertada y seria, Amy se acordó de Margaret Dumont en
Sopa de ganso
cantando ¡
Salve, Freedonia
! «Me llaman Dot». Señora Hieronymus, ¿verdad?
—Dot Hieronymus, y debo decir algo. Este es uno de los poemas más conmovedores y emocionalmente desgarradores que he escuchado nunca. ¿Estamos todos sordos aquí? ¿Todos ciegos? ¿Estamos todos mudos?
—En realidad —dijo Amy—, todos somos tímidos. A excepción, aparentemente, de ti. Dot, ¿podrías por favor decirnos de qué crees que trata el poema?
—Lo haré —dijo Dot, cuyos ojos, fijos en Carla, estaban llenos de lágrimas—, pero primero quiero decirle a Carla que…
—Espera un minuto —dijo Amy.
—Que todos te hemos escuchado. Y que estás entre amigos.
Aproximadamente media clase parecía simpatizar con Dot mientras que la otra parecía estar lista para salir corriendo. Harold Blass Balg estableció contacto visual con Amy.
—Antes de que esto vaya más lejos —dijo—, me gustaría recordaros a todos que soy abogado y que este no es un grupo autorizado de terapia. Ciertas responsabilidades podrían…
—Muchas gracias por sacar el tema —dijo Amy—. Volveremos a ello en un segundo pero primero, por favor, por favor, por favor, ¿quiere alguien decirnos de qué trata el poema?
Carla dio un aplauso y se sacudió.
—¡Vaya! —dijo—. Esto es genial.
Dot se medio levantó de su silla.
—Querida Carla —comenzó.
—¡Oh, por amor de Dios! El poema trata obviamente sobre un intento fallido de suicidio. La misma autora nos da todos los indicios de ser feliz e incluso aunque no lo fuera, eso no es asunto nuestro. No somos amigos. Ni siquiera nos conocemos los unos a los otros. —Edna Wentworth, de entre todos ellos, retomó su asiento con brío y miró severamente a su alrededor, especialmente a Dot Hieronymus. Edna Wentworth, como Amy recordaba ahora, era una profesora de escuela jubilada. Amy adoraba a Edna Wentworth. Primero por ser una mujer brillante y sensata, y segundo, por reconfirmar a Amy lo absurdo de las primeras impresiones.
—Exacto —dijo Amy—. Muchas gracias, Edna. ¿Está bien que te llame «Edna»?
—Sí, está bien, pero si esto va a convertirse en un grupo de terapia, yo me largo.
—Yo también —dijo Amy—. Por favor, que todo el mundo preste atención. Antes de que regresemos al poema, vamos a dejar claro dónde estamos. Esto es un taller de escritura. No es un taller de escritura periodística, una clase de ensayo, o un curso fantasma sobre cómo conseguir un representante, ni un festival de concienciación. Estamos aquí para escribir, leer y debatir ficción. Ficción no es realidad. Aunque es algo que debería resultar obvio, para mucha gente aquí y fuera de aquí, no lo es.
»Cuando uno de vosotros, Carla en este caso, trae algo a la clase para ser leído, esa persona tiene todo el derecho a valorar su manuscrito como ficción, y cada lector tiene la solemne obligación de leerlo bajo esa premisa. Siempre. En cualquier caso. Independientemente de lo que se trate. Si, por ejemplo, un leproso cojo de dos cabezas escribe un relato con un leproso cojo de dos cabezas como protagonista, no asumiremos que ese relato es, en forma alguna, autobiográfico.
—Pero ciertamente no sería real —dijo Ginger Nicklow.
—Naturalmente. Esa es la cuestión. Estamos aquí para escribir ficción. Los escritores de ficción inventan historias. Ese es su trabajo. Inventar historias.
—Venga ya. —Ricky Buzza y Syl Reyes hablaron al mismo tiempo. Ricky cedió la palabra a Syl.
—Vale, nos inventamos historias, pero un montón de ellas tendrán que ver con nuestra vida real, ¿no es cierto?
—Por supuesto —dijo Amy.
—Entonces, ¿cómo puedes afirmar que todo es invención?
—Acabo de decíroslo. Los escritores de ficción se inventan sus historias.
—¡Acaba de mentir! —dijo Carla Karolak—. ¡Ahora mismo! ¿Lo cogéis?
Hubo una pausa, y después la mayoría de la clase empezó a reírse. Incluso Surtees. Dot Hieronymus no parecía divertirse mucho, y Pete Purvis, tal y como Amy temía, no era lo demasiado agudo como para pillar la broma.
—Naturalmente algunas cosas sobre las que escribimos se basan en nuestra experiencia. Pero pensad en esto: si tuviéramos que analizar el trabajo de unos y otros buscando referencias autobiográficas, entonces nos volveríamos paranoicos en poco tiempo por evitar manifestarnos en nuestra escritura. Nos veríamos limitados a tratar temas anodinos con el fin de evitar avergonzarnos. Si quisiéramos exponer nuestra vida privada y someterla al escrutinio público, escribiríamos autobiografías, memorias u ostentaríamos un cargo político. Por el contrario escribimos ficción. Algunas historias son completamente ficticias. Otras no. Todos debemos asumir, en todo caso, que lo que estamos leyendo es ficticio. ¿Todo el mundo entiende esto?
Dot Hieronymus se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
—Os diré algo más —continuó Amy—. Al escribir, os encontraréis con que muchas veces, de alguna forma, descubrís la verdad accidentalmente, a través de vuestras ingeniosas falacias. A veces, esa es la única forma de llegar a ella. Puede que ahora nada de esto tenga sentido para vosotros, pero os prometo que lo tendrá si realizáis vuestro trabajo correctamente.
Hubo un largo silencio.
—Así que —prosiguió la profesora—, ¿estamos todos de acuerdo con que el poema de Carla parecer tratar sobre un intento fallido de suicidio?
Resultó ser una tarde excelente. Era la segunda clase y aún era pronto para abordar el tema de la invención, de la escritura creativa, pero la mayoría de ellos lo había cogido bastante rápido y Amy estaba satisfecha por lo dispuestos que muchos de los alumnos estaban para abordar el poema de Carla más o menos objetivamente. No solo uno de ellos, Frank Waasted, apuntó directamente al tono del poema sin obtener demasiados comentarios por parte de Amy ya que Edna Wentworth, con gran sentido práctico, hizo la crítica de lo que ella denominaba la «ironía forzada» del poema.
—La poeta se muestra alegre —dijo Edna—, pero de una forma que nos obliga a estar atentos. Yo preferiría ser seducida.
Naturalmente los demás se posicionaron al lado de Carla alabando el poema, elogiando lo conmovedor, sincero y original que era. Amy siguió el hilo de los comentarios de Edna Wentworth para introducir los temas de estilo y contenido, señalando cómo el estilo dinámico, coloquial e improvisado del poema de Carla contrastaba deliberadamente con su oscuro contenido.
Cuando el debate llegó a su fin dando paso al turno de palabra de Carla, esta dio paso a su acostumbrado y modesto baile de claqué hablando más de la profesora que de ella misma, prometiendo al grupo una experiencia de aprendizaje inefable. Amy de hecho podía recordar cómo había disfrutado de los elogios de la mujer las primeras veces que los había experimentado. Pero ahora sabía que esa era la manera en que Carla evitaba el final del debate. La alumna no tenía muchas oportunidades de ser el centro de atención como lo era allí. No era, tal y como Amy había pensado en cierta ocasión, que Carla necesitara atención para obtener satisfacción como si fuera una niña pequeña. Más bien la necesitaba para retomar su energía creativa. Carla nunca escribía salvo cuando asistía a las clases impartidas por Amy. Probablemente habría escrito aquel poema ridículo durante la semana pasada.
—En realidad lo escribí hace unas horas. —Carla le estaba contando a la clase—. Tuve que parar de camino en el centro de reprografía Kinko’s. —Se puso nerviosa al darle las gracias a Edna Wentworth por sus comentarios críticos—. Realmente has dado en el clavo —le dijo con gratitud.
Después de que Carla se hubo sentado, nadie más se ofreció voluntario para leer así que Amy sacó un libro de ejercicios y los puso a todos a la tarea de mostrar sus habilidades durante el resto de la tarde. Les ofreció tres ejercicios de los cuales debían escoger uno solo:
Les dio media hora y se puso cómoda leyendo un libro de la biblioteca, una nueva novela de un antiguo compañero del instituto. Cy publicaba regularmente una novela cada dos años y todavía obtenía críticas respetables. Al contrario que Amy, él no había logrado publicar hasta bien entrados los treinta, y para entonces ya tenía un puesto de titular en la Universidad de Connecticut y todo el tiempo del mundo para escribir. Cy le había dedicado a Amy su primer libro
El futuro está por delante
(«Para Amy, quien no lo cree para nada»), cosa que le había emocionado e incluso satisfecho, en su momento. Era un librito agudo y tonto en el que Lyndon Johnson viajaba en el tiempo siete minutos a intervalos irregulares, obteniendo curiosos resultados históricos. Amy y Cy habían sido amantes cuando Johnson era presidente. De hecho, Amy nunca podía pensar en LBJ sin recordar una tarde en que ambos, desnudos y borrachos como una cuba, embadurnaron la pantalla del televisor en blanco y negro de Cy con crema de sirope de caramelo hasta que el viejo zorro dejó caer el bombazo de que no iba a presentarse a una segunda candidatura. Ambos se habían mirado a los ojos y después, como niños aleccionados, se pusieron en pie, se vistieron y recogieron todo aquel desorden.