Amy Gallup era una persona solitaria que temía la soledad. Nunca se había desprendido de los miedos infantiles tales como los sótanos, los armarios de los dormitorios, y la oscuridad espesa bajo la cama. Durante años había intentado superarlos con compañeros de cuarto, amigos residentes y maridos, y la falta de privacidad en todos los casos, exceptuando el primer matrimonio, la había vuelto loca, tan loca, que eran preferibles los terrores nocturnos. Beber ayudaba, pero no emborracharse.
Por ahora estaba a salvo, así que era hora de dar a Alphonse su recompensa. Se dirigía hacia la caja de galletas Milk Bone que estaba en la cocina, cuando se dio cuenta de que en el contestador automático parpadeaba un «1». Pensó que tendría que ser Carla, disculpándose por haberse perdido la primera clase, aunque al parecer no llamaba desde el teléfono de su casa, pues el número habría quedado registrado en el identificador de llamadas de Amy. Un «número privado» había dejado un mensaje de cierta duración. Cuando a Carla le daba por ponerse charlatana, Amy necesitaba una copa. Le dio a Alphonse su galleta gigante, se sirvió un bourbon con hielo y se sentó para escuchar el mensaje de Carla.
Sin embargo no era Carla, no a menos que hubiera realizado la llamada en sueños. Lo que Amy escuchó en vez de un mensaje de Carla fueron treinta segundos de silencio. Se movió para presionar el botón de borrar, dado que algún idiota obviamente se había equivocado de número y había pasado de colgar. Pero al acercarse al contestador, creyó poder oír una respiración. No una respiración fuerte y directa sobre el auricular, sino una respiración irregular y agitada, así como fragmentos de susurros a cierta distancia. Sonaba como si la persona que llamaba hubiera puesto el auricular hacia abajo y estuviera hablando para sí mismo, o sí misma, desde cierta distancia, haciendo esa cosa que se hace cuando susurras tus pensamientos como abreviando, empezando las frases en voz alta y terminándolas hacia dentro, censurando tus pensamientos más peligrosos antes de que puedan lograr alguna conexión irrevocable.
Uno nunca hace ese tipo de cosas, a menos que se esté muy, pero que muy alterado. O loco
, pensó Amy. La cuarta vez que escuchó el mensaje le pareció poder oír palabras sueltas: «Escucha. Presta atención. Dios te maldiga». Y muy a pesar de Amy, puesto que prácticamente se había convencido a sí misma de que se habían equivocado de número, escuchó, con más claridad que cualquier otra cosa: «Enséñame algo».
De entre los posibles contextos, ninguno bueno: «Nunca me enseñarás nada. Simplemente inténtalo y enséñame algo. Tú, puta, ¿en realidad crees que puedes enseñarme algo?».
Ahora era fácil imaginarse todo tipo de palabras, obscenidades, descripciones odiosas y amenazas físicas elaboradas. Amy probablemente debería guardar el mensaje en su contestador, pero sabía que si lo hacía estaría escuchándolo una y otra vez hasta volverse loca, y las cosas ya estaban bastante mal como estaban. Presionó «borrar» y al instante se lamentó por ello, así que rellenó su vaso vacío y se sentó en el sofá del comedor junto con Alphonse y el manuscrito del doctor Richard Surtees. Iba a ser una noche desagradable, la más larga en meses. Quizá el doctor le había dado algo que podría ayudarla a dormir.
Según el pósit de su secretaria, Amy era una privilegiada al sostener entre sus manos aproximadamente la mitad de algo llamado
Código negro: un thriller médico
. Al haber presenciado cómo sus padres y su marido se consumían en un hospital, a Amy no le emocionaba nada que estuviera relacionado con la medicina, pero al enfrentarse a este género en clase siempre intentaba dejar sus emociones aparte. Como bien recordaba a sus alumnos, todos tenían derecho a obtener una respuesta crítica objetiva, no un catálogo de los gustos de los críticos.
Con tan solo echar un vistazo, supo que Surtees había construido su protagonista según el estereotipo heroico tan comúnmente utilizado por los doctores que querían escribir ficción. Al contrario que otros profesionales, los médicos raramente se ven a sí mismos rozando la objetividad irónica, cosa que probablemente es buena para sus pacientes, pero que no resulta tan atractiva para sus lectores. El héroe de Surtees era un neurocirujano de talla mundial, cinturón negro de kárate, un distinguido violoncelista amateur que había estudiado con Pablo Casals («Tienes un gran talento» —le había reprendido el viejo severamente—, «y lo desaprovechas para salvar unas cuantas vidas insignificantes»), y con el mago Merlín también.
El argumento de
Código negro
iba a ser, al parecer, uno de esos acuerdos enrevesados que incluían palabras médicas de origen medieval y acrónimos gubernamentales (en una nota a pie de página que no presagiaba nada bueno, Surtees prometía un glosario de veinte páginas), que gira alrededor de una amenaza terrorista mundial desarrollada por un pérfido grupo de judíos liberales empeñados en imponer la medicina social al público crédulo.
¿Qué hacemos ahora, senador? —gruñó Black, casi escupiendo debido al asco—. ¿Por qué no enviamos a cada uno de los ciudadanos contagiados de Manhattan a su centro de atención primaria?
Amy se sirvió otra copa, comprobó de nuevo todas las cerraduras y se puso cómoda con el texto del doctor Richard Surtees para pasar miedo y aburrimiento.
Por lo general, Amy estaba satisfecha con el reducido número de bajas en el grupo de alumnos. La clase estaba casi llena cuando llegó, y en unos minutos el resto fue entrando poco a poco. A simple vista, solo echaba en falta a Tiny Arena, Tiffany Cabeza hueca, y los Boudreau, pero Carla Karolak, que la miraba desde la primera fila con ojos vivarachos, se había sumado al grupo, algo nada sorprendente. Como había prometido, Marvy Stokes, con otra camisa hawaiana, había traído amablemente un montón de manuscritos fotocopiados. Amy le pidió que los repartiera entre sus compañeros y le diera una copia a ella, y preguntó si alguien había visto a Tiffany.
—Estoy aquí —dijo Tiffany Zuniga.
—Me refería a la otra Tiffany. McGee, que supuestamente debería traer un relato para la clase de esta noche.
—A lo mejor se ha dado de baja —sugirió Charlton Heston.
—Cierra el pico —dijo Amy observando la clase con severidad—. Existe un círculo del infierno especial —les informó—, reservado específicamente para la gente que promete traer algo a clase y después no cumple su promesa. Quiero que todos entendáis esto.
Carla se puso en pie. Últimamente había tomado la costumbre de levantarse, en lugar de levantar la mano o simplemente hablar en voz alta.
—Creedme —les dijo a los demás—. Habla completamente en serio.
—¿Y por qué deberíamos creerte? —preguntó amablemente Charlton Heston.
—Porque he hecho este curso seis veces. —Carla se sentó y volvió a levantarse—. Es buena gente. ¡Hacedme caso!
Nadie, excepto posiblemente la vieja señora Wentworth, parecía inclinado a creerse nada de lo que dijera Carla Karolak. Carla estaba claramente en una de sus fases maníacas y cualquiera que no la conociera bien probablemente asumiría que era una chiflada. El hecho de que estuviera tan espectacularmente obesa que incluso Amy parecía ágil en comparación, tampoco aumentaba su credibilidad, especialmente en el sur de California, donde la salud física era sinónimo de virtud moral. Carla era un constante fastidio para la profesora, en gran parte porque, en momentos como ese, se veía obligada a defenderla.
—Carla sabe de lo que está hablando —dijo Amy—. También escribe unos relatos cortos de ficción sensacionales —mintió. El trabajo de la mujer estaba mejorando, pero aún estaba en progreso.
—¡Ya no! —repuso Carla empezando a ponerse de nuevo en pie. Llevaba una sudadera ajustada, parte de un chándal de terciopelo raído de color morado—. ¡He vuelto a la poesía!
Fantástico
.
—El caso es —la interrumpió Amy haciendo que volviera a sentarse en su sitio—, que es inexcusable para cualquiera de vosotros dejar tirados al resto. Quiero dejar este tema muy claro. Si os comprometéis a traer algo y no lo hacéis por la razón que sea, entonces estaremos sentenciados a pasar las tres horas de clase sin un solo texto. Emplearemos esas tres horas en hacer girar los pulgares, o lo que es peor, en escuchar mi perorata o a alguno de vosotros leer en voz alta. Como os advertí la semana pasada, no hay nada más soporífero para una persona adulta que le lean en voz alta.
Charlton Heston levantó la mano para dirigirse a toda la clase con gracia. Poseía cierto grado de seguridad en sí mismo.
—¿Y qué pasa si te comprometes a traer algo y después mueres?
—Entonces vas al infierno —respondió Amy.
Él miró por encima del hombro a los demás que reían nerviosamente.
—Es realmente estricta —comentó en un susurro.
—Veréis —dijo Amy—, obviamente hay excusas válidas, pero ninguna de ellas implica dejar de avisarme para que yo pueda preparar otras cosas. Por eso os di mi número de teléfono la semana pasada. —Se detuvo e inspeccionó las caras buscando al maníaco susurrante. Por supuesto, no había candidatos obvios. Se le ocurrió algo ingenioso—. No puedo enseñaros nada —dijo lentamente, escrutando la clase para identificar cualquier señal furtiva de recuerdo, de sobresalto—, a nivel abstracto. No puedo enseñaros nada a menos que me deis algo con lo que trabajar.
Nada de nada
.
El doctor Surtees, sentado de nuevo en primera fila, levantó una mano lánguida.
—Me he tomado la libertad de traer veinte copias de
Código negro
—dijo señalando una bolsa de Nordstrom
[1]
al lado de su pupitre.
—Eso demuestra iniciativa por tu parte. ¿De cuántas páginas estamos hablando? No de las ciento veinte que me entregaste la semana pasada…
—No, de todas.
—¿La novela entera?
—¡Impresionante! —dijo uno de los chicos amantes de las actividades al aire libre que o bien era Syl Reyes, o bien Frank Waasted.
—Impresionante es adecuado —dijo Amy—, y aprecio mucho que hayas traído la novela, pero no puedes esperar que…
—No lo hago —dijo el doctor Surtees—. Simplemente estoy pidiendo alguna observación de los dos primeros capítulos. Solo he incluido el resto por si alguien quiere ver cómo termina.
La mujer de mediana edad del vestido aterciopelado verde lima dijo que no podía esperar a leerlo. Amy no recordaba su nombre y se había dejado la chuleta en el coche. Como de costumbre, no retenía los nombres de sus alumnos hasta que no había leído su ficción. No obstante lo estaba intentando y estaba mejorando un poquito. ¿Quién era esa idiota que se precipitaba a estrechar entre sus brazos las novelas del doctor? Surtees y Marvy Stokes repartieron las copias a Amy y al resto de la clase.
—Muy bien —dijo la profesora—. El trato es que la semana que viene habremos leído y estaremos listos para debatir los capítulos uno y dos de
Código negro
y de —echó un vistazo al manuscrito de Marvy—,
No todo el mundo gana siempre
. ¿Es un relato corto? —interrogó a su autor, preguntándose mientras lo hacía si le sería posible continuar indefinidamente evitando su ridículo nombre de pila.
—Sí. Bueno, ya me diréis si lo es. Quizá sea un poco más largo.
—Bien. Entiendo que cada uno de vosotros va a leer el manuscrito con detenimiento, marcando vuestros comentarios para que podamos pasárselos al autor al final del debate de la clase de la semana que viene. Mientras tanto nos enfrentamos al problema que tenemos en esta segunda clase. Hablamos sobre ello la semana pasada, y os pedí a todos que pensarais en traer algo corto para leer en voz alta e improvisar el debate.
Cinco personas alzaron la mano. Carla fue la primera.
—Un poema, ¿verdad?
—Lo siento —dijo la mujer—. Sé que no te gusta trabajar con ellos, pero es lo que he estado escribiendo últimamente.
—Carla, si no estás escribiendo ficción entonces quizá…
—No te preocupes. Tengo un relato para otro día. Este es solo para hoy.
Ya en pie, Carla preguntó si debía leerlo desde su sitio o hacerlo frente a la clase. Amy cometió el error de dejarlo a su elección.
La alumna caminó hacia el frente arrastrando los pies, deteniéndose en cada fila para entregar una copia de su poema al resto de los alumnos, depositar una copia en el escritorio de la profesora y después mirar al frente. Amy pensó que Carla había engordado unos cuantos kilos desde el último trimestre. Su sudadera color morado le iba un par de tallas pequeña. Ni siquiera le llegaba a lo que, en caso de tener una, debería de haber sido su cintura, de modo que un michelín rosado del estómago le quedaba al descubierto. Amy no sabía si Carla era consciente de la poca sensatez con la que se vestía. Por el contrario, iba siempre bien peinada, así que le costaba creer que eligiera una vestimenta tan chabacana a propósito. Ella era todo un misterio para Amy.
—He escrito este poema recientemente —Carla expuso a la clase alegremente—. Me interesa vuestra más sincera opinión, por brutal que sea, así que escuchad. —Hubo risitas nerviosas. La audiencia, ciertamente, no estaba de su parte, aunque probablemente nadie quería tampoco que ella tirase la toalla—. Se titula
Introducción al ingenio
.
Introducción al ingenio
Por Karla K
La soga debe ser nueva
o se terminan las apuestas
La soga cambia cuando tiras de ella
al principio es elástica
pero al final no lo es
no cuando tiras de ella demasiado
Cuando tiras demasiado fuerte se rompe
Antes de comprar la soga
deberías considerar su resistencia a la tensión
a veces expresada en newtons
a veces en kilopondios
Aseguraos de leer la etiqueta
También debes considerar
la carga máxima de seguridad
para prevenir trágicos accidentes
o lo que sea
Supón que cuentas con una carga máxima de seguridad de
digamos
ciento veinticinco kilos
podrías usar soga trenzada de un centímetro de diámetro
o cuerda de cáñamo de un centímetro con veinticinco
milímetros de diámetro
o quizá cuerda de sisal de un centímetro con veinticinco
milímetros
(si te sientes afortunado)
pero la primera es escurridiza como una anguila
y las otras son ásperas como la lana barata
y ninguna de ellas tiene el tacto del algodón
Puedes comprar cuerda de algodón en e-Bay
GRAN COMPRA
Un centímetro con veinticinco milímetros de
DIÁMETRO
CARGA MÁXIMA DE SEGURIDAD DE CIENTO
TREINTA Y CINCO KILOS
Pero no.
Mienten.