—B-L-A-S-B-A-L-G. —Era un hombre menudo, de complexión delgada. Estaba enfadado y llevaba un chándal granate que podría serle práctico a la hora de ir corriendo de vuelta al departamento de matriculaciones, con Tony Arena a la zaga, para reclamar la devolución del importe de su matrícula.
—Gracias. Lamento todo esto. ¿Y se pronuncia Blass Ball?
—¡Blass Ball!
—Tengo una sugerencia. —Froggie agitó de forma exagerada su brazo peludo con el codo estirado como si se tratara de un niño pequeño que necesitase ir al lavabo—. ¿Qué os parece si apagamos el ventilador? Arma una bulla tremenda aquí atrás.
—Adelante —dijo Amy, y en un clic un silencio terrible se apoderó de la habitación que ella previamente había creído simplemente sepulcral—. Les diré que añadan una segunda «l» a su nombre, señor Blasbalg.
—Harry —dijo el hombre enojado.
Ella se aclaró la garganta.
—¿Ricky Brizza?
—Buzza.
—¡Tres de tres! —aclamó Froggie, obteniendo dispersos aplausos.
—Esa anotación era mía —dijo Amy, quien ya presentía que aquel hombre y ella habían sido enemigos en otra vida—. Buzza —dijo con tristeza.
—B-U-Z-Z-A. Ahí lo tienes, —el joven la sonrió amablemente—, pero puedes llamarme Brizza si quieres. —Se parecía a uno de esos repartidores de periódicos que dibujaba Norman Rockwell en la revista Saturday Evening Post, pero ya crecidito. Estaba lleno de entusiasmo y energía. Él iba a quedarse. Era rubio y llevaba el pelo muy corto, no exactamente rapado, pero casi.
—No —respondió Amy agradecida—, te llamaré Buzza. —Garabateó en su lista corriendo el apellido Buzza, el nombre de Tony y decoró Blasbalg con obscenidades—. El siguiente nombre que tenemos en la lista —dijo—, posiblemente es Dorothy Hieronymus.
—Aquí. —Una mujer rellenita de rostro agradable y de edad similar a la de Amy alzó la mano—. Me llaman Dot.
Amy asintió como si aquello tuviera sentido, porque para entonces, básicamente, todo le importaba una mierda.
La llaman Dot
.
—Tiffany McGee. —La chica rubia de los viñedos. Por supuesto, su nombre estaba bien.
—Sylvester Reyes. —Alto, moreno, de unos cincuenta años, con pantalones cortos de excursión, sentado en primera fila con las piernas abiertas. ¿Por qué los hombres hacen eso? ¿Por simple comodidad? De ninguna manera.
—Llámame Syl —dijo.
Amy agitó la cabeza al ver el siguiente nombre.
—Lo siento damas y caballeros, pero a Dios pongo por testigo de que el siguiente nombre es Marvy Stokes.
—Presente.
Risa general. Por fin se estaba haciendo con la clase. Seguramente se estaban riendo de ella, pero la risa parecía una compañía bastante agradable. Este podía convertirse en un buen grupo, un grupo con la experiencia compartida de observar a su instructora ponerse en ridículo. ¿A qué digno precio? A novecientos treinta y cinco dólares el trimestre, sin beneficios.
—Es usted mi primer Marvy, señor Stokes —añadió Amy.
—Y usted es mi primera profesora de escritura —dijo él, el típico tío de pelo en pecho de unos cuarenta años con una camisa de estampado hawaiano—. De hecho, es Marvin —añadió.
—De ahí Marvy —dijo Amy.
—Eso es.
—Lo tengo. ¿Frank Wasted?
—Wah-sted —dijo otro hombre con chándal, en este caso naranja brillante, de unos treinta años. Superaba de pleno a Blasbalg: parecía un miembro vitalicio de Gold’s Gym, o quizá uno de sus fundadores.
—Wah-sted —repitió Amy—. ¿Por qué no demonios W-A-S-T-E-D?
—Hay otra A —añadió Wah-sted razonablemente.
—¿Dónde?
—Justo antes de la primera.
—No puedo soportarlo. —Amy sostuvo la cabeza entre las manos. La risa era espontánea, sincera. Estaban conectando.
—W-A-A-S-T-E-D. —Míster músculo marcó en el aire cada una de las letras con un dedo regordete mientras sonreía amistosamente—. ¿Lo ves?
—Perfectamente.
—¿Edna Wentworth? —Pelo grueso y canoso con permanente. Sonrisa de cortesía.
—¿Tiffany Zuniga?
—Ausente.
Amy dirigió la mirada hacia la persona que había hablado, que resultó ser Ricky Buzza.
—¿Perdona?
—Está de camino. Viene con retraso. Es amiga mía. —
Es algo más que eso
, pensó Amy, al observar cómo Ricky se ruborizaba.
—Hasta aquí la lista —dijo dándole media vuelta para poder escribir por el reverso—. Ahora sigamos con los compradores potenciales. Empecemos por aquí —dijo señalando hacia la derecha—. Aquellos cuyos nombres no he mencionado y destrozado, por favor identificaos.
Un guapo patricio con un suéter de cachemir de color crema levantó, no la mano, sino el dedo índice, como si estuviera mandando llamar al camarero.
—Soy el doctor Richard Surtees —dijo.
Bien. ¡Yupi! A Amy le vino a la memoria una vieja broma, una de esas en las que hay una frase famosa y supuestamente hay que formular una pregunta que cambiaría su significado. Por ejemplo: Dr. Livingstone, ¿supongo? Pregunta: ¿Y cuál es su nombre completo, Dr. Supongo?
Una mujer igualmente guapa, sentada a su izquierda, de unos cuarenta años y con el cabello castaño peinado hacia atrás, sonrió a Amy.
—Ginger Nicklow —dijo.
Su apariencia era también clásica, pero la similitud entre ambos se quedaba en solo eso, puesto que, claramente, ella no tenía, excepto la espacial, ninguna conexión con el Dr. Richard Surtees. La mujer poseía una elegancia de ropa
vintage
de tienda de segunda mano que supera con creces la elegancia comprada con dinero.
—Pete Purvis —dijo alguien en algún lugar. Amy alzó la vista pero no podía encontrarlo—. Estoy aquí —dijo Pete Purvis, y claro que allí estaba, un hombre joven y pálido, con una sudadera verde, directamente detrás del pobre Tiny. Tony. Amy solo podía ver su mano alzada.
Dos manos, una al lado de la otra, se alzaron al unísono. Una pareja con las mismas camisetas y pantalones vaqueros.
—Somos los Boudreau, Sam y Marilyn —dijo el hombre.
—No nos quedamos —dijo la mujer.
—¿Queréis marcharos ahora?
Los Boudreau se encogieron de hombros y agitaron las cabezas al tiempo. La primera clase era gratis, y claramente la pareja nunca rechazaba un regalo.
Una joven alta y delgada apareció en la entrada, jadeando.
—¿Tiffany Zuniga? —preguntó Amy innecesariamente puesto que Ricky Buzza estaba ocupándose torpemente de despejar el asiento que había a su lado. Como ella no lo había visto, él empezó a dar palmaditas sobre el asiento, golpeándolo esperanzado como un chucho mueve la cola expresando su contento. Compadeciéndose de él, Amy le hizo una señal a Tiffany Dos, que se sentó sin reconocerlo, sacó de repente una libreta de taquigrafía de su mochila y colocó su lapicero encima, lista para transcribir cada una de las lúcidas palabras de Amy.
Amy se aclaró la garganta.
—O bien uno de vosotros se está haciendo el muerto —dijo—, o bien yo no sé sumar. Ahora tengo quince nombres en mi lista, y aquí hay dieciséis personas.
—Falto yo —dijo Froggie—. Estaba indeciso.
—Es perfectamente comprensible, pero aun así me gustaría saber tu nombre.
—Yo no estoy tan seguro —dijo el hombre, sonriendo burlonamente.
—¿Rumplestiltskin? —preguntó Amy.
—Charlton Heston —respondió Froggie.
Ella simplemente lo miró fijamente.
—En serio —dijo él—. Mi madre era una chiflada fanática religiosa.
—Charlton Heston —repitió Amy. Se masajeó los párpados mientras la clase conectaba alegremente a su alrededor. Era temprano para hacer un descanso, pero qué demonios.
—Tomaos cinco minutos de descanso. O tomaos veinte. A la vuelta nos pondremos manos a la obra. Preparaos para hablar sobre qué libros os gusta leer y qué objetivos pensáis lograr aquí en las semanas que nos quedan por delante. —Amy siempre los hacía nombrar a sus escritores favoritos. Era una buena forma de romper el hielo y la ayudaba a, de cierta manera, clasificarlos en su cabeza. En realidad, una proporción deprimente de alumnos no leía mucha ficción, aunque pocos lo admitían. Por el contrario, normalmente profesaban un profundo amor por uno de estos tres escritores, o todos ellos: Hemingway, Fitzgerald y Updike. Amy no tenía idea de por qué estos autores eran las opciones más seguras para los que no leían. Quizá fuera una buena lista para su blog.
Charlton Heston se dirigió hacia ella mientras el resto salía.
—¿Puedo traerte una taza de café?
—¿De verdad te llamas Charlton Heston?
—Sí.
La profesora suspiró y se sorprendió a sí misma al dedicarle una sonrisa.
—Puedes traerme una cerveza.
—¿Cómo la tomas?
—Negra —respondió Amy.
TINY ARENA = ALPHONSE TONY TONY TONY
: Se largó durante el descanso. Mátame ahora.
HAROLD BLASSBAG BLASS BALL BLASSBALL BLASBA-LG
: ¡Abogado! Harry. Le gustan King, Grisham, Turow, zzzzzz.
RICKY BRIZZA BUZZA
: Joven. ¿Veinticinco? Rubio, pelo rapado, reportero del
North County Times
. Algo por Tiffany Z. Palahniuk, Bukowski, Pete Dexter.
DOROTHY HIERONYMUS
: Enfermera. No sabe por dónde se anda. Club de lectura del tipo Margaret Dumont. «Leo de todo». Especialmente
UPDIKE
(probablemente Nora Roberts).
DOT
.
TIFFANY MCGEE
: Rubia cabeza hueca. «No leo mucho, pero ¡quiero escribir!»
SYLVESTER REYES
: Syl. Alto y fuerte. Entrenador de fútbol de instituto. ¿Pocas luces? Lee ciencia ficción (o no, ya que no ha nombrado ningún autor, ni siquiera H, F, U). No confundir con Frank W.
MARVY STOKES
: Camisa hawaiana, medio calvo, castaño, agradable, profesor de química.
HEMINGWAY, FITZGERALD
, probablemente Tom Clancy.
FRANK WAASTED
Musculitos: ¡NO! Trabaja en la Universidad, profesor de literatura comparada, ¿puesto permanente? Marginal. Carver, Woolf, Pynchon.
EDNA WENTWORTH
: Mayor. ¿Jubilada? Profesora de escuela. Aguda. O’Connor, Dickens, Flaubert.
LOS BOUDREAU
TIFFANY ZUNIGA
: Guapa, joven, ¿trabaja? Estirada. Atwood, A. Carter, Walker, Morrison, bla, bla, bla…
RICHARD SURTEES
: «Soy el doctor Richard Surtees». Pedante, imbécil. ¡Escribe
NOVELA! ¡CUIDADO! ¡OJO!
GINGER NICKLOW
: Guapa. De unos cuarenta. Trabaja para una organización benéfica. Lee por placer (
best-sellers
y novelas de misterio).
PETE PURVIS
: Cara de niño bueno, quizá mayor de lo que aparenta. ¿Lo viste su madre? Tolkien, Rowling, Narnia. Quiere escribir para niños.
CHARLTON HESTON
: Froggie. Sabelotodo. Le gustan Salinger, Roth, Russo.
¿
CARLA
?
Dos horas más tarde Amy aceleraba hacia Miramar Road, hacia el norte, hacia casa. Eran más de las diez y no había mucho tráfico. Normalmente disfrutaba del trayecto, pero esa noche estaba rendida. Demasiada gente nueva, demasiadas confusiones, y además había pasado un mal trago asignándolos una programación. Al final Marvin Strokes y Tiffany Uno, la cabeza hueca que no sabía cómo hacer vino casero, habían prometido traer un relato la próxima semana, y el tipo arrogante del suéter de cachemir, el doctor Richard Surtees, le había entregado a Amy un manuscrito del grueso de su pulgar, mecanografiado y encuadernado con profesionalidad, sin duda, por una secretaria explotada.
—Te gustará —le había dicho él, y Amy, de hecho, había alegado que estaba deseando leerlo.
Pero ella nunca deseaba leer nada que no estuviera encuadernado y comercializado por editores reales, y ni siquiera deseaba leer aquellos. Entre los días de su infancia en que los libros eran algo mágico y el momento actual carente de toda magia, había acontecido algo malo. Algo malo en la vida de ella y en la industria editorial. Lo que le había sucedido a Amy era que le habían publicado su primera novela con tan solo veintidós años. Y aunque eso no es algo típico para la industria editorial, seguramente tampoco la había ayudado. Simplemente habían experimentado un acusado declive paralelo.
Amy también odiaba, entre otras cosas, llegar tarde a su casa vacía por la noche, encajonar el Crown Vic en el garaje y salir poco a poco del coche, quedando tan poco espacio que a veces tenía que dar marcha atrás e intentar estacionarlo otra vez. Detestaba el repentino silencio después de cuarenta y cinco minutos de jazz y zumbido de motor, el vacío silencioso de la noche en las afueras de California. Todos sus vecinos se iban a la piltra a las ocho o nueve en punto para poder levantarse y marchase antes del amanecer y enfrentarse al espeluznante tráfico matutino de la I-15, así que todo lo que podía oír ahora era el ruido de sus propios pasos y el tintineo de sus llaves, y alguna vez, como esa noche, el ladrido de perros a lo lejos. Su propio perro viejo, que ladraba a voluntad cuando ella estaba en casa, nunca le daba la bienvenida con algo más que un simple gemido, probablemente porque era un cobarde, pero posiblemente, según pensaba Amy, porque le envidiaba cualquier pequeño consuelo que él pudiera proporcionarle. Como de costumbre, había dejado las luces del salón encendidas, pero el resplandor anaranjado tras las persianas bajadas era, solo ligeramente, menos agorero que la oscuridad total. Uno podía ser fácilmente asesinado por una luz incandescente tal y como Carla Karolak, su eterna alumna, había descrito en
La estela pálida de la luna gibosa
. ¿Qué demonios es una luna gibosa? ¿Y dónde diablos estaba Carla Karolak? No se había perdido una sola clase en seis trimestres.
Una vez dentro llevó a cabo los rituales de costumbre: cerrar con llave y comprobar que todo estaba bien cerrado, y dejar que Alphonse entrara en casa desde el jardín trasero para que pudiera acompañarla por toda la casa en búsqueda de psicópatas blandiendo un hacha en mano. No necesitaba al perro para proporcionarle protección, por lo que era afortunada, sino para hacerle compañía. No quería pasar sus últimos momentos sobre la faz de la tierra horrorizada y sola. Su casa era pequeña y estaba atestada de cosas, así que solo le llevaba unos minutos inspeccionarla. Amy se preguntó, mientras tiraba para abrir la puerta del armario de los abrigos, cómo se podía estar a la vez tan llena de temor y tedio. Suponía que el terror era algo tedioso. Seguramente ambos compartían su procedencia. Se detuvo ante su diccionario Webster segunda edición versión íntegra, para comprobarlo. No, no lo hacían.