El universo, los dioses, los hombres (21 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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«UN HIJO PUTATIVO»

Aunque no cojee en el sentido auténtico de la palabra, Edipo conserva en su pie la huella de la separación que le han infligido, de la distancia a la que se encuentra respecto al lugar donde debería estar, a lo que constituye sus auténticos orígenes. Así pues, también está en un estado de desequilibrio. En tanto que hijo del rey, todos lo ven como el sucesor lógico de Pólibo, pero no es del todo un muchacho de Corinto, como se sabe y se dice secretamente. Un día, mientras se pelea con un muchacho de su misma edad, éste le suelta: «¡Al fin y al cabo, tú eres un hijo putativo!» Edipo va a ver a su padre y le cuenta que un compañero le ha llamado «hijo putativo», como si no fuera realmente su hijo. Pólibo lo tranquiliza como puede, sin llegar a decirle con claridad: «No, en absoluto, claro que eres el hijo de tu madre y mío.» Se limita a decirle: «Esto es una tontería, no tiene ninguna importancia. La gente es envidiosa, cuenta cualquier cosa.» Edipo sigue preocupado y decide ir a consultar al oráculo de Delfos para plantearle la pregunta de su origen. ¿Es o no hijo de Pólibo y Mérope? El oráculo se niega a darle una respuesta tan clara como su pregunta. Y le dice: «Matarás a tu padre, te acostarás con tu madre.» Edipo se horroriza y esta revelación espantosa anula su pregunta inicial: «¿Soy su verdadero hijo?» Lo más urgente que tiene que hacer es escapar, poner toda la distancia posible entre él y aquellos a quienes considera sus padres. Exiliarse, irse, apartarse, caminar lo más lejos posible. Así que parte, y de manera algo parecida a Dioniso se convierte en un caminante. Ya no tiene tierra en sus sandalias, ya no tiene patria. En su carro, o a pie, se dirige de Delfos a Tebas.

Ocurre que en aquel mismo momento la ciudad de Tebas padecía una terrible pestilencia, y Layo quería dirigirse a Delfos para pedir consejo al oráculo. Había salido con un mínimo séquito, en su carro, con su cochero, y uno o dos hombres. Ya tenemos, pues, al padre y al hijo —a un padre convencido de que su hijo ha muerto, y a un hijo convencido de que su padre es otro— caminando en sentido contrario. Coinciden en una encrucijada de tres caminos; en un lugar donde no pueden pasar dos carruajes a un tiempo. Edipo está en su carro, Layo en el suyo. Layo considera que el cortejo real tiene prioridad y pide, por tanto, a su cochero que indique a ese muchacho que se aparte. «Sal del camino, déjanos pasar», grita éste a Edipo y, con su garrote golpea a uno de los caballos del carro de Edipo o incluso el hombro del propio Edipo. Éste, que no tiene buen carácter y que, incluso en su papel de exiliado voluntario, se siente un príncipe, el hijo de un rey, no piensa ceder su sitio a nadie. El golpe recibido lo enfurece, y a su vez golpea con su bastón al cochero, al que mata, y después ataca a Layo, que cae a sus pies, también muerto, mientras uno de los hombres del séquito real, aterrorizado, regresa a Tebas. Edipo, considerando que sólo se trata de un incidente y ha obrado en legítima defensa, prosigue después su ruta y su vagabundeo.

Tardará mucho en llegar a Tebas, en un momento en que la desgracia azota a la ciudad en la forma de un monstruo, medio mujer, medio leona: cabeza de mujer y senos de mujer, cuerpo y patas de leona. Es la Esfinge. Está alojada en una de las puertas de Tebas, a veces encima de una columna y otras sobre una roca más elevada, y se divierte planteando enigmas a los jóvenes de la ciudad. Exige que todos los días se le envíe la flor y nata de los jóvenes tebanos, los muchachos más apuestos, que tienen que enfrentársele. Se cuenta a veces que quiere hacer el amor con ellos. En cualquier caso, les plantea un enigma y, cuando no pueden resolverlo, los mata. Así pues, Tebas ve cómo día tras día la flor de su juventud es destrozada, destruida. Cuando Edipo llega a Tebas, entra por una de las puertas, ve a la gente aterrada, con semblantes siniestros. Se pregunta qué ocurre. El regente que ha ocupado el lugar de Layo, Creonte, hermano de Yocasta, también está emparentado con el linaje de los Espartoi. Ve a un joven forastero de buena planta y mirada audaz, y se dice que, tal como están las cosas, puede que ese desconocido sea su última oportunidad de salvar a la ciudad. Anuncia a Edipo que, si consigue derrotar al monstruo, se casará con la reina.

SINIESTRA AUDACIA

Desde que Yocasta es viuda, encarna la soberanía, pero en realidad es Creonte quien ejerce el poder. Por ese motivo puede ofrecer a Edipo que, si vence a la Esfinge, la reina y el reino a un tiempo serán suyos. Edipo se enfrenta al monstruo, que está encaramado en su pequeño montículo. Al ver llegar a Edipo, piensa que es una bonita presa. La Esfinge formula el enigma siguiente: «¿Quién es el ser, el único entre todos los que viven en la tierra, las aguas, los aires, que tiene una única voz, una única manera de hablar, una única naturaleza, pero que posee dos pies, tres pies y cuatro pies,
dípous, trípous, tetrápoush
?» Edipo reflexiona. Esta reflexión tal vez sea más fácil para un hombre que se llama Edipo,
Oí-dípous,
«bípedo», por su relación con su nombre. Contesta: «Es el hombre. Cuando todavía es niño, camina a cuatro patas, cuando alcanza edad adulta, se sostiene de pie encima de sus dos piernas y en la ancianidad se apoya en un bastón para paliar su paso titubeante, oscilante.» La Esfinge, al verse derrotada en esta prueba de saber misterioso, se arroja desde lo alto de su columna, o su roca, y muere.

Toda la ciudad de Tebas está alborozada, festejan a Edipo, le pasean con gran pompa. Le presentan a Yocasta, la reina, que, como recompensa, será su esposa. Edipo se convierte en el soberano de la ciudad. Lo ha merecido dando pruebas de la mayor sabiduría y de la mayor audacia. Es digno de la descendencia de Cadmo, a quien los dioses habían distinguido dándole una diosa por esposa, Harmonía, y designándolo fundador de Tebas. Todo va bien durante unos cuantos años. La pareja real tiene cuatro hijos: dos muchachos, Polinices y Etéocles, y dos muchachas, Ismena y Antígona. Después una peste se abate brutalmente sobre Tebas. Todo parecía dichoso, normal y equilibrado; de repente, todo cambia, todo es siniestro. Cuando las cosas funcionan como es debido, en orden, todos los años rebrotan las mieses, los frutos crecen en los árboles, los rebaños paren ovejas, cabras y terneros. En suma, la riqueza de la tierra tebana se renueva al compás de las estaciones. Las propias mujeres están atrapadas en este gran movimiento de renovación de la fuerza vital. Tienen niños hermosos, fuertes y sanos. Bruscamente, este curso normal queda interrumpido, desviado, y todo es deforme y monstruoso. Las mujeres paren niños deformes o muertos, o abortan. Hasta las fuentes de la vida, corruptas, se han secado. Para completar la desgracia, una enfermedad azota a hombres y mujeres, a jóvenes y a viejos, todos mueren. El pánico es general. Tebas está desconcertada. ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no funciona?

Creonte decide enviar a Delfos una delegación de Tebas para interrogar al oráculo y conocer el origen de la enfermedad infecciosa, de la epidemia que devasta la ciudad y provoca que nada funcione. Los representantes de la vitalidad de Tebas unen sus dos extremos, los niños más pequeños y los ancianos de mayor edad (las cuatro y las tres patas) comparecen ante el palacio real con ramos, suplicantes. Se dirigen a Edipo para pedirle que los salve: «¡Sé nuestro salvador! ¡Tú nos salvaste una vez del desastre, nos libraste de aquel monstruo horrible que era la Esfinge, sálvanos ahora de esta plaga, de esta pestilencia que no sólo ataca a los seres humanos, sino también a la vegetación y los animales! Es como si en Tebas ya nada pudiera renovarse ni nacer.»

Edipo se compromete solemnemente a iniciar su investigación para comprender los motivos del mal y erradicar aquel azote. En ese momento, regresa la embajada enviada a Delfos. El oráculo ha anunciado que el mal no cesará hasta que el asesinato de Layo sea vengado. Por consiguiente, es preciso encontrar, castigar y expulsar definitivamente de Tebas, excluir de la tierra tebana, separar de ello para siempre, a aquel que tiene las manos manchadas con la sangre de Layo. Cuando Edipo lo oye, asume de nuevo un solemne compromiso: «Buscaré y descubriré al culpable.» Edipo es un hombre ducho en pesquisas, un interrogador, un inquisidor. De la misma manera que ha abandonado Corinto para salir a la aventura, es un hombre para el cual la aventura de la reflexión y el cuestionamiento está siempre al alcance de la mano. Es imposible detener a Edipo. Así pues, emprenderá una investigación, a la manera de una investigación policial.

Toma unas primeras medidas, hace saber que todos aquellos que puedan aportar informaciones deben hacerlo, que todos aquellos que presuman de estar en contacto con un presunto asesino están obligados a expulsarlo, que el asesino no puede permanecer en Tebas, ya que su crimen causa el mal de la ciudad. Hasta que el asesino haya sido separado y expulsado de las casas, los santuarios y las calles, Edipo no cesará de buscarlo. Tiene que saber. Comienza la investigación. Creonte explica al pueblo que Tebas dispone de un adivino profesional que sabe descifrar el vuelo de los pájaros y, tal vez, gracias a la inspiración divina, pueda conocer la verdad: es el viejo Tiresias. Creonte desea que se le llame y se le interrogue sobre los acontecimientos. Tiresias no tiene ganas de comparecer, de ser interrogado. Lo llevan de todos modos a la plaza pública, delante del pueblo de Tebas, delante del consejo de los ancianos y delante de Creonte y Edipo.

Edipo lo interroga, pero Tiresias se niega a contestar. Sostiene que no sabe nada. Indignación de Edipo, que no siente demasiado respeto por el adivino. ¿Acaso no ha sido más inteligente y más sabio que él? Sólo con su inteligencia, sólo con su capacidad de discernimiento de hombre razonable, ha encontrado la respuesta al enigma mientras que Tiresias, con su inspiración y los signos que descifra, era incapaz de darla. Edipo se enfrenta a un muro, pero no a un muro de ignorancia, ya que Tiresias se niega a desvelar lo que sabe por intervención de la sabiduría divina. Lo sabe todo: quién ha matado a Layo y quién es Edipo, porque está en contacto con Apolo, su señor. Apolo es el que ha predicho: «Matarás a tu padre, te acostarás con tu madre.» Tiresias entiende lo que representa Edipo en la desgracia de Tebas, pero no quiere soltar prenda. Está decidido a no decir nada, y llega el momento en que Edipo, al que tal testarudez saca de quicio, piensa que esa negativa no puede ser fruto del azar. Tiresias y Creonte deben de estar conspirando contra él para desestabilizarlo y arrebatarle el trono. Imagina que Creonte se ha puesto de acuerdo con Tiresias, que es posible incluso que haya sobornado al adivino y que la embajada enviada a Delfos participara también en la conspiración.

La cólera invade a Edipo, que empieza a ver fantasmas y decide que Creonte debe abandonar la ciudad inmediatamente: sospecha que ha organizado la muerte de Layo. Si Creonte deseaba la muerte de Layo para ejercer la soberanía a través de su hermana Yocasta, es posible que sea él quien haya organizado el ataque. La cumbre del Estado de Tebas se encuentra ahora azotada por las fuerzas de la desunión, del enfrentamiento abierto. Edipo quiere expulsar a Creonte y Yocasta interviene. Intenta restablecer la armonía entre los dos hombres, los dos linajes. No existe, por un lado, el linaje puro de Cadmo y, por el otro, el de los Espartoi. Ambas descendencias se han mezclado constantemente. Tanto Lábdaco como Layo y Edipo tienen en su ascendencia a los Espartoi. Yocasta, por su parte, ha salido directamente de Equión, que representa algo terriblemente inquietante. Así pues, la ciudad está desgarrada, los jefes luchan entre sí, se odian, y Edipo prosigue su investigación.

Un testigo de primera mano, al que convendría consultar, es el hombre que estaba con Layo en el momento del drama y que se escapó. Ha contado a su vuelta que, en una emboscada, unos bandidos habían atacado el carruaje real en el camino de Delfos, matando a Layo y al cochero. La primera vez que le cuentan a Edipo este relato de la muerte de Layo, se siente un poco inquieto en su papel de juez de instrucción: le dicen que el hecho ocurrió en una encrucijada de tres direcciones en un camino angosto, cerca de Delfos; él conoce perfectamente esa encrucijada, ese camino angosto. Lo que lo tranquiliza es que, si bien ignora a quien ha matado, sabe que caminaba en solitario mientras que «son
unos
bandidos los agresores de Layo». Sigue un razonamiento muy simple: «Unos bandidos…, por lo tanto, no fui yo. Hay dos historias diferentes. Yo encontré a un hombre en su carro que me golpeó, después pasó el carro de Layo, que fue atacado por esos bandidos, se trata de dos historias completamente diferentes.»

Así pues, Edipo quiere que comparezca la persona que estaba presente cuando ocurrieron los hechos y se pregunta qué ha sido de él. Le contestan que ese hombre, después de su regreso a Tebas, no ha puesto prácticamente los pies en la ciudad, se ha retirado al campo y ya no se le ve. Extraño. Es preciso hacerle venir y plantearle la pregunta de en qué condiciones ocurrió el ataque. Hacen venir al infeliz criado de Layo. Edipo le tira de la lengua en su papel de juez de instrucción, pero el hombre no es más locuaz de lo que era Tiresias. Edipo tropieza con las mayores dificultades para sacarle alguna información y llega a amenazarlo con la tortura para hacerle hablar.

Por entonces llega a Tebas un extranjero procedente de Corinto que ha hecho un largo camino. Se presenta ante Yocasta y Edipo, saluda y pregunta dónde está el rey del país. Tiene que darle una triste noticia: su padre y su madre, el rey y la reina de Corinto, han muerto. Dolor de Edipo, que se siente huérfano. Dolor mitigado por cierta alegría, porque, si Pólibo ha muerto, Edipo ya no podrá matar a su padre. Tampoco podrá acostarse con su madre, porque falleció también. Edipo se siente con la cabeza muy despejada y muy libre, le alegra saber que el oráculo ha demostrado ser falso. Delante de ese portador de malas noticias, que espera tal vez que Edipo regrese a Corinto para ocupar el reino como estaba previsto, se justifica: había tenido que abandonar Corinto ya que le habían pronosticado que mataría a su padre y se acostaría con su madre. El mensajero contesta: «Te equivocaste al irte: Pólibo y Mérope no eran tus padres.» Estupor de Edipo, que se pregunta qué significa todo eso.

«LOS PADRES NO ERAN LOS PADRES»

Yocasta oye contar al mensajero que Edipo era un niño recién nacido llevado al palacio y adoptado por el rey y la reina de Corinto. No era el hijo de sus entrañas, pero habían querido que Corinto fuera su ciudad. Yocasta se siente embargada por una siniestra iluminación. Ahora todo quedaba claro. Abandona el lugar del debate y regresa al palacio. «¿Cómo sabes tú eso?», pregunta Edipo al mensajero. «Lo sé», contesta, «porque fui yo quien entregó ese niño a mis amos. Fui yo quien te entregué, niño con el talón agujereado.» «¿Quién te dio a ese niño?», pregunta Edipo. El mensajero identifica entre los asistentes al viejo pastor que en otros tiempos guardaba los rebaños de Layo y Yocasta, el que le había entregado al recién nacido. Edipo se pone nervioso. El pastor lo niega. Los dos hombres discuten: «¡Claro que fuiste tú! Estábamos con nuestros rebaños en el monte Citerón y allí me entregaste al niño.» Edipo percibe que las cosas toman un derrotero terrible. Piensa por un instante que tal vez era un niño expósito, el hijo abandonado de una ninfa o una diosa, lo que explicaría el destino excepcional de que había disfrutado. Mantiene todavía una insensata esperanza, pero, para los ancianos congregados allí todo está cada vez más claro. Edipo se dirige al pastor de Layo y lo conmina a decir la verdad: «¿De dónde sacaste a ese niño?» «Del palacio.» «¿Quién te lo dio?» «Yocasta.»

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