El universo, los dioses, los hombres (9 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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No sólo engullen y agotan todas las reservas, sino que la razón principal por la que una mujer intenta seducir a un hombre es conseguir el dominio sobre la provisión de alimentos, ser su dueña. Con la habilidad de sus frases seductoras, de su espíritu embustero, de sus sonrisas y de su «grupa emperifollada», como escribe Hesíodo, la mujer baila ante el joven soltero la danza de la seducción porque, en realidad, mira de reojo el granero. Y todos los hombres, como hizo en primer lugar Epimeteo, deslumbrados y maravillados por esas apariencias, se dejan seducir.

No sólo las mujeres tienen un ansia de alimentos que arruina la salud de sus maridos, porque jamás llevan suficiente comida al hogar, sino que, además, tienen un apetito sexual especialmente devorador. Clitemnestra, u otras esposas bien conocidas por haber engañado a sus maridos, dicen sin ambages que han sido la perra que cuida de la casa. Está claro que hay que entender ese temperamento de perra en su sentido sexual.

Las mujeres, incluso las mejores, las que poseen un carácter mesurado, tienen una característica especial, según los griegos: al haber sido hechas con arcilla y agua, su temperamento pertenece al universo húmedo. Mientras que los hombres poseen un temperamento más emparentado con lo seco, lo cálido, lo ígneo.

En determinadas estaciones, en especial en la que se llama la canícula, la estación del perro, es decir, cuando Sirio, el Perro, es visible en el cielo, muy cerca de la tierra, cuando el sol y la tierra están en conjunción, cuando hace un calor atroz, los hombres se agotan de lo secos y débiles que están. Las mujeres, por el contrario, gracias a su humedad, se esponjan. Exigen de su esposo unas atenciones maritales que los dejan exhaustos.

Prometeo, al urdir la treta que consistía en robar el fuego a Zeus, provoca una respuesta encarnada por la mujer, sinónimo de fuego rapaz, que Zeus ha creado para trastornar a los hombres. En efecto, la mujer, la esposa, es un fuego que abrasa continuamente a su marido, día tras día, que le reseca y envejece antes de tiempo. Pandora es un fuego que Zeus introduce en el hogar y abrasa a los hombres sin mostrar ninguna llama. El envío del fuego ladrón es la respuesta al robo del fuego. ¿Qué hacer en tales circunstancias? Si realmente la mujer sólo fuera ese espíritu de perra, esa embustera que sólo mira el granero con «grupa emperifollada» y mata a sus maridos envejeciéndolos antes de tiempo, éstos habrían intentado, sin duda, prescindir de sus esposas. Pero también en este caso se oponen lo interior y lo exterior. La mujer, por su voracidad, su animalidad y su apetito sexual, es una
gastér,
una panza, un vientre. Representa, en cierto modo, lo que tiene de animal la especie humana, su componente de bestialidad. En tanto que
gastér,
almacena todas las riquezas de su marido. Cuando Prometeo ocultó la parte de alimento que reservaba a los hombres en la
gastér
del buey, no se imaginaba las consecuencias de su acción. También en este aspecto es víctima de su propia astucia. A partir de entonces se presenta el siguiente dilema: si un hombre se casa, su vida será seguramente un infierno, a menos de tropezar con una esposa excepcional, cosa que no es corriente. Así pues, la vida conyugal es un infierno y los males se multiplican. En cambio, si el hombre no se casa, podrá tener una vida feliz, nadará en la abundancia, jamás carecerá de nada, pero en el momento de morir, ¿a quién corresponderá el patrimonio que haya acumulado? Se dispersará e irá a manos de parientes colaterales por los que no siente ningún afecto especial. Si se casa, desencadena una catástrofe, y si no, también.

La mujer es doble. Es la barriga, el vientre que engulle todo lo que su marido ha recogido penosamente a cambio de su esfuerzo, su trabajo y su fatiga, pero ese vientre también es el único capaz de producir lo que prolonga la vida de un hombre, un hijo. El vientre de la mujer aparece, contradictoriamente, como la parte tenebrosa de la vida humana, la que conduce a su agotamiento, pero también como la parte de Afrodita, la que aporta nuevos nacimientos. La esposa encarna la voracidad que destruye y la fecundidad que produce. Resume todas las contradicciones de nuestra experiencia. Al igual que el fuego, es a un tiempo la personificación de lo específicamente humano, porque sólo los hombres se casan. El matrimonio distingue a los hombres de las bestias, que se aparean como si comieran, al azar de los encuentros, de cualquier manera. Así pues, la mujer es símbolo de una vida civilizada; no hay que olvidar que ha sido creada a imagen y semejanza de las diosas inmortales. Cuando se mira a una mujer, se ve a Afrodita, Hera o Atenea. Es, en cierto modo, la presencia de lo divino en esta tierra, por su belleza, su seducción y su
cháris.
La mujer conjuga lo más vil y lo más elevado de la vida humana. Oscila entre los dioses y las bestias, que es lo propio de la humanidad.

EL TIEMPO QUE PASA

Volvamos a la historia de una manera más anecdótica. Pandora ha entrado en el hogar de Epimeteo y se convierte en la primera esposa humana. Zeus le susurra al oído lo que debe hacer. En casa de Epimeteo, al igual que en la de cualquier agricultor griego, hay muchas vasijas, y, entre ellas, una muy grande, oculta, que no debe ser tocada. ¿De dónde procede? Se dice que la han traído unos Sátiros, pero no es verdad. Un día, cuando su marido ha salido, Zeus susurra al oído de Pandora que destape esa vasija sin más espera y después coloque de nuevo la tapadera. Y es lo que hace. Se acerca a las vasijas, muy numerosas. Algunas contienen vino, otras trigo o aceite, todas las reservas alimenticias están guardadas allí. Pandora levanta la tapa de la vasija oculta y, al cabo de un instante, todos los males, todas las cosas perjudiciales, se esparcen por el universo. En el momento en que Pandora vuelve a colocar la tapadera, sigue todavía en el interior
Elpís,
Esperanza, la espera de lo que va a ocurrir, que no ha tenido tiempo de salir de la vasija.

Así pues, la presencia de los males en el mundo se debe a Pandora. Es justamente su presencia lo que personifica todos los males, y ahora la vasija abierta ha contribuido a multiplicarlos. ¿Qué males son esos? Los hay a miríadas: la fatiga, las enfermedades, la muerte, los accidentes. Las desgracias son increíblemente móviles, se mueven incesantemente, van de un lado para otro, jamás están quietas. No son visibles y carecen de forma, son inaudibles, al contrario que Pandora, deliciosamente visible y agradable de oír. Zeus no ha querido que esos males tengan una figura y una voz para que los hombres no puedan prevenirse contra ellos ni alejarlos. Los males que los hombres intentarían evitar, porque saben que son detestables, siguen agazapados, invisibles e indiscernibles. El mal que se ve y se oye, la mujer, camuflada por la seducción de su belleza, su dulzura y su conversación, atrae y seduce en lugar de asustar. Una de las características de la existencia humana es la disociación entre las apariencias de lo que se deja ver y se deja oír, y las realidades. Tal es la condición de los hombres que Zeus ha maquinado en respuesta a las astucias de Prometeo.

Éste no sale del paso demasiado bien, porque Zeus lo inmoviliza entre el cielo y la tierra, a media altura de una montaña, de una columna, donde lo encadena. Prometeo, que había entregado a los humanos ese alimento mortal llamado carne, sirve ahora de alimento al pájaro de Zeus, al águila portadora de su rayo, mensajera de su poder invencible. Prometeo acaba convirtiéndose en la víctima, el pedazo de comida cortado de su propia carne. Todos los días, el águila de Zeus devora por completo su hígado, sin dejar nada. Durante la noche, el hígado se recupera. Día tras día el águila se nutre de la carne de Prometeo, y noche tras noche ésta se recompone para que el águila encuentre cada mañana su pitanza intacta. Así seguirán hasta el momento en que Heracles libere a Prometeo con el consentimiento de Zeus. Prometeo recibe la inmortalidad a cambio de la muerte del Centauro Quirón. Este, héroe civilizador que ha enseñado a Aquiles, y a tantos otros, a ser héroes perfectos, ha sido herido y sufre; pero su herida es incurable, y, aunque lo desea, no puede morir. Se ha producido, por tanto, un intercambio. Quirón ha recibido la muerte y su inmortalidad ha pasado a Prometeo. Uno y otro han sido liberados.

Prometeo es castigado allí donde ha pecado. Ha querido ofrecer a los mortales la carne, y especialmente el hígado, que representa un bocado excepcional en el animal sacrificado, ya que ésta es la parte que los dioses prefieren de cualquier sacrificio. Prometeo, a su vez, a través de su hígado, se convierte en el alimento predilecto del águila de Zeus. Este águila es un símbolo del rayo divino, es el portafuegos de Zeus, el Fulmíneo. En cierto modo, el fuego robado por el Titán regresa sobre el hígado para llevarse una parte del festín renovado constantemente.

Existe, además, otro detalle que no carece de significado. Prometeo es un ser ambiguo, su lugar en el mundo divino no está claro. La historia de este hígado que es devorado todos los días y se regenera durante la noche muestra que existen, por lo menos, tres tipos de tiempo y de vitalidad. Existe el tiempo de los dioses, la eternidad en la que nada ocurre, todo está ya fijo, nada desaparece. Existe el tiempo de los hombres, que es un tiempo lineal, pues corre siempre en el mismo sentido: se nace, se crece, se llega a adulto, se envejece y se muere. Todos los seres vivos están sometidos a él. Como dice Platón, es un tiempo que corre en línea recta. Existe, finalmente, un tercer tiempo en el que hace pensar el hígado de Prometeo, el cual es circular o tiene forma de zigzag. Explica una existencia semejante a la luna, por ejemplo, que crece y perece para renacer a continuación, de manera indefinida. Este tiempo prometeico es parecido a los movimientos de los astros, es decir, a esos movimientos circulares que se inscriben en el tiempo y permiten medirlo. No es la eternidad de los dioses, ni tampoco el tiempo terrestre, el tiempo mortal, que siempre avanza en el mismo sentido. Es un tiempo del que los filósofos podrán decir que es la imagen móvil de la eternidad inmóvil. El personaje de Prometeo también se extiende, al igual que su hígado, entre el tiempo lineal de los humanos y el tiempo eterno de los dioses. Su función de mediador aparece muy claramente en esta leyenda. Está situado, además, entre cielo y tierra, a media altura de una columna, entre dos extremos. Representa la bisagra entre la época, muy lejana, en que, en un cosmos organizado, todavía no existía el tiempo, los dioses y los hombres estaban mezclados y la no-muerte, la inmortalidad, reinaba, y la época de los mortales, separados a partir de aquel momento de los dioses, sometidos a la muerte y al tiempo que pasa. El hígado de Prometeo está hecho a imagen y semejanza de los astros; es semejante a lo que da ritmo y medida a la eternidad divina y desempeña, de ese modo, un papel de mediador entre el mundo divino y el humano.

LA GUERRA DE TROYA

Al contrario de lo que sugiere el título del drama de Giraudoux, hubo guerra en Troya. ¿Qué podría decir de ella después de haber sido narrada por Homero? Sólo me cabría hacer un resumen mediocre. Pero, en cambio, tal vez valga la pena intentar explicar las causas y el sentido de ese conflicto. Sus raíces se hunden en un pasado muy remoto. Para tratar de entenderlo, hay que retrotraerse a cierto número de montes vinculados al origen de esa tragedia vivida por los mortales. En Grecia existe el monte Pelión, y existen también el monte Ida, en Tróade, y el Taigeto, en Esparta. Son montes muy elevados, es decir, lugares donde la distancia entre los dioses y los hombres se aminora, donde, sin borrarse totalmente, las fronteras que separan a mortales de inmortales, en cierto modo, se difuminan. A veces hay aproximaciones, más o menos profundas, entre lo divino y lo humano. Y, en ocasiones —así ocurrirá en la guerra de Troya—, los dioses aprovechan esa proximidad, esos contactos recíprocos, para transmitir a los hombres los males y las catástrofes de que quieren librarse, para expulsarlos del ámbito luminoso en que han establecido su asiento y trasladarlos a la superficie de la tierra.

Todo comienza, pues en el Pelión, con las bodas de Peleo, rey de Ptía, y Tetis, una Nereida. Al igual que sus cincuenta hermanas, que llenan con su presencia bienhechora y graciosa la superficie de las aguas y las profundidades del mar, Tetis es hija de Nereo, llamado el Viejo del mar. A su vez, Nereo es hijo de Ponto, la personificación masculina del mar, engendrado por Gea, al mismo tiempo que Urano, en el origen del universo. Por parte de su madre, Dóride, las Nereidas descienden del Océano, el río cósmico primordial, que rodea el universo y lo contiene dentro de la red circular de sus aguas. Tetis tal vez sea, junto con Anfitrite, una de las Nereidas más representativas. Al igual que otras diosas marinas, tiene un increíble don de metamorfosis. Puede adoptar multitud de formas, puede convertirse en león, llama, palmera, pájaro o pez. Su capacidad de transformación es infinita. Diosa marina, es, al igual que el agua, absoluta fluidez, y ninguna forma la contiene. Siempre puede pasar de un aspecto a otro, modificar su propia apariencia al igual que el agua que corre a través de los dedos sin que se la pueda retener. Esta diosa, gracias tal vez a su extrema flexibilidad, a su inaprensible fluidez, representa para los griegos una forma de poder que muy pocas divinidades han conseguido y sólo en parte. Entre ellas, en especial, Metis, la diosa con la que se casó Zeus en primeras nupcias. Como hemos visto, Zeus no se limitó a casarse con Metis, entre otras diosas, sino que la convirtió en su cónyuge predilecta, ya que sabía que, gracias precisamente a sus increíbles cualidades de ligereza, sutileza y fluidez, si como resultado de sus amores nacía un niño, sería algún día más taimado y poderoso incluso que él. Eso explica que, tan pronto como dejó preñada a la diosa, se apresuró, mediante diferentes tretas, a engullirla, para que no pudiera salir de su interior. El fruto de esa unión fue Atenea y no tuvo más hijos de Metis.

La fuerza sinuosa y sutil que representa Metis queda, a partir de entonces, totalmente incorporada a la persona de Zeus. De ese modo, no nacerá ningún hijo varón que, llegado el momento, domine a su padre. Así se invierte lo que es la suerte común de los humanos: por fuerte, poderoso, inteligente, real y soberano que sea un hombre, llegará el día en que el tiempo acabará con él, en que la edad le pesará, y en que, por consiguiente, el vástago que ha engendrado, el niño que hacía saltar sobre sus rodillas, que protegía y alimentaba, se convertirá en un hombre más fuerte que él y ocupará su lugar. En cambio, en el mundo de los dioses, una vez instalado y establecido Zeus, nada ni nadie podrá apartarlo para ocupar su trono.

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