El universo, los dioses, los hombres (7 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Hay otros vientos, totalmente opuestos a ellos, que son borrascosos, ventoleras cargadas de nieblas. Cuando se abaten sobre el mar, ya no se ve nada. De repente, se hace la noche y las naves se pierden. Ya no existen direcciones ni puntos de referencia estables. Esos vientos son como torbellinos que lo confunden todo. Ya no hay este ni oeste, ni arriba ni abajo. Atrapados en medio de este espacio marino caótico, los marinos se extravían y se ahogan. Esos vientos han salido directamente de Tifón, son la marca que éste sigue imprimiendo sobre el universo, en primer lugar sobre las rutas marítimas, pero también sobre tierra firme. En efecto, esas borrascas, completamente incomprensibles e imprevisibles, sólo progresan en el agua. Las hay que destruyen todas las cosechas, derriban los árboles y aniquilan el trabajo de los humanos. Los cultivos y las cosechas, pacientemente preparados y acumulados, quedan reducidas a nada: Tifón es realmente un mal sin remedio.

Vemos, por consiguiente, que la victoria de Zeus no termina de manera radical con el poder caótico de que dispone Tifón en el cosmos. Los Olímpicos lo han alejado de su esfera divina, pero lo han enviado a los hombres, donde coincide con la discordia, la guerra y la muerte. Si bien los dioses han expulsado de su territorio todo lo que pertenecía al mundo de lo primordial y el desorden, no lo han aniquilado, se han limitado a alejarlo de sí. A partir de ahora será entre los hombres donde Tifón causará estragos con su brutal violencia, ante la cual están totalmente indefensos. Es un mal sin remedio, un mal contra el que, según la fórmula de los griegos, no existe ninguna cura.

LA EDAD DE ORO: HOMBRES Y DIOSES

Zeus ocupa el trono del universo. A partir de ese momento, el mundo está en orden. Los dioses se han enfrentado entre sí y algunos de ellos han vencido. Todo lo que había de malvado en el cielo etéreo ha sido expulsado, a veces encerrado en el Tártaro y otras enviado a la tierra, entre los mortales. ¿Qué les ocurre a los hombres, qué es de ellos?

A decir verdad, la historia no comienza con el origen del mundo, sino en el momento en que Zeus ya es rey, o sea, en la época en que el mundo divino se ha estabilizado. Los dioses no viven únicamente en el Olimpo, sino que comparten con los humanos algunas zonas de tierra. Existe, en especial, un lugar en Grecia, cerca de Corinto, la llanura de Mecone, donde dioses y hombres viven mezclados. Comparten las mismas comidas, se sientan a las mismas mesas y celebran banquetes juntos. Que los hombres y los dioses estén mezclados significa que cada día es un día de fiesta, un día de dicha. Comen, beben, se divierten, escuchan cantar a las Musas la gloria de Zeus o las aventuras de los dioses. En suma, están en la gloria.

La llanura de Mecone es una tierra rica y fértil. Allí todo florece espontáneamente. De acuerdo con el proverbio, basta con poseer un pedazo de tierra en ese llano para hacerse rico, ya que no está sometido a los azares de los malos años o las estaciones. La época en que los dioses y los hombres aún no se habían separado fue una edad de oro, y así se denomina también, a veces, la época de Cronos, anterior al momento en que se inicia la lucha entre Cronos, aliado con los Titanes, y Zeus, apoyado por los Olímpicos, pues por aquel entonces el mundo divino todavía no era desgarrado por la violencia brutal. Es la paz, un tiempo anterior al tiempo. Y los hombres tienen allí su espacio. ¿Cómo viven? No sólo, como vemos, comparten el festín de los dioses, sino que aún no conocen ninguno de los males que abruman actualmente a la raza de los mortales, los efímeros, los que viven al día sin saber qué ocurrirá mañana ni sentir una auténtica continuidad con lo que ocurrió ayer, los que cambian continuamente, nacen, crecen, alcanzan su pleno vigor, se debilitan y mueren.

En esa época los hombres permanecían siempre jóvenes y sus miembros no envejecían. Para ellos no existía el nacimiento, en el sentido literal de la palabra. Es posible que surgieran de la Tierra. Es posible que Gea, la Tierra madre, los hubiera parido, de la misma manera que había parido a los dioses. Tal vez, simplemente, sin que se planteara la cuestión de su origen, estaban allí, mezclados con los dioses, iguales a los dioses. En aquella época, por tanto, siempre jóvenes, los hombres no conocían el nacimiento ni la muerte. No estaban sometidos al tiempo que mengua las fuerzas y hace envejecer. Al cabo de centenares, tal vez incluso millares, de años, siempre semejantes a lo que eran en la flor de la edad, se dormían y desaparecían igual que habían aparecido. Ya no estaban allí, pero eso no era realmente la muerte. Tampoco existían entonces el trabajo, la enfermedad ni el dolor. Los hombres no tenían que labrar la tierra: en Mecone todos tenían a su alcance cualesquiera alimentos y cualesquiera bienes que desearan. La vida se parecía a lo que algunas leyendas cuentan de los etíopes: una mesa puesta por el sol les aguarda mañana tras mañana, y en ella ya está servida la comida y la bebida. No sólo encuentran allí todos los alimentos y todas las viandas, sino que las mieses crecen sin ser cultivadas y los manjares ya se les ofrecen cocinados. La naturaleza entrega de modo espontáneo los más refinados y civilizados bienes de consumo necesario para la vida doméstica. Así es como viven los hombres en esos tiempos lejanos. Conocen la felicidad.

Las mujeres todavía no han sido creadas. Existe lo femenino, hay diosas, pero las mujeres mortales aún no han sido creadas. Los humanos son únicamente varones: de la misma manera que no conocen la enfermedad, la vejez, la muerte o el trabajo, tampoco conocen la unión sexual. A partir del momento en que un hombre, para tener un hijo, debe unirse a una mujer que le resulta a la vez semejante y diferente, el nacimiento y la muerte se convierten en patrimonio de la humanidad. El nacimiento y la muerte son los dos estadios que conforman una existencia. Para que no exista la muerte, hay que eliminar también el nacimiento.

En Mecone los dioses y los hombres viven juntos, están mezclados, pero llegará el momento de la separación. Ésta se produce después de que los dioses hayan celebrado su gran reparto. Han resuelto mediante la violencia la cuestión de los honores y los privilegios reservados a cada uno de ellos. El reparto entre los Titanes y los Olímpicos ha sido el resultado de una lucha en la que han predominado la fuerza y la dominación brutal. Una vez terminado el primer reparto, los Olímpicos han mandado a los Titanes al Tártaro, han cerrado a cal y canto las puertas de esta prisión subterránea y tenebrosa y, después, se han instalado colectivamente en lo alto del cielo. Hubo que resolver los problemas surgidos entre ellos. Zeus está encargado de efectuar el reparto de los poderes, ya no imponiéndolo mediante la violencia brutal, sino gracias a un acuerdo consensuado entre todos los Olímpicos. Entre los dioses, el reparto se efectúa al final de un conflicto abierto o mediante un acuerdo, que, si no siempre es entre iguales, por lo menos, es entre aliados y parientes, solidarios de una misma causa, participantes en un mismo combate.

EL MUNDO DE LOS HUMANOS
EL ASTUTO PROMETEO

¿Cómo repartir prebendas y honores entre los dioses y los hombres? En este caso ya no es imaginable la utilización de la violencia brutal. Los humanos son demasiado débiles, bastaría con un papirotazo para reducirlos a nada. Los inmortales tampoco pueden ponerse de acuerdo con los mortales como harán con sus iguales. De modo que se impone una solución que no provenga de la supremacía de la fuerza ni de un acuerdo entre iguales. Para alcanzar una solución de este tipo, necesariamente híbrida y sesgada, Zeus recurre a un personaje llamado Prometeo. También él participará de la decisión un tanto heterodoxa a la que se recurrirá para separar a los dioses de los hombres y resolver la competición que se establece entre ellos. ¿Por qué Prometeo es el personaje del momento? Porque, en el mundo de los dioses, ocupa una posición ambigua, poco definida y paradójica. Lo llaman Titán. En realidad, es hijo de Jápeto, hermano de Cronos. Por consiguiente,
su
padre es un Titán, pero él no, aunque tampoco es un Olímpico, porque no pertenece a este linaje. Posee una naturaleza titánica, al igual que su hermano Atlante, que también será castigado por Zeus.

Prometeo es de espíritu rebelde, astuto e indisciplinado, siempre dispuesto a la crítica. ¿Por qué Zeus le encarga la solución de este problema? Porque, aun siendo en parte un Titán, no ha luchado con los Titanes contra Zeus. Ha adoptado una posición de neutralidad y no ha tomado partido en el combate. Se cuenta incluso, en muchas tradiciones, que Prometeo ha ayudado a Zeus y que, sin los consejos que le ha prodigado —porque es un pillo, un tipo listo—, éste no habría triunfado. En este sentido, es un aliado de Zeus. Un aliado pero no un súbdito: no está en el bando de Zeus, es autónomo, actúa por su cuenta y riesgo.

Zeus y Prometeo comparten varias características comunes en el plano de la inteligencia y el ingenio. Los dos se definen por una mente sutil y retorcida, por una cualidad que Atenea personificará entre los dioses y Ulises entre los hombres: astucia. El astuto consigue salir del trance en casos en que la situación parece totalmente desesperada y encuentra una salida cuando todo parece atascado, y para llevar a cabo sus intenciones no titubea en mentir ni disponer trampas para engañar al adversario, y utiliza todas las artimañas imaginables. Zeus y Prometeo comparten la misma manera de ser. Tienen esa cualidad en común. Al mismo tiempo, existe una distancia infinita entre ellos. Zeus es un rey, un soberano que concentra todo el poder en sus manos. Desde ese punto de vista, Prometeo no puede rivalizar con él. Los Titanes eran los rivales de los Olímpicos, y Cronos el rival de Zeus, pues pretendía conservar la soberanía que Zeus ansiaba arrebatarle. Prometeo jamás piensa en ser rey, en ningún momento compite en ese plano con Zeus. El mundo creado por Zeus, este mundo surgido del reparto, es un mundo jerárquico y ordenado de acuerdo con diferentes niveles y rangos de posición y de honor, y es el mundo al que pertenece Prometeo, aunque ocupe en él un lugar bastante difícil de definir. Y todavía hace más difícil esa definición el hecho de que Zeus le condenará y le hará encadenar antes de liberarlo y de reconciliarse con él, cosa que señala en su destino personal un movimiento de ida y vuelta entre la hostilidad y la concordia. En pocas palabras, cabría decir que Prometeo personifica en ese universo ordenado la contestación interior. No quiere usurpar el sitio de Zeus, pero, en el orden que éste instituye, es la vocecita contestataria, algo así como un mayo del 68 en el Olimpo, en el interior del mundo divino.

Prometeo está en una relación de complicidad y de connaturalidad con los hombres. Su condición está próxima a la de los humanos, porque éstos también son criaturas ambiguas que poseen ciertos rasgos divinos —comparten, al principio, su existencia con los dioses—, pero los compaginan con otros más propios de las bestias. Así pues, se da en los hombres, al igual que en Prometeo, una situación contradictoria.

UNA PARTIDA DE AJEDREZ

Contemplemos la escena. Los dioses y los hombres están reunidos como de costumbre. Zeus se halla en el lugar de honor y encarga a Prometeo que haga el reparto. ¿Qué hará? Trae una enorme res, un toro soberbio, que sacrifica y después descuartiza. Parte a ese animal en dos trozos. Cada uno de ellos, tal como ha sido preparado por Prometeo, expresará la diferencia de condición entre dioses y hombres. Esto significa que la frontera del corte dibujará la que separará a los hombres de los dioses.

¿Cómo actúa Prometeo? Igual que se hace en el sacrificio normal griego: el animal es abatido, despellejado y, a continuación, comienza el reparto. En especial, la primera operación consiste en descarnar por completo los huesos largos, los huesos de las extremidades anteriores y posteriores, los
óstea leáka,
que se mondan hasta dejarlos completamente pelados. Una vez realizado este trabajo, Prometeo junta todos los huesos del animal, los pone a un lado y cubre esta parte con una fina capa de lardo blanco y apetitoso. Ya tiene hecho el primer lote. A continuación, prepara el segundo. En éste, Prometeo coloca todas las
kréas,
las carnes, lo comestible. Y cubre la carne del animal con su piel. Este lote, que contiene toda la parte comestible del animal, cubierta por su piel, es colocado a su vez en la
gastér
de la res, en el estómago, la panza viscosa, fea y desagradable a la vista, del buey.

Así se presenta este reparto: a un lado, un lardo blanco y apetitoso que cubre únicamente unos huesos mondos y lirondos, y al otro una panza poco apetitosa que lleva en su interior todo lo que es bueno para comer. Prometeo presenta las dos partes en la mesa delante de Zeus. De acuerdo con la elección de éste se perfilará la frontera entre los hombres y los dioses. Zeus mira ambos lotes y dice: «Vaya, Prometeo, tú, que eres tan listo y tan pillo, has hecho un reparto muy desigual.» Prometeo le mira con una sonrisita. Está claro que Zeus se ha dado cuenta de la treta, pero acepta las reglas del juego. Le propone ser el primero en elegir, y Zeus lo acepta. Así pues, con un aire de absoluta satisfacción, toma la parte más atractiva, el montón de apetitoso lardo blanco. Todo el mundo le contempla mientras desenvuelve el paquete y encuentra los blancos huesos completamente pelados. Zeus manifiesta entonces una ira espantosa contra aquel que ha pretendido engañarle.

Así termina el primer acto de una historia que cuenta, por lo menos, con tres. Al final de ese primer episodio del relato aparece establecida la manera como los hombres entran en relación con los dioses, a través del sacrificio, como el que Prometeo ha realizado al ofrecer el animal. Encima del altar, fuera del templo, arden unas plantas aromáticas que desprenden un humillo perfumado, en las que depositan después los huesos pelados. La parte de los dioses son esos huesos mondos y lirondos, rebozados de reluciente lardo, que suben a los cielos en forma de humareda. Los hombres, por su lado, reciben el resto de la bestia, que consumirán asado o cocido. En largos pinchos de hierro o bronce ensartan pedazos de carne, de hígado, en especial, y de otras partes igual de apetecibles que asan directamente sobre el fuego. Hay pedazos que son colocados para que hiervan en grandes marmitas. Asar algunas piezas, hervir otras: a partir de ahora, los hombres deben comer la carne de los animales sacrificados y envían a los dioses su parte, es decir, el humo oloroso.

Esta historia es asombrosa, ya que da a entender que Prometeo ha conseguido engañar a Zeus al entregar a los hombres lo mejor del sacrificio. Prometeo ofrece a los hombres la parte comestible, camuflada y oculta bajo una apariencia incomestible y repugnante, y, a los dioses, la parte no comestible, envuelta, oculta y disimulada bajo la apariencia de un lardo apetitoso y de un blanco radiante. En su reparto obra de manera falaz, ya que la apariencia es engañosa. Lo bueno se disimula bajo la fealdad y lo malo es hecho apetecible recubriéndolo con algo atractivo. Pero ¿ha dado realmente a los hombres la parte mejor? También en ese punto reina la ambigüedad. Está claro que los hombres reciben la parte comestible del animal sacrificado, pero es que los hombres necesitan comer. Su condición es la antítesis de la de los dioses, pues no pueden vivir sin alimentarse continuamente. Los hombres no son autosuficientes, necesitan buscar recursos energéticos en el mundo que los rodea, a falta de los cuales perecen. Lo que define a los humanos es que comen el pan y la carne de los sacrificios, y que beben el vino de la vid. Los dioses, en cambio, no necesitan comer. No conocen el pan, ni el vino, ni la carne de los animales sacrificados. Viven sin alimentarse; sólo ingieren unos pseudoalimentos, el néctar y la ambrosía, que confieren la inmortalidad. Así pues, la vitalidad de los dioses tiene otra naturaleza que la de los humanos. Esta es una subvitalidad, una subexistencia, una subfuerza: una energía perecedera. Necesitan alimentarla continuamente. Así que un ser humano ha realizado un esfuerzo, se siente fatigado y hambriento. En otras palabras, en el reparto operado por Prometeo, la parte mejor es la que, con la apariencia más apetitosa, oculta los huesos mondos y lirondos. En efecto, los huesos pelados representan lo que el animal o el ser humano posee como algo realmente precioso, algo inmortal, pues son incorruptibles y forman la arquitectura del cuerpo. La carne se deshace y se corrompe, pero el esqueleto representa el elemento permanente. Lo que el animal tiene de incomible es lo que no es mortal, lo inmutable, lo que, por consiguiente, más se acerca a lo divino. A los ojos de los que han imaginado estas historias, los huesos son mucho más importantes porque contienen el tuétano, ese líquido que, para los griegos, está relacionado con el cerebro y, también, con la simiente masculina. El tuétano representa la vitalidad de un animal en su continuidad a lo largo de las generaciones, ya que garantiza la fecundidad y la descendencia. Es la señal de que no se es un individuo aislado, sino un eslabón de la cadena de la vida.

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