El universo, los dioses, los hombres

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Jean-Pierre Vernant cuenta los mitos de la Grecia antigua, evoca los orígenes del universo, la guerra de los dioses y las relaciones que la humanidad no ha dejado de mantener con lo divino. Desde la castración de Urano a las artimañas de Zeus, desde la invención de la mujer al viaje de Ulises, desde las aventuras de Europa al destino cojitranco de Edipo y a la persecución de las Gorgonas, el autor nos hace escuchar los viejos mitos, siempre vivos.

Vernant, quien ha dedicado su vida a la mitología griega, nos permite ahora descifrar su sentido, frecuentemente múltiple. Es en este encuentro del narrador con el sabio donde reside la originalidad de la obra.

Escribe Vernant en el prólogo: «Cuando mi nieto era pequeño y pasaba sus vacaciones con mi mujer y conmigo, se estableció entre nosotros una ley tan inviolable como la higiene y las comidas: cada noche, cuando llegaba la hora de ir a la cama, su voz me llamaba desde su cuarto, a veces con impaciencia: "¡Abuelo, la historia, la historia!" Yo me sentaba a su lado y le narraba una leyenda griega. Me encantaba transmitirle de manera directa, de mi boca a su oído, algo de ese universo griego al que estoy apegado y cuya supervivencia en cada uno de nosotros me parece más necesaria que nunca en el mundo actual.

»He tratado de narrar como si la tradición de esos mitos pudiera perpetuarse. La voz que otrora, durante siglos, llegaba directamente a los oyentes griegos, y que ha callado, yo quisiera que la escucharan los lectores de hoy y que en ciertas páginas de este libro, si lo he logrado, sea su eco el que siga resonando…».

Jean-Pierre Vernant

El universo, los dioses, los hombres

El relato de los mitos griegos

ePUB v2.0

chungalitos
11.05.12

Título original:
L'Univers, les Dieux, les Hommes. Récits grecs des origines

Traducción de Joaquín Jordá

© Seuil

París, 1999

EDITORIAL ANAGRAMA, 2000

ISBN; 84-339-6141-1

Corrección de erratas: Mcphist

ePub base v2.0

PREFACIO

Érase una vez…
Éste era el título que en un principio había pensado dar al presente libro. Al final decidí sustituirlo por otro más explícito. Pero, al iniciar la obra, no puedo dejar de evocar el recuerdo al que respondía ese primer título y que señala el origen de estos textos.

Hace veinticinco años, cuando mi nieto era todavía niño y pasaba sus vacaciones con mi mujer y conmigo, se había establecido entre nosotros una regla tan imperiosa como el arreglo personal y las comidas: todas las noches, llegada la hora de que Julien se acostara, le oía llamarme desde su habitación, a menudo con cierta impaciencia: «¡Jipé, el cuento, el cuento!» Me sentaba a su lado y le contaba una leyenda griega. Rebuscaba sin excesivo esfuerzo en el repertorio de mitos que me entretenía en analizar, desmenuzar, comparar e interpretar para intentar entenderlos, pero que yo le transmitía de otra manera, sin reflexionar, tal como se me ocurrían, igual que un cuento de hadas, sin más preocupación que seguir en el transcurso de mi narración, del principio al final, el hilo del relato en su tensión dramática: érase una vez… Julien, al escucharla, parecía feliz. Yo también. Me complacía entregarle directamente, de boca a oreja, algo de aquel universo griego al que me he dedicado y cuya supervivencia en cada uno de nosotros se me antoja, en el mundo actual, más necesaria que nunca. Me gustaba también que esa herencia le llegara oralmente, a la manera de lo que Platón denomina «fábulas de nodriza», a la manera de lo que se transmite de una generación a la siguiente al margen de cualquier enseñanza oficial, sin transitar por los libros, para constituir un bagaje de actitudes y saberes
bors texte:
desde las reglas de la buena educación en el habla y el comportamiento, es decir los buenos modales, hasta técnicas corporales como los modos de caminar, de correr, de nadar, de montar en bicicleta, de escalar…

Es cierto que mostraba una considerable ingenuidad al creer que contribuía a mantener viva una tradición de antiguas leyendas ofreciéndoles cada noche una voz para contarlas a un niño. Pero recordemos que era una época —me estoy refiriendo a los años setenta— en que el mito contaba con el viento a favor. Después de Dumézil y de Lévi—Strauss, la fiebre de los estudios mitológicos se había apoderado de un puñado de helenistas, del que formaba parte, y nos habíamos lanzado a la exploración del mundo legendario de la antigua Grecia. A medida que avanzábamos y nuestros análisis progresaban, la existencia de un pensamiento mítico de carácter general parecía cada vez más problemática, y nos sentíamos propensos a preguntarnos: ¿qué es un mito? O, más exactamente, habida cuenta de nuestro campo de investigación: ¿qué es un mito griego? Un relato, sin duda. Pero había que saber cómo se habían constituido, establecido, transmitido y conservado esos relatos. Ahora bien, en el caso griego sólo nos han llegado al final de su carrera y en forma de textos, los más antiguos de los cuales se encuentran en obras literarias pertenecientes a los más diversos géneros —epopeya, poesía, tragedia, historia, incluso filosofía—, y, además, a excepción de la
Ilíada,
la
Odisea
y la
Teogonía
de Hesíodo, aparecen casi siempre dispersos, de manera fragmentaria, a veces meramente alusiva. Hasta una época tardía, a comienzos de nuestra era, no reunieron unos eruditos esas tradiciones múltiples, más o menos divergentes, para presentarlas unificadas en un mismo corpus, alineadas las unas con las otras igual que si estuvieran en los estantes de una
Biblioteca,
por recuperar el título que Apolodoro adjudicó precisamente a su repertorio, convertido en uno de los grandes clásicos de la materia. Así se constituyó lo que se ha convenido en llamar la mitología griega.

No cabe duda de que mito, y mitología, son palabras griegas, vinculadas, por tanto, a la historia helena y a determinadas características de esa civilización. ¿Cabe concluir, pues, que al margen de ella no son pertinentes y que el mito, y la mitología, sólo existen en la forma y el sentido griegos? Todo lo contrario. Para que las leyendas helénicas puedan ser entendidas es necesaria su comparación con los relatos tradicionales de otros pueblos, pertenecientes a culturas y a épocas muy diferentes, trátese de China, la India, el Próximo Oriente antiguo, la América precolombina o África. Si la comparación se ha impuesto, se debe a que esas tradiciones narrativas, por muy diferentes que sean, presentan entre sí y en relación al caso griego suficientes puntos comunes para emparentarlas. Claude Lévi-Strauss pudo afirmar, por ser algo evidente, que un mito, independientemente de su origen, se reconoce a primera vista como tal sin que haya peligro de confundirlo con otras formas de relato. Es muy clara, en efecto, la distancia respecto al relato histórico, que en Grecia se constituye, en cierto modo,
contra
el mito, en la medida en que se ha presentado como la relación exacta de acontecimientos suficientemente próximos en el tiempo para que unos testimonios fiables pudiesen certificarlos. En cuanto al relato literario, se trata de una pura ficción, que se presenta abiertamente como tal y cuya virtud reside de modo fundamental en el talento y la pericia de quien la escribe. Estos dos tipos de relato son atribuidos, por lo general, a un autor que asume su responsabilidad y los comunica con su nombre, en forma de escritos, a un público de lectores.

Nada tienen que ver, por tanto, con la condición del mito. Este se presenta en forma de un relato procedente de la noche de los tiempos, preexistente a cualquier narrador que lo recoja por escrito. En ese sentido, el relato mítico no depende de la invención individual o la fantasía creadora, sino de la transmisión y la memoria. Este vínculo íntimo y funcional con la memorización acerca el mito a la poesía, que, en su origen, en sus manifestaciones más antiguas, puede confundirse con el proceso de elaboración mítica. El caso de la epopeya homérica es, desde este punto de vista, ejemplar. Para tejer sus relatos sobre las aventuras de héroes legendarios, la epopeya utiliza al principio los métodos de la poesía oral, compuesta y cantada ante los oyentes por generaciones sucesivas de aedas inspirados por Mnemósine, la diosa de la memoria, y hasta mucho después no es recogida por escrito en una redacción encargada de establecer y fijar el texto oficial.

Incluso en la actualidad, un poema carece de existencia si no es hablado: hay que sabérselo de memoria y, para darle vida, recitarlo con las silenciosas palabras de la voz interior. El mito sólo permanece vivo si sigue siendo contado, de generación en generación, en el transcurso de la existencia cotidiana. En caso contrario, relegado al fondo de las bibliotecas, fijado en forma de textos, se convierte en referencia erudita para una élite de lectores especialistas en mitología.

Memoria, oralidad, tradición: éstas son las condiciones de existencia y supervivencia del mito. Y le imponen algunos rasgos característicos que se ven con más claridad si mantenemos la comparación entre el ámbito de lo poético y el de lo mítico. El papel que atribuyen, respectivamente, a la palabra muestra que entre ellas hay una diferencia esencial. Desde que en Occidente, con los trovadores, la poesía se hizo autónoma y se separó no sólo de los grandes relatos míticos, sino también de la música que la acompañaba hasta el siglo XIV, se convirtió en terreno específico de expresión del lenguaje. Cada poema constituye a partir de entonces una construcción singular, muy compleja, polisémica, sin duda, pero tan estrictamente orgánica, tan vinculada en sus diferentes partes y en todos sus niveles, que debe ser memorizada y recitada tal cual es, sin omitir ni cambiar nada. El poema permanece idéntico a través de todas las manifestaciones que lo actualizan en el espacio o el tiempo. La palabra que da vida al texto poético, en público para unos oyentes o en privado para sí, tiene una figura única e inmutable. Una palabra modificada, un verso omitido, un ritmo traspuesto, y todo el edificio del poema se desmorona.

El relato mítico, a diferencia del texto poético, no sólo es polisémico en sí mismo por sus múltiples planos de significación. No está fijado de forma definitiva. Siempre hay variantes, múltiples versiones que el narrador tiene a su disposición y elige en función de las circunstancias, el público o sus propias preferencias, y donde puede cercenar, añadir o modificar si así se le antoja. Mientras una tradición legendaria oral permanece viva, es decir, influye en la manera de pensar de un grupo y en sus costumbres, esa tradición cambia: el relato permanece parcialmente abierto a la innovación. Cuando el mitólogo anticuario la encuentra en sus postrimerías, ya fosilizada en textos literarios o doctos, como en el caso griego, cada leyenda exige de él, si quiere descifrarla correctamente, que su investigación se amplíe, paso a paso: de una de esas versiones a todas las demás, por ínfimas que sean, sobre el mismo tema, después a otros relatos míticos próximos o lejanos, e incluso a otros textos pertenecientes a sectores distintos de la misma cultura —literarios, científicos, políticos, filosóficos—, y finalmente, a narraciones más o menos similares de civilizaciones alejadas. En efecto, lo que interesa al historiador y el antropólogo es el trasfondo intelectual que revela el hilo de la narración, el bastidor sobre el cual se teje lo que sólo puede ser descubierto mediante la comparación de los relatos y la consideración de sus diferencias y sus semejanzas. Las observaciones que Jacques Roubaud formula de manera tan afortunada respecto al elemento legendario de los poemas homéricos pueden aplicarse perfectamente a las diferentes mitologías: «No son tan sólo relatos. Contienen el tesoro de pensamientos, formas lingüísticas, imágenes cosmológicas, preceptos morales, etcétera, que constituyen la herencia común de los griegos de la época preclásica.»
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