El universo, los dioses, los hombres (4 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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UN ALIMENTO DE INMORTALIDAD

Así pues, ya tenemos reunido un conjunto de dioses y diosas en torno a Zeus. Comienza entonces lo que podríamos llamar la guerra de los dioses, es decir, su enfrentamiento en un combate larguísimo tiempo indeciso, que se prolonga durante unos diez «grandes años», es decir, muchísimos años, ya que un «gran año» podía durar siglos e incluso milenios.

A un lado, alrededor de Cronos, se agrupan los restantes dioses Titanes; al otro, en torno a Zeus, están los denominados Crónidas u Olímpicos. Cada bando ha establecido su base, su campamento, en la cumbre de una montaña, y combaten largo tiempo sin que la victoria se incline claramente hacia uno u otro lado. Por consiguiente, el teatro del mundo no sólo está instalado, sino que ahora se halla ocupado y desgarrado por esta guerra interminable entre la primera generación de dioses y sus hijos. También aquí vuelve a intervenir la astucia. Esa extraña batalla entre potencias divinas se divide en varias etapas. De lo que no cabe duda es que la victoria se inclinará por el bando que no utilice únicamente la violencia brutal, sino también la inteligencia sutil. No son la violencia y el recurso a todas las fuerzas lo que desempeñará el papel determinante en esta batalla indecisa, sino la astucia y el engaño. Ésta es la razón de que un personaje que también se llama Titán, aunque pertenezca a la segunda generación —es el hijo del Titán Jápeto—, Prometeo, decida pasarse al bando de Zeus y proporcionarle justamente lo que más falta le hace al joven dios, es decir, la astucia. Y es que la
métis,
la mente inteligente y astuta, permite, en primer lugar, maquinar de antemano los acontecimientos para que ocurran de acuerdo con lo que se desea.

Gea, la gran madre a un tiempo sombría y luminosa, muda y particularmente locuaz, explica a Zeus que, para vencer, tiene que aliarse con unos seres emparentados con los Titanes, pero que no están en el bando de éstos; se refiere a los Cíclopes y los Hecatonquiros. Y es que estos dioses Titanes son divinidades primordiales, que conservan toda la brutalidad de las fuerzas naturales, y, para vencer y someter a las potencias del desorden, es necesario utilizar la fuerza del desorden. Los seres puramente racionales, puramente ordenados, no lo conseguirían. Zeus necesita contar en su bando con personajes que encarnen las fuerzas de la brutalidad violenta y el desorden apasionado que representan por antonomasia los Titanes.

Así que Zeus desata y libera a los Cíclopes y los Hecatonquiros, que a partir de entonces están dispuestos a ayudarle. Pero no por ello ha terminado el conflicto. Para encontrar en ellos unos fieles aliados, no sólo necesita devolverles la libertad de movimiento después de haberlos sacado de la cárcel nocturna y oscura adonde los había arrojado Cronos, sino que tiene que darles también la seguridad de que, si combaten a su lado, tendrán derecho al néctar y la ambrosía, es decir, a los alimentos que aseguran la inmortalidad.

De nuevo la alimentación vuelve a tener un gran papel: Cronos, con un apetito feroz, engulló a sus hijos, eran su alimento; estaba tan preocupado por llenarse la panza, que, cuando recibió en vez de bebé una piedra, también la engulló. A los Hecatonquiros y los Cíclopes, que son de la misma generación que los Titanes, Zeus los convierte en auténticas divinidades olímpicas concediéndoles el privilegio de ingerir unos alimentos que aseguran la inmortalidad. Ya que lo que caracteriza a los Olímpicos es que, al contrario que los hombres, que se nutrirán de pan, vino
y
carne ritualmente sacrificada, los dioses no comen o, mejor dicho, ingieren un alimento que confiere la inmortalidad
y
está relacionado con una vitalidad interior que, contrariamente a la de los hombres, no se agota jamás y desconoce la fatiga. Después de un esfuerzo, los hombres sienten hambre y sed. Tienen que hacer acopio de energías. Los dioses no sienten esta preocupación constante. Por el contrario, gozan de una existencia continua, por así decirlo. El néctar y la ambrosía que se ofrece a los Hecatonquiros y los Cíclopes es la confirmación de que forman parte, realmente, de las divinidades, en el pleno sentido de la palabra. Por una parte, la astucia sutil, la artimaña; por otra, la fuerza bruta, la violencia y el desencadenamiento del desorden, usados, por medio de los Cíclopes y los Hecatonquiros, contra los mismos dioses Titanes que los encarnan. Finalmente, al término de diez «grandes años» de dudoso combate, los platillos de la balanza se inclinarán del lado de los llamados Olímpicos a causa de que combaten desde la cumbre del Olimpo.

¿Quiénes son los Cíclopes? ¿Qué aportan a la victoria de Zeus? Le ofrecen un arma irresistible, el rayo. Gea, siempre presente, es quien les proporciona los medios de fabricarla, de la misma manera que sacó de su seno el blanco metal para la hoz que armó la mano de Cronos. También en este caso es ella quien suministra los materiales. Los Cíclopes, con su único ojo, como unos herreros, o un Hefesto
avant la lettre,
poseen aquel rayo que pondrán a disposición de Zeus para que lo utilice en cualquier momento. En manos de Zeus, es una concentración de luz y fuego increíblemente poderosa y activa. Se entiende que los Cíclopes tengan un solo ojo: es porque ese ojo es como si fuera de fuego. Para los antiguos —los que crearon estas historias— la mirada que sale por el ojo procede de lo más íntimo del ser. Pero lo que saldrá del ojo de Zeus es, ni más ni menos, el rayo. Cada vez que se encuentre realmente en peligro, su ojo fulminará a su adversario. Pero si por un lado Zeus disponía del ojo de los Cíclopes, por el otro tenía la potencia de los Hecatonquiros, esos monstruos de dimensiones formidables y fuerza inconmensurable en brazos o manos, pues los griegos clásicos utilizaban un solo término para designar ambos órganos. Los Hecatonquiros tienen cien manos: son el puño, la fuerza. Gracias a esas dos bazas, el ojo del Cíclope, que fulmina, y la fuerza del brazo, que domina, Zeus se hace realmente invencible.

En esta batalla hay un momento crucial. En el punto culminante del combate entre las potencias divinas, mientras Zeus lanza su rayo y los Hecatonquiros se precipitan sobre los Titanes, el mundo revierte a un estado caótico. Las montañas se desploman, la tierra se cuartea, y, del fondo del Tártaro, allí donde reina la Noche, de repente surge la bruma. El cielo se desploma sobre la tierra, se vuelve al estado de
Caos,
al estado primordial de desorden original, cuando nada tenía todavía forma. La victoria de Zeus no es únicamente una manera de vencer a su adversario y padre Cronos, también es una manera de recrear el mundo, de rehacer un mundo ordenado a partir de un Caos, a partir de un Vacío en el que no se ve nada, en el que todo es desorden.

Se advierte claramente que la principal fuerza de Zeus, tanto si se la proporcionan los brazos de los Hecatonquiros como el ojo de los Cíclopes, es su capacidad de domar al adversario, de imponerle su yugo. La soberanía de Zeus es la de un rey que posee la magia de crear vínculos inquebrantables. Cuando un adversario se lance contra él, Zeus le arrojará el látigo luminoso de su mirada y su relámpago lo rodeará. Sea por la fuerza del ojo o la del brazo, el adversario cae domeñado. En el momento de esta siniestra apoteosis del poder de Zeus, que supone como etapa necesaria un retorno provisional al Caos, los Titanes son arrojados al suelo. Zeus los derriba con los latigazos de su rayo y el puño de los Hecatonquiros. Caen al suelo y estos últimos arrojan sobre ellos una montaña de peñascos bajo la cual los Titanes ya no pueden moverse. Esos dioses, cuya fuerza se manifestaba mediante la movilidad y la presencia continua, quedan aniquilados, inmovilizados y sometidos bajo una masa de la que no pueden salir. Ya no pueden ejercitar su fuerza. Los Hecatonquiros se apoderan de ellos y los arrojan al mundo subterráneo. Los Titanes no pueden sucumbir, porque son inmortales, pero son enviados al Caos subterráneo, al brumoso Tártaro, donde todo se confunde, una cavidad abierta en lo más hondo de la tierra de donde no podrán salir. Para que no puedan volver a la superficie, Poseidón se encarga de construir una barrera que cierre esa especie de collado que, en lo más profundo del suelo, forma el estrecho paso que desemboca en el mundo subterráneo y sombrío del Tártaro. Por ese collado, igual que si fuera el gollete de una jarra, se hunden todas las raíces que la tierra implanta en las tinieblas para asegurar su estabilidad. Ahí es donde Poseidón alza un triple muro de bronce y coloca a los Hecatonquiros como fieles custodios de Zeus. Al bloquear ese paso, se toman todas las precauciones para que la primera generación de los Titanes no pueda volver a ver la luz.

LA SOBERANÍA DE ZEUS

Así concluye el primer acto. Ahora Zeus es el vencedor. Ha conseguido el apoyo de los Cíclopes y los Hecatonquiros, así como la adhesión de cierto número de poderes titánicos. En especial, de una diosa que representa todo lo que el mundo subterráneo, el mundo infernal, así como el mundo acuático, pueden suponer de fuerza peligrosa: Éstige. Esta diosa se sumerge en las profundidades de la tierra y el Tártaro, y luego, en un momento determinado, asoma a la superficie. Las aguas de la Éstige son tan poderosas, que cualquier mortal que beba de ellas cae inmediatamente fulminado. En el transcurso de la batalla, Éstige decide abandonar el bando de los Titanes, al que pertenece por su origen, y pasarse al de Zeus. Al alinearse con éste, Éstige arrastra consigo a sus dos hijos, llamados
Cratos y Bía.
Cratos personifica el dominio, el poder de dominar a los adversarios e imponérseles, y Bía, la violencia brutal que se enfrenta a la astucia. Después de su victoria sobre los Titanes, Zeus está acompañado permanentemente por Cratos, el poder universal, y Bía, la soberanía absoluta de los reyes, una fuerza contra la cual no hay defensa posible. Cuando Zeus se desplaza, donde quiera que vaya, Cratos y Bía le acompañan constantemente, el uno a su derecha y la otra a su izquierda.

Al ver esto, los Olímpicos, sus hermanos y hermanas, deciden que la soberanía corresponde a Zeus. Los Titanes han pagado el precio de su infamia, y a partir de ese momento Zeus asume el mando. Divide entre los dioses los honores y los privilegios. Instituye un universo divino jerarquizado, ordenado, organizado y que, por consiguiente, resultará estable. El teatro del mundo funciona, y el decorado está colocado. En su cima reina Zeus, el ordenador de un mundo salido originariamente del Caos.

Se plantean otros problemas. Urano y Cronos son seres semejantes desde muchos puntos de vista. Ambos se caracterizan por el hecho de que no han querido que sus hijos los sucedan. Los dos han impedido que su descendencia viera la luz. Esos primeros dioses constituyen una casta divina que rechaza que otra casta divina ocupe su lugar en la sucesión de las generaciones. Dejando a un lado estas analogías, el personaje de Urano no tiene nada que ver con el de Cronos desde el punto de vista de la fábula y el relato. Urano, procreado por Gea, se aparea después indefinidamente con ella, no tiene otro objetivo que el de unirse a la que le ha parido en un coito ininterrumpido. Urano carece de astucia, está desarmado. No imagina ni por un instante que Gea pueda estar descontenta de él y desee vengarse.

A diferencia de Urano, Cronos no bloquea su descendencia en el vientre materno, sino en su propio vientre. Urano obedece a su compulsión de Eros primordial que lo inmoviliza y le obsesiona por Gea; por el contrario, todo lo que hace Cronos está determinado por su voluntad de mantener el poder, de seguir siendo el soberano. Cronos es el primer político. No sólo es el primer rey de los dioses, el primer rey del universo, sino que también es el primero en pensar de manera artera y política por miedo a ser desposeído de su cetro.

Con Zeus se perfila un universo muy diferente. Sus iguales son quienes lo eligen para convertirlo en su rey. Reparte con la mayor justicia los honores que cada cual merece. Mantiene incluso los privilegios de determinadas potencias titánicas, que ya los poseían antes de su llegada al poder, y que no se han alineado claramente en uno u otro bando en el conflicto de los dioses. Por ejemplo, el Océano, el río que rodea el mundo, no se ha pronunciado en favor de los Titanes ni de los Olímpicos. Pues bien, aunque se haya mantenido neutral, seguirá ocupándose de las fronteras externas del mundo y conteniéndolo en su circuito líquido.

Zeus mantiene e incluso amplía los privilegios de Hécate, divinidad femenina que tampoco ha intervenido en la disputa. No obstante, en el reparto de los poderes establecidos por Zeus, Hécate ocupa un lugar aparte. Esta divinidad no es específicamente celestial ni terrestre, sino que representa, en un mundo divino masculino organizado de modo muy estricto, un elemento lúdico, pues es caprichosa e informal. Puede favorecer a alguien o, por el contrario, perjudicarlo sin que se sepa muy bien por qué. Hécate concede a su antojo la dicha o la desdicha. Puede hacer prosperar o no a los peces en el agua, los pájaros en el cielo o los rebaños en la tierra. Personifica un elemento aleatorio en el mundo divino, introduce en él una pizca de imprevisibilidad. Zeus y Gea dominan el tiempo, saben de antemano cómo va a desenvolverse; Hécate engrasa un poco los engranajes, permite que el mundo funcione de manera más libre, con un margen de imprevisión. Sus privilegios son inmensos.

Cabría pensar que ahora todo está resuelto, pero, naturalmente, no es así. La nueva generación de dioses está situada. A su cabeza aparece Zeus, rey de los dioses, que no se ha limitado a sustituir a Cronos, sino que es su contrario. Cronos era la negación de la justicia, no considerada a sus aliados, mientras que Zeus sustenta su dominio sobre cierta justicia, con una pretensión de equilibrio a la hora de favorecer a las demás divinidades. Rechaza lo que la soberanía de Cronos tenía de unilateral, personal y cicatero. Zeus instituye una forma de soberanía más mesurada y equilibrada.

Pasa el tiempo. Zeus tiene hijos, los cuales crecen rápidamente y se hacen muy fuertes y poderosos. Ahora bien, hay algo en la manera de funcionar del mundo que representa una amenaza para el universo divino. A fin de llegar a adultos, los seres tienen que crecer, y el tiempo lo deteriora todo: el propio Zeus ha sido una criatura, envuelta en sus pañales, que berreaba en el secreto de su gruta, protegido por unos vigilantes. Ahora ha alcanzado el vigor de la edad adulta, pero ¿no experimentará, a su vez, la decadencia? ¿Acaso a los dioses, al igual que a los hombres, no les llega la hora en que el anciano rey nota que ya no es exactamente lo que era, en que ve que su joven hijo, al que protegía, ahora es más fuerte que él y triunfa donde él fracasa? ¿No le ocurrirá algo similar al propio Zeus? ¿Será Zeus destronado por uno de sus hijos, de la misma manera que Cronos destronó a su padre Urano, y después Zeus a su padre Cronos? Pues bien, sí, eso puede, e incluso debe, ocurrir, está inscrito de antemano en el orden del tiempo. Gea lo sabe, y Rea también. Y Zeus, precavido, tiene que protegerse ante esa eventualidad. El orden que ha establecido tiene que ser tal que no pueda ser cuestionado por una lucha de sucesión por el poder real. Convertido en rey de los dioses y dueño del mundo, Zeus no puede ser un soberano como los demás. Necesita encarnar la soberanía como tal, un poder de dominación permanente y definitivo. Una de las claves de la estabilidad de un reinado inmutable que reemplace a una serie de reinados sucesivos reside en la boda del dios soberano.

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