El universo, los dioses, los hombres (6 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Estas historias, tal vez un poco extravagantes, enseñan una misma lección. En el momento en que la soberanía parece definitivamente establecida, se produce una crisis del poder supremo. Una fuerza que representa todo aquello contra lo cual ha sido instituido el orden —el caos, la mezcla, el desorden— surge y amenaza al dueño del mundo. Zeus parece desarmado. Para recuperar el trono, tiene que recurrir a personajes secundarios. Al tener aspecto insignificante y ser, supuestamente, poco temibles, no asustan a las fuerzas del desorden, que no desconfían de ellos. Sin embargo, gracias a sus artimañas, estos dioses menores, a veces meros mortales, permiten que Zeus invierta la situación y conserve el poder supremo.

¿Por fin ha adquirido Zeus la hegemonía de manera definitiva? Todavía no. En efecto, la historia del establecimiento de la supremacía de Zeus tiene una nueva prolongación en forma de lucha con unos personajes llamados los
Gigantes.

VICTORIA SOBRE LOS GIGANTES

Se trata de seres que no son ni totalmente humanos ni totalmente divinos, Tienen una condición intermedia. Los Gigantes son jóvenes guerreros. Personifican en el universo la función guerrera, el orden militar frente al orden monárquico de Zeus. Tienen semejanzas con los Hecatonquiros, que también encarnan determinados aspectos del poder guerrero, por la fuerza y la violencia que ejercitan. Ya vimos que los Hecatonquiros se pasaron al bando de Zeus, se sometieron a él y aceptaron su autoridad. Pero los Gigantes, que personifican la fuerza de las armas, la violencia en estado puro, el vigor corporal, la juventud física, acaban por preguntarse por qué no han de poseer ellos el poder supremo. Esa es la razón principal de la guerra de los Gigantes.

Esta guerra es muy peligrosa porque también ellos han nacido de la Tierra. En muchos relatos, vemos que los Gigantes nacen directamente de Gea con el aspecto de combatientes ya adultos. No son chiquillos ni jovenzuelos, pero tampoco son ancianos: apenas salen del seno de Gea tienen el aspecto de guerreros jóvenes y vigorosos. Llegan al mundo con el armamento completo de los hoplitas, la infantería pesada: el casco, la jabalina en una mano y la espada en la otra. En cuanto nacen, luchan entre sí, para aliarse después y entrar en guerra con los dioses. En esta lucha, tantas veces descrita y representada, vemos cómo los Olímpicos intervienen contra los Gigantes. Atenea, Apolo, Dioniso, Hera, Artemisa, Zeus, cada uno de ellos lucha con sus propias armas. Pero Gea advierte a Zeus que los dioses no conseguirán derrotar a sus adversarios. En efecto, aunque los Olímpicos les causan importantes daños, no consiguen aniquilarlos. Y, pese a las heridas y a las pérdidas que les infligen, los Gigantes siguen atacando.

La fuerza de los Gigantes es la de un grupo de edad que siempre se renueva: los jóvenes llamados a participar en la vida militar. Los dioses del Olimpo necesitan una criatura que no sea divina para vencerlos. Zeus se siente nuevamente obligado a apoyarse en un simple mortal para derrotar a los Gigantes. Lo necesita, sin duda, porque, precisamente, los jóvenes Gigantes, que jamás han sido niños y jamás serán ancianos, tienen la apariencia de seres humanos. Combaten a los dioses sin que éstos puedan aniquilarlos. Están a medio camino entre la mortalidad y la inmortalidad. Su condición es tan indecisa como la del joven en la flor de la juventud: todavía no es un hombre hecho y derecho, pero ya no es un niño. Así son los Gigantes.

LOS FRUTOS EFÍMEROS

Para llevar a feliz término su acción, los Olímpicos se aseguran el apoyo de Heracles. Éste todavía no es un dios, no ha subido al Olimpo; es, simplemente, el hijo de la unión de Zeus y una mortal, Alcmena. Y también es mortal. Heracles devastará la
filé
de los Gigantes, es decir, su casta, su hermandad, su grupo social. Ahora bien, pese a esa devastación la lucha no está decidida. Una vez más, Gea desempeña un papel ambiguo, ya que no quiere que esas criaturas que han salido de su seno armadas de los pies a la cabeza sean aniquiladas. Así que decide procurarse una hierba, una planta de la inmortalidad que crece de noche. Se propone ir a recogerla al alba para dársela a los Gigantes a fin de que se conviertan en inmortales. Porque desea que los Olímpicos tengan en cuenta a esa juventud rebelde, pacten con ella y ya no puedan aniquilarla. Pero Zeus, enterado del proyecto de Gea, consigue adelantársele. Justo antes de que amanezca, de que la luz invada la tierra y la planta sea plenamente visible, la recoge. A partir de entonces ya no queda sobre la tierra ni señal de la planta de la inmortalidad. Así pues, los Gigantes ya no podrán comérsela. Perecerán de manera indefectible.

Este detalle coincide con otra anécdota, que unas veces se incorpora a la leyenda de los Gigantes y otras a la de Tifón. Dice que aquéllos o éste buscaban un
phármakon,
una poción que era a la vez veneno y medicamento. Esa poción, capaz de dar la muerte o salvar de la enfermedad, estaba en poder de las Moiras, deidades femeninas que deciden el destino de los seres. Entregaron la poción a quien o quienes se la habían pedido, asegurando que producía la inmortalidad y que proporcionaba una fuerza y una energía decuplicadas y la victoria sobre Zeus. Tifón, o los Gigantes, bebieron lo que se les ofrecía, pero, en lugar de la poción que daba la inmortalidad, las diosas les habían preparado lo que se llama un «fruto efímero», es decir, la decocción de una planta destinada a los mortales. Es el alimento de los humanos, que viven al día y cuyas fuerzas se deterioran, Los frutos efímeros son el alimento de la mortalidad. En lugar de beber el néctar y la ambrosía, en lugar de recibir el humo de los sacrificios hechos por los hombres que sube hacia los dioses, este alimento efímero vuelve a Tifón tan frágil y vulnerable como un humano. De la misma manera, los Gigantes conocen el cansancio y la vulnerabilidad, no poseen la vitalidad constante y perpetuamente viva de los dioses.

En todas esas historias se ve claramente, en último término, la idea de un universo divino dotado de privilegios propios. El néctar y la ambrosía son el alimento de los inmortales. Zeus ha concedido a los Cíclopes y los Hecatonquiros el alimento de la inmortalidad para que se conviertan realmente en dioses y permanezcan a su lado. Por el contrario, ofrece a todos los pretendientes al poder supremo un alimento efímero, el que comen los seres mortales y vulnerables. Cuando el resultado de la lucha parece incierto, para que se incline del lado de los Olímpicos, Zeus no vacila en dar a comer a sus adversarios aquello que los hace tan débiles como los humanos.

EN EL TRIBUNAL DEL OLIMPO

Con la victoria sobre los Gigantes, puede decirse que el reinado de Zeus está definitivamente asegurado; los dioses que han luchado a su lado conservarán para siempre jamás los privilegios de que han disfrutado. De ellos es el cielo, el lugar que sólo conoce la luz, la luz pura. En la parte inferior del mundo están la noche y las tinieblas; es el Tártaro o Hades: allí se encuentran los dioses vencidos, los monstruos dominados, los Gigantes reducidos a la inmovilidad, atados o adormilados como Cronos. Están, en cierto modo, fuera de juego, fuera del cosmos. El mundo, aparte de los dioses, incluye los animales
y
los hombres. Estas criaturas conocen a un tiempo la noche y el día, el bien y el mal, la vida y la muerte. Su vida está entretejida con la muerte, al igual que los alimentos perecederos de que se nutren.

Al observar el desarrollo de esta historia, no cabe menos que pensar lo siguiente: para que exista un mundo diferenciado, con sus jerarquías y organización, ha hecho falta un primer acto de rebelión, el que ha realizado Cronos cuando ha castrado a Urano. En aquel momento, Urano lanzó una maldición contra sus hijos, una imprecación que los amenazaba con una culpa que expiar, con una
tisis.
Así, el curso del tiempo es un curso contrariado, que deja sitio para el mal y la venganza, para las Erinias, que hacen expiar las faltas, para las Ceres. Las gotas de sangre caídas del miembro castrado de Urano han engendrado las fuerzas de violencia en toda la extensión del mundo. Pero las cosas son más complicadas, más ambiguas. Entre las fuerzas de las tinieblas, que ocupan el universo gracias al primer acto fundador de un cosmos organizado —la mutilación de Urano—, y las fuerzas de concordia existe una especie de vínculo. Por una parte, las Erinias, los Gigantes y las Ninfas de la guerra, y, por otra, Afrodita.

El caos ha engendrado a la Noche, y ésta ha dado vida a todas las fuerzas del mal. Estas fuerzas malvadas son, en primer lugar, la Muerte, las Parcas, las Ceres, el Homicidio, la Matanza, la Carnicería; son también todos los males: la Miseria, el Hambre, la Fatiga, la Lucha, la Vejez. Entre las maldiciones que pesan sobre el universo, se cuentan
Ápate,
el Engaño, y
Filotes,
la Unión o Ternura amorosa. La Noche las ha parido junto con el Homicidio y la Matanza. Todas estas damas de las tinieblas se precipitan sobre el universo, que, en lugar de ser un espacio armonioso, se convierte en un hervidero de terrores, crímenes, venganzas y falsedades. Pero, si nos fijamos en la descendencia de Afrodita, encontramos, al lado de las fuerzas positivas, otras aviesas. Están Eros e Hímero, Deseo y Tierno amor —hasta aquí, todo va bien—, pero también las
exapdti,
es decir el engaño y la falsedad, las trampas que se ocultan tras las palabras seductoras de las jóvenes y, de nuevo, Filotes, la Unión o Ternura amorosa.

Entre el ámbito de las fuerzas de unión, de concordia y de bondad que encabeza Afrodita y la descendencia de un poder de las tinieblas que engendra todas las desdichas posibles, existen cruces, intersecciones, duplicaciones: entre los hijos de la Noche figuran las frases seductoras y la ternura amorosa, así como en el séquito de Afrodita las sonrisas encantadoras de las muchachas corren parejas con los embustes de esa misma ternura. El hombre embaucado y burlado puede encontrar allí la desgracia. Así pues, no todo es blanco a un lado, ni negro al otro. Este universo resulta perpetuamente de una mezcla de contrarios.

Al movilizar la cólera de las fuerzas vengativas, la Noche contribuye a restablecer la claridad de un orden que las transgresiones habían oscurecido. Por su parte, la Afrodita luminosa, la «Afrodita de oro», va acompañada de la Afrodita
Melainís,
«La Negra», es decir, la oscura, la tenebrosa, la que trama sus artimañas en las tinieblas.

En la ordenación del universo, Zeus se preocupa de alejar del mundo divino a la Noche, la oscuridad y el conflicto. Crea un reino en el que, si bien los dioses discuten entre sí, sus enfrentamientos no pueden desembocar en un conflicto abierto. Ha expulsado la guerra del territorio divino y la ha enviado a los hombres. Todas las fuerzas malignas que Zeus ha expulsado del mundo olímpico constituirán el tejido cotidiano de la existencia humana. Ha pedido a Poseidón que construya una triple muralla de bronce para que la puerta del Tártaro permanezca cerrada y la Noche y las fuerzas del mal ya no puedan subir al cielo. Siguen existiendo, sin duda, en el mundo, pero Zeus ha tomado sus precauciones.

Si surge entre los dioses una disputa susceptible de complicarse, ya les tenemos a todos inmediatamente invitados a un suculento festín. También está convocada Éstige, que se presenta con un aguamanil de oro que contiene agua del río de los Infiernos. Las dos potencias divinas enfrentadas toman este aguamanil, vierten agua en el suelo, hacen una libación, beben a su vez y juran solemnemente que no son responsables de la disputa y que su causa es justa. Como es evidente, una de las dos miente. Ésta, en cuanto ha tragado el agua divina, cae en coma, en una especie de letargo total. Se encuentra en un estado parecido al de los dioses que han sido vencidos. Al igual que Tifón o los Titanes, pierde el aliento, el ardor y la vitalidad. No ha muerto, ya que los dioses son inmortales, pero ha perdido todos los atributos de su carácter divino; ya no puede moverse ni ejercer su poder, está fuera de juego. Se encuentra, en cierta manera, más allá del cosmos, sumida en un letargo que la aparta de la existencia divina. Permanece en ese estado durante un tiempo muy largo, que los griegos denominan un «gran año». Cuando despierta de su coma, no siempre recupera inmediatamente el derecho de participar en el banquete ni de beber el néctar y la ambrosía.

Esta potencia divina no es mortal ni claramente inmortal. Se halla en una situación parecida a la de los Titanes, los Gigantes o Tifón. Está excluida.

En otras palabras, en ese mundo divino, múltiple y diverso, Zeus ha previsto los peligros de un conflicto. Preparado para cualquier eventualidad, no sólo instituye un orden político, sino también un orden cuasijurídico, para que, en cuanto se inicia una polémica, no amenace con quebrantar las columnas del mundo. Las deidades culpables son expulsadas del Olimpo hasta que hayan purgado su castigo. Después, despiertan del letargo, pero todavía no tienen derecho al néctar y la ambrosía. Deben esperar diez veces la duración de su castigo. Así es el orden de los dioses, pero no el de los hombres.

UN MAL SIN REMEDIO

Así pues, Tifón es vencido y queda sepultado por todo lo que Zeus le tira encima. Es posible que sus despojos hayan sido enviados al lugar donde están bloqueados los Titanes, es decir, al Tártaro, cosa que sería muy normal, ya que Tifón es el hijo del Tártaro. También es posible que permanezca yacente bajo esos enormes bloques de piedra grandes como montañas, que le han arrojado encima, especialmente bajo el Etna. Tifón se encuentra aprisionado en las raíces del Etna, atado bajo el volcán que, de vez en cuando, deja escapar humaredas, lavas hirvientes o llamas. ¿Se trata de los restos del rayo de Zeus que siguen calientes? ¿O una manifestación de anomia por parte de Tifón? Si es él quien se manifiesta en esas sacudidas del Etna, en esa lava, desde las profundidades de donde algo hirviente asoma a la superficie, eso demostraría que lo que representa Tifón, en tanto que fuerza de desorden, no ha desaparecido radicalmente después de su derrota ni incluso después de su parálisis o su muerte.

Una de las versiones de esta leyenda, que vale la pena subrayar, es que de los despojos de Tifón emanan vientos y borrascas, manifestaciones en la superficie de la tierra y, sobre todo, del mar de lo que Tifón habría representado en el universo si hubiera resultado vencedor. Si Tifón hubiera derrotado a Zeus, un mal sin remedio, un mal absoluto, habría invadido el universo. Ahora que ha sido derrotado y puesto fuera de juego, algo de él permanece, de todos modos, pero ya no entre los dioses, sino entre los pobres humanos. De Tifón surgen de repente, de manera imprevisible, unos vientos terribles, que no soplan jamás en una única dirección como los restantes vientos. Noto, Bóreas o Céfiro son vientos regulares, vinculados al Lucero de la mañana o de la tarde. En ese sentido, son hijos de los dioses. Estos vientos señalan a los marineros los rumbos de la navegación, trazan algo así como inmensas avenidas aéreas sobre la superficie de la tierra o el mar. Sobre el agua, que es un espacio infinito, como un Caos líquido, los vientos regulares indican unas direcciones garantizadas, gracias a las cuales el navegante encuentra su salvación. Esos vientos no sólo soplan siempre en la misma dirección, sino que también son estacionarios. Bóreas sopla en una época, y Céfiro en otra, de modo que cuando los navegantes tienen que zarpar saben cuál es la estación propicia para un viaje en determinada dirección.

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