Read El universo, los dioses, los hombres Online
Authors: Jean-Pierre Vernant
Parece que todo ha terminado, pero no es así. Queda todavía Laertes, el padre de Ulises, que no está al corriente del regreso de su hijo. Ulises tiene a su hijo, tiene a su mujer, en cuya mirada lee una fidelidad absoluta, tiene criados. Antes de que la historia termine, Ulises visitará a su padre. Ha abandonado su vestimenta de mendigo, quiere ver si, después de veinte años, su padre le reconoce. ¿Ulises sigue siendo el mismo después de veinte años? Llega al huerto donde se ha retirado su padre, solitario y desdichado; allí trabaja la tierra con dos esclavos varones y una esclava. Su padre, Laertes, se encuentra en el mismo estado que Argos sobre el montón de estiércol y que tenía Ulises cuando se presentó disfrazado de mendigo en el palacio. Llega Ulises, y Laertes le pregunta qué quiere. Ulises comienza a decir mentiras: «Soy un extranjero.» Mientras habla, finge que confunde a su padre con un esclavo. «Estás realmente tan sucio como un peine, vistes de una manera miserable, tienes una piel repugnante, tu sombrero es de piel de animal, como sólo los puede llevar un criado de baja estofa.» A Laertes no le importa lo que le dice. Sólo una pregunta le bulle en la cabeza: ¿ese extranjero le dará noticias de su hijo? Ulises, de acuerdo con su costumbre, se dispone a contarle historias inverosímiles.
Pero Laertes se echa a llorar: «¿Ha muerto?», pregunta, y coge un puñado de tierra que deja caer sobre su cabeza. Viéndole en tal estado de postración, Ulises estima que ya está bien de mentiras: «Basta, Laertes, soy Ulises.» «¿Por qué debo creerte? Dame una prueba.» Ulises le muestra su cicatriz, pero eso no es suficiente para su padre. Le recuerda entonces que, cuando era una criatura, Laertes, que estaba en la plenitud de sus fuerzas, le había enseñado, explicado y regalado todos los árboles que se alzan ante sus ojos. Había trece perales, seis manzanos, cuarenta higueras y cincuenta hileras de vides. Cuenta con detalle todo el saber que Laertes le ha transmitido para cultivar la tierra y hacer crecer plantas y árboles. El viejo Laertes comienza a llorar, pero esta vez de alegría, y cae en los brazos de Ulises: él, que era como un andrajo, siente que vuelve a ser el rey Laertes. Ulises, que se ha situado ante Telémaco en la posición de padre, ante Laertes se coloca en la de chiquillo. El resultado no se hace esperar: Laertes entra en su casa y, cuando vuelve a salir, es hermoso como un dios. Atenea ha arreglado un poco las cosas. Cuando recupera la relación social que lo une a su hijo, vuelve a ser el que era antes, un rey resplandeciente igual que un dios.
En el palacio, en lo alto de la ciudad, la pata de cama que es un olivo colocado en el corazón de la mansión y arraigado en la tierra de Ítaca establece el vínculo entre el pasado y el presente. En el huerto, en los campos, lo establecen las plantas y los árboles cuidadosamente cultivados. Los árboles plantados tiempo atrás han crecido. Como testigos veraces, mantienen la continuidad entre los tiempos en que Ulises era un chiquillo y la época actual, en que ha llegado al umbral de la vejez. Al escuchar esta historia, ¿no hacemos lo mismo, no unimos el pasado, la marcha de Ulises, con el presente, su regreso? Tejemos a la vez su separación de Penélope y su reencuentro con ella. En cierto modo, el tiempo de la memoria queda abolido, incluso cuando se recupera al seguir el hilo de la narración. Abolido y representado, porque el propio Ulises no ha cesado de conservar en la memoria la idea del retorno, porque Penélope no ha dejado de conservar en la memoria el recuerdo del Ulises de su juventud.
Ulises duerme con Penélope, y se sienten como en su noche de bodas. Se reencuentran como jóvenes esposos. Atenea detiene el carro del sol para que el día no se alce demasiado pronto y el alba se demore. Esa noche fue la más larga para todo el mundo. Se miran, se cuentan sus aventuras y sus desdichas. Todo vuelve a ser como antes, parece que el tiempo se ha borrado. A la mañana siguiente, los familiares de los pretendientes, que se han enterado del homicidio, claman venganza; aparece una cohorte de parientes, de hermanos, de primos, de aliados, con las armas en la mano, para luchar contra Ulises, Telémaco, Laertes y sus fieles servidores. Atenea impide el enfrentamiento. No habrá lucha, la tregua, la paz y la concordia se han restablecido. Ahora, en Ítaca, todo vuelve a ser como antes, hay un rey y una reina, hay un hijo, hay un padre, hay unos criados, ha renacido el orden. El canto del aeda puede celebrar para todos los hombres de todas las épocas y en toda su gloria la memoria del regreso.
En el panteón griego, Dioniso es un dios singular. Es un dios errante y vagabundo, un dios de ninguna parte y de todas. Al mismo tiempo, exige ser plenamente reconocido, incluso allí donde está de paso, y que le presten acatamiento; y, en especial, ya que es su lugar de nacimiento, quiere afirmar su culto en Tebas. Entra en la ciudad como un personaje que viene de lejos, un extraño extranjero. Regresa a Tebas como si fuera su lugar natal para ser acogido y aceptado y para convertirla, en cierto modo, en su sede oficial. A un tiempo vagabundo y sedentario, representa entre los dioses griegos, de acuerdo con la fórmula de Louis Gernet, la figura del otro, de lo que es diferente, desorientador, desconcertante y anónimo. También es, como escribe Marcel Detienne, un dios epidémico. Al igual que una enfermedad contagiosa, cuando irrumpe en algún lugar donde es desconocido, se impone nada más llegar y su culto se expande, igual que una marea.
Bruscamente, la alteridad, la condición de ser otro, manifiesta su presencia en los lugares más familiares. Una enfermedad epidémica. Vagabundo y estable, dios próximo a los hombres, que establece con ellos contactos de un tipo diferente del que prevalece, en general, en la religión griega, una relación mucho más íntima, más personal, más próxima, Dioniso establece con su devoto una especie de relación cara a cara. Hunde su mirada en la de su devoto y éste fija sus ojos hipnotizados en la figura y la máscara del dios. Al mismo tiempo que manifiesta esta proximidad con el mundo, tal vez sea el dios más alejado de los humanos, el más inaccesible y misterioso, aquel que es imposible asir, imposible situar en un marco. Podemos decir de Afrodita que es la diosa del amor, de Atenea que es la diosa de la guerra y el saber, de Hefesto que es un dios artesano, herrero. A Dioniso, en cambio, no podemos encasillarlo. Está a la vez en todas las casillas y en ninguna, presente y ausente al mismo tiempo. Las leyendas relativas a él adquieren un sentido especial cuando se piensa en esa tensión entre el vagabundeo, el nomadismo, el hecho de estar siempre de paso, de camino, viajero, y el hecho de buscar una sede permanente, en la que esté a sus anchas y estable, en la que, más que aceptado, haya sido elegido.
Esta historia comienza con un personaje que ya ha sido evocado: Cadmo, primer soberano de Tebas. Cadmo, héroe fundador de esa gran ciudad clásica, es, en realidad, un extranjero, un asiático, un fenicio, llegado de muy lejos. Es hijo de Agenor, rey de Tiro y de Sidón, y Telefasa. Son personajes del Próximo Oriente, de la actual Siria. Esta pareja real tiene una serie de hijos: Cadmo, sus hermanos Félix, Cílix y Taso, y una hija, Europa, de la que toma nombre nuestro continente.
Europa es una deslumbrante doncella que juega en la playa de Tiro con sus compañeras. Zeus, desde lo alto del cielo, la ve bañarse, tal vez desnuda; no está ocupada en hacer ramilletes de flores como en otros relatos donde sus homólogas femeninas, que excitan el deseo divino por su belleza, recogen jazmines, lirios o narcisos. Europa está en la orilla del mar, en un espacio abierto. Zeus la ve e, inmediatamente, la desea. Adopta la forma de un magnífico toro blanco con los cuernos en forma de luna creciente. Llega a la orilla y se tiende a los pies de Europa en el borde de la playa. Al principio está un poco inquieta e impresionada por el magnífico animal, pero, poco a poco, se le acerca. Por su manera de comportarse, el toro acaba por no causarle ningún temor. Le acaricia ligeramente la cabeza, le toca los flancos y, como no se mueve y se limita a ladear ligeramente la cabeza hacia ella, casi a punto de lamer su blanca piel, se sienta en el blanco lomo, coge con las manos los cuernos y, de pronto, el toro se incorpora, salta al agua y atraviesa el mar.
Zeus y Europa viajera pasan de Asia a Creta. Allí, Zeus se une a Europa y, una vez consumada su unión, la establece, en cierto modo, en Creta. Europa tiene dos hijos, Radamantis y Minos, que serán los soberanos de Creta. Zeus hace un regalo a los señores de la isla. Es un personaje curioso, Talos, una especie de gigante de bronce cuya función consiste en vigilar a Creta, en convertirla en una especie de fortaleza, en aislarla del resto del mundo, en impedir tanto que sea visitada por extranjeros como que sus habitantes puedan salir de ella. Tres veces al día, Talos hace la ronda de la isla, como un vigilante, para impedir tanto que se desembarque en ella como que se zarpe de sus puertos. Es inmortal, invencible, broncíneo. Sólo tiene una debilidad, en el talón, donde una especie de vena está provista de una llave que asegura su cierre. Toda su fuerza metálica se derramará si alguien abre la llave. Según unas leyendas, la hechicera Medea, con motivo de la expedición de los Argonautas, consigue con sus hechizos hacer girar la llave, y, según otras, es Heracles quien, con una saeta, consigue herir a Talos en ese punto vital y matarlo.
Sea como sea, el caso es que, con Europa, estamos en el marco de un rapto, del paso de un mundo a otro y de una situación de aislamiento para esa Creta que se encierra en sí misma. Casi sería mejor utilizar la palabra vagabundeo que la de paso: cuando Agenor se entera por las compañeras de la joven de que Europa ha sido raptada por un toro, moviliza a su mujer y a sus hijos y les confiere la misión de recuperar a su hija y hermana. Ya tenemos, pues, a los tres hermanos y a la madre de viaje y vagabundeando a su vez, abandonando el lugar natal, su familia y su reino, y desparramándose por el mundo entero. A lo largo de estas incesantes peregrinaciones, fundarán una serie de ciudades. Cadmo parte con su madre y acaba por llegar a Tracia, siempre detrás de su hermana Europa, ya que Agenor ha advertido a sus hijos y a su mujer que no deben regresar a casa si no les acompaña la joven. La madre de Cadmo, Telefasa, morirá en Tracia y recibirá grandes honras fúnebres.
En ese momento, Cadmo se dirige a Delfos para saber qué debe hacer. El oráculo le dice: «Acabadas las peregrinaciones, tienes que detenerte, tienes que asentarte, ya que no encontrarás a tu hermana.» Europa ha desaparecido, nadie sabe qué ha sido de ella; en realidad, está recluida en Creta, pero ¿quién podría saberlo, si no es el oráculo de Delfos? Sin embargo, éste precisa: «Seguirás a una vaca, también viajera, por donde vaya. Europa ha sido secuestrada por un toro viajero, que se ha establecido. Tú sigue a esa vaca y, en tanto que ella siga adelante, tú no dejes de seguirla, pero el día en que se tumbe y no se levante, fundarás allí una ciudad, y encontrarás tu raíz, tú, Cadmo, el hombre de Tiro.» Y eso es lo que hace Cadmo, escoltado por unos cuantos jóvenes. Ven una vaca particularmente hermosa, con unas marcas lunares, que la predestinan a un papel especial. La siguen y, en un determinado momento, después de haber vagabundeado hasta el emplazamiento de la futura Tebas, en Beocia, la vaca se queda quieta en un prado. La vagabunda deja de moverse, la errancia ha terminado. Cadmo comprende que es allí donde debe fundar una ciudad.
Antes de fundarla, quiere hacer un sacrificio a Atenea, diosa a la que se siente próximo. Para hacer un sacrificio, necesita agua. Envía a sus compañeros hasta un manantial llamado la fuente de Ares, porque ese dios es su patrono, con la misión de llenar de agua sus recipientes, sus hidrias. Pero este manantial está custodiado por un dragón, una serpiente especialmente feroz, que mata a todos los jóvenes que acuden a buscar agua. El propio Cadmo se dirige al manantial y mata al dragón. Entonces Atenea le ordena que realice el sacrificio prometido, que recoja después los dientes del dragón exterminado, tumbado en el suelo, y que los siembre en una llanura, un
pedíon,
como si se tratara de semillas para una cosecha de cereales. Cadmo hace lo que se le ha ordenado, trae el agua, sacrifica la vaca a Atenea piadosamente, va a la tierra llana y siembra los dientes del dragón. Tan pronto como los ha sembrado, de cada uno de ellos surge un guerrero, ya adulto, completamente armado, con uniforme de hoplita, con el casco, el escudo, la espada, la lanza, las perneras y la coraza. Tras surgir del suelo, se miran los unos a los otros de arriba abajo, se desafían como pueden hacerlo unos seres creados sólo para la muerte, la guerra y la violencia bélica, guerreros de los pies a la cabeza. Cadmo se da cuenta de que pueden volverse contra él. Así pues, coge una piedra y, en el momento en que los guerreros se desafían con la mirada, la arroja en medio de ellos. Cada uno cree que ha sido el otro quien ha arrojado la piedra, y se enzarzan en un combate entre sí. Se matan los unos a los otros, a excepción de cinco, los cuales son llamados los
Espartoi,
es decir, los «hombres sembrados». Han nacido de la tierra, son autóctonos. No son unos vagabundos, están arraigados en el terruño, representan el vínculo fundamental con el país tebano y están entregados por completo a la función guerrera. Llevan unos nombres que explican con claridad lo que son: Ctonio, Udeo, Peloro, Hiperenor y Equión, monstruosos, terrestres, nocturnos, sombríos y guerreros.
Mientras tanto, Cadmo es objeto de la cólera y el resentimiento de Ares por haber matado al dragón, del que se dice que era hijo suyo. Durante siete años, Cadmo estará a su servicio, de la misma manera que el propio Heracles, en otras circunstancias, ha estado al servicio de los personajes, los héroes o los dioses, a los que ha ofendido. Al cabo de siete años, queda liberado. Los dioses que le son favorables, especialmente Atenea, piensan en instalarlo como soberano de Tebas. Pero antes ese extranjero debe tener descendencia, él, que ha suscitado la aparición de lo que la tierra de Tebas ocultaba en sus profundidades, lo más arraigado y lo más autóctono. Una vez más, los dioses y los hombres se aproximan momentáneamente con motivo de la boda de Cadmo. Este se casa con una diosa, Harmonía, hija de Afrodita y Ares. Del dios al que ha servido a modo de expiación, y que vigilaba, para impedir su acceso, todos los manantiales tebanos, toda el agua que nacía del suelo; el mismo espíritu belicoso regresa y revive a través de los Espartoi y su linaje de «nacidos de la tierra», de
gegenés.