El universo, los dioses, los hombres (15 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Por su falta de vigilancia, Ulises ha permitido que sus marineros cometan el sacrilegio de confundir lo sagrado y lo profano, la caza y el sacrificio, de mezclarlo todo, lo que acarrea el peligro de que la noche no sea iluminada por el sol y allí donde brilla la luz reinen las tinieblas. Apenas la nave se ha alejado de la orilla cuando Zeus, desde lo alto del cielo, oscurece el firmamento. De repente, la nave queda atrapada en la oscuridad, las olas se levantan, los relámpagos se abaten sobre el barco, el mástil se rompe y se derrumba sobre la cabeza del timonel, que cae al agua. El bajel, sacudido y zarandeado, se rompe en mil pedazos. Los compañeros de Ulises parecen haberse convertido en animales: flotan como cornejas a merced de las olas. Ulises, agarrado a un pedazo de madera, irá a la deriva durante nueve días. Pasado ese tiempo, las olas lo dejarán, cuando ya no pueda más, en una costa: está en la isla de Calipso.

LA ISLA DE CALIPSO

Su nave ha sido fulminada y destrozada, y los escasos marineros que quedaban con vida se han ahogado; sus cadáveres flotan como cornejas zarandeadas por el mar. Ulises es el único superviviente. Se agarra a un trozo de mástil de la nave, e inmediatamente la corriente se lo lleva en sentido contrario, es decir, hacia Caribdis, donde se encuentra en una situación dramática. Se salva casi de milagro. Durante nueve días más, solo, exhausto, flota a merced de las olas siguiendo el capricho de las corrientes, que parecen conducirlo hacia el fin del mundo. Cuando el náufrago ya no puede aguantar más, y parece que van a engullirlo las olas, llega a la isla de Calipso. Aunque se halla en el fin del mundo, no constituye, ni mucho menos, el límite de los espacios marinos, pues está separada tanto de los dioses como de los hombres por inmensas extensiones de agua. Es una isla que no está en ninguna parte. Ulises yace en la orilla, agotado, y Calipso acude en su ayuda. Al contrario de lo ocurrido en la isla de Circe, donde fueron los marineros de Ulises y su propio jefe quienes pidieron el auxilio de la maga, Calipso socorre al náufrago sin necesidad de que éste se lo pida.

Permanecerá allí una eternidad, cinco, diez, quince años… No importa, ya que el tiempo ha dejado de existir para él. Está fuera del espacio y el tiempo. Cada día es semejante al anterior. Vive un idilio permanente con Calipso. La pareja está profundamente enamorada y no se separa nunca; viven en un aislamiento total, sin hablar con nadie más, sin que nadie se interponga entre ellos. En un tiempo en que no pasa nada, en que no hay cambios ni alteraciones, todos los días son iguales. Ulises está fuera del mundo y el tiempo con Calipso. Representa para él la plenitud del amor y la solicitud. Pero también es, como indica su nombre,
Calipso,
procedente del verbo
kalyptein,
«ocultar». Es la que se oculta lejos del mundo y oculta a Ulises de todas las miradas.

UN PARAÍSO EN MINIATURA

Así empieza Homero, en efecto, su relato de la aventura de Ulises. El héroe lleva diez años oculto en casa de Calipso. Vive con la ninfa, ha llegado al término del viaje, al final de su odisea. Allí es donde todo se anuda, todo encaja. Aprovechando el hecho de que Poseidón, que persigue a Ulises con odio y resentimiento, no está al corriente de la situación, Atenea se dispone a intervenir. Poseidón se ha ido a visitar a los etíopes, cosa que hace a menudo, para banquetear con esos seres míticos, siempre jóvenes, que huelen a violetas, no se descomponen cuando mueren y ni siquiera tienen que trabajar, porque todas las mañanas encuentran el alimento, animal y vegetal, ya preparado y guisado en una pradera, como en la edad de oro. Viven en los dos extremos del mundo, la punta este y la punta oeste. Poseidón los visita en ambos confines a fin de comer y divertirse con ellos. Así pues, Atenea aprovecha la ocasión para explicar a su padre Zeus que aquello dura demasiado, que todos los héroes griegos que no han muerto en tierras troyanas ni han perecido en el mar a la vuelta, están ya en sus casas, gozan otra vez de sus bienes, sus familias y sus esposas. Sólo Ulises, el piadoso Ulises, que mantiene con ella una relación privilegiada, está preso en brazos de Calipso. Ante la insistencia de su hija, y aprovechando la ausencia de Poseidón, Zeus toma una decisión. La suerte está echada: Ulises debe regresar. Es fácil decirlo, pero ahora es preciso que Calipso lo suelte. Hermes se encargará de conseguirlo. Esta misión no le gusta nada, y se entiende: jamás ha puesto los pies en la isla de Calipso, que no es, precisamente, un lugar ameno y concurrido. Está tan lejos de los dioses como de los hombres. Para llegar hasta ella hay que franquear una inmensa extensión de mar, de agua salada.

Hermes se calza sus sandalias, que lo hacen rápido como el relámpago, como el pensamiento. Sin dejar de refunfuñar y decirse que se presta a ese encargo por obediencia y a su pesar, desembarca en la isla de Calipso. Lo maravilla aquel lugar: la pequeña y apartada isla parece un paraíso en miniatura. Tiene jardines, bosques, manantiales, fuentes, flores, grutas bellamente amuebladas en las que Calipso canta, hila, teje y hace el amor con Ulises. Hermes se siente deslumbrado. Se acerca a Calipso. No se han visto antes, pero se reconocen. «Vaya, mi querido Hermes, ¿qué te trae por aquí? No estoy acostumbrada al placer de tu visita.» «En efecto», le contesta Hermes, «de haber dependido de mí, no habría venido, pero traigo una orden de Zeus. Se ha tomado la decisión de que dejes partir a Ulises. Zeus cree que no hay motivo para que sólo Ulises, de todos los héroes de Troya, no haya regresado a su casa.» Calipso le replica: «¡Déjate de rodeos! Sé por qué queréis que deje marcharse a Ulises. Porque vosotros, los dioses, sois unos desgraciados, peores que los humanos. ¡Tenéis celos! No podéis soportar la idea de que una diosa viva con un mortal. Os molesta que lleve años compartiendo tranquilamente mi lecho con ese hombre.» Pero, como no tiene más remedio, añade: «Bueno, de acuerdo, le diré que se marche.»

Hermes regresa al Olimpo. A partir de entonces, el relato experimenta un cambio de rumbo. El recorrido de Ulises lo alejó del mundo de los hombres y lo condujo hasta el país de los muertos, entre los cimerios, en la extrema frontera del mundo de la luz, del mundo de los vivos. Ahora se encuentra fuera de esa especie de paréntesis de divinidad, aislado en la superficie marina. Su vagabundeo se había fijado en ese dúo de amor solitario con Calipso durante cerca de diez años.

¿Qué hacía Ulises mientras Hermes entraba en la gruta de Calipso? Había subido a un promontorio, y, frente al mar, que cabrilleaba delante de él, lanzaba terribles sollozos. Literalmente, era un mar de lágrimas. Toda su vitalidad húmeda se le escapaba por los ojos y la piel, pues sufría de un modo horrible. ¿Por qué? Porque llevaba en el corazón la nostalgia de su vida anterior, la nostalgia de Ítaca y su esposa Penélope. Calipso no podía ignorar que Ulises seguía pensando en regresar, que era el hombre del regreso. Pero abrigaba la esperanza de llegar a hacerle «olvidar el regreso», de conseguir que dejara de recordar lo que había sido antes. ¿De qué manera? Ulises había llegado hasta el país de los muertos, allí había oído, entre los espectros, a Aquiles, que le dijo cuán terrible es estar muerto, que esa especie de fantasma sin vida y sin consciencia en que se convierten los difuntos, esa sombra anónima, es el peor futuro que un hombre pueda imaginar. Calipso le ofrecerá, al término de ese viaje y de esas pruebas, ser inmortal y permanecer siempre joven, olvidar para siempre el temor a la vejez y la muerte.

Al hacerle esta oferta, Ulises no podría menos que recordar una leyenda muy conocida en Grecia, y Calipso lo sabía:
Eos,
la Aurora, se había enamorado de un joven bellísimo llamado Titono. Lo raptó para que viviera con ella, y pidió a Zeus, con el pretexto de que no podía prescindir del muchacho, que le concediera la inmortalidad, para no tener que separarse jamás de él. Zeus, con una sonrisita irónica, le dijo: «De acuerdo, le otorgo la inmortalidad.» Así pues, el joven Titono se instala en el palacio que Eos posee en el Olimpo, con el privilegio de no tener que morir jamás, pero al cabo de cierto tiempo su aspecto era peor que el de cualquier anciano, porque tenía ciento cincuenta o doscientos años y estaba tan arrugado que parecía un insecto, no podía hablar ni moverse y ni siquiera era capaz de alimentarse. Parecía un espectro.

IMPOSIBLE OLVIDO

Pero Calipso no le ofrece a Ulises, simplemente, la inmortalidad, sino ser de veras un dios, es decir, un inmortal siempre joven. Para hacer olvidar las ansias del regreso a sus lares a los marineros de Ulises, Circe los metamorfoseó en animales, inferiores al hombre. Calipso, por su parte, propone a Ulises metamorfosearlo en dios, pero con el mismo objetivo, conseguir que se olvide de Ítaca y Penélope. El drama, el nudo de esa historia, está en que Ulises se halla ante un dilema. Ha visto lo que es la muerte, lo ha visto cuando estaba entre los cimerios, en la boca del infierno, lo ha visto también cuando las Sirenas cantaban su gloria desde su islote rodeado de carroñas. Calipso le ofrece la no muerte y la eterna juventud, pero tiene que pagar un precio para que esta metamorfosis se realice. Ese precio es quedarse allí y olvidar su patria. Además, si permanece al lado de Calipso, vivirá oculto, y cesará, por tanto, de ser él, es decir, Ulises, el héroe del regreso.

Ulises es el hombre de la memoria, dispuesto a aceptar todas las pruebas y todos los sufrimientos para realizar su destino, que es haber sido arrojado a las fronteras de lo humano y haber podido, haber sabido y haber querido siempre volver y reencontrarse consigo. Sería preciso, por tanto, que renunciara a todo eso. Ulises es griego, y, para un griego, lo que le ofrecen no es la inmortalidad de Ulises sino una inmortalidad anónima. Cuando Atenea, disfrazada de Mentor, el anciano sabio y viejo amigo de Ulises, se dirige a Ítaca para visitar a Telémaco, su hijo, le dice: «Sabrás que tu padre es un hombre muy listo y muy astuto, estoy seguro de que regresará, prepárate, necesitará que le ayudes. Vete, pues, a recorrer las restantes ciudades de Grecia para saber si tienen noticias suyas. No permanezcas inactivo lamentándote, actúa.» Telémaco le contesta al principio que no está seguro de que se trate de su padre: su madre Penélope le ha dicho que Ulises era su padre, pero él no le ha visto nunca. En efecto, Ulises se fue cuando Telémaco acababa de nacer, sólo tenía unos meses.

Ahora bien, Telémaco tiene veinte años y hace veinte años que Ulises se fue. Telémaco contesta a Atenea que su padre es un desconocido, y no sólo para él, es, por la voluntad de los dioses, el ser que es absolutamente no visto, no oído, invisible e inaudible. Ha desaparecido como si las Harpías lo hubieran raptado y hubiera sido borrado del mundo de los hombres. Nadie sabe qué ha sido de él, y añade: «Si por lo menos hubiera muerto combatiendo en tierra griega, o al regresar con sus naves, sus compañeros nos lo habrían devuelto y le habríamos erigido un túmulo funerario, un
sema,
con una lápida que llevaría su nombre. Así, en cierto modo, allí estaría siempre con nosotros. En cualquier caso, nos habría legado, a mí, su hijo, y a toda su familia una gloria imperecedera,
kléos aphthíton.
Mientras que ahora ha desaparecido del mundo, ha sido borrado, engullido,
akleós,
sin gloria.» Lo que Calipso ofrece a Ulises es ser inmortal y eternamente joven en una nube de oscuridad, sin que nadie oiga hablar de él, sin que ningún ser humano pronuncie su nombre, sin que, evidentemente, ningún poeta cante su gloria. Como dice Píndaro en uno de sus poemas, «cuando se ha realizado una gran hazaña, no debe permanecer oculta». Es el mismo verbo,
kalyptein,
que ha dado su nombre a Calipso. Para que esa hazaña exista, es preciso el elogio poético de un gran aeda.

Es evidente que, si Ulises se queda con Calipso, pierde la
Odisea,
y, por tanto, ya no existe. Así pues, el dilema no puede ser más claro: o una inmortalidad anónima, sin nombre, lo que quiere decir que, aun permaneciendo siempre en vida, Ulises llegará a ser semejante a los muertos del Hades, llamados los sin nombre porque han perdido su identidad, o, si se decide por la opción contraria, tendrá una existencia mortal, sin duda, pero en la que se encontrará a sí mismo, una existencia memorable y coronada por la gloria. Ulises le dice entonces a Calipso que prefiere regresar.

Ya no siente deseo ni amor, ni
hímeros
ni
éros,
por la ninfa ensortijada con la que vive desde hace diez años. Y si yace con ella, es porque se lo pide. Ya no la desea. Su único afán es recuperar su vida mortal, e incluso ansia morir. Su
hímeros
se dirige hacia la vida mortal, quiere concluir su vida. Calipso le dice: «¿Tan ligado te sientes a Penélope, que la prefieres a mí? ¿Te parece más hermosa?» «No, claro que no», contesta Ulises, «tú eres una diosa, tú eres más hermosa, tú eres más grande, tú eres más maravillosa que Penélope, lo sé perfectamente. Pero Penélope es Penélope, es mi vida, es mi esposa, es mi país.» «Bien», dice Calipso, «lo entiendo.» Entonces acata las órdenes de Zeus y le ayuda a construir una balsa. Juntos cortan los árboles y los ensamblan para formar una sólida balsa dotada de un mástil. Así abandona Ulises a Calipso e inicia una nueva serie de aventuras.

DESNUDO E INVISIBLE

Navega en una balsa. Todo va bien. Después de varios días de travesía, Ulises descubre algo parecido a un escudo posado en el mar: la isla de los feacios. En ese momento, Poseidón, que ha terminado su estancia entre los etíopes, regresa al Olimpo. Desde lo alto del cielo, divisa una balsa en la que hay un hombre agarrado a un mástil y reconoce a Ulises. Se pone ciego de ira. Llevaba diez años sin oír hablar de aquel entrometido, pero en ese instante comprende que los dioses han cambiado de opinión, que Zeus ha tomado la decisión de permitirle regresar a su hogar. Pero no puede contenerse. Fulmina de nuevo la balsa, que se hace pedazos, y ya tenemos a Ulises nadando contra unas olas tremendas, tragando agua a bocanadas y dispuesto a morir. Por suerte para él, en aquel momento lo descubre otra divinidad, Ino Leucótea, la Diosa Blanca, que se aparece a veces a los náufragos en las grandes tempestades y los salva. Se acerca a Ulises, le tiende un ceñidor y le dice: «Póntelo, y no morirás. Pero, antes de llegar a tierra, despréndete de él.» Ulises se lo pone, nada con dificultad y se acerca a la costa, pero a cada intento de abordarla la resaca lo aleja de ella. Finalmente, descubre, a cierta distancia, una especie de pequeño puerto, un lugar en el que desemboca un riachuelo, un torrente. Allí, por tanto, las olas no lo estrellarán contra las rocas. Nada hasta ese lugar, es casi de noche, ya no puede más, está exhausto. Arroja el talismán, avanza a tientas y apenas la orilla empieza a elevarse se deja caer y se oculta debajo de un montón de hojarasca. Se pregunta quién vive allí, qué nuevo peligro le amenaza. Ha decidido mantener los ojos abiertos pese a su agotamiento. Lleva noches sin dormir, está sucio de los pies a la cabeza por haber sido zarandeado en el mar durante días y días, sin poder lavarse. Está cubierto de sal de los pies a la cabeza y sus cabellos y su barba son una maraña de greñas. Se echa al suelo y, acto seguido, Atenea, que lleva mucho tiempo sin intervenir, vuelve y le hace dormir.

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