Read El universo, los dioses, los hombres Online
Authors: Jean-Pierre Vernant
Esta extraña competición entre una hechicera, tía de Medea, y Ulises —y, a través de él, Hermes, dios hechicero y autor de fantasmagorías— termina en un empate, lo que hará que se llegue, finalmente, a una especie de acuerdo. Ulises y Circe vivirán una historia de amor muy dichosa. Pero, en primer lugar, hay que liberar a los compañeros. ¿Por qué Circe los ha convertido en cerdos? Es la suerte que reserva para todos los viajeros que llegan a su isla.
¿Por qué? Porque se siente sola, e intenta rodearse de seres vivos que no puedan irse. Está claro que, al convertir a esos viajeros en cerdos, o en otros animales, lo que desea es que olviden su pasado y que son hombres y pierdan las ganas de volver a sus lugares de origen. Eso es, en efecto, lo que les ocurre a los compañeros de Ulises, pero siguen manteniendo cierta lucidez y conservan una pizca de inteligencia, de modo que cuando lo ven se ponen muy contentos. Lo reconocen. Circe los toca con su varita, y recuperan de golpe su forma humana; incluso, después de esa prueba, son mucho más guapos, más jóvenes y más agradables que antes. El paso por el estado de cerdos ha sido una especie de iniciación, como si hiciera falta recorrer figuradamente el camino que lleva a la muerte para encontrarse después de semejante experiencia más jóvenes, más guapos y más vivos. Esto es lo que les sucede, al mismo tiempo que vuelven a ser hombres. Circe habría podido matarlos, y entonces ya no habrían tenido el
noüs,
el pensamiento: los muertos están enteramente rodeados de tinieblas, ya no tienen
noüs,
con una única excepción, la de Tiresias, a quien encontraremos dentro de poco. Pero los compañeros de Ulises no habían sufrido la muerte, sino un proceso de bestialización que los alejó del mundo humano y les hizo olvidar su pasado, pero que los revistió, cuando salieron de él, de una nueva juventud.
A continuación, Ulises y Circe vivirán un auténtico idilio. Es posible incluso que hayan tenido hijos, como afirman algunos, pero no hay ninguna seguridad de ello. Simplemente, se aman, hacen el amor. Circe canta con su hermosa voz y, naturalmente, Ulises llama a los compañeros que se habían quedado atrás, muy desconfiados al principio, pero no le cuesta demasiado convencerles: «Venid, venid, no corréis ningún peligro.» Pasan allí largo tiempo. Circe, la hechicera que tenía la manía de convertir en cerdos o animales salvajes a todos los hombres que llegaban a su casa, no es una ogra ni una bruja malvada. Cuando los hombres llegan a su lado, ella hace todo lo necesario para que sean felices. Sin embargo, los compañeros de Ulises, que no gozan de los mismos placeres que su jefe, ya que no tienen acceso al lecho de Circe, comienzan a sentir que el tiempo se les hace muy largo. Cuando recuerdan a Ulises que tiene que pensar en la vuelta, Circe no protesta, no intenta retenerlo. Le dice: «Si quieres irte, vete», y le ofrece toda la información de que puede disponer para que su viaje acabe de manera feliz. En especial, le dice a Ulises: «Escucha, la próxima etapa de tu travesía te llevará al país de los cimerios, allí donde jamás se ve la luz del día, al país de la noche, al país de la bruma continua, donde se abre la boca del mundo infernal.» Esta vez ya no se trata de verse arrojado al límite extremo de lo humano, con el riesgo de olvidar el propio pasado y la propia humanidad, sino de alcanzar las mismas fronteras del mundo de los muertos. Circe explica a Ulises el camino que debe seguir: «Detendrás tu nave en ese lugar, seguirás a pie, allí verás un foso, llevarás harina contigo, cogerás un carnero, lo degollarás, derramarás su sangre y verás subir del suelo una muchedumbre de
eidóla,
espíritus fantasmas, almas de los difuntos. Entonces tienes que identificar y retener la de Tiresias, y darle a beber la sangre de tu carnero, para que recupere un poco de vitalidad y te diga lo que debes hacer.»
Así pues, Ulises y sus compañeros zarpan de nuevo y se dirigen hacia allí. Ulises cumple los ritos prescritos. Está delante del foso, ha derramado la harina y degollado al carnero, la sangre está a punto para ser bebida. Entonces ve acercarse a la multitud de los que no son personas, que son
útis,
como él pretendió en su momento, los sin nombre, los
nónymnoi,
los que ya no tienen rostro, que ya no son visibles, que ya no son nada. Forman una masa indiferenciada de seres que antes han sido individuos, pero de los que ya no se sabe nada. De esa masa que desfila delante de él sube un rumor terrorífico e indiferenciado. No tienen nombre, no hablan, es un ruido caótico. Ulises está muerto de miedo ante el espectáculo, que se presenta a sus ojos y sus oídos como la amenaza de una disolución completa en un magma informe; su palabra, tan hábil, es sofocada en un rumor inaudible; su gloria, su reputación, su celebridad, corren el riesgo de quedar olvidadas, de perderse en aquellas tinieblas. Aparece, sin embargo, Tiresias.
Ulises le hace beber la sangre, y Tiresias le anuncia que regresará a su casa, donde le espera Penélope, y le da también noticias de todos los demás. Agamenón ha muerto. Ulises ve también los espectros de cierto número de héroes, así como el de su madre, y reconoce a Aquiles y lo interroga. Después de beber un poco de esa sangre que le devuelve la vitalidad a los muertos, Aquiles habla. ¿Qué dice, en ese momento exacto en que todo el mundo canta su gloria, en que su
kléos,
su celebridad, brilla con luz deslumbrante en el mundo entero, en que es el modelo de héroes y en que se pretende que su superioridad se conoce incluso en los infiernos? Escuchémosle: «Preferiría ser el último de los campesinos sucios y desastrados que se revuelcan en los estercoleros, el hombre más pobre vivo bajo la luz del sol, que ser Aquiles en este mundo de tinieblas que es el Hades.» Lo que dice Aquiles en la
Odisea
es lo contrario de lo que proclamaba la
Ilíada:
Aquiles, se afirmaba, tenía que elegir entre una vida breve y gloriosa y una vida larga pero sin gloria, y no había tenido el menor titubeo ni la menor duda: había que elegir la vida gloriosa, la muerte heroica en plena juventud, porque la gloria de una vida breve que se realizaba en una hermosa muerte valía mucho más que cualquier otra cosa. Ahora dice exactamente lo contrario. Una vez muerto, si siguiera pudiendo elegir, preferiría ser un miserable y astroso campesino de las comarcas más desheredadas de Grecia que el gran Aquiles en el mundo de los muertos.
Ulises oye esta confesión y después se va. Pasa de nuevo por la casa de Circe, que le acoge sin reservas y lo alimenta de nuevo, a él y a sus compañeros; les ofrece pan y vino y después les indica el camino que han de seguir. En especial, la manera como tendrán que afrontar el terrible peligro de las Rocas errantes, las
Plánctes,
unas rocas que no están fijas y se juntan en el momento en que se pasa entre ellas. Para evitarlas, tendrán que navegar entre Caribdis y Escila. Caribdis es una caverna submarina que amenaza con engullirlos, y Escila una roca que sube hacia el cielo donde se oculta un monstruo que atrapa y devora a su presa. Circe le indica también que cruzarán no sólo las rocas gigantes, con la difícil elección entre los dos peligros, Caribdis o Escila, sino que se encontrarán también con las Sirenas, en dos pequeños islotes. Cualquier nave que pase delante de ellas y oiga su canto está perdida, porque los marineros no se resisten al hechizo de su canto y su nave acaba entonces chocando con los escollos. Ulises, a bordo de su nave, llega a la altura de la roca que alberga a las cantantes.
¿Qué hace el ingenioso Ulises? Busca cera y, en el momento en que descubren el pequeño islote en el que están recostadas las Sirenas, que son unos pájaros-mujeres o unas mujeres-pájaros, cantantes de hermosa voz, tapona las orejas de todos los miembros de su tripulación con cera, para que no oigan nada, pero él no renuncia a hacerlo.
No sólo es el hombre de la fidelidad y la memoria, sino, como en el episodio del Cíclope, el que quiere saber, incluso aquello que no debe conocer. No quiere pasar junto a las Sirenas sin haber escuchado su canto, sin saber lo que cantan y cómo lo cantan. Así pues, mantiene los oídos libres, pero se hace atar firmemente al mástil de manera que le impida moverse. La nave pasa y, en el momento en que se acerca a la isla de las Sirenas, se produce de repente lo que los griegos llaman
galéne:
una calma absoluta, el viento cesa, no se oye ni un ruido, el barco permanece casi inmóvil, y, de pronto, las Sirenas entonan su canto. ¿Qué cantan? Se dirigen a Ulises como si fueran las Musas, como si fueran las hijas de la Memoria, las que inspiran a Homero cuando canta sus poemas, las que inspiran al aeda cuando canta las hazañas de los héroes. Le dicen: «¡Ulises, Ulises, el glorioso, Ulises bien amado, ven, ven, escúchanos, te lo diremos todo, vamos a cantar las glorias de los héroes, cantar tu propia gloria!»
Al mismo tiempo que revelan la Verdad con mayúscula, y, por tanto, exactamente todo lo que ha ocurrido, el islote de las Sirenas es rodeado por una multitud de cadáveres cuyas carnes se descomponen al sol, sobre la playa. Son todos los que han cedido a esa llamada y han muerto. Las Sirenas son a la vez la llamada del deseo de saber, la atracción erótica —son la seducción por antonomasia— y la muerte. Lo que le cuentan a Ulises es, en cierto modo, lo que se dirá de él cuando ya no esté, cuando haya franqueado la frontera entre el mundo de la luz y el de las tinieblas, cuando se haya convertido en el Ulises del relato que los hombres harán sobre él y cuyas aventuras yo estoy contando ahora. Las sirenas le cuentan entonces que él sigue vivo como si ya estuviera muerto, o, mejor dicho, como si se encontrara en un lugar y en una época en que la frontera entre vivos y muertos, luz de la vida y tinieblas de la muerte, por no estar claramente fijada, fuera todavía indecisa, borrosa, franqueable. Lo atraen hacia esa muerte que será para él la consagración de su gloria, esa muerte a la que Aquiles dice que renunciaría, aunque haya deseado su gloria cuando estaba vivo porque sólo la muerte puede aportar a los humanos una fama imperecedera.
Ulises oye el canto de las Sirenas mientras la nave pasa lentamente y se debate tratando de liberarse para unirse a las cantantes, pero sus marineros estrechan aún más sus ataduras. Finalmente, la nave se aleja de las Sirenas, pero entonces se acerca a los peñascos que se juntan y entrechocan. Ulises prefiere Escila a Caribdis, y el resultado es que cuando pasa el barco un cierto número de marineros son atrapados por el monstruo, que tiene seis cabezas y doce patas de perro, y devorados vivos. Sólo unos pocos salen vivos del trance. Poco después llegan a otra isla, Trinacria, la tierra del sol. Esta isla pertenece, en efecto, a Helios, el Sol, el «ojo que lo ve todo». Allí hay un rebaño de toros blancos divinos e inmortales, que no se reproducen. Su número es siempre el mismo, y corresponde al de los días del año. Nadie debe aumentarlo ni disminuirlo. Todos ellos son animales soberbios, y una de las revelaciones que Tiresias ha hecho a Ulises es la siguiente: «Cuando vayas a la isla del sol, debes guardarte de tocar a ninguno de los animales de ese rebaño sagrado. Si no los tocas, tienes posibilidades de regresar sano y salvo. Si los tocas, estás perdido.» Como es natural, antes de arribar a Trinacria, Ulises se acuerda de esta admonición y avisa a su tripulación. «Llegaremos al lugar donde pacen los rebaños del sol, pero no debéis tocarlos, ni siquiera con la mano. Esos animales son intocables, son sagrados. El sol cuida de ellos con celo extremo. Comeremos nuestras provisiones en la nave, y no nos detendremos en esa isla.» Pero los marineros están agotados. Acaban de vivir graves peligros, algunos de sus compañeros han perdido la vida, se sienten al límite de sus fuerzas, así que contestan a Ulises: «¡Debes de estar hecho de hierro para no querer pararte!»
Euríloco toma la palabra en nombre de la tripulación y dice: «Nos detendremos aquí.» «De acuerdo», responde Ulises, «pero sólo viviremos de las provisiones que nos dio Circe.» La hechicera bebía néctar y ambrosía, pero les ofreció pan y vino, los alimentos humanos. El barco amarra en la costa, bajan a la playa y comen de sus provisiones. A la mañana siguiente se alza un viento tormentoso que sopla días y días, de modo que no pueden zarpar de nuevo. Están bloqueados en la isla, y poco a poco van consumiendo sus alimentos hasta agotarlos. El hambre los azota y les retuerce el vientre.
El hambre es una de esas entidades que el poeta Hesíodo menciona entre las criaturas de la Noche.
Limo,
el Hambre, es hija de la Noche, y nació, al mismo tiempo que el Crimen, la Oscuridad, el Olvido y el Sueño. El Olvido, el Sueño y el Hambre: un siniestro trío de potencias aviesas y tenebrosas está al acecho.
En este caso, el Hambre es la primera en atacar. Entonces recurren a la pesca. Los marineros atrapan algún pez de vez en cuando, pero no basta; apenas tienen comida. Ulises, una vez más, se aleja de sus compañeros, sube a la cima de la isla para reflexionar qué se puede hacer y se duerme. Una vez más, nuestro héroe se ve envuelto por las tinieblas del sueño que le envían los dioses. Mientras duerme, el Hambre tiene el campo libre y, utilizando la voz de Euríloco, se dirige a sus restantes compañeros: «No nos quedaremos cruzados de brazos hasta morirnos por inanición. Fijaos en esas magníficas reses: basta con mirarlas para que la boca se haga agua.» Aprovechando la ausencia de Ulises, el hecho de que está encerrado en el mundo de las tinieblas y no se encuentra entre ellas, vigilante, cercan el rebaño. Sacrifican a varios animales de los que han cazado. Los persiguen, los acosan, los degüellan y los asan. Dejan una parte en unos calderos y se comen el resto. En ese momento, en la cima de la isla, Ulises se despierta. Le llega un olor a grasa y a carne asada. Víctima de repente de una angustia terrible, se dirige a los dioses: «¡Dioses, me habéis engañado, me habéis enviado la oscuridad de este sueño, que no era un dulce sueño, sino un sueño de olvido y muerte, para que me encuentre ante este sacrilegio!» Baja e insulta a sus compañeros, pero éstos, sin recordar sus consejos y su promesa, sólo piensan en comer.
Mientras tanto, ocurren varios prodigios: aquellas bestias, que han sido cortadas en pedazos y asadas, siguen balando como si estuvieran vivas. Están muertas, pero todavía viven, ya que son inmortales. Se ha confundido lo salvaje con lo civilizado, pues no se ha hecho un sacrificio agradable a los dioses para propiciárselos, sino una despiadada cacería de animales sagrados. Los prodigios se multiplican, pero los compañeros de Ulises sólo piensan en comer y saciarse; a continuación, se duermen. Inmediatamente, las olas se amansan y cesa el viento. Vuelven el mar. Suben a la nave, y tan pronto como ésta ha abandonado la isla, Helios eleva su protesta, pero esta vez no se dirige a Poseidón, sino directamente a Zeus: «¡Mira lo que has hecho! ¡Han matado a mis animales, tienes que vengarme! ¡Si no lo haces, yo, el Sol, dejaré de brillar sobre los humanos mortales que ven sucederse en la tierra el día y la noche! ¡Bajaré al reino de las tinieblas, a iluminar a los muertos! ¡Descenderé al Hades y mi luz iluminará las tinieblas! ¡Y vosotros permaneceréis sumidos en la noche, tanto los dioses como los hombres!» Zeus le disuade. «Yo me encargo de todo», afirma.