El universo, los dioses, los hombres (12 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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La diosa Tetis no podía soportar que los siete hijos que tuvo antes de Aquiles fueran simples mortales como su padre. Así que, desde que nacían, intentaba hacerlos inmortales. Y los arrojaba al fuego para que les secara toda aquella humedad portadora de corrupción que hacía que los humanos no fueran una pura llama deslumbrante; pero en el fuego sus hijos se consumían y perecían. El pobre Peleo estaba destrozado. De manera que, cuando nace Aquiles, Peleo se dice que debe intentar salvarlo. En el momento en que su madre se dispone a arrojarle al fuego, interviene el padre y lo atrapa. El fuego sólo alcanza a tocar los labios del niño y uno de sus talones, cuyo hueso queda consumido. Peleo consigue de Quirón que vaya al monte Pelión y desentierre el cadáver de un Centauro extremadamente veloz, al que arranca el talón para reemplazar el que ha perdido el pequeño Aquiles, que por ello desde su más tierna edad corre raudo como un ciervo. Ésta es la primera versión. Hay otra, que cuenta que, como para hacerlo inmortal no podía arrojarlo al fuego, Tetis lo sumergió en las aguas del Éstige, el río infernal que separa a los vivos de los muertos. Quien es sumergido en las aguas del Éstige y consigue salir de ellas obtiene unas virtudes y una energía excepcionales. Aquiles, sumergido en esas aguas infernales, supera la prueba; sólo el talón, por donde su madre lo mantiene asido, no ha entrado en contacto con el agua. Aquiles no sólo es el guerrero de la rápida carrera, sino que también es el combatiente invulnerable a las heridas humanas, salvo en un lugar, el talón, por donde puede introducirse la Muerte.

Uno de los resultados de ese matrimonio desigual entre una diosa y un humano es que todo el esplendor y todo el poder relacionados con la divina Tetis llegan en parte a aureolar la persona de Aquiles. Al mismo tiempo, su figura es necesariamente trágica: aunque no es un dios, Aquiles no podrá vivir ni morir como el común de los hombres, como un mero mortal; pero escapar a la condición normal de la humanidad no lo convierte, sin embargo, en un ser divino, afianzado en la inmortalidad. Su destino, que para todos los guerreros, todos los griegos de aquel tiempo, tiene un valor modélico, sigue fascinándonos: despierta en nosotros, como un eco, la conciencia de lo que convierte la existencia humana, limitada, llena de divisiones y discordias, en un drama donde la luz y la oscuridad, la alegría y el dolor, la vida y la muerte, están indisolublemente mezclados. Ejemplar, el destino de Aquiles está marcado por el sello de la ambigüedad. De origen mitad humano y mitad divino, no puede estar por completo de ninguno de los dos lados.

En el umbral de su vida, desde sus primeros años, el camino por el que tiene que avanzar se bifurca. Sea cual sea la dirección que decida tomar, necesitará, al seguirla, renunciar a una parte esencial de sí mismo. No puede disfrutar a la vez de lo más dulce que la existencia a la luz del sol depara a los humanos, y asegurar a su persona el privilegio de no ser privado jamás de ella, de no morir. Disfrutar de la vida es el bien más precioso para esas criaturas efímeras, un bien único, incomparable con cualquier otro porque, una vez perdido, no puede recuperarse, es renunciar a cualquier esperanza de inmortalidad. Querer ser inmortal es, en parte, aceptar perder la vida antes incluso de haberla vivido plenamente. Si Aquiles elige, como deseaba su anciano padre, seguir en su sitio, en su casa, en Ptía, con su familia y a buen recaudo, tendría una vida larga, tranquila y dichosa, recorrerá todo el ciclo del tiempo concedido a los mortales hasta una ancianidad rodeada de afecto. Pero, por brillante que pueda ser, incluso iluminada por lo mejor que el tránsito por esta tierra aporta de felicidad a los hombres, su existencia no dejará tras de sí ninguna huella de su resplandor; a partir del momento en que termina, esa vida se sume en las tinieblas, en la nada. Al mismo tiempo que ella, el héroe desaparece por completo y para siempre. Se sume en el Hades, sin nombre, sin rostro, sin memoria, y se borra como si jamás hubiera existido.

Pero Aquiles elige la opción contraria: la vida breve y la gloria para siempre. Escoge marcharse lejos, abandonarlo todo, arriesgarlo todo, entregarse anticipadamente a la muerte. Quiere figurar en el pequeño mundo de los elegidos que se despreocupan de la comodidad, de las riquezas y los honores comunes, pero que quieren triunfar en unos combates en que está en juego, en cada ocasión, su propia vida. Afrontar en el campo de batalla a los adversarios más aguerridos es ponerse a sí mismo a prueba en un concurso de valor en el que cada uno debe mostrar lo que es, manifestar a los ojos de todos su excelencia, una excelencia que culmina en la hazaña guerrera y demuestra su realización en la «hermosa muerte». Al perecer en pleno combate, en plena juventud, las fuerzas viriles, la valentía, la energía, la gracia juvenil permanecerán intactas y no conocerán la decrepitud de la ancianidad.

Es como si, para brillar en toda la pureza de su resplandor, la llama de la vida tuviera que alcanzar tal punto de incandescencia que se consumiera en el instante mismo en que se enciende. Aquiles elige la muerte gloriosa, que mantendrá intacta toda su belleza juvenil. Vida acortada, amputada, mermada, pero gloria imperecedera. El nombre de Aquiles, sus aventuras, su historia y su persona permanecen vivos para siempre en la memoria de los hombres mientras las generaciones se suceden a lo largo de los siglos y desaparecen una tras otra en la oscuridad y el silencio de la muerte.

ULISES O LA AVENTURA HUMANA

Los griegos han vencido. Después de muchos años de asedio y de combates ante los muros de Troya, la ciudad ha acabado por caer. Los griegos no se han contentado con tomarla gracias a una argucia, el famoso caballo de madera que los troyanos han introducido en su ciudad creyendo que se trataba de una ofrenda piadosa a los dioses. Una avanzadilla ha salido del interior del caballo y ha abierto las puertas de la ciudad para permitir al ejército griego irrumpir en ella e incendiarla y saquearla. Los hombres han sido muertos, y las mujeres y los niños, esclavizados; sólo quedan ruinas. Los griegos se imaginan que ya han resuelto el caso, pero entonces es cuando se descubre la auténtica vertiente de esta gran aventura guerrera. Será preciso, de una u otra manera, que los griegos paguen los crímenes, los excesos, la
hybris,
de que se han hecho culpables mientras conseguían la victoria. Desde el comienzo, surge un desacuerdo entre Agamenón y Menelao. Éste desea irse inmediatamente, regresar cuanto antes. Aquél, por el contrario, quiere quedarse para hacer un sacrificio a Atenea, que, al defender la causa de los griegos, ha decidido su victoria. Ulises, con las doce naves que lo acompañan, decide emprender sin más tardanza el retorno a Ítaca. Se embarca con Menelao en el mismo barco que transporta al anciano Néstor. Pero en la isla de Ténedos Ulises discute con Menelao y decide regresar a Troya para unirse a Agamenón. Después zarpan juntos con la esperanza de llegar al mismo tiempo a la Grecia continental. Pero los dioses deciden otra cosa. Los vientos, las tempestades y las tormentas se desencadenan. La flota se dispersa; muchas naves zozobran y arrastran a los abismos a sus tripulaciones y a los soldados que transportan. Pocos son los griegos que tienen la fortuna de regresar a su casa. Y, entre los que el mar perdona, algunos encontrarán la muerte nada más llegar a su morada. Es lo que le ocurre a Agamenón. Tan pronto como ha posado los pies en el suelo de su patria, cae en la trampa que le tienden su mujer, Clitemnestra, y el amante de ésta, Egisto. Agamenón, sin la menor desconfianza, regresa como un tranquilo buey contentísimo de recuperar el establo familiar. Pero los dos cómplices lo asesinan a sangre fría.

Así pues, la tempestad separa las naves de Ulises de las de Agamenón, que forman el grueso de la flota. Ulises se encuentra aislado en el mar con su pequeña flota. Afronta las mismas tribulaciones y sufre idénticas tormentas que sus compañeros de infortunio. Cuando finalmente desembarca en Tracia, entre los cicones, la acogida es hostil. Ulises se apodera de su ciudad, Ismaro. Se comporta respecto a los vencidos de igual manera que muchos héroes griegos. Mata a la mayoría de sus habitantes, pero perdona la vida a uno de ellos: el sacerdote de Apolo, llamado Marón. En señal de gratitud, éste le ofrece doce ánforas de un vino nada común, pues es una especie de néctar divino. Ulises ordena que las lleven a sus naves. Los griegos, contentísimos, alzan su campamento nocturno junto a la orilla pensando zarpar de nuevo al amanecer. Pero los cicones del interior, avisados de la llegada de los enemigos, los atacan de madrugada y matan a muchos de ellos. Los supervivientes embarcan como pueden
y
se hacen a la mar a toda prisa.

EN EL PAÍS DEL OLVIDO

Ya los tenemos de nuevo en marcha, pero ahora con la flota muy reducida. Un poco más allá, Ulises se acerca al cabo Maleo y al fin lo rebasa. Desde allí puede divisar las costas de Ítaca, su patria. Ya se siente como si hubiera vuelto a casa. En el momento en que cree terminado su recorrido, se levanta el telón sobre otra parte del periplo de Ulises: hasta entonces se había limitado a realizar el viaje de un navegante que regresa de una expedición guerrera más allá de los mares. Pero, cuando los griegos doblan el cabo Maleo, una repentina tormenta se abate sobre ellos. Soplará durante siete días y transportará a la flota a un mar completamente diferente de aquel por donde navegaba antes. A partir de ese momento, Ulises ya no sabrá dónde se encuentra, ya no volverá a encontrar gente como los cicones, que son guerreros y hostiles, pero semejantes a él. Sale, en cierto modo, de las fronteras del mundo conocido, del ecúmeno, donde es posible la vida humana, para entrar en un espacio de no humanidad, en otro mundo.

A partir de ese momento, Ulises sólo encontrará seres que, o bien tienen una naturaleza casi divina y se nutren de néctar y ambrosía, como Circe o Calipso, o bien son infrahumanos, monstruos como el Cíclope o los lestrigones, caníbales que se nutren de carne humana. Para los griegos, lo propio del hombre, lo que lo define como tal, es el hecho de comer pan y beber vino, tener una determinada alimentación y practicar las leyes de la hospitalidad, y acoger al extranjero en lugar de devorarlo. El universo al que Ulises y sus marineros han sido proyectados por aquella terrible tormenta es exactamente lo contrario del mundo humano normal. Tan pronto como la tormenta se calma, los griegos descubren una orilla, y abordan esa tierra de la que no saben nada. Para enterarse de quiénes la habitan, y también para avituallarse, Ulises selecciona unos cuantos marineros que envía a modo de avanzadilla, a fin de tomar contacto con las gentes del país. Son recibidos con una extrema amabilidad. Los indígenas se deshacen en sonrisas. Ofrecen a los navegantes extranjeros compartir inmediatamente con ellos su alimentación habitual. Ahora bien, los habitantes de ese país son los lotófagos, los comedores de lotos. De la misma manera que los hombres se alimentan de pan y vino, ellos comen una planta exquisita, el loto. Si un humano ingiere este delicioso alimento, lo olvida todo. Ya no se acuerda de su pasado y pierde cualquier noción de quién es, de dónde viene y adonde va. El que come el loto deja de vivir como los hombres, con el recuerdo del pasado y la conciencia de lo que es.

Cuando los enviados de Ulises vuelven al lado de sus compañeros, se niegan a hacerse a la mar y son incapaces de contar lo que les ha ocurrido. Están, en cierto modo, anestesiados por una especie de felicidad que paraliza cualquier remembranza. Sólo desean quedarse donde están, en el estado en que se encuentran, sin ataduras ni pasado, sin proyectos, sin ganas de volver a su tierra. Ulises hace que los obliguen a embarcarse y ordena zarpar. Primera etapa, por tanto: una tierra que es el país del olvido.

En el curso del largo periplo que seguirá, en todo momento, el olvido, el desvanecimiento del recuerdo de la patria y el deseo de volver a ella, es lo que, en el trasfondo de todas las aventuras de Ulises y de sus compañeros, representa siempre el peligro y el mal. Estar en el mundo humano es estar viviendo a la luz del sol, ver a los demás y ser visto por ellos, vivir en reciprocidad, acordarse de sí mismo y los demás. Durante aquel periplo, por el contrario, penetran en un mundo en el que los poderes de las tinieblas, las «criaturas de la Noche», como las llama Hesíodo, se disponen a extender poco a poco su sombra siniestra sobre Ulises y su tripulación. Una tenebrosa nube permanece constantemente suspendida sobre los navegantes y amenaza con perderlos si se dejan vencer por el olvido y pierden las ganas de regresar a su patria.

«NADIE» SE ENFRENTA AL CÍCLOPE

Han abandonado la isla de los lotófagos. Las naves navegan tranquilas cuando, de repente, se ven envueltas por una espesa bruma que no deja ver nada. Es de noche, y la nave de Ulises avanza sin que los marineros tengan que remar ni puedan ver lo que tienen delante. Hete aquí que chocan con un islote invisible hasta entonces y del que no distinguen nada. El propio mar, o los dioses, han empujado a la nave hacia ese islote que abordan en una oscuridad absoluta. Ni siquiera se muestra la luna. No se ve nada. Se sienten completamente impotentes. Es como si, después de la isla del olvido, la puerta de las tinieblas y la noche se entreabriera delante de ellos. En el mundo al que da acceso van a correr nuevas aventuras. Bajan a tierra. El islote está coronado por una colina, morada de unos gigantes monstruosos, con un único ojo en el centro de la frente, llamados Cíclopes.

Ulises pone su nave al abrigo en una caleta y, acompañado de doce hombres, sube a lo alto de la colina, donde ha descubierto una caverna en la que confía encontrar algo para avituallarse. Entran en la inmensa gruta, en la que hay unos cañizos con quesos a secar, y en su interior descubren un bucólico modo de vida. No hay cereales, pero sí rebaños de cabras, que son los que proporcionan el queso y tal vez incluso vides silvestres en la ladera. Naturalmente, los compañeros de Ulises tienen una única idea: llevarse unos cuantos quesos y alejarse lo más pronto posible de aquella enorme caverna que no les augura nada bueno. Dicen a Ulises: «¡Vamonos!» Este se niega. Desea seguir allí porque quiere ver. Quiere conocer al habitante de aquel lugar. Ulises es el hombre que no sólo tiene que rememorar, sino también el que quiere ver, conocer y experimentar todo lo que el mundo puede ofrecerle, sin excluir ese mundo infrahumano al que ha sido arrojado. La curiosidad de Ulises lo empuja siempre a ir más lejos, cosa que, en esta ocasión, amenaza con arrastrarlo hacia su perdición. Esa curiosidad provocará, en todo caso, la muerte de varios de sus compañeros. El Cíclope no tarda en llegar con sus cabras, sus corderos y su morueco, y todos ellos entran en la gruta.

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