El universo, los dioses, los hombres (10 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Tetis, gracias a su don, la magia de la metamorfosis, es una criatura deslumbrante y seductora. Dos dioses principales se enamoran de ella: Zeus y Poseidón. Se la disputan, y los dos están dispuestos a hacer lo que sea para tenerla por esposa. En el conflicto que enfrenta en el mundo divino a Zeus y Prometeo, la baza en que más confía el Titán, la carta que tiene escondida, es que es el único que conoce un terrible secreto: si Zeus realiza su deseo, si consigue unirse a Tetis, un hijo suyo hará con él algún día lo mismo que hizo con su padre Cronos, y Cronos con su padre Urano. La lucha entre las generaciones y la rivalidad que enfrenta a los jóvenes con los viejos, al hijo con el padre, quedará establecida para siempre en el mundo divino y cuestionará eternamente el orden inmutable que Zeus pretende instituir en cuanto soberano del universo.

¿Cómo consiguió enterarse Zeus de este secreto tan celosamente guardado por Prometeo? Una de las leyendas cuenta que este último se reconcilió con Zeus, y Heracles, con la aprobación del rey de los dioses, liberó al Titán a condición de que aceptara revelar todos sus secretos. Así pues, Zeus se entera del peligro, al igual que Poseidón. Los dioses renuncian entonces a unirse con Tetis. ¿Permanecerá perpetuamente virgen y jamás conocerá el amor? No, los dioses son magnánimos y descargarán sobre los hombres esa fatalidad que hace que, llegado el momento, haya que ceder el sitio a los jóvenes. Tetis engendrará un hijo mortal extraordinario desde todos los puntos de vista y que superará en cualquier plano a su progenitor: un héroe modelo que representará, en el mundo de los hombres, el colmo de las virtudes guerreras. Será el mejor y el inigualable. ¿Quién será ese niño? El hijo de Tetis y de Peleo, Aquiles. Es uno de los grandes protagonistas de la guerra de Troya, cuyo desencadenamiento va estrechamente unido a esta historia.

LAS NUPCIAS DE PELEO

Así pues, Zeus y los dioses deciden por unanimidad que el tesalio Peleo, rey de Ptía, debe casarse con Tetis. ¿Cómo conseguir el consentimiento de la diosa? ¿Cómo convencerla de que se rebaje a casarse con un simple mortal, aunque se trate de un rey? No corresponde a los dioses intervenir e imponer a uno de los suyos semejante mala boda. Es preciso, por tanto, que Peleo se las apañe en solitario para conquistar a su futura esposa, que haga con ella lo mismo que otros héroes que consiguieron someter a divinidades marinas y las obligaron a satisfacer sus deseos. Es lo que ha hecho Menelao al luchar victoriosamente con Proteo y sus metamorfosis a fin de que le revele qué ha de hacer para poder volver a Esparta. Por consiguiente, Peleo tendrá que raptar a Tetis para trasladarla, de acuerdo con el rito, de la morada marina donde vive al palacio que es residencia y hogar de su futuro esposo.

Así pues, un buen día Peleo se acerca a la orilla del mar. Ve surgir a Tetis, habla con ella, la coge por el brazo y la atrae hacia sí. Para escapar, ella cambia constantemente de forma. Peleo está prevenido, sin embargo: con esas divinidades sinuosas y capaces de metamorfosearse, lo único que se puede hacer es retenerlas con un lazo que no ceda, un lazo que las sujete. Es preciso aprisionar a la divinidad entre los brazos, con las manos enlazadas a su espalda como si estuvieran soldadas, sean cuales sean las formas que adopte —un jabalí, un poderoso león, una llama ardiente, agua—, y no soltarla pase lo que pase. Al fin la divinidad se reconoce vencida, pues ya no puede seguir desplegando el arsenal de formas de que dispone para metamorfosearse, que no es infinito. Cuando ha recorrido todo el ciclo de sus metamorfosis, vuelve a su forma primera, auténtica, de diosa joven y hermosa: ha sido vencida. La última forma que ha revestido Tetis para liberarse del abrazo que la oprime es la de una sepia. A partir de ese momento, la lengua de tierra que penetra en el mar y en la que se ha desarrollado la lucha prenupcial de Peleo y Tetis llevará el nombre de cabo de las Sepias. ¿Por qué la sepia? Porque cuando se quiere atraparla, o un animal marino la amenaza, tiene la costumbre de proyectar en el agua a su alrededor la tinta negra que oculta en su interior, de manera que desaparece como sumergida en una oscuridad producida y difundida por ella misma. Es la última baza de Tetis; necesita, igual que la sepia, arrojar su tinta. Aunque cegado por esa negrura general, Peleo resiste, no suelta su presa y, finalmente, Tetis se ve obligada a ceder. Habrá boda. Se celebra precisamente en la cima del Pelión. No es únicamente un monte que acerca a los dioses y a los hombres, sino que también es el lugar donde se reúnen para llevar a cabo un intercambio desigual. Lo que los dioses reservan para Peleo, a cambio del privilegio de unirse a una diosa, son todos los riesgos que casarse con ella suponía para los inmortales, y que ellos rechazan y, en cierto modo, necesitan trasladar al mundo humano. Así que los dioses se reúnen, bajan del Olimpo, el cielo etéreo, a la cima del Pelión, y allí se celebra el matrimonio.

Las montañas no sólo son un punto de encuentro entre dioses y humanos, sino que también constituyen un lugar ambiguo, la residencia de los Centauros, en especial de Quirón, el más viejo y más ilustre de todos. Los Centauros tienen una condición ambivalente, ocupan una posición ambigua: su cabeza es de hombre, su torso presenta rasgos equinos y, finalmente, su cuerpo es de caballo. Son seres salvajes, infrahumanos, crueles —les gusta emborracharse y raptar a las mujeres—, pero, al mismo tiempo, sobrehumanos, porque, como Quirón, representan un modelo de sabiduría, de coraje, de todas las cualidades que un joven debe poseer para llegar a convertirse en un auténtico héroe: cazar, saber utilizar todas las armas, cantar, bailar, razonar y permanecer siempre dueño de sí mismo. Eso es lo que Quirón enseñará a varios jóvenes, en particular a Aquiles. Por tanto, la boda se celebra en uno de esos lugares donde los dioses se han mezclado con los hombres y que están poblados por seres bestiales a la vez que superhumanos. Las Musas se encargan de cantar el epitalamio, la canción de bodas, y cada dios trae un regalo. Peleo recibe una lanza de fresno, una armadura forjada por el propio Hefesto y dos caballos maravillosos e inmortales: Balio y Janto. Son invulnerables, rápidos como el viento y, a veces, hablan en lugar de relinchar: en algunos momentos privilegiados, cuando el destino mortal que los dioses han querido para los hombres perfila su amenaza en el campo de batalla, hablan con voz humana y hacen profecías; es como si los dioses, tan lejanos, hablaran por medio de ellos. En el combate entre Aquiles y Héctor, después de la derrota y muerte de este último, los caballos se dirigirán a Aquiles para anunciarle que no tardará en seguir el mismo camino.

En medio del júbilo, los cantos y las danzas, mientras los dioses derraman su generosidad sobre Peleo por haber contraído aquel matrimonio, arriba al Pelión un personaje que no había sido invitado: la diosa Éride, personificación de la discordia, los celos y el odio. Aparece cuando la boda está en su apogeo y trae, pese a no haber sido invitada, un magnífico regalo de amor: una manzana de oro, prenda de la pasión que se siente por el ser amado. Éride arroja tan maravilloso presente en medio de los regalos hechos a los novios por los dioses que asisten a la fiesta, un suculento banquete. Pero la fruta lleva una inscripción, una divisa: PARA LA MÁS HERMOSA. Allí hay tres diosas: Atenea, Hera y Afrodita, y las tres están convencidas de tener derecho a la manzana. ¿Quién se la llevará?

Esa manzana de oro, esa maravillosa joya, deslumbrante y luminosa, yace en la cima del Pelión a la espera de que alguien la recoja. Dioses y hombres están reunidos. Peleo ha conseguido apresar a Tetis, pese a todos sus sortilegios, en el anillo de sus dos brazos cerrados. Y entonces aparece la manzana, de la que saldrá la guerra de Troya. Las raíces de esa contienda no se encuentran únicamente en las vicisitudes de la historia humana, proceden también de una situación mucho más compleja, consecuencia de la naturaleza de las relaciones entre dioses y hombres. Como aquéllos no quieren sufrir el envejecimiento, lo reservan para los mortales, al igual que los conflictos generacionales, al tiempo que les ofrecen como compensación esposas divinas. Así surge una situación trágica: los hombres no pueden celebrar las alegres ceremonias matrimoniales sin que ello conlleve también ceremonias luctuosas. En el seno del matrimonio, en la convivencia de dos seres distintos, un hombre y una mujer, ejercen su influencia, por un lado, Ares, dios de la guerra, que separa y enfrenta, y, por el otro, Afrodita, que reconcilia y une. El amor, la pasión, la seducción y el placer erótico son, en cierto modo, la otra cara de la violencia que provoca el deseo de dominar al adversario. Aunque la unión de los sexos renueva las generaciones y hace que los hombres se reproduzcan y la tierra se pueble gracias a esas uniones, el otro platillo de la balanza queda desequilibrado porque los seres humanos llegan a ser demasiado numerosos.

Cuando los propios griegos reflexionen sobre la guerra de Troya, afirmarán a veces que su auténtica razón fue que los hombres se habían multiplicado en exceso, y los dioses estaban irritados por el tremendo ruido que hacían y decidieron disminuir su número. Algo similar manifiestan los relatos babilónicos que explican por qué los dioses decidieron mandar el diluvio: su causa fue que los hombres eran demasiado ruidosos. Hay una zona etérea y silenciosa en la que los dioses se recogen y se contemplan los unos a los otros, y por debajo de ella se encuentran los humanos, que se agitan, se multiplican, se desgañitan gritando y peleándose; por ello, una buena guerra de vez en cuando resuelve, a los ojos de los dioses, el problema: devuelve la calma.

TRES DIOSAS ANTE UNA MANZANA DE ORO

Así concluye el primer acto de la tragedia que llevará a la guerra de Troya. ¿A quién corresponde, con la manzana, el premio de la belleza? Los dioses no pueden decidir. Si Zeus hiciera la elección, una diosa quedaría satisfecha, pero se ganaría la enemistad de las otras dos. En tanto que soberano imparcial, ya ha determinado los poderes, las posesiones y los privilegios que corresponden a cada una de las tres diosas. Si Zeus da la preferencia a Hera, se le reprochará su parcialidad en favor de su esposa; si elige a Atenea, se le echará en cara el amor paternal, y si se pronuncia por Afrodita, se entenderá que arde de deseo por ella. Nada en el orden de las precedencias divinas permite ensalzar a una de ellas en detrimento de las otras. A Zeus le resulta imposible juzgar. Tiene que encargarse de ello, una vez más, un simple mortal. De nuevo los dioses traspasarán a los hombres la responsabilidad de la decisión que ellos se niegan a tomar, de la misma manera que les han reservado unas desdichas y unos destinos funestos que no quieren para sí.

Segundo acto. En la cima del monte Ida. Es allí, en Tróade, donde la juventud heroica se adiestra. Al igual que el Pelión, es un monte alto y yermo, y se halla muy lejos de las ciudades, los campos cultivados, los viñedos y los vergeles; es un lugar de vida dura y rústica, de soledad sin más compañía que los pastores y sus rebaños, de caza de los animales salvajes. Los jóvenes, todavía asilvestrados, tienen que realizar el aprendizaje de las virtudes del valor, la dureza y el dominio de sí mismo que caracterizan al héroe.

El personaje que ha sido elegido para juzgar cuál de las tres diosas merece la manzana se llama Paris. Tiene un segundo nombre, el de sus primeros años: Alejandro. Paris es el más joven de los hijos de Príamo, rey de Troya. Cuando Hermes, seguido por las tres diosas, baja a la cima del monte Ida para pedirle a Paris que haga de árbitro y diga cuál de ellas es a sus ojos la más hermosa, el elegido custodia los rebaños del rey, su padre. Así pues, es una especie de rey-pastor o de pastor real, jovencísimo, un
koüros,
todavía en la flor de la adolescencia. Ha tenido una infancia y una juventud extraordinarias, es el benjamín de Hécuba, esposa de Príamo, rey de Troya, la gran ciudad asiática en la costa de Anatolia, muy rica, muy hermosa y tremendamente poderosa.

Justo antes de dar a luz, Hécuba soñó que paría, en lugar de un ser humano, una antorcha que incendiaba la ciudad de Troya. Como es lógico, preguntó al adivino, o a unos parientes conocidos por su excelencia en la interpretación de los sueños, qué significaba. Se le dio el sentido, en cierto modo, evidente: ese niño será la muerte de Troya, traerá su destrucción a través del fuego y las llamas. ¿Qué hacer? Lo que hacían los antiguos en esos casos. Buscar la muerte del niño, pero sin matarlo físicamente: abandonarlo. Príamo confía el niño a un pastor para que lo abandone, sin alimentos, sin cuidados y sin defensas, en esos mismos lugares solitarios donde se ejercita la juventud heroica, no en la llanura cultivada y poblada, sino en la ladera de esa montaña alejada de los humanos y expuesta a las fieras salvajes. Abandonar a un niño es buscar su muerte sin mancharse las manos con su sangre, mandarlo al más allá, hacerlo desaparecer. Pero, a veces, el niño no muere. Cuando, por casualidad, reaparece, lo hace con unas cualidades que proceden precisamente de que, entregado a la muerte, ha superado esa prueba. El hecho de haber escapado victorioso de las garras de la muerte poco después de nacer confiere al superviviente la aureola de un ser excepcional, de un elegido, ¿Qué ha ocurrido con Paris? Se cuenta que al principio una osa lo alimentó con su leche durante unos cuantos días. Por su manera de caminar y ocuparse de las crías, las osas han sido asimiladas a menudo a las madres humanas. Alimenta de modo provisional al recién nacido, y después unos pastores, los guardianes de los rebaños del rey en el monte Ida, lo encuentran y lo recogen. Lo crían entre ellos sin saber, claro está, quién es. Lo llaman Alejandro en lugar de París, nombre que le habían dado en el momento de nacer sus padres.

Pasan los años. Un día, aparece un emisario de palacio para buscar el toro más hermoso del rebaño real, destinado a un sacrificio funerario que Príamo y Hécuba quieren realizar en sufragio del hijo que enviaron a la muerte, a fin de honrar a la criatura de la que tuvieron que separarse. Ese toro es el predilecto del joven Alejandro, que decide acompañarlo e intentar salvarlo. Como cada vez que hay ceremonias fúnebres en honor de un difunto, no sólo se celebran sacrificios, sino también juegos y competiciones fúnebres, carreras, pugilato, lucha, lanzamiento de jabalina. El joven Alejandro se inscribe para competir con los restantes hijos de Príamo contra la élite de la juventud troyana. Triunfa en todas las competiciones.

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