El universo, los dioses, los hombres (20 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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El sacerdote señala a Penteo un pino altísimo y le dice que trepe por él y se oculte en su follaje. Desde allí podrá observar y ver sin ser visto. Penteo trepa hasta la copa del pino. Encaramado en lo más alto, espera y ve llegar a su madre Ágave y a todas las muchachas de Tebas enloquecidas por Dioniso; se encuentran, por tanto, en un estado de delirio muy ambiguo. Las ha vuelto locas, sí, pero, en el fondo, no son adeptas del dios. No se han «convertido» al dionisismo. Por el contrario, Ágave y sus mujeres manifiestan que todo eso no existe. A su pesar, esta locura, que no es el fruto de una convicción o una conversión religiosa, presenta los síntomas de una enfermedad. Por no haber aceptado al dios, por no haber creído en él, están enfermas de dionisismo. Frente a la incredulidad, el dionisismo se manifiesta en forma de enfermedad contagiosa. En su locura, a veces son como adeptas al dios, sienten la paz beatífica del retorno a una edad de oro, de fraternidad, en que todos los seres vivos, los dioses, los hombres y las bestias, se entremezclan. Y otras veces, por el contrario, una rabia sanguinaria se apodera de ellas; de la misma manera que han despedazado al ejército, son capaces de degollar a sus propios hijos o cometer cualquier otra barbaridad. En ese estado alucinatorio de trastorno mental, de «epidemia dionisíaca» se encuentran las mujeres de Tebas.

Dioniso todavía no se ha establecido en la ciudad, nadie le ha recibido, sigue siendo ese extranjero al que la gente mira de reojo. Penteo, encaramado al pino, ve a las mujeres desparramadas por los bosques. Se entregan a las actividades pacíficas que suelen practicar siempre que no se las persiga, que no se las acose. En un determinado momento, Penteo, para ver mejor, se asoma en exceso, tanto que las mujeres descubren en lo alto un espía, un mirón, un
voyeur.
Pasan a un estado de súbita furia y todas se agrupan para intentar doblegar el árbol. No lo consiguen, y se esfuerzan por arrancarlo. Penteo comienza a balancearse peligrosamente en lo alto del mismo y grita: «¡Madre, soy yo, soy Penteo, cuidado, me haréis caer!» Pero el delirio ya las posee por completo, y sacuden el tronco con tal fuerza que Penteo cae al suelo. Entonces se abalanzan sobre él y lo despedazan. Lo descuartizan de la misma manera que en algunos sacrificios dionisíacos se descuartiza la víctima viva. Así es despedazado Penteo. Su madre se apodera de la cabeza de su hijo, la clava en un tirso y se pasea regocijada con ese trofeo, que en su delirio confunde con la cabeza de un cachorro de león o de un novillo hincada en la punta de su bastón. Está encantada. Como sigue siendo, no obstante su delirio dionisíaco, quien es, la hija de Equión, una mujer de linaje guerrero, se jacta de haber participado en la caza con los hombres y como un hombre y de haberse mostrado incluso mejor cazadora que ellos. Acompañada del grupo de mujeres desmelenadas y cubiertas de sangre, Ágave se acerca a Dioniso, siempre disfrazado de sacerdote.

Allí se encuentran el anciano Cadmo, fundador de Tebas, padre de Ágave y abuelo de Penteo, a quien ha cedido el trono, y Tiresias, anciano adivino, que representa en la ciudad la sabiduría mediocre de la ancianidad, una sabiduría un poco ritualista. No quieren comprometerse demasiado, pero, pese a todo, ninguno de los dos siente una hostilidad virulenta ni un odio absoluto hacia Dioniso. Cadmo porque es Cadmo y es el padre de Sémele, Tiresias porque su función consiste en establecer un vínculo con el cielo. Ambos sienten más bien una fascinación prudente. Por ello habían decidido, pese a su extrema ancianidad y a su dificultad de movimientos, ponerse también la vestimenta ritual de ropas flotantes y empuñar un tirso para unirse a las mujeres en el bosque y bailar con ellas, como si los honores tributados al dios no quisieran conocer diferencias de edad ni de sexo. Así pues, los dos ancianos están presentes en el momento en que Ágave, en su delirio, enarbola la cabeza de Penteo en el extremo de su tirso. Ágave reconoce a Cadmo y le muestra su maravilloso trofeo, se ufana de ser el mejor cazador de la ciudad, superior incluso a los hombres. «Mira, he cazado estos animales salvajes, los he matado.» Horrorizado ante el espectáculo, Cadmo intenta hacerle recuperar poco a poco la cordura, e, interrogándola con mucha dulzura, le dice: «¿Qué ha ocurrido? Mira esta cabeza de león, mira estos cabellos, ¿no los reconoces?» Poco a poco, Ágave sale de su delirio. Despacio, muy despacio, reaparecen vestigios de realidad en ese universo onírico, a la vez sanguinario y maravillosamente hermoso, del que había caído presa. Por fin, descubre que la cabeza ensartada en su tirso es la de su hijo. ¡Horror!

RECHAZO DEL OTRO, IDENTIDAD PERDIDA

El regreso de Dioniso a su tierra, a Tebas, ha chocado con la incomprensión y ha suscitado el drama mientras la ciudad ha sido incapaz de establecer el vínculo entre la población del país y el extranjero, entre los sedentarios y los viajeros, entre su voluntad de ser siempre la misma, de permanecer idéntica a sí misma, de negarse a cambiar, y, por otra parte, el extranjero, el diferente, el otro. Mientras no existe la posibilidad de conciliar estos contrarios, ocurre algo aterrador: los que encarnaban la adhesión incondicional a lo inmutable, los que proclamaban la necesaria permanencia de sus valores tradicionales frente a lo distinto, que los confunde y los obliga a dirigir sobre sí mismos una mirada diferente, son los mismos, los identitarios, los ciudadanos griegos seguros de su superioridad, que caen a veces en la alteridad absoluta, en el horror, en lo monstruoso. En cuanto a las mujeres tebanas, irreprochables en su comportamiento, modelo de reserva y modestia en su vida doméstica, con Ágave a la cabeza, la reina madre que mata a su hijo, lo despedaza y blande su cabeza como un trofeo, de repente, adoptan la figura de la Gorgona Medusa: llevan la muerte en sus ojos. Penteo, por su parte, perece de una manera espantosa, descuartizado como una bestia salvaje, él, el civilizado, el griego siempre dueño de sí mismo, que ha cedido a la fascinación de lo que estimaba distinto y condenaba. El horror se proyecta en la cara de aquel que no ha sabido dejar su lugar al otro.

Después de esos acontecimientos, Ágave se exilia, al igual que Cadmo, y Dioniso prosigue sus viajes por la superficie de la tierra, asegurada su posición en el cielo. Llegará a tener un culto en Tebas, ha conquistado la ciudad, no para expulsar de ella a los restantes dioses, sino para que en el centro de Tebas, en el corazón de la ciudad, estén representados, gracias a su templo, sus fiestas y su culto, lo marginal, lo errante, lo extranjero y lo anómico. Como si, en la medida en que un grupo humano se niega a reconocer al otro, a dejarle su sitio, acabe por volverse monstruosamente extraño.

El regreso de Dioniso a Tebas evoca el acuerdo con lo divino que se había establecido, de manera ya ambigua, en la ciudadela de la ciudad cuando los dioses dan a Cadmo la hija de Ares y Afrodita, Harmonía. Ello representaba, si no la promesa, sí, por lo menos, la posibilidad de un mundo reconciliado y, también, en todo momento, la eventualidad de fracturas, divisiones y matanzas. No es sólo la historia de Dioniso lo que lo demuestra, existe también la descendencia de Cadmo, el linaje de los Labdácidas, para demostrar que lo mejor y lo peor pueden estar mezclados. En la leyenda de los Labdácidas, que culmina con la historia de Edipo, se encuentra continuamente la tensión entre los que son realmente soberanos y los que, en el propio interior de la soberanía, dependen, en realidad, mucho más del linaje de los Espartoi, de los guerreros, de aquellos héroes legendarios destinados a la violencia y el odio.

EDIPO A DESTIEMPO

Después de la muerte trágica de Penteo, y de la marcha de Cadmo y Ágave, el trono y lo que significa, es decir, el orden ciudadano, han quedado trastornados. ¿Quién será el rey? ¿Quién encarnará las virtudes del soberano, su capacidad de mandar? Normalmente, la sucesión debe corresponder al otro hijo de Cadmo, que se llama Polidoro. Este se casa con una hija de Ctonio, uno de los Espartoi, el hombre del terruño, de lo subterráneo, y que lleva el nombre de Nicteis, la nocturna. Es la hermana, o la pariente más próxima, de toda una serie de personajes, Nicteo y Lico (el lobo) en especial, emparentados con los
gegenés,
con los Espartoi que representan la violencia guerrera.

El propio Penteo también tenía un doble origen. Por parte de su madre, Ágave, estaba emparentado con Cadmo, el auténtico soberano, el designado por los dioses, aquel a quien éstos habían dado a una diosa por esposa para subrayar, en cierto modo, la calidad de su poder soberano. Por parte de su padre, Equión, pertenece también a los Espartoi. El nombre «viperino» de su progenitor hace pensar inmediatamente en un personaje femenino, Equidna, medio mujer, medio serpiente, hermana de las Gorgonas, «monstruo irresistible que yace en las profundidades secretas de la tierra» y engendra, además de otras calamidades, a Cerbero, el perro del Hades, y a Quimera, con sus tres cabezas, a la que, con la ayuda del caballo Pegaso, Belerofonte consigue exterminar. Así pues, Penteo muere a manos de la descendencia soberana de Cadmo y de unos personajes nacidos de la tierra, que poseen un aspecto nocturno y monstruoso. Después de su horrible muerte, el trono se encuentra vacante. Polidoro sólo lo ocupa un tiempo muy breve y cede el poder al hijo que le ha dado Nicteis, Lábdaco —el cojo—, vástago legítimo, pero cuya filiación es, en efecto, coja, ya que por su padre Polidoro entronca directamente con Cadmo y con la diosa Harmonía, pero que por su madre, Nicteis, está emparentado con los Espartoi surgidos de la tierra de Tebas, que nacen completamente armados y con el único objetivo de guerrear. Lábdaco es demasiado joven, cuando muere su padre, para asumir las funciones reales.

Por consiguiente, los primeros momentos de la monarquía tebana serán inestables y convulsos. Época de violencia, desorden y usurpación, en la que el trono, en lugar de transmitirse de padre a hijo por una sucesión regular y garantizada, salta de mano en mano como consecuencia de luchas y rivalidades que enfrentan a los Espartoi entre sí y contra el poder real legítimo. Cuando, a su vez, desaparece Lábdaco, el trono está de nuevo vacante. Lo ocupan Nicteo y Lico. Lo conservarán largo tiempo, sobre todo, éste último. Dieciocho años, por lo que sabemos. Durante ese tiempo, el pequeño Layo está incapacitado para ejercer la soberanía.

Ambos, Lico y Nicteo, serán eliminados por unos personajes que no son de Tebas y que se llaman Anfión y Zeto. Llegado el momento, cederán el trono a su propietario legítimo. Mientras tanto, durante todo el tiempo que los usurpadores consiguen mantenerle alejado del poder, Layo se ve obligado al exilio. Ya ha alcanzado la edad adulta cuando encuentra refugio en Corinto, junto al rey Pélope, que le ofrece una generosa hospitalidad.

GENERACIONES COJAS

Llegamos a un episodio cuyas consecuencias serán importantes. Layo se enamora de Crisipo, un bellísimo muchacho que es hijo de Pélope. Lo corteja intensamente, lo pasea en su carro, se comporta como un hombre adulto respecto a otro más joven, le enseña a ser un hombre, pero al mismo tiempo intenta tener con él una relación erótica que el hijo del rey rechaza. Parece incluso que Layo se ha obstinado en conseguir por la fuerza lo que la seducción y el mérito no habían llegado a darle. Se cuenta también que Crisipo, indignado y escandalizado, se suicida. El caso es que Pélope dirige contra Layo una solemne maldición en la que pide que el linaje de los Labdácidas no consiga perpetuarse, que sea abocado a la aniquilación.

El nombre de Lábdaco significa «el cojo», y el nombre de Layo no es demasiado claro; puede querer decir que es un caudillo popular, o que es un hombre «torpe». Cabe observar, en efecto, que Layo estropea todas sus relaciones, a todos los niveles. Por una parte, desde el punto de vista de la sucesión, que a través de su padre Lábdaco, su abuelo Polidoro y su bisabuelo Cadmo, debería llevarle directamente y establecerle en el trono de Tebas. Ahora bien, Layo ha sido apartado, soslayado y alejado de él: la sucesión, por tanto, ha sido desviada. Layo presenta también otra desviación, ya que, a la edad en que podría pensar en casarse, se inclina hacia un muchacho. Pero, sobre todo, desvía el juego amoroso pretendiendo imponer con la violencia lo que Crisipo no está dispuesto a ofrecerle espontáneamente, no existe ninguna reciprocidad entre ellos, no hay intercambio amoroso. El impulso erótico, unilateral, está bloqueado. Además, Layo es el huésped de Pélope, y esta relación de hospitalidad supone una reciprocidad de amistad, de regalos y de contrarregalos. Lejos de corresponder a quien lo ha acogido, Layo intenta poseer a su hijo en contra de su voluntad y provoca su suicidio.

Lico, que ejercía el poder, ha sido sustituido por Anfión y Zeto: también éstos mueren. Layo regresa a Tebas y los tebanos están muy contentos de acogerlo, así como de confiar de nuevo el reino a una persona que les parece digna de ocuparlo.

Layo se casa con Yocasta. También ella, en muy amplia medida, está relacionada familiarmente con Equión. Es la biznieta de aquel que, como Ctonio, representa la herencia nocturna y sombría. La boda de Layo y Yocasta es estéril. Layo se dirige a consultar al oráculo de Delfos para saber lo que debe hacer para tener descendencia, a fin de que el camino de la soberanía siga finalmente una línea recta. El oráculo le contesta: «Si tienes un hijo, te matará y se acostará con su madre.» Layo regresa a Tebas asustado. Tiene con su mujer unas relaciones tales que está seguro de que no tendrá ningún hijo, no quedará embarazada. La historia cuenta que un día que Layo está borracho se decide a plantar en el campo de su mujer, para hablar igual que los griegos, una semilla que germinará. Yocasta da a luz a un niño. Los esposos deciden alejar, interrumpir esta descendencia y entregan el niño a la muerte. Así pues, llaman a uno de sus pastores que, durante el verano, van al Citerón para apacentar los rebaños reales. Le encargan la misión de matar al niño, de abandonarlo en la montaña para que sea devorado por los animales salvajes o por los pájaros.

El pastor coge al recién nacido y le pasa por el talón, tras hacerle un agujero, una correa, después se va, con el niño cargado en la espalda como se llevaba entonces la caza menuda. Llega a la montaña con sus rebaños, y el niño le sonríe. El pastor titubea, ¿lo abandonará? Piensa que no es posible. Divisa a un pastor venido de Corinto que está apacentando su rebaño en la otra vertiente de la montaña. Le pide que se lleve a aquel niño que él no quiere dejar morir. El pastor piensa en el rey Pólibo y en la reina Mérope, que no tienen hijos y desean uno. Les lleva, pues, al pequeño con su herida en el talón. Encantados del regalo, los dos soberanos lo crían como si fuera su hijo. Esta criatura, nieto de Lábdaco, el cojo, hijo de Layo, que también ha sido alejado del poder, y que se ha desviado de los caminos correctos de las relaciones de hospitalidad y las relaciones amorosas, ese chiquillo se encuentra a su vez, por tanto, apartado de su país, de su tierra natal, de su dignidad de hijo de rey que ha de perpetuar la dinastía de los Labdácidas. Es educado, crece y, cuando llega a adolescente, todo el mundo admira su prestancia, su valor y su inteligencia. Los jóvenes de la aristocracia de Corinto sienten irremediablemente celos y malevolencia respecto a él.

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