Read El universo, los dioses, los hombres Online
Authors: Jean-Pierre Vernant
Ulises se da a conocer a cierto número de personas cuya ayuda necesita. En primer lugar, a Telémaco, que ha vuelto de la expedición emprendida para obtener noticias de su padre. A su regreso, ha escapado de una trampa que los pretendientes, enterados de su vuelta, le habían preparado. Querían matarlo para poder después casarse con Penélope sin dificultades. Casarse con Penélope es entrar en el lecho de Ulises, el tálamo real, y convertirse, por tanto, en soberano de Ítaca. Avisado por Atenea, Telémaco escapa de la trampa, desembarca en un lugar distinto de aquel donde era esperado y se dirige directamente a casa de Eumeo.
Primer encuentro entre Telémaco y Ulises. Eumeo va a avisar a Penélope de que su hijo está vivo. Ulises y Telémaco están a solas en la pequeña choza del porquerizo. Aparece Atenea. Ulises la ve, los perros también olisquean su presencia: están aterrorizados, con el pelaje erizado, agachan la cabeza, se ocultan debajo de la mesa. Telémaco, en cambio, no ve nada. La diosa invita a Ulises a salir con ella. Lo toca con su varita mágica y Ulises recupera su verdadera apariencia. Ya no tiene un aspecto horrible, es semejante a los dioses que habitan el vasto cielo. Al verlo entrar en la cabaña, Telémaco no da crédito a sus ojos: ¿cómo ha podido un viejo mendigo convertirse en un dios? Ulises se da a conocer, pero su hijo se resiste a creerle antes de obtener de él una prueba. Ulises no se la da, y se limita a reñirle como haría un padre con su hijo: «Acabemos de una vez. ¿Tienes a tu padre delante de ti, y no lo reconoces?» Evidentemente, Telémaco no puede reconocerlo, porque nunca lo ha visto. «Te digo que soy Ulises.» Al imponerse de esta manera, Ulises se sitúa ante su hijo en posición de padre. Telémaco, hasta ese momento, no está en ninguna posición, porque todavía no es un hombre, sin ser tampoco un niño, porque sigue dependiendo de su madre aunque quiera ser libre: está en una situación ambigua. Pero el hecho es que su padre está ahí, aquel padre que no sabía si estaba vivo y de cuya existencia a veces incluso dudaba. Lo tiene ante sí, erguido, en carne y hueso, y le habla como le habla un padre a su hijo. Esto cambia la situación: por un lado, Ulises se siente reconfortado al poder mostrar su identidad de padre, y, por el otro, Telémaco se encuentra confirmado finalmente en su identidad de hijo. Padre e hijo se convierten en los dos términos de una relación social y humana esencial para su identidad.
Con la ayuda de Eumeo y Filecio, el boyero, Ulises intentará vengarse. Mientras tanto, su plan ha estado a punto de fracasar. Penélope quiere recibir a ese anciano mendigo del que le ha hablado Telémaco y que, según le ha explicado Euriclea, la vieja nodriza de su esposo, ha sido tratado con suma grosería por los pretendientes. Lo recibe y le interroga, tal como hace con todos los viajeros de paso por Ítaca, para saber si ha visto a Ulises. Naturalmente, él le cuenta una de esas mentiras en las que es tan ducho. «No sólo le he visto, sino que he hablado con él. Fue hace mucho tiempo, hace unos veinte años, cuando iba camino de Troya. Pasó por nuestra casa, y mi hermano Idomeneo se fue a luchar a su lado. Yo era demasiado joven. Le llené de presentes.» La reina escucha el relato y se pregunta si es cierto o no. «Dame una prueba de lo que cuentas. ¿Puedes decirme cómo vestía?» Evidentemente, Ulises describe con detalle la hermosa tela, y, en especial, una preciosa joya que Penélope le había dado, una joya cincelada que representaba a un cervatillo corriendo… Entonces Penélope se dice: «Es cierto, cuenta la verdad», y siente, por tanto, un impulso de afecto hacia aquel viejo decrépito que, después de todo, ha visto a Ulises y le ha ayudado. Encarga a Euriclea que se ocupe de él, lo bañe y le lave los pies. Entonces la anciana le comenta a Penélope que el mendigo se parece a Ulises, aunque cabe preguntarse cómo era posible, después de la metamorfosis que Atenea le ha hecho experimentar. «Tiene las mismas manos y los mismos pies.» Penélope contesta: «No, ni mucho menos. Tiene las manos y los pies que Ulises debe de tener ahora, después de veinte años de trabajos y sufrimientos, si es que sigue vivo.»
La identidad de Ulises es muy problemática. No sólo está disfrazado de mendigo, sino que, como se fue a los veinticinco años, ahora tiene cuarenta y cinco. Sus manos, al igual que todo su cuerpo, han cambiado. Es a la vez el mismo y completamente distinto. Su anciana nodriza sostiene, de todos modos, que se le parece, y le dice: «De todas las personas que han pasado por aquí, de todos los viajeros y los mendigos que hemos recibido como huéspedes, eres el que más se parece a Ulises.» «Sí, sí», responde Ulises, «ya me lo han dicho otras veces.» Piensa entonces que al lavarle los pies Euriclea verá una cicatriz muy característica y corre el peligro, al conocerse demasiado pronto su identidad, de verse en apuros que hagan fracasar su proyecto.
Resulta que, cuando Ulises era muy joven, a los quince o dieciséis años, había estado en casa de su abuelo materno para experimentar allí su iniciación como
koüros,
es decir, pasar de la condición de niño a la de adulto; el muchacho, armado con una lanza, tenía que enfrentarse solo, aunque vigilado de cerca por sus primos, a un enorme jabalí y vencerlo, cosa que hizo, pero el jabalí, al cargar contra él, le abrió el muslo a la altura de la rodilla. Había regresado de allí muy contento, pero con aquella cicatriz, que mostraba a todo el mundo mientras contaba detalladamente lo ocurrido, lo bien que le habían cuidado y los regalos que le habían hecho. Como es lógico, Euriclea estaba al corriente de todo, ya que era su nodriza: cuando el abuelo de Ulises, Autólico, había ido a Ítaca, tiempo atrás, con motivo del nacimiento del niño, ella llevaba al rorro en su regazo, y había pedido a Autólico que eligiera un nombre para su nieto. Le puso Ulises. Como una de sus funciones consistía en lavar los pies de los invitados, Euriclea tenía que ver por fuerza cualquier marca característica, como una cicatriz; Ulises pensó: «Si la ve, me reconocerá. Será para ella un
sema,
la señal de que soy Ulises, mi firma.»
Así pues, se coloca en un rincón oscuro para que no le vean bien. La nodriza va a buscar agua tibia en una palangana, toma el pie de Ulises en la oscuridad, su mano se desliza por la rodilla, nota la cicatriz, mira, se le cae la palangana y el agua se derrama. Lanza un grito. Ulises le tapa la boca con la mano: le ha entendido. Mira a Penélope para que su mirada transmita a la esposa la noticia de que aquel hombre es Ulises. Atenea interviene para que Penélope no descubra esa mirada y no se entere de nada. «Mi pequeño Ulises», murmura Euriclea, «¿cómo es posible que no te haya reconocido inmediatamente?» Ulises hace callar a su nodriza. Lo ha reconocido, pero Penélope tiene que seguir en la ignorancia, Ulises mostrará también al porquerizo y al boyero esa cicatriz para convencerlos de su identidad.
Influida por Atenea, Penélope decide que el pillaje de su casa debe cesar. Por consiguiente, tiene que intervenir. Para ello, sale del gineceo, aún más bella por obra de Atenea, para anunciar a los pretendientes y a Ulises, subyugados todos ellos por la admiración que despierta, que abandona su retiro permanente. «Aquel de vosotros que sea capaz de tensar el arco de mi marido, y de atravesar el conjunto de dianas que colocaremos en el gran salón, será mi marido y quedará resuelto el problema; a partir de ahora ya podemos, por consiguiente, preparar la boda, es decir, decorar la casa y organizar la fiesta.» Los pretendientes se entusiasman: cada uno de ellos está convencido de que conseguirá tensar el arco. Penélope entrega a Eumeo el arco y el carcaj lleno de flechas que ha sacado del arsenal. Se retira entonces y regresa a sus aposentos. Se tiende en su cama, donde Atenea derrama sobre ella el tranquilo y dulce sueño al que aspira.
Al día siguiente, se celebra el concurso. Ulises se las arregla para que las puertas de la gran sala queden cerradas, a fin de que nadie pueda salir de allí y los pretendientes no tengan sus armas al alcance de la mano. En ese momento comienza la gran ceremonia del arco. Todos se esfuerzan por tensarlo, sin conseguirlo. Finalmente, Antínoo, el más convencido de que lo logrará, fracasa también. Telémaco anuncia entonces que se dispone a intentar la hazaña, lo que significaría que él es, en cierto modo, Ulises y que, por consiguiente, su madre permanecerá con él, bajo su autoridad, y no se casará de nuevo. Lo intenta, está a punto de conseguirlo, pero también fracasa. Ulises le quita el arco de las manos y dice, siempre con el aspecto de un miserable mendigo: «Voy a intentarlo.» Como es de suponer, los pretendientes le insultan: «¡Estás loco! ¡Has perdido el juicio! ¿No creerás que vas a casarte con la reina?» Penélope replica que en ese caso no se trata de matrimonio, sino sólo de habilidad en el tiro con arco. Ulises contesta que, evidentemente, no pretende casarse con ella, pero que tiempo atrás disparaba bien y quiere ver si todavía es capaz de hacerlo. «Te burlas de nosotros», protestan los pretendientes, pero Penélope insiste: «No, dejádselo probar; si lo consigue, colmaré de regalos a este hombre que ha conocido a mi marido en su juventud, lo estableceré, le daré los medios de ir a otro sitio, lo sacaré de su miserable condición de pordiosero.» Ni por un instante piensa que podría ser un esposo para ella. Sin esperar más, regresa al gineceo.
Ulises toma el arco, lo tensa sin demasiado esfuerzo, lanza una flecha y mata a uno de los pretendientes, Antínoo, con gran estupor de todos los demás, que exclaman, indignados, que ese demente es un manazas, un peligro público, que no sabe disparar con el arco. En lugar de apuntar a la diana ha disparado contra uno de los presentes. Ulises, ayudado por Telémaco, el boyero y el porquerizo, mata a todos los pretendientes, que, aunque lo intentan, no pueden escapar.
La habitación está llena de sangre. Penélope, que ha regresado a sus aposentos, no ha visto ni oído nada porque Atenea ha vuelto a dormirla. Retiran los cadáveres de los pretendientes, lavan y purifican la sala y ponen todo en orden. Ulises se informa de cuáles de sus sirvientas han dormido con los pretendientes y ordena que sean castigadas. Al igual que si fueran perdices, son atadas en círculo y ahorcadas colgándolas del techo. Llega la noche. A la mañana siguiente, se simula la preparación de los esponsales para que los familiares de los pretendientes no sospechen la matanza de sus deudos. Fingen que el palacio está cerrado por la boda. Se oyen músicas, resuena el estruendo de la fiesta. Euriclea sube de cuatro en cuatro las escaleras para despertar a Penélope: «Baja, los pretendientes están muertos, Ulises está aquí.» Penélope no la cree: «Si no fueras tú quien me contara estas patrañas, te echaría de aquí. No te burles de mis esperanzas ni de mi dolor.» La nodriza insiste: «He visto su cicatriz, le he reconocido, Telémaco también. Ha matado a todos los pretendientes, no sé cómo lo ha hecho, yo no estaba allí, no he visto nada, sólo lo he oído.»
Penélope baja presa de sentimientos contradictorios. Por una parte, desea que se trate de Ulises, y al mismo tiempo duda que pueda haber matado, sólo con la ayuda de Telémaco, al centenar de jóvenes guerreros que estaba allí. Así pues, ese hombre que supuestamente es Ulises le ha mentido cuando ha asegurado que había visto a su esposo veinte años antes. Le ha dicho «unas mentiras semejantes a la realidad». ¿Qué seguridad tiene de que no siga mintiendo? Penélope entra en el salón y se pregunta si correrá hacia él, pero se queda inmóvil. Ulises, con su apariencia de viejo pordiosero, está delante de ella, con los ojos entornados; no dice ni una palabra. Penélope no consigue hablar, se dice que aquel anciano no tiene nada en común con su Ulises. Penélope se encuentra en una situación diferente a la de los demás. Ellos, con el regreso de Ulises, recuperan una posición social definida. Telémaco necesitaba un padre y, cuando Ulises aparece, vuelve a ser su hijo. El padre de Ulises tiene que recuperar a su hijo. Al igual que los criados, que añoraban al amo del que estaban privados, todos ellos necesitaban a Ulises para ser ellos mismos, para restaurar la relación de dependencia en que se basaba su posición social. Pero Penélope, por su parte, no necesita un marido, no es un esposo lo que busca, tiene más de cien pretendientes que revolotean alrededor de sus faldas desde hace años aspirando a ese título y fastidiándola. No quiere un nuevo marido, quiere a Ulises. Quiere a ese hombre. Quiere exactamente «al Ulises de su juventud». Ninguno de los signos que resultan convincentes a los ojos de los demás, señales públicas como la cicatriz, el hecho de que él haya tensado el arco, proporcionan la prueba de que se trata de su Ulises. Otros hombres podrían presentar las mismas señales. Quiere a Ulises, es decir, a un individuo concreto, que ha sido su esposo en el pasado y lleva veinte años desaparecido; ese foso de veinte años debe ser colmado. Así pues, necesita que Ulises le dé una prueba secreta que sólo ellos dos puedan conocer, y hay una. Penélope tiene que ser más astuta que Ulises. Sabe que éste es capaz de mentir, así que le tenderá una trampa.
Avanzado el día, Ulises es metamorfoseado por Atenea para recuperar sus facciones propias: es Ulises, pero con veinte años más. Así pues, se muestra a Penélope con toda su belleza de héroe; pero ella sigue sin acabar de estar segura. Telémaco está furioso con ella. Y también Euriclea. Le reprochan su corazón de piedra. Pero precisamente ese corazón tan duro le ha permitido resistir todo lo que los pretendientes le han hecho sufrir. «Si ese hombre es de verdad Ulises, me dará la prueba cierta y segura, la prueba irrefutable que sólo conocemos los dos.» Ulises sonríe, se dice que todo va bien. Penélope tiende su trampa: al llegar la noche, pide a sus criadas que traigan la cama de su habitación para Ulises, porque no van a dormir juntos. Tan pronto como oye estas órdenes Ulises pierde los estribos, invadido por un auténtico furor: «¿Qué dices? ¿Traer aquí la cama? ¡Pero si esa cama no puede moverse!» «¿Por qué?» «¡Porque», exclama Ulises, «esa cama la construí yo! ¡No es móvil, no puede arrastrarse sobre cuatro patas! ¡Una de esas patas es un olivo arraigado en la tierra! ¡Sobre ese olivo, tallado y rebajado, a partir de él, pero sin arrancarlo del suelo, construí ese lecho! ¡No se puede mover!» Al oír estas palabras, Penélope cae en sus brazos: «¡Eres Ulises!»
Está claro que esa pata de la cama tiene múltiples significados. Está fija, inmóvil. La inmovilidad de esa pata de su cama nupcial es la expresión de la inmutabilidad del secreto que comparten, el de la virtud de Penélope y la identidad de Ulises. Al mismo tiempo, esa cama en la que se unen Penélope y Ulises es también la que confirma y consagra al héroe en sus funciones de rey de Ítaca. El lecho en el que duermen el rey y la reina está arraigado en lo más profundo de la tierra de Ítaca. Representa los derechos legítimos de esa pareja para reinar sobre esa tierra y ser un rey y una reina justos, relacionados con la fecundidad de la tierra y los rebaños. Pero esa prueba secreta, que ellos son los únicos en compartir y en mantener en la memoria, a pesar de los años, evoca también lo que los une y los convierte en una pareja: la
homofrosyne,
la comunidad de ideas. Cuando Nausícaa habló con él del matrimonio, Ulises le dijo que la
homofrosyne
era la cosa más importante para un hombre y una mujer cuando están casados: el hecho de que exista armonía de pensamientos y sentimientos entre el esposo y la esposa. Y eso es lo que representa el lecho nupcial.