El universo, los dioses, los hombres (13 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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El Cíclope es gigantesco. Tarda en descubrir a aquellos hombrecillos como pulgas que se han ocultado en los recovecos de la caverna y tiemblan de miedo. De repente, los descubre y le pregunta a Ulises, que está un poco adelantado: «¿Quién eres?» Ulises, naturalmente, le cuenta unos embustes. Le dice —primera mentira—: «No tengo barco», cuando en verdad su barco lo está esperando. «Mi barco se ha roto, de modo que estoy enteramente a tu merced, vengó aquí con los míos a implorar tu hospitalidad, somos griegos, hemos combatido valerosamente en compañía de Agamenón en las costas de Troya, hemos tomado la ciudad y ahora estamos aquí como unos desdichados náufragos.» El Cíclope responde: «Sí, sí, muy bien, pero me importan un bledo esas historias.» Agarra a dos de los compañeros de Ulises por los pies, los golpea contra la pared rocosa, destroza sus cabezas y se los traga crudos. Los restantes marineros quedan paralizados de terror y Ulises se pregunta en qué lío se ha metido. Y más teniendo en cuenta que no alberga la menor esperanza de salir, pues, para pasar la noche, el Cíclope ha cerrado la entrada de su antro con una enorme roca que ni siquiera un ejército de hombres forzudos conseguiría desplazar. Al día siguiente, se repite la misma historia: el Cíclope devora a otros cuatro marineros, dos por la mañana, y dos por la noche. Ya ha engullido a seis, la mitad de la tripulación. El Cíclope está encantado. Cuando Ulises intenta engatusarlo con unas palabras especialmente melifluas, se establece entre ellos cierta forma de hospitalidad. Ulises le dice: «Voy a hacerte un regalo que creo que te llenará de satisfacción.» Y se inicia un diálogo, en el transcurso del cual se esboza una relación personal, una relación de hospitalidad.

El Cíclope se presenta: se llama Polifemo. Es un hombre que habla mucho y goza de gran fama. Pregunta a Ulises cuál es su nombre. Para establecer una relación de hospitalidad, es habitual que cada uno cuente al otro quién es, de dónde viene, quiénes son sus padres y cuál es su patria. Ulises le indica que se llama
Ütis,
es decir, «Nadie». Le dice: «El nombre que me dan amigos y parientes es Utis,» Hay aquí un juego de palabras: tanto
útis
como
metis
significan «nadie» en griego, pero
metis
, con una leve diferencia de pronunciación, significa «astucia». Está claro que cuando se habla de
metis,
pensamos al punto en Ulises, que es, precisamente, la personificación de la astucia, la capacidad de encontrar salidas a lo inextricable, mentir, engañar a la gente, contar embustes y salir airoso de cualquier situación
«¡Utis,
"Nadie"», exclama el Cíclope, «ya que eres "Nadie", también yo voy a hacerte un regalo, te comeré el último!» Ulises le da su regalo, unas ánforas de aquel vino que Marón le había entregado en señal de gratitud y que es un néctar divino. El Cíclope lo bebe, le parece maravilloso y pronto cae presa de sus efectos. Atiborrado de queso y de carne humana y embriagado por el vino, se duerme.

Ulises tiene tiempo de endurecer al fuego una gran estaca de olivo que ha aguzado hasta convertir su extremo en una fina punta. Todos los marineros supervivientes le ayudan a prepararla y luego a hundir su punta ardiente en el ojo del Cíclope, que se despierta aullando. Su único ojo está ciego. Ha sido arrojado a la noche, a las tinieblas. Entonces, naturalmente, pide ayuda, y los Cíclopes de los alrededores acuden corriendo. Los Cíclopes viven solitarios en cavernas aisladas, y no reconocen a otro dios ni amo que a sí mismos, pero van en su auxilio, y desde fuera, ya que la gruta está cerrada, gritan: «¡Polifemo, Polifemo! ¿qué te pasa?» «¡Ah, es horrible, me están asesinando!» «Pero ¿quién te ha hecho daño?» «¡"Nadie",
Utis!»
«Pero si nadie,
métis,
te ha hecho daño, ¿por qué nos destrozas los oídos?» Y se van.

Por consiguiente, Ulises, que se ha escondido, que se ha escamoteado, que se ha desvanecido detrás del nombre que él mismo se ha atribuido, se siente, en cierto modo, a salvo. No del todo, ya que todavía necesita salir del antro obstruido por una enorme roca. Se da cuenta de que la única manera de salir de la caverna consiste en atar con mimbres a cada uno de los seis griegos que quedan al vientre de un carnero. El se agarra a la espesa lana del morueco preferido del Cíclope. Éste se coloca delante de la puerta del antro, después de haber movido la piedra que tapona la entrada, y hace pasar a cada animal entre sus piernas y le palpa el lomo para estar seguro de que ningún griego aprovecha la ocasión para escaparse. No descubre que los griegos están ocultos debajo. En el momento en que sale el carnero con Ulises, el Cíclope se dirige al animal, que en el fondo es su único interlocutor, para decirle: «¡Mira en qué estado me ha dejado "Nadie", ese bruto asqueroso, se lo haré pagar caro!» El carnero avanza hacia la salida, y Ulises sale con él.

El Cíclope empuja de nuevo la piedra, creyendo que los griegos permanecen en el antro, cuando ya están de pie en el exterior. Descienden a la carrera por la rocosa ladera hasta la caleta donde está camuflada su nave. Suben a bordo, retiran las amarras y se alejan de la costa. En lo alto descubren al Cíclope, erguido en la cima de la colina al lado de su gruta, que les arroja unos enormes peñascos. En ese momento, Ulises no se resiste el placer de la arrogancia y la vanidad. Grita: «¡Cíclope, si te preguntan quién ha cegado tu ojo, di que ha sido Ulises, hijo de Laertes, Ulises de Ítaca, el saqueador de ciudades, el vencedor de Troya, Ulises el de las artimañas!» Como es lógico, cuando se escupe al cielo el escupitajo te cae en las narices. El Cíclope es hijo de Poseidón, el gran dios de los mares, así como de todo lo subterráneo; Poseidón es el que provoca tanto los temblores de tierra como las tempestades marinas. El Cíclope lanza contra Ulises una solemne maldición, que sólo se cumple si se menciona el nombre de la persona contra la cual ha sido proferida. Si hubiera dicho «Nadie», es posible que la maldición no hubiera surtido efecto, pero el Cíclope confía el nombre de Ulises a su padre Poseidón y le pide como venganza que Ulises no pueda regresar a Ítaca sin haber soportado mil sufrimientos, sin que todos sus compañeros perezcan, sin que su nave zozobre y se quede solo, perdido y náufrago. Si de todos modos Ulises tenía que salvarse, que regresara como un extranjero y en una nave extranjera, y no como el navegante esperado que vuelve a su casa con su barco.

Poseidón escucha la maldición de su hijo. De ese episodio nace su voluntad, que domina todas las aventuras posteriores de Ulises, de que éste sea empujado al límite extremo de las tinieblas y la muerte y que sus experiencias sean lo más terribles posible. Como explica más adelante Atenea, la gran protectora de Ulises, el hecho de que Poseidón no pueda aceptar el daño que ha sido hecho a su hijo el Cíclope impide intervenir a la diosa, que no puede aparecer hasta el final, al término de las peregrinaciones de Ulises, cuando esté ya casi rendido. ¿Por qué? Porque el hecho de haber arrojado el ojo de Polifemo a las tinieblas, de haberlo cegado, tiene como consecuencia que Ulises, a su vez, se tropiece en su camino con todo lo que es tenebroso, oscuro y siniestro.

IDILIO CON CIRCE

La nave se aleja de la morada de Polifemo y llega a la isla de Eolo. Es uno de esos lugares que encuentra Ulises y que algunos han querido localizar, pero que, precisamente, tienen la característica de no ser localizables. La isla de Eolo está completamente aislada y rodeada de una muralla de elevados peñascos, como un cerco circular de bronce. Allí es donde vive Eolo con su familia, sin ningún contacto con nadie. Así pues, los eólicos se reproducen a través del incesto, siguiendo un sistema matrimonial endogámico. Viven en soledad total, un aislamiento absoluto. La isla es el lugar de orientación de las rutas marítimas, el nudo en el que se concentran todas las direcciones del espacio acuático. Eolo es el dios de los vientos, que, según soplen de un lado o de otro, abren o cierran, y a veces embrollan y confunden, los caminos del mar. Acoge a Ulises con gran hospitalidad y amabilidad, dado que es un héroe de la guerra de Troya, uno de los que cantará la
Ilíada.

Ulises le aporta el relato de lo que ocurre en el mundo, el rumor del universo del que Eolo es un complemento separado. Es el dueño de los vientos, pero carece de cualquier otro poder. Ulises habla, cuenta, Eolo escucha, contentísimo. Al cabo de unos días, Eolo le dice: «Voy a darte lo que necesitas para salir de mi isla y poder reanudar sin problemas tu navegación, directo a Ítaca.» Le entrega un odre en que están encerradas las fuentes de todos los vientos, las semillas de todas las tempestades. Este odre está cuidadosamente cerrado, Eolo ha metido dentro el origen, la génesis de todas las brisas marinas, a excepción de la que lleva directamente desde su isla a Ítaca. Recomienda de modo especial a Ulises que no toque ese odre. Si los vientos se escapan, sería incontrolable todo lo que pudiera ocurrir. «Mira, el único viento que sopla ahora en el universo, es el que te lleva a tu casa de Ítaca.» Los restantes miembros de la tripulación recuperan su puesto en la nave, y ya los vemos zarpar directos a Ítaca.

Llegada la noche, Ulises descubre en la lejanía las costas de Ítaca. Ve con sus propios ojos las tierras de su patria. Felicísimo, se duerme. Sus párpados caen, sus ojos se cierran de la misma manera que ha cerrado el ojo del Cíclope. Ya le tenemos entregado al mundo de la noche, de
Hipno
, del Sueño; está dormido en un barco que boga hacia Ítaca, deja de vigilar. Los marineros, incontrolados, se preguntan qué habrá entregado Eolo a Ulises en aquel odre; probablemente, cosas muy preciosas. Sólo pretenden echarle una mirada y cerrarlo después. Por fin, próximos ya a las costas de Ítaca, abren el odre. Los vientos escapan atropelladamente, el mar se encabrita, las olas se desencadenan, la nave cambia de rumbo y rehace en sentido contrario el camino que acaba de recorrer. Ulises, muy despechado, se encuentra de nuevo, por tanto, en el lugar de donde ha salido, en tierras de Eolo. Éste le pregunta qué hace allí. «No he sido yo, me he dormido y me he equivocado, he dejado que la noche del sueño me invadiera, no he velado y el resultado es que mis compañeros han abierto el odre.» Esta vez Eolo pone mala cara. Ulises le implora: «Déjame salir de nuevo, dame una segunda oportunidad.» Eolo se enfada, le dice que es el último de los últimos, que no es nadie, que ya no es nada, que los dioses lo odian. «¡Para que te haya ocurrido una desgracia semejante, es necesario que estés maldito, no quiero seguir escuchándote!» Y hete aquí que Ulises y sus compañeros zarpan de nuevo sin haber encontrado en Eolo la ayuda que esperaban.

Después, en el transcurso de su travesía, la flotilla de Ulises llega a un nuevo lugar: la isla de los lestrigones. Se acercan; hay un puerto muy despejado y una ciudad. Ulises, siempre más precavido que los demás, en lugar de amarrar su nave en el puerto, decide hacerlo a cierta distancia, en una playa apartada. Y, como sus aventuras le han hecho prudente, en lugar de ir en persona, envía a una patrulla a investigar cómo son los habitantes de aquel lugar. Los marineros se dirigen a la ciudad y en su camino se encuentran con una joven inmensa, enorme, una especie de matrona campesina, mucho más alta y corpulenta que ellos, tanto, que los deja asombrados. Los invita a acompañarla: «Mi padre, que es el rey, estará encantado de recibiros, os dará todo lo que queráis.» Los marineros se sienten muy satisfechos, aunque las dimensiones de aquella encantadora persona no dejan de impresionarlos. Les parece demasiado corpulenta y voluminosa. Llegan ante el rey de los lestrigones, que, tan pronto como los ve, agarra a uno de ellos y se lo come. Los hombres de Ulises ponen pies en polvorosa y corren hacia las naves gritando: «¡Sálvese quien pueda, marchémonos de aquí!» Mientras tanto, los lestrigones, con su rey a la cabeza, salen a la carrera de la ciudad. Descubren a sus pies a los griegos, atareados en sus barcos, deseosos de abandonar cuanto antes aquel lugar. Los capturan como si fueran atunes, y se los comen igual que si fueran peces. Todos los camaradas de Ulises, salvo los que se encontraban en el barco que él había camuflado cuidadosamente, perecen. Ulises zarpa con una única nave y su tripulación.

La solitaria nave arriba a la isla de Ea, en el Mediterráneo. Ulises y sus compañeros encuentran un lugar para amarrar el barco, y después se aventuran un poco en tierra firme. Hay unas rocas, un bosque, vegetación. Pero los marineros, al igual que Ulises, se han vuelto desconfiados. Uno de ellos se niega incluso a dejar el barco. Ulises anima a los otros a explorar la isla. Una veintena de marinos se despliegan como ojeadores y descubren una hermosa mansión, un palacio rodeado de flores, donde todo parece tranquilo. Lo único que les inquieta un poco, que les parece extraño, es que en los alrededores, en los jardines, hay gran número de animales salvajes, lobos y leones, que se les acercan la mar de tranquilos y se restregan mansamente contra sus piernas. Los marineros se asombran, pero se dicen que quizá se trate de un mundo al revés, un mundo desconocido donde, si las bestias salvajes son pacíficas, tal vez los humanos sean especialmente agresivos. Llaman a la puerta y acude a abrirles una joven bellísima. Estaba tejiendo e hilando mientras cantaba con una voz muy dulce. Les hace pasar, los invita a sentarse, les ofrece una bebida en señal de hospitalidad. Y arroja en esa bebida una poción que hace que, nada más beber una gota, se conviertan en cerdos. Todos ellos, de los pies a la cabeza, han tomado el aspecto de cochinos, han adquirido sus cerdas, su voz, su paso y su alimento. Circe —así se llama la hechicera— se regocija de ver esos puercos, recién incorporados a su bestiario. Se apresura a encerrarlos en una pocilga, donde les sirve la pitanza habitual de esos animales.

Ulises y sus restantes compañeros, que aguardan el regreso de los ojeadores, comienzan a preocuparse. Ulises se adentra entonces, a su vez, en el interior de la isla para ver si descubre a alguno. Hermes, el dios astuto y taimado, se le aparece de repente y le cuenta lo que ha ocurrido. «Es una hechicera, ha convertido a tus hombres en cerdos, seguramente piensa ofrecerte la misma poción pero te daré un antídoto que te permitirá escapar de la metamorfosis y seguir siendo el que eres. Seguirás siendo el Ulises de siempre, conservarás tu aspecto humano.» Hermes le entrega a continuación una ramita. Ulises regresa a anunciar a sus compañeros su decisión de ir a ese lugar, y todos intentan disuadirlo: «¡No vayas! ¡Si los otros no han vuelto, es porque han muerto!» «No», dice Ulises, «voy a liberarles.» De modo que se traga el antídoto que Hermes le ha entregado y se dirige a la casa de la maga. Esta hace entrar inmediatamente a Ulises, que lleva su espada al cinto. Circe le hace sentarse en una hermosa silla dorada. El no hace ninguna alusión a sus compañeros y le sigue el juego cuando va a buscar la poción para dársela a beber. Ulises bebe mientras Circe lo contempla, pero no se convierte en cerdo, sigue siendo Ulises, que la mira con una amable sonrisa antes de sacar su espada y saltar sobre ella. Circe comprende lo ocurrido y le dice: «¡Eres Ulises! Sabía que contigo no funcionaría mi hechizo, ¿qué deseas?» «En primer lugar, libera a mis compañeros», le exige.

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