El universo, los dioses, los hombres (16 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
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Se encuentra en la isla de los feacios, a medio camino entre el mundo de los hombres, el de Ítaca, el de Grecia, y un mundo extraordinario y milagroso, donde los caníbales se codean con las diosas. La actividad principal de los feacios es el transporte. Son marinos, y disponen de naves mágicas que navegan por sí solas, siguiendo cualquier rumbo, sin que necesiten ser dirigidas ni propulsadas por remos. Se parecen un poco a Hermes, el dios del viaje y de los tránsitos, personificación del ir y venir de un mundo a otro. La isla, además, no está en contacto directo con el exterior. Los feacios son transportistas, pero nadie acude a visitarlos, ningún extranjero humano pasa jamás por allí. Sí reciben a veces la visita de algún dios, que se presenta tal cual es, sin necesidad de disfrazarse.

Ulises está oculto entre la hojarasca, dormido, cuando amanece. El rey de los feacios tiene una hija, de quince o dieciséis años. Está en edad de casarse, pero no es fácil, sin duda, encontrar en aquel país a un joven capaz de responder a lo que su padre espera de su yerno. Aquella noche, la joven tiene un sueño, obra, sin duda, de Atenea. Ha soñado con que encuentra marido, y, por la mañana, llama a sus doncellas, que llegan corriendo y recogen toda la ropa blanca de la casa para ir a lavarla en las aguas claras de un torrente, entre unas rocas donde luego ponen a secar las hermosas telas, los trapos y los vestidos. Una vez lavada la ropa, las hermosas muchachas se entretienen jugando a la pelota. Una de las sirvientas, algo torpe, no coge la pelota que Nausícaa le ha lanzado y la deja caer en el torrente. Las muchachas lanzan entonces agudos gritos.

Ulises se despierta sobresaltado, sale de la hojarasca y contempla la escena. Está desnudo como un gusano, y tiene un aspecto horrible. Como está preocupado, lanza unas miradas brillantes y torvas. Ante tal espectáculo, todas las muchachas huyen como pájaros asustados. Todas salvo una, Nausícaa, la más alta y la más hermosa, y que, como Artemisa entre su séquito, destaca por su alcurnia por encima de las demás. Nausícaa no pestañea. Permanece inmóvil. Ulises la ve. Ella le contempla, y debe de preguntarse quién es aquel tipo horrible, aquel monstruo, pero no se mueve. Es la hija del rey. Entonces Ulises, espantoso de ver, pero agradable de escuchar, porque es el hombre de la palabra fácil, le pregunta: «¿Quién eres? ¿Eres una diosa con sus fieles? Soy un náufrago al que la desdicha ha arrojado aquí. Oye, cuando te miro, pienso en una joven palmera que vi hace tiempo en Délos con ocasión de uno de mis viajes, una joven palmera muy tiesa que se empinaba hasta lo alto del cielo. Verla me maravillaba, me quedaba extasiado delante de ella, y también contigo, muchacha, de la misma manera, al mirarte y al verte, me siento maravillado.» Entonces ella le dice: «Tus palabras desmienten tu aspecto, no pareces un plebeyo, un
kakós.»
Llama a sus compañeras y les encarga que se ocupen de aquel hombre. «Dadle algo con que lavarse y vestirse.» Ulises se mete en el torrente, se quita la porquería y la suciedad que le recubren la piel, se lava y se viste. Después de eso, Atenea, claro está, esparce sobre él la gracia y la belleza. Lo hace más joven, más guapo y más fuerte, y derrama sobre él la
cháris,
la gracia, el resplandor, el encanto. Así pues, Ulises resplandece de belleza y de seducción. Nausícaa lo mira y dice confidencialmente a sus servidoras: «Escuchad, hace un momento ese hombre me parecía desagradable, extraño,
aeikélos,
espantoso, y ahora lo encuentro semejante,
eíkelos,
a los dioses que habitan el cielo.»

A partir de ese momento germina en la cabeza de Nausícaa la idea de que aquel extranjero, enviado por los dioses, está, en cierto modo, disponible, de que tiene ante sí la posibilidad del esposo, del marido con el que soñaba. Cuando Ulises le pregunta qué tiene que hacer, ella le pide que vaya al palacio de su padre, Alcínoo, y su madre, Arete. «Irás allí tomando determinadas precauciones; voy a volver al palacio, cargaré las mulas con la ropa, regresaré con mis mujeres, pero no conviene que nos vean juntos. En primer lugar, aquí no vienen nunca extranjeros, todo el mundo se conoce, así que, si ven a un desconocido, se preguntarán quién es, y si, además lo ven en mi compañía, imagínate lo que podrían pensar. Así que saldrás después de mí, seguirás ese camino hasta un lugar determinado y te dirigirás al suntuoso palacio, rodeado de maravillosos jardines en los que florecen durante todo el año flores y frutos. También hay un puerto con hermosos barcos. Entrarás e irás a arrojarte a los pies de mi madre, Arete, le abrazarás las rodillas y le pedirás hospitalidad. Antes de llegar al palacio, no te detendrás en ningún sitio y no hablarás con nadie.»

Nausícaa se aleja y Ulises encuentra a una chiquilla. Es Atenea disfrazada. Le dice: «Sigue todas las indicaciones de la hija del rey. Sin embargo, voy a hacerte invisible, para que no tengas ningún problema durante el trayecto. Mientras seas invisible, no mires a nadie. No devuelvas ninguna mirada, porque los seres invisibles no pueden mirar a los que no lo son.»

Ulises sigue todas las recomendaciones, llega al palacio y se arroja a los pies de la reina. En el momento de cruzar la sala donde se encuentra reunida toda la nobleza feacia, permanece invisible. Se acerca al trono donde están sentados codo con codo el rey Alcínoo y la reina Arete. Entonces Atenea disipa la nube y, estupefactos, los feacios descubren a un extranjero abrazado a las rodillas de su reina. Arete y Alcínoo deciden acogerlo como huésped. Dan una gran fiesta, en el transcurso de la cual Ulises manifiesta unas cualidades atléticas incomparables. Uno de los hijos del rey le provoca un poco, pero Ulises mantiene su sangre fría. Lanza el disco más lejos que su rival y demuestra de ese modo que es un hombre valeroso, un héroe. Hacen cantar a un aeda. Ulises está sentado al lado del rey, y el aeda comienza a cantar la guerra de Troya. Cuenta las proezas y la muerte de cierto número de compañeros de Ulises. En ese momento, Ulises no puede contenerse, inclina la cabeza y se cubre los ojos con la ropa para que no vean que llora, pero Alcínoo se da cuenta de la estratagema; comprende que si el hombre sentado a su lado está tan alterado por aquel canto, tiene que ser uno de los héroes aqueos. Hace interrumpir el canto y, de repente, el propio Ulises lo continúa y revela su identidad: «Soy Ulises.» Luego cuenta, a la manera de un aeda, gran parte de sus aventuras.

El rey decide devolver a Ulises a Ítaca. Lo hace porque debe hacerlo, pero no sin tristeza, ya que también él ha pensado en su hija. Da a entender a Ulises que, si quiere permanecer allí, con los feacios, y casarse con Nausícaa, sería un yerno ideal. Lo nombraría heredero de la monarquía feacia. Ulises explica que su mundo y su vida están en Ítaca y que, por consiguiente, hay que ayudarle a recuperarlos. Cuando anochece reúnen numerosos presentes, con los que llenan una de las naves feacias, y Ulises sube a bordo. Se despide del rey, la reina y Nausícaa igual que se despidió de Calipso y Circe. El barco zarpa en busca de las aguas humanas. Esa nave transporta a Ulises de ese otro mundo, donde ha vivido en las fronteras de la humanidad, en los límites de la luz y la vida, hacia su patria y su casa, hacia Ítaca.

UN MENDIGO EQUÍVOCO

Mientras Ulises duerme, la nave navega por sí sola. Los marineros feacios llegan a una playa de Ítaca donde se ve un olivo con una gran copa, la entrada de una gruta de las ninfas y las alturas montañosas. Es una especie de puerto natural con dos grandes paredes rocosas a los lados. Los feacios dejan a Ulises dormido en la orilla, debajo del olivo, y se van de la misma manera que han venido. Pero Poseidón, desde lo alto del cielo, ha visto cómo se desarrollan las cosas. Ha sido burlado una vez más: Ulises ha regresado. El dios decide vengarse de los feacios. En el momento en que la nave pasa delante de Feacia, da un golpe con su tridente, la nave se convierte en piedra, echa raíces en el mar y se transforma en un islote rocoso. Los feacios ya no podrán hacer de transportistas entre los mundos. La puerta por la que ha pasado Ulises al comienzo del relato, y que acaba de franquear a la vuelta, ha quedado cerrada para siempre. El mundo humano forma un todo, y Ulises, a partir de ese momento, es parte de él.

Al alba del día siguiente, despierta y contempla un paisaje que le resulta completamente familiar, en el que ha pasado toda su juventud. Pero no reconoce nada. En efecto, Atenea ha decidido que, antes de regresar a su casa, nuestro héroe tenía que ser transformado de los pies a la cabeza. ¿Por qué? Porque durante su ausencia, y especialmente durante los diez últimos años, un centenar de pretendientes, pensando que Ulises había muerto, o, por lo menos, desaparecido para siempre, viven en su casa. Allí se reúnen, pasan el tiempo, comen y beben, con lo que arruinan los rebaños y consumen las reservas de vino y de trigo. Esperan que Penélope se decida por uno de ellos, cosa que ella no quiere hacer. Penélope ha utilizado mil argucias. Primero ha argumentado que no podía casarse antes de estar segura de que su marido había muerto. Después que no podía casarse antes de haber preparado un sudario, un lienzo en el que sepultar a su suegro. Así que permanece en el gineceo, mientras los pretendientes, en la gran sala donde celebran sus banquetes, se acuestan, una vez terminadas las comidas, con las criadas que han aceptado traicionar la causa de sus amos. Allí cometen mil locuras.

Penélope, en su habitación, teje la mortaja a lo largo del día, pero, llegada la noche, deshace todo el trabajo. Así pues, durante casi dos años, ha conseguido engañar a los pretendientes arguyendo que la obra no está terminada. Pero una de las sirvientas ha acabado por revelar la verdad a los pretendientes, que exigen entonces una decisión de Penélope. Naturalmente, lo que Atenea quiere evitar, por tanto, es que Ulises corra la suerte de Agamenón, es decir, que regrese con su auténtica identidad y caiga en una trampa preparada por los pretendientes. Es preciso, por consiguiente, que aparezca disfrazado, de incógnito. Para conseguir que no se le identifique, es preciso también que no reconozca el paisaje familiar de su patria. Cuando Atenea se ha aparecido a Ulises en la playa donde le han desembarcado, le ha explicado la situación: «Verás a los pretendientes, tienes que matarlos, necesitas encontrar la ayuda de tu hijo Telémaco, que ha vuelto de su viaje, del porquerizo Eumeo y del boyero Filecio, y así conseguirás, tal vez, vencerlos. Yo te ayudaré, pero para comenzar tengo que transformarte por completo.» Dado que acepta su proposición, ella le hace ver Ítaca con su verdadero aspecto, tal como es realmente.

La nube se disipa y Ulises reconoce su patria. De la misma manera que Atenea había derramado sobre él la gracia y la belleza en su encuentro con Nausícaa, ahora lo cubre con la vejez y la fealdad. Sus cabellos caen y se vuelve calvo, se le aja la piel y se le ponen legañosos los ojos, es deforme, está cubierto de harapos, apesta, tiene todo el asqueroso aspecto de un repulsivo pordiosero. En efecto, el plan de Ulises consiste en llegar a su palacio, presentarse como la escoria, como un miserable que mendiga su sustento, que acepta todas las injurias que se les infligen, y conseguir de ese modo valorar la situación, buscar ayuda y hacerse con su arco. Ese arco que sólo él era capaz de tensar, y que intentará conseguir que le den a la primera ocasión para matar con su ayuda a los pretendientes.

Llega a las cercanías del palacio y se topa con su porquerizo, el anciano Eumeo. Le pregunta quién es y quiénes son los ocupantes de la morada. Eumeo contesta: «Mi señor, Ulises, se fue hace veinte años y no se sabe qué ha sido de él; es una terrible desgracia, todo se hunde: los pretendientes se han adueñado de todo, la casa está arruinada, vacían las despensas, diezman los rebaños, tengo que traerles lechones todos los días. ¡Es terrible!» Avanzan los dos hacia la entrada del palacio y, en ese momento, Ulises descubre cerca de la puerta, encima de un montón de basuras, allí donde se depositan por la mañana todos los desperdicios de la casa, a un perro, Argos. Tiene veinte años, y parece el doble de Ulises en perro, es decir, repulsivo, piojoso, demacrado, medio tullido. Ulises pregunta a Eumeo: «¿Qué aspecto tenía ese perro cuando era un cachorillo?» «Oh, era notable. Era un perro de caza, atrapaba las liebres sin fallar una, las traía…» «Ah, bueno», dice Ulises, que sigue avanzando. Sin embargo, el viejo Argos levanta un poco el hocico y reconoce a su amo, pero ya no tiene fuerzas para moverse. Se limita a menear la cola y erguir las orejas.

Ulises comprende que su viejo perro, a pesar de su decrepitud, le ha reconocido del modo como reconocen siempre los perros: por su olor. Los humanos, para identificar a Ulises después de tantos años, y tantos cambios, necesitarán
sémata,
signos, indicios, que les servirán de pruebas; reflexionarán sobre esos signos para reconstruir la identidad de Ulises. El perro no: de buenas a primeras sabe que es Ulises, lo huele. Al ver a su viejo perro, Ulises se siente muy emocionado, al borde de las lágrimas, y se aleja rápidamente. El perro muere. Eumeo no se ha dado cuenta de nada. Avanzan. A la entrada del palacio encuentra a otro mendigo, Iro, más joven de lo que aparenta Ulises. Iro es el mendigo titular, lleva allí muchos meses, recibe las burlas y los golpes mientras los pretendientes celebran sus fiestas. Se dirige inmediatamente a Ulises, disfrazado de pordiosero, como él: «¿Qué diablos haces aquí? Lárgate, el puesto es mío, no te quedes aquí, no conseguirás nada.» Ulises contesta: «Ya veremos.» Entran juntos. Los pretendientes están sentados a la mesa, en pleno banquete; las criadas les sirven la comida y la bebida. Ríen al ver dos mendigos en lugar de uno. Iro comienza a pelearse con Ulises y los pretendientes se divierten, y dicen que Iro, por ser más joven, vencerá fácilmente al otro, que es un anciano. Ulises rechaza al principio la pelea, pero después acepta resolver la cuestión a puñetazos. Todos miran. Ulises se arremanga un poco la túnica, y los pretendientes descubren que ese anciano decrépito muestra unos muslos todavía firmes y que el resultado de la pelea no es tan evidente. Se inicia la lucha y, en menos tiempo del que se necesita para contarlo, Ulises derriba a Iro, exhausto, en medio de las alegres exclamaciones de toda la asistencia que grita y vitorea. Ulises arroja a Iro fuera del palacio, pero a continuación recibe una serie de insultos y humillaciones: uno de los pretendientes no se limita a las palabras. A través de la mesa, con todas sus fuerzas, le arroja una pezuña de buey para herirle, le da en el hombro y le hace daño. Telémaco, para apaciguar los ánimos, exclama: «Este hombre es mi huésped, no quiero que reciba insultos ni malos tratos.»

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