Read El universo, los dioses, los hombres Online
Authors: Jean-Pierre Vernant
A partir de ese momento, ya no queda ni la sombra de una duda. Edipo comprende. Enloquecido, corre a palacio para ver a Yocasta. Se ha colgado del techo con su cinturón. Edipo la encuentra muerta. Con las fíbulas de su traje se saca los ojos; sólo quedan las cuencas ensangrentadas.
Hijo legítimo de un linaje real y maldito, alejado y después devuelto a su lugar de origen, regresó sin seguir un recorrido regular y en línea recta, sino tras ser desviado y apartado. Por ello ya no puede ver la luz, ya no puede ver el rostro de nadie. Podría ocurrir incluso que también sus oídos estuvieran sordos. Podría estar encerrado en una soledad total porque se ha convertido en el baldón de su ciudad. Cuando aparece una peste, cuando el orden de las estaciones ha sido modificado, cuando la fecundidad se ha desviado del camino recto y regular, es que existe un baldón, un miasma, y ese baldón es él. Ha hecho una promesa, ha dicho que el asesino sería expulsado ignominiosamente de Tebas. Tiene que irse.
¿Cómo no ver en este relato que el enigma propuesto por la Esfinge contaba el destino de los Labdácidas? Todos los animales, tengan dos o cuatro patas, sean bípedos o cuadrúpedos, sin mencionar a los peces, que no tienen patas, todos poseen una «naturaleza» inmutable. Para ellos no hay ningún cambio, del nacimiento a la muerte, en lo que define su especificidad de ser vivo. Cada especie tiene su propia condición, sólo una, una única manera de ser, una única naturaleza. En cambio, el hombre posee tres estados sucesivos, tres naturalezas diferentes. Al principio es un niño, y la naturaleza de éste es diferente de la de un hombre hecho y derecho. Para pasar de la infancia a la edad adulta, también hay que experimentar unos ritos de iniciación que permiten franquear la frontera que separa a las dos edades. Se pasa a ser diferente de lo que se era antes, se entra en un nuevo personaje a partir del momento en que se deja de ser niño para descubrirse adulto. De la misma manera, y eso aún resulta más exacto en el caso de un rey, de un guerrero, cuando se mantiene sobre dos pies es alguien, alguien cuyo prestigio y cuya fuerza se imponen, pero, a partir del momento en que se entra en la vejez, se deja de ser el hombre de la hazaña guerrera, se pasa a ser, en el mejor de los casos, el hombre de la palabra y el consejo sabios, y, si no, un lamentable desecho.
El hombre se transforma, sin dejar de ser el mismo, a lo largo de esas tres edades. Ahora bien, ¿qué representa Edipo? La maldición caída sobre Layo impide cualquier nacimiento que prolongue el linaje de los Labdácidas. A partir del momento de su nacimiento, Edipo asume el papel de aquel que no debería estar donde está. Llega a destiempo. El heredero de Layo es, a la vez, descendiente legítimo y procreación monstruosa. Su condición es inestable desde un principio. Abocado a la muerte, escapa a ella de milagro. Nativo de Tebas, alejado de su lugar de origen, ignora, cuando vuelve a la ciudad para ocupar en ella el más alto cargo, que ha regresado a su punto de partida. Así pues, Edipo tiene una condición desequilibrada. Al finalizar el recorrido que le devuelve al palacio donde ha nacido, Edipo ha mezclado los tres estados de la existencia humana. Ha alterado el curso regular de las estaciones, ha confundido la primavera de la juventud con el estío de la edad madura y el invierno de la ancianidad. Al mismo tiempo que mataba a su padre, se identificaba con él y ocupaba su lugar en el trono y el lecho de su madre. Al procrear unos hijos con su propia madre, al sembrar en el campo que le había dado la vida, como decían los griegos, se identificaba no sólo con su padre, sino con sus propios hijos, que son a la vez sus hijos y sus hermanos, sus hijas y sus hermanas. El monstruo al que se refería la Esfinge, que tiene al mismo tiempo dos, tres y cuatro patas, es Edipo.
El enigma plantea el problema de la continuidad social, del mantenimiento de las condiciones, las funciones y las ocupaciones en el seno de las culturas, a despecho del flujo de las generaciones que nacen, reinan y desaparecen para ser sucedidas por otras. El trono tiene que ser siempre lo que es, mientras que quienes lo ocupan serán siempre diferentes. ¿Cómo puede subsistir único e intacto el poder real cuando los que lo ejercen, los reyes, son numerosos y diversos? El problema está en saber cómo el hijo del rey puede convertirse en rey igual que su padre y ocupar su lugar sin enfrentársele ni apartarlo, instalarse en su trono sin identificarse tampoco con su padre, como si fuera idéntico a él. ¿Cómo es posible que el flujo de las generaciones, la sucesión de los estadios que marcan a la humanidad, a la temporalidad, a la imperfección humana, marchen al compás de un orden social que tiene que permanecer estable, coherente y armonioso? La maldición pronunciada contra Layo, y, tal vez, yendo más allá, el hecho de que en la boda de Cadmo y Harmonía algunos regalos tuvieran un poder maléfico, ¿no es una manera de reconocer que en el seno mismo de aquella boda excepcional y fundadora se insinuaba el fermento de la desunión, el virus del odio, como si, entre las nupcias y la guerra, entre la unión y la lucha, existiera un vínculo secreto? Somos numerosos quienes hemos dicho que el matrimonio es para la muchacha lo que la guerra para el muchacho. En una ciudad en la que hay mujeres y hombres, existe una necesaria oposición y una no menos necesaria interacción entre la guerra y el matrimonio.
La historia de Edipo no acaba aquí. El linaje de los Labdácidas tenía que detenerse en Layo, y la maldición que pesa sobre Edipo se remonta a la lejanía del pasado, antes incluso de su nacimiento. Él no es culpable, se limita a pagar el pesado tributo que significa ese linaje de tullidos, de cojos, para aquellos de sus miembros que han surgido a la luz del sol cuando ya no tenían el derecho de nacer.
Se cuenta que cuando Edipo está ciego y avergonzado por el peso de su culpa, sus dos hijos lo tratan de manera tan indigna que, a su vez, lanza contra su descendencia masculina una maldición semejante a la que, tiempo atrás, Pélope había dirigido contra Layo. Se dice que para reírse de él, antes de marcharse de Tebas, cuando todavía está en palacio, sus hijos ofrecen al ciego la copa de oro de Cadmo y la mesa de plata, pero se reservan los mejores bocados mientras le dan los peores pedazos de los animales sacrificados, lo que se tira. Se cuenta también que fue encerrado en un oscuro calabozo para ocultarlo como una vergüenza que se quiere mantener definitivamente en secreto. Así pues, Edipo lanza una solemne maldición en la que dice que sus hijos jamás llegarán a entenderse, que cada uno de ellos querrá ejercer la soberanía, que se la disputarán con la fuerza de los brazos y las armas y que se matarán el uno al otro.
Eso es, en efecto, lo que ocurre: Etéocles y Polinices, que son los vástagos de un linaje que no debía tener descendencia, sentirán un odio mutuo. Los dos acuerdan ocupar el trono, uno cada año, alternándose. Etéocles es el primer soberano, pero, acabado el año, anuncia a su hermano que no piensa cederle el poder. Privado de sus derechos, Polinices viaja a Argos y regresa con la expedición de los Siete contra Tebas, de los argivos contra los tebanos. Intenta arrebatar el trono a su hermano aunque para ello tenga que destruir Tebas. En un último combate, se matan el uno al otro, de modo que ambos son el asesino de su hermano. Se acabaron los Labdácidas. La historia ahora sí que acaba allí donde parece terminar.
La expedición de Polinices contra Tebas sólo fue posible porque Adrasto, rey de Argos, decidió emprenderla para apoyar la causa de Polinices. Para ello era preciso que otro adivino, Anfiarao, estuviera de acuerdo con esa expedición. Sin embargo, éste sabía que sería un desastre, encontraría en ella la muerte y todo terminaría. Así pues, estaba absolutamente decidido a mostrar su desacuerdo. ¿Qué hace Polinices? Se ha llevado consigo, al abandonar Tebas, algunos de los regalos que los dioses habían entregado a Harmonía en el momento de sus nupcias con Cadmo: un collar y una túnica. Y regala esos dos talismanes a la mujer de Anfiarao, Erifila, con la condición de que consiga de su marido que abandone su oposición a la expedición contra Tebas e impulse a Adrasto a hacer lo que hasta aquel momento no quería. Regalos corruptores, regalos maléficos, y que también van unidos a un compromiso, un juramento. ¿Por qué el adivino cede ante su esposa? Porque ha prestado un juramento del que no puede liberarse: en todo momento aceptará realizar lo que Erifila le pida. Regalos maléficos, juramentos con carácter irrevocable. Algo que ya estaba presente en las nupcias de Cadmo y Harmonía reaparece a lo largo del linaje y culmina en que, a la postre, los dos hermanos se maten mutuamente.
Edipo, mientras tanto, se ha marchado de Tebas. Acompañado por Antígona, pasará el resto de su días en la tierra de Atenas, cerca de Colono, uno de los demos del Ática. Se encuentra en una tierra en la que no debería estar, un santuario de las Erinias en el que está prohibido permanecer. Los habitantes del lugar le ordenan que se vaya: ¿qué hace aquel mendigo en aquel lugar santo? Se siente tan fuera de lugar como Dioniso al llegar a Tebas con su túnica femenina y asiática. ¡Vaya audacia la de instalarse en un lugar de donde ni siquiera pueden expulsarle ya que no tiene derecho a poner los pies en él! Llega Teseo, Edipo le cuenta su desdicha, siente que su final está próximo, se compromete, si Teseo lo acoge, a ser el protector de Atenas en los conflictos que puedan sobrevenir. Teseo acepta. Así pues, ese hombre, ese tebano que lleva como parte de su herencia a los Espartoi nacidos de la tierra tebana, pero que también es descendiente de Cadmo y Harmonía, es un extranjero. Ahí le tenemos, al término de su vagabundeo, sin lugar, sin vínculo, sin raíz, un emigrante. Teseo le ofrece hospitalidad; no le convierte en ciudadano de Atenas, sino que le concede la condición de meteco, de
métoikos,
de extranjero; pero será un meteco privilegiado. Habitará esa tierra que no es la suya, se establecerá en ella. Así pues, Edipo pasa de una Tebas divina y maldita, de una Tebas unida y desgarrada, a Atenas: es un paso horizontal, sobre la superficie de la tierra.
Por tanto, Edipo se convierte en el meteco oficial de Atenas. No es el único paso que realiza: se convertirá también en subterráneo —será engullido en las profundidades de la tierra— y celestial, pues subirá hacia los Olímpicos. Pasa de la superficie de la tierra a lo que está debajo de ésta y también a lo que está en el cielo. No posee exactamente condición de semidiós, de héroe tutelar —la tumba del héroe está sobre el Ágora—, desaparece en un lugar secreto que sólo conoce Teseo y que transmite a todos los que ejercen la soberanía en Atenas, tumba secreta que es, para la ciudad, la garantía de su éxito militar y su continuidad. Tenemos, por tanto, a un extranjero venido de Tebas, que se instala como meteco en Atenas, y que desaparece bajo tierra, fulminado tal vez por Zeus. No se transforma en autóctono, nacido del suelo, como se presentan los ciudadanos de Atenas, ni en
gegenés,
no surge completamente armado, dispuesto a combatir, de la tierra tebana. No, realiza el paso en sentido inverso. Llegado como extranjero, abandona la luz del sol para arraigarse en el mundo subterráneo, en ese lugar de Atenas que no es el suyo y al que aporta, como contrapartida de la hospitalidad que se le concede al término de sus sufrimientos y sus peregrinaciones, la seguridad de la salvación en la paz y la concordia: como un eco debilitado de aquella promesa que representaba Harmonía cuando los dioses la entregaron como esposa a Cadmo, en los tiempos lejanos en que Tebas fue fundada.
Hace mucho tiempo, en la buena y bella ciudad de Argos, vivía un poderoso rey llamado Acrisio. Tenía un hermano gemelo, Preto, y, ya, antes incluso de nacer, se peleaban en el seno de su madre, Aglae. De ahí nació una enemistad que se prolongaría durante toda su vida. En especial, se disputaron el dominio del rico valle de la Argólida.
Finalmente, el primero reinó en Argos, y el otro, Preto, en Tirinto. Así pues, Acrisio es rey de Argos. Está desolado por no tener un hijo varón. Se va, siguiendo la costumbre, a consultar al oráculo de Delfos para que se le diga si tendrá un heredero y, si es así, qué debe hacer para tenerlo. Siguiendo la regla habitual, el oráculo no contesta a esta pregunta, sino que le indica que su nieto, el hijo de su hija, lo matará.
Su hija se llama Dánae. Es una muchacha bellísima a la que Acrisio quiere mucho, pero se siente aterrorizado ante la idea de que su nieto esté destinado a matarlo. ¿Qué puede hacer? Piensa que el encierro es una solución. En realidad, el destino de Dánae será permanecer frecuentemente encerrada. Acrisio hace construir, sin duda en el patio de su palacio, una prisión subterránea de bronce y ordena bajar a Dánae con una mujer destinada a su servicio; después las encierra concienzudamente a las dos. Ahora bien, desde lo alto del cielo, Zeus ha descubierto a Dánae en la flor de su juventud y su belleza, y se ha enamorado de ella. Estamos en una época en que la separación entre los dioses y los hombres ya se ha consumado. Pero, aunque estén separados, la distancia todavía no es lo bastante grande para impedir que, de vez en cuando, desde lo alto de la cumbre del Olimpo, en el éter brillante, los dioses contemplen a las hermosas mortales. Ven a las hijas de Pandora, a la que ellos mismos enviaron a los hombres, y a la que Epimeteo abrió imprudentemente su puerta. Les parecen magníficas. No es que las diosas no sean hermosas, pero es posible que los dioses descubran en esas mujeres mortales algo que las diosas no poseen. Tal vez sea la fragilidad de la belleza o el hecho de que no sean inmortales y que haya que cogerlas cuando están todavía en el cénit de su juventud y su encanto.
Zeus se enamora de Dánae y sonríe al verla encerrada por su padre en aquella prisión subterránea de bronce. Desciende en forma de lluvia dorada y la fecunda; aunque también es posible que una vez en el calabozo recuperara su personalidad divina con apariencia humana. Zeus se une a Dánae en el mayor de los secretos. Dánae espera un hijo, un varón que será llamado Perseo. Esta aventura permanece clandestina hasta el momento en que Perseo, un chiquillo vigoroso, llora con tanta fuerza que un día, al pasar por el patio, Acrisio oye un extraño ruido procedente de la prisión donde ha encerrado a su hija. El rey quiere verla. Hace subir a todo el mundo, interroga a la nodriza y se entera de que allí hay un niño. Se siente lleno de pánico y furor a un tiempo al recordar la profecía del oráculo de Delfos. Supone que la sirvienta ha introducido subrepticiamente a un hombre en el lecho de Dánae. Interroga a su hija: «¿Quién es el padre de esa criatura?» «Zeus.» Acrisio no se lo cree. Comienza por matar a la sirvienta convertida en niñera, la sacrifica precisamente sobre su altar doméstico de Zeus. Pero ¿qué hacer con Dánae y el niño? El padre no quiere manchar sus manos con la sangre de su hija y su nieto. De nuevo decide encerrarlos.