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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (7 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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El encaje en el techo de la habitación poseía un poder casi hipnótico. Se descubrió siguiendo las circunvoluciones del dibujo, como si estuviera recorriendo un laberinto, ciertamente. ¿Y qué podía hacer para salir de él?

Ignoraba qué paso podía dar a continuación. Allá en Madrid, donde volvió una vez le dejaron en paz tras los interrogatorios y las pruebas y los nuevos interrogatorios, y donde empezó a experimentar con su recién descubierto poder, haciendo tímidas y cautelosas pruebas y dándose cada vez más cuenta de su alcance y sus posibles consecuencias, se halló durante un tiempo tan desconcertado como se sentía ahora. Fue un amigo, al que le comentó veladamente que le «ocurrían cosas raras», sin especificar exactamente de que se trataba, quien le insinuó la posibilidad de buscar ayuda médica. Sí, lo suyo podía ser una enfermedad. Acudió a una serie de neurólogos, a los que por supuesto no les habló de lo que le ocurría, limitándose a comentarles que sentía «extrañas sensaciones», como si tuviera algo en la cabeza, y todos le dijeron unánimemente que no podían descubrir nada extraño en él. Uno de los últimos a quien acudió, más perspicaz que los otros o quizá más preocupado por sus pacientes, creyó detectar asomos de paranormalidad y se lo dijo claramente. El resultado fue un consejo claro y rotundo: debía acudir a Henri Payot, la persona más eminente en aquel campo en todo el mundo. Tendría que ir a París, por supuesto, pero estaba seguro de que el viaje valdría la pena. No, le dijo sonriendo, él no conocía personalmente a Payot, se movían en distintas esferas, y no podía recomendarle de ninguna manera. Pero eso no tenía importancia: bastaba con que dijera que era el hombre que había recorrido cien parsecs de espacio interestelar en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie, ni siquiera él, supiera cómo lo había conseguido. Aquello, podía estar seguro, le franquearía todas las puertas.

Y se las había franqueado, por supuesto. Aunque, ¿con qué resultados? La situación era peor que nunca. Hasta ahora sólo había tenido que luchar consigo mismo. Ahora parecía haber un poder exterior que había entrado en juego. Y no era un poder amistoso precisamente.

Y parecía poderoso también.

Sí, el juego de luz y sombra en el techo de la habitación tenía un poder hipnótico. Preguntándose, sin obtener ninguna respuesta, qué podía hacer al día siguiente, cuál era el camino a seguir, hacia donde dirigir sus pasos, se quedó imperceptiblemente dormido.

Le despertó el timbre del teléfono.

Por unos momentos no supo donde estaba. La habitación estaba inundada de luz. Luego, todo lo ocurrido el día anterior se volcó sobre él como un alud. Miró el reloj. Las doce y cuarto de la mañana. La tensión de todo lo ocurrido le había hecho dormir más de doce horas.

Descolgó el auricular.

—¿Sí?

—¿Señor Cobos? En recepción hay una señorita que desea verle. ¿Una señorita? No conocía a nadie en París, y mucho menos del género femenino.

—¿Le ha dicho quién era?

—Ha dicho que se llama Dorléac. Que tiene un mensaje de su padre para usted.

Aquello despertó su atención. El hombrecillo del día anterior.

—Está bien. Dígale que bajo en seguida.

Se levantó de un salto, se dio una ducha rápida y se vistió. A los veinte minutos estaba abajo en recepción. El recepcionista le señaló a una mujer joven sentada en una butaca en el salón contiguo, hojeando nerviosamente una revista.

—¿Desea que le ponga en contacto con el Colegio de Médicos? —preguntó el recepcionista.

David negó con la cabeza.

—No, gracias. Por el momento creo que lo resolveré de otra manera.

Se dirigió al salón. La muchacha alzó la vista al verle acercarse. Por el momento sus ojos revelaron un asomo de miedo.

—¿Señorita Dorléac? Soy David Cobos. Creo que desea usted verme.

La muchacha miró apresuradamente a su alrededor.

—Sí, pero... ¿no podríamos hablar en un sitio más discreto?

David recordó inmediatamente las palabras del hombrecillo el día anterior.

—Por supuesto. —Miró su reloj—. Es ya hora de comer, y no he desayunado. ¿Le parece que comamos juntos? No le sugiero el comedor del hotel: es demasiado bullicioso. Pero he descubierto un restaurante chino muy tranquilo a un par de manzanas de aquí, en una pequeña calle lateral. ¿Le gusta la comida china?

La muchacha se esforzó por sonreír.

—Si el restaurante es tranquilo, sí.

—Muy bien. Pero por favor, no me diga que vayamos cada cual por su lado y nos encontremos allí. No pienso separarme de usted hasta que lleguemos. —Observó el ligero fruncimiento del ceño de ella—. ¿Sabe?, últimamente las personas se me pierden con una sorprendente facilidad.

La muchacha no dijo nada. Tomó su bolso de encima de la mesa y se encaminó hacia la salida. David la siguió.

Mientras giraban saliendo de la avenida hacia una de las calles laterales, David la estudió. Era más bien baja, metro sesenta y cinco a lo sumo, y aparentaba unos veinte a veinticinco años. Su pelo rubio, teñido, caía en cascada, liso, hasta sus hombros, donde había sido cortado con un corte muy preciso. Sobre su frente caía un flequillo también muy exactamente cortado, formando una especie de pantalla que le llegaba casi hasta los ojos, una moda que había vuelto a hacer furor, copiada de una antigua moda de mediados del siglo pasado. Enmarcado en este pelo, su rostro era un óvalo ligeramente alargado, con unos ojos verdes algo almendrados, una nariz un poco aguileña que estaba ligeramente fuera de proporción con el resto de sus rasgos, y unos labios más bien gruesos, que cualquier escritor barato hubiera calificado inmediatamente de «jugosamente sensuales». El conjunto no podía calificarse exactamente de hermoso, pero si resultaba muy atractivo. Al menos, atraía la atención. El resto de su cuerpo, enfundado en un vestido rojo liso de una sola pieza, algo más ceñido de lo habitual, era bien proporcionado, con todas las curvas, huecos y protuberancias convenientemente distribuidos y con las medidas correspondientes, hecho que era sabiamente resaltado mediante el uso de un ceñido cinturón. Los pies, calzados con unos zapatos también rojos de tacón alto, el recurso definitivo de las mujeres bajas, tal vez fueran un poco demasiado grandes para la estética del conjunto, y hubieran sido imperdonables en una geisha, pero no eran llamativamente grandes, de modo que podían considerarse aceptables.

Caminaba con viveza a su lado, como si quisiera llegar a su destino lo antes posible. David giró otra esquina, y allí delante estaba el rótulo, en mitad de una manzana en una calle de apariencia realmente tranquila: «El caballo de oro – Restaurante – Especialidades chinas, indonesias y vietnamitas». Por supuesto, bajo aquel rimbombante rótulo se servía la misma comida estándar internacional china que uno podía encontrar en cualquier restaurante chino de cualquier país de occidente, desde el rollo de primavera y la ensalada china y la sopa de aleta de tiburón hasta el pollo con nueces y el cerdo chop-suey y la ternera con setas chinas y bambú, pasando por las mandarinas chinas como postre, con su insoportable sabor a rosas adulteradas. Pero el interior, convenientemente decorado con lámparas chinas de plástico, cristal y papel, todo ello pintado a la serigrafía, y con el techo exhibiendo un artesonado de madera con motivos chinos que era en realidad una sucesión de placas de yeso pintadas, era adecuadamente penumbroso y tranquilo, había poca gente y se hallaba bastante diseminada, y allá al fondo había un rincón tranquilo donde iban a poder sentarse, comer y hablar con tranquilidad.

Esperaba.

El maître era chino (oriental al menos), pero el camarero no, un claro signo de la prosperidad de muchos de los restauradores chinos emigrados a occidente.

David pidió sopa agridulce y ternera con salsa de ostras y té para beber. La muchacha se conformó con una ensalada y tallarines tres delicias.

Mientras les servían el primer plato (la cualidad principal de los restaurantes chinos es la rapidez; David había sospechado siempre que tenían todos los platos convenientemente preparados en raciones individuales y congelados en forma de cubitos, y que a la hora de servirlos lo único que necesitaban hacer era descongelarlos a golpe de microondas), preguntó:

—Bien, ¿Puede explicarme ahora por qué ha acudido a verme?

La muchacha jugueteó con su ensalada.

—¿Llegó usted a ver a mi padre?

David tuvo la sensación de que la cosa empezaba mal.

—Ignoro quien es su padre.

La muchacha esbozó una sonrisa triste.

—Hasta hoy por la mañana yo también ignoraba quien era usted. Pero encontré una nota de mi padre diciéndome que si no había vuelto a casa esta mañana a las nueve entrara en contacto con usted y le explicara... —su voz se apagó.

El deseo de David de preguntarle que era lo que tenía que explicarle se convirtió en una urgencia intolerable, pero la dominó. Aguardó unos instantes, esperando a que la muchacha siguiera por propia voluntad. Pero ella se limitó a seguir removiendo su ensalada, sin comerla.

David tomó unas cucharadas de su sopa agridulce, por hacer algo. Le pareció más ácida de lo que debería ser.

Finalmente dijo:

—Está bien, empecemos por el principio. Dijo en el hotel que se llamaba Dorléac. ¿Dorléac qué más?

—Isabelle.

—Muy bien, Isabelle. Veamos. Dice que su padre le dejó una nota para que contactara conmigo si no había vuelto a casa esta mañana. ¿Qué decía exactamente esa nota?

Por toda respuesta, ella rebuscó en su bolso y sacó un trozo de papel. Lo desdobló y se lo tendió.

Llevaba la fecha del día anterior. David leyó:

Querida hija:

Voy a intentar ponerme en contacto con David Cobos. No sé si lo conseguiré: ignoro si a mi también me están siguiendo el rastro. Espero que no, aunque contactar con él puede representar un gran peligro: supongo que lo están siguiendo de cerca. Seré cuidadoso, te lo prometo, pero debo hacerlo.

Si mañana por la mañana descubres que he desaparecido, ya sabes lo que quiero decir, eso significará que me han atrapado. No te preocupes por mí. Pero piensa que entonces todo el peso de la responsabilidad va a recaer sobre tus hombros. No quisiera arrojar esa carga sobre ti, pero ya hemos hablado de ello muchas veces.

Si no he vuelto a las nueve de la mañana o no me he puesto en contacto contigo de alguna otra manera, contacta directamente con David Cobos. Ya sabes que podrás encontrarle en el hotel Imperial Concorde. Eso espero, al menos. Cuéntaselo todo. Estoy convencido de que él puede solucionar nuestro problema. Y si no, al menos lo habremos intentado.

Un fuerte abrazo, y no llores por mí.

Marcel

David depositó el papel sobre la mesa. El camarero acudió creyendo que ya habían terminado y, al ver los platos llenos, se retiró silenciosamente.

—Sigo sin comprender nada.

La expresión de la muchacha era ansiosa.

—¿Vio usted ayer a mi padre?

David dudó.

—Es posible. ¿Cómo era su padre? —inmediatamente se arrepintió del empleo del verbo en pasado. Ella se dio cuenta del desliz.

Le hizo una sucinta descripción. Coincidía con el hombrecillo de la tarde anterior.

—Sí, creo que era él —murmuró David. Y le contó lo ocurrido la tarde anterior en la avenida du Rond Point y «El Viejo Elíseo». Omitió todo lo referente al doctor Payot, pero si refirió lo del accidente.

—Lo he leído en los periódicos de hoy —dijo ella—. Temí que tuviera alguna relación. Por la proximidad con su hotel y con la consulta del doctor Payot.

Fue como una descarga eléctrica que sacudió a David de la cabeza a los pies.

—¿Qué sabe del doctor Payot?

Ella le miró con sorpresa.

—Usted fue a visitarle, ¿no?

David se dio cuenta de que estaba removiendo inconscientemente su cucharilla china de plástico en la sopa.

—El doctor Payot ya no existe —dijo lacónicamente.

—Oh —fue todo el comentario de la muchacha.

Hubo un largo silencio. El camarero vino otra vez, miró y se marchó.

—Pero yo estuve hablando con él un par de horas antes —añadió David, casi de forma beligerante.

—¿Antes de hablar con mi padre? ¿Y... del accidente?

David asintió.

—Nunca creí que llegaran tan lejos —murmuró la muchacha, y había un acento de terrible pesar en su voz.

—Llegaran tan lejos... ¿Quiénes? —no pudo evitar preguntar David.

Ella lo miró por encima de su aún intacta ensalada china.

—¿Realmente no sabe usted... nada?

David inspiró profunda y temblorosamente.

—Fui al doctor Payot precisamente por este motivo. —Hizo una pausa, con la cucharilla suspendida encima del bol, goteando sopa anaranjada—. Y hablando de saber..., ¿Quién es exactamente su padre? —esta vez evitó cuidadosamente emplear el tiempo pasado.

La muchacha dejó de remover ausentemente su ensalada y hundió por primera vez el tenedor en ella.

—¿No lo sabe? ¿No se lo dijo él?

—¿Se lo preguntaría si lo hubiera hecho?

La muchacha sonrió tristemente.

—No, supongo que no. —Su tenedor quedó abandonado sobre la ensalada—. Es como usted. También tiene el poder. Aunque en bastante menor grado, supongo.

David se envaró.

—¿El poder? ¿Qué poder? —Sabía perfectamente de que estaba hablando la muchacha, pero se negaba a admitirlo.

Ella le miró sorprendida.

—¿Acaso no sabe...? —Dudó. Parecía desconcertada. Bajó su mirada a los palillos chinos colocados muy cuidadosamente al lado de su plato, dentro de su funda higiénica de papel donde se explicaba, para comensales neófitos, como utilizarlos—. Me refiero a esto. —y los palillos junto con su funda de papel, se desvanecieron de encima de la mesa.

David contempló largo rato el vacío mantel junto al plato, incrédulo. Luego alzó la vista hacia ella.

—¿Quiere decir que... usted también...?

El camarero se les acercó por tercera vez. Había un aire de preocupación en su rostro.

—¿No les gusta nuestra comida? ¿Tienen alguna queja? —el tono de su voz era casi suplicante.

David alzó la vista hacia él. Tardó unos segundos en integrarse en la situación.

—Oh, no... la comida es excelente —dijo con excesivo apresuramiento—. Pero nos hemos puesto a hablar de nuestras cosas...

El camarero se alejó, evidentemente aliviado. David clavó su mirada en la muchacha.

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