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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (3 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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Luego desechó aquellos pensamientos y se concentró en su relato. De hecho, no había mucho que contar, y casi todo era ya del dominio público: durante semanas el caso de David Cobos había ocupado las primeras páginas de los periódicos, y él se había convertido en el personaje más popular de todo el mundo: el hombre venido de ninguna parte, nadie podía explicarse cómo. Luego, como suele suceder en estos casos, el asunto fue perdiendo poco a poco su interés como noticia. Ante la falta de nuevos elementos que añadirle al caso, los periódicos empezaron a relegarlo a las páginas interiores, luego hablaron tan sólo ocasionalmente de él cuando había falta de otras noticias, y finalmente lo desecharon por completo. A los cuatro meses el asunto ya no era de interés, y los periódicos le dedicaban su atención cuando les quedaba algún hueco por llenar que ni siquiera la publicidad podía cubrir, y generalmente de una forma más bien escéptica.

Entonces fue cuando comenzó, para David Cobos, la pesadilla.

El doctor Payot tabaleó ligeramente sobre la mesa con la punta del lápiz.

—Y por supuesto, nadie ha podido explicar lo que ocurrió —dijo.

No era una pregunta, sino una afirmación. De hecho los periódicos se habían ocupado de airear sin lugar a dudas, los primeros días, cuando la noticia dio sensacionalmente la vuelta al mundo, la incomprensibilidad de su repentina aparición, en orbita estacionaria, en un lugar por cuyas inmediaciones no había pasado ninguna nave desde hacía más de setenta y dos horas. Los tripulantes de la nave de vigilancia y rescate se habían quedado alucinados cuando sus detectores señalaron de pronto la presencia de un cuerpo extraño, del tamaño y características de un hombre vestido con un traje espacial y llevando un equipo impulsor completo, en una zona del espacio donde en el rastreo anterior de la pantalla, treinta segundos antes, no se había detectado absolutamente nada. La investigación posterior del suceso embarulló a un más el asunto. El carguero intergaláctico Pólux II había partido efectivamente hacía más de tres años en viaje a Argos, y en estos momentos debía hallarse en su camino de regreso a más de cien años luz de distancia. Por supuesto, cualquier comunicación con la nave era imposible hasta que la deceleración de los hipermotores redujera su velocidad por debajo de la de la luz y las ondas de radio. Pero David Cobos figuraba efectivamente entre los miembros de la tripulación del carguero, su identidad había sido establecida sin lugar a dudas a la partida, y el viaje era sin escalas. No había ninguna explicación a su repentina aparición en órbita estacionaria en torno a la Tierra, con los depósitos de oxígeno de su impulsor casi vacíos, y presa de una excitación que rozaba casi la histeria. Sus propias declaraciones, cuando consiguió alcanzar un estado parecido a la normalidad y fue capaz de hablar, aún ayudaron menos a la investigación. Se hicieron cábalas y se apuntaron hipótesis. Los responsables de la investigación intentaron racionalizar el hecho, sin conseguir nada convincente. Los periódicos y la televisión se lanzaron a tumba abierta por la pendiente de lo descabellado, atrayendo, aunque fuera brevemente, la atención de un público ansioso de prodigios y maravillas. Pero incluso los prodigios y las maravillas acaban por aburrir, y el tema no ofrecía posibilidades de expansión. Pronto se llegó a una vía muerta, y la consunción acabó con él. El asunto pasó a engrosar el aún no demasiado voluminoso pero si bastante selecto capitulo de los misterios no resueltos del espacio.

—Ni yo mismo puedo explicarlo —reconoció David—. Pero no es eso lo que me preocupa y me ha impulsado a acudir a usted, doctor. De hecho, aquello fue solo el principio. Hay mucho más.

—Ajá. —Era de nuevo una afirmación. El doctor Payot le estaba diciendo: Sé que no ha venido usted aquí a hablarme de un asunto que ha estado en todas las noticias durante meses y que ambos conocemos perfectamente bien. Así que, si ya hemos terminado con los preámbulos, vayamos al fondo del asunto.

El principal problema era que David no sabía como enfocar el fondo del asunto. Había estado dándole vueltas durante meses, sin ver la mejor forma de abordarlo. Ese era uno de los motivos de que hubiera acudido a París. Le habían hablado de la reputación de Henri Payot. Aunque su titulo oficial lo calificaba como neurólogo y psiquiatra, su fama mundial procedía del hecho de haberse especializado en todos los aspectos de lo paranormal. El avance sufrido por los fenómenos paranormales en las últimas décadas, sobre todo a partir del cambio de milenio, había hecho florecer nuevas especialidades médicas reconocidas oficialmente. Tal vez fuera debido a una mayor permisividad «no habituales», por parte de una sociedad que se iba abriendo poco a poco a nuevas fronteras, lo que había hecho que un número creciente de personas revelaran públicamente la posesión de habilidades desconocidas o no aceptadas hasta entonces, en forma más o menos intensa. Y estas revelaciones se habían producido en multitud de ocasiones con acompañamiento de profundos traumas. Los nuevos poderes no solo se revelaban difíciles de dominar, sino que también resultaba alienante convivir con ellos. Una telepatía latente significaba abrir tu mente a un laberinto de pensamientos insospechados que rondaban a tu alrededor y te asaltaban en el momento más inesperado. La precognición podía significar el descubrimiento de que tu ser más querido iba a morir violentamente dentro de pocas horas. La telequinesis ver como de pronto un objeto se estrellaba contra el suelo ante ti, que de repente te sentías incapaz de seguir reteniéndolo en el aire. No, no resultaba fácil convivir con unos poderes extrasensoriales recién descubiertos, y muchas veces era necesaria una profunda orientación. El doctor Payot, autor de media docena de libros al respecto, se había convertido en una celebridad sobre el tema.

David Cobos había dudado mucho antes de decidirse a acudir a él. Tan solo la acumulación de varios traumas sucesivos lo habían convencido de que era necesario hacer algo. Había transcurrido ya más de un año desde la explosión que había destruido la Pólux II y su milagrosa aparición en las inmediaciones de la Tierra. Tras los abrumadores trámites de la investigación, cuando los estamentos oficiales le dejaron finalmente libre, se había encontrado con una cuenta bancaria que, entre salarios atrasados, indemnizaciones y derechos varios, le permitía vivir sin trabajar entre tres y cinco años, como mínimo. Además, algunos periódicos, revistas y cadenas de televisión le habían pagado espléndidamente por las entrevistas, relatos y colaboraciones que le habían solicitado durante los primeros momentos del boom Cobos. Actualmente, podía vivir espléndidamente más de seis años antes de que tuviera que empezar a pensar seriamente en volver a ponerse a trabajar.

Aquello hubiera sido una espléndida noticia, de no mediar todo lo demás. Durante los primeros meses había intentado vivir con ello, haciendo constantes y fútiles intentos de controlarlo y dominarlo. No había necesitado mucho tiempo para comprender que se trataba de algo que escapaba completamente de sus manos. No solo no podía dominarlo, sino tampoco comprenderlo. Y aquello le obsesionaba cada vez más.

Finalmente se había decidido. Se pasó un tiempo haciendo averiguaciones antes de llegar a una conclusión: solamente había una persona que pudiera ayudarle. De modo que había tomado el estratorreactor hasta París y se había presentado en la consulta del doctor Henri Payot. La enfermera, muy amablemente, le comunicó que el doctor Payot solamente visitaba previa concertación de cita, y que tenía sus horas ab-so-lu-ta-men-te ocupadas durante los próximos tres meses. David Cobos le dijo quien era, escribió una breve nota en un papel, y le pidió que se la entregara al doctor Payot. La visita fue fijada para el día siguiente.

Y allí esta él ahora, intentando decidir como enfocar el asunto. Las palabras se apelotonaban en su boca sin conseguir salir. Era difícil resumirlo todo en unas breves frases. Al fin se decidió. Inspiró profundamente y dijo:

—Puedo hacer que las cosas cambien a mi alrededor.

El doctor Payot enarcó ligeramente una ceja.

—No —se apresuró a añadir David—, no se trata del conocido truco de telequinesis de alzar cosas del suelo y mover muebles de un lado para otro y todo eso a lo que está usted acostumbrado. Es algo mucho más profundo.

El doctor se inclinó hacia delante.

—Cuénteme —dijo. Estaba empezando a sentirse realmente interesado.

David se reclinó en su asiento, notando el leve crujir del cuero a su espalda, el ligero balanceo del tubo de acero que daba a la silla una agradable sensación de mecedora. Miró la luz indirecta del ángulo del techo que tenía ante él, consideró lo relajante que resultaba aquella iluminación suave que mataba ángulos y aristas y difuminaba las sombras capaces de crear recelos y temores.

—Últimamente he estado pensando mucho en ello —murmuró, y se dio cuenta de que estaba diciéndolo casi como una confesión—. Desde que me ocurrió... aquello. Supongo que se trata de algo que debo haber llevado siempre dentro de mí, aunque nunca lo reconociera como tal. ¿Sabe? , siempre tuve fama de raro. Desde pequeño. Jamás fui capaz de averiguar por qué, pero mis compañeros me rehuían, e incluso mi propia familia parecía incomoda conmigo. Eso creó en mí una tendencia a la soledad..., y supongo que por ello me enlisté en la marina intergaláctica. Sentía deseos de rehuir a los demás, porque me daba cuenta de que los demás me rehuían a mí.

El doctor Payot pulsó un botón en la grabadora encajada en la mesa de metacrilato. David sabía que aquello marcaba una señal acústica en la cinta que señalaba al doctor algo que consideraba importante.

—¿Notó alguna vez, en su juventud, algún fenómeno extraño a su alrededor? ¿Algo parecido a... a lo que observa ahora?

David agitó la cabeza.

—Es difícil decirlo. Ahora que sé de qué se trata, miro hacia el pasado y creo ver indicios de lo que me ocurre en algunos sucesos ocurridos hace mucho tiempo. Pero por entonces yo era joven e inexperto y no racionalizaba como ahora lo que pasaba a mi alrededor. Simplemente veía en torno mío algo que me hacia..., no sé como decirlo, diferente de los demás. Sí, puede que fuera lo mismo que me ocurre ahora. Pero nunca lo identifiqué como tal.

—Y ahora supone que lo que le ocurrió en el espacio con el accidente de la Pólux II desencadenó eso estaba latente en usted, lo llevó a la operatividad.

—Sí..., eso es.

—¿Fue algo que apareció de repente en usted, de una forma definitiva y completa?

David negó lentamente con la cabeza.

—No, y eso es lo que más me preocupa. Es algo que ha ido aumentando progresivamente, y me pregunto y temo donde pueda estar el final.

El doctor Payot se reclinó en su asiento, sin dejar de observar ni por un momento a lo más profundo de los ojos de su interlocutor.

—Dice usted que puede cambiar cosas a su alrededor. Muy bien. Descríbame exactamente como y en qué medida.

———

David Cobos suspiró profundamente.

—Es difícil describirlo con palabras. La verdad, no sé como...

—Muy bien: entonces hágame una demostración.

Lo miró horrorizado.

—¿Quiere decir...?

Escuche. Usted dice que posee poderes. Le creo, por supuesto, o de otro modo no habría hecho lo que hizo ni habría venido aquí. Dice también que le resulta difícil explicarlo. Muy bien. Entonces nada mejor que una prueba. Hágame una demostración. Sencilla, para empezar.

David Cobos miró indeciso a su alrededor. Parecía estar buscando algo. Finalmente sus ojos se clavaron en un centro de flores que había sobre la repisa de brillante acero de una falsa chimenea de estilo funcional, en la otra pared de la habitación.

—Está bien. ¿Ve aquellas flores?

El doctor Payot no pudo evitar una ligera sonrisa.

—No me va a decir que hará un acto de prestidigitación con ellas.

David no respondió. Miró fijamente las flores. No tuvo que esforzarse demasiado. El centro resplandeció brevemente, como iluminado por una suave luz interior, y se desvaneció en la nada. La repisa de la chimenea pareció más desnuda que nunca.

—Ya está —dijo David Cobos. El doctor frunció el ceño. —¿Ya está qué?

David suspiró.

—Bien, esto es lo más complicado del asunto. ¿No lo ha visto? He hecho desaparecer las flores que había sobre la repisa de la chimenea.

El doctor miró desconcertado hacia la chimenea.

—¿Qué flores? Nunca ha habido flores allí. Hasta ayer había una figura de cerámica representando un unicornio, pero la mujer de la limpieza la dejó caer y la hizo añicos, y estoy buscando algo con que sustituirla. Realmente, la chimenea se ve desnuda sin nada encima.

David negó lentamente con la cabeza.

—No. Desde que entré en esta habitación hasta hace unos instantes había un centro de flores encima de la chimenea. Eran flores de tela, muy realistas, entonadas en colores azules y blancos. Yo las he hecho desaparecer. Y ahí radica el principal problema de lo que me ocurre: cuando hago que algo cambie a mi alrededor, nadie se da cuenta del cambio.

—¿Qué quiere decir con esto? —el doctor Payot pulsó de nuevo el botón que lanzaría su señal acústica a la grabadora.

—Que todo lo que me rodea parece adaptarse a la nueva situación. Que cuando hago desaparecer algo es como si nunca hubiera existido, y cuando lo hago aparecer es como si siempre hubiera estado allí. Por eso le dije al principio que se trata de un asunto bastante más complejo que una mera telequinesis. No cambio la ubicación o la existencia de las cosas: cambio la realidad de lo que nos rodea.

El doctor agitó escéptico la cabeza.

—Debo admitir que su caso es realmente interesante. Sin embargo...

David alzó una mano.

—Espere. ¿Le convencería si le hiciera una demostración más drástica?

El doctor parpadeo.

—¿Qué entiende usted por drástica?

David no respondió. Se había sentido herido en su amor propio. Miró fijamente al doctor. El esfuerzo de voluntad le hizo parpadear brevemente.

La escena cambió radicalmente ante sus ojos. La mesa de metacrilato y la silla donde estaba sentado Payot desaparecieron volatilizadas en el aire. De pronto el doctor se encontró sentado en el suelo, en una postura más bien ridícula. Casi tan ridícula como el traje de Napoleón que llevaba en vez del elegante terno gris de antes y su mano convenientemente metida en la abertura de su chaquetilla, pero menos ridícula que el incongruente gorro de papel de periódico que cubría su cabeza, rematado con una descomunal pluma de una verde rabioso.

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