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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (4 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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—¿Y bien, doctor? ¿Qué me dice ahora?

El doctor Payot miró desconcertado a su alrededor. Se sacó la mano de la chaquetilla. Las oscilaciones de la gigantesca pluma verde hicieron ladearse el sombrero de papel de periódico sobre su cabeza. Alzó la mano y se lo quitó. Se lo quedó mirando con ojos alucinados. Luego miró a su paciente.

—¿Y bien? —repitió David—. No me dirá que siempre recibe a sus pacientes sentado en el suelo, vestido de Napoleón y con un sombrero de papel tocado con una pluma verde.

El doctor Payot se puso lentamente en pie. Miró la habitación a su alrededor. Estaba desconcertado.

—¿Quiere decir que usted... que usted ha hecho esto?

—Por su puesto. He observado por anteriores experiencias que he tenido que la única forma de vencer, relativamente, claro, esta circunstancia del «olvido» de las condiciones anteriores de la realidad es hacer algo tan absurdo que la realidad actual no puede explicar la nueva disposición de las cosas. ¿Puede hacerlo usted en este caso, doctor? ¿Ahora, aquí?

El doctor se restregó los ojos con una mano. Algo en su cerebro le decía que aquel absurdo no podía existir, pero se sentía incapaz de establecer las circunstancias.

—Si ha hecho usted esto... ¿Puede volverlo a su anterior condición? ¿Le importaría hacerlo?

David negó con la cabeza.

—Por supuesto que puedo, pero no voy a hacerlo. Si devuelvo las cosas a la forma como estaban antes, usted no recordará nada de esto, y aunque yo le jure que ha ocurrido no lo creerá. Y aunque yo filmara todo lo ocurrido, y lo grabara en cinta, y lo registrara de todas las formas imaginables, ninguna película, ni cinta, ni cualquier otro medio de reproducción mostraría nada de ello. Eso es lo más desconcertante del asunto, doctor. Cuando yo provoco algún cambio, todo lo que existía o no existía anteriormente resulta alterado de acuerdo con la nueva realidad, no solo de las memorias sino también de los registros. Así que deberemos seguir como estamos ahora, para que usted pueda convencerse de que le estoy diciendo la verdad.

El doctor Payot agitó la cabeza, como si quisiera desembarazarse de un mal pensamiento. Echó el ridículo gorro de papel de periódico a un lado. Volvió a mirar a su alrededor, luego se dirigió a la silla que había junto a la de David. Se sentó desmayadamente.

—No comprendo nada de todo esto, pero debo admitir que tiene que haber ocurrido algo desconcertante. Está bien, admito que posee usted unos poderes... peculiares. Tiene que poseerlos. Sin embargo...

—Escuche —dijo David—. He acudido a usted precisamente porque mi caso no es habitual. Cuando fui recogido en el espacio por la nave de vigilancia y salvamento, estaba prácticamente histérico. Necesité un par de meses para recuperarme y alcanzar algo parecido a la normalidad. Entonces empecé a notar que las cosas difusas que siempre se habían producido a mi alrededor se iban concentrando en algo concreto. Me di cuenta de que poseía un poder. No dije nada a nadie porque ya estaba bastante asustado por todo lo ocurrido y las preguntas que no habían dejado de hacerme y los interrogatorios constantes por parte de las autoridades y la insaciable curiosidad de los medios de comunicación. Me sentía como un fenómeno de feria, y no quería agravar aún más esa sensación. Me volví analítico conmigo mismo. Empecé a hacer pruebas. Primero cosas pequeñas, sin importancia. Luego me atreví con cosas más importantes. Quise hacer unos tímidos ensayos de comunicar lo que me ocurría a los que me rodeaban, y así fue como descubrí que la constancia de los cambios que yo efectuaba a mi alrededor desaparecían de la memoria de aquellos que los presenciaban en el momento mismo de producirse. Aquello me asustó aún más. Permanecí un tiempo sin atreverme a hacer nada, meditando sobre todo lo ocurrido. Luego, poco a poco, me animé a hacer nuevas pruebas. Y me di cuenta de que, poco a poco, mi dominio sobre todo lo que me rodeaba iba aumentando. Y sigue aumentando todavía.

El doctor Payot se agitó incomodo en su asiento.

—¿Sobre todo lo que le rodea?

David sonrió ligeramente.

—Se lo que quiere decir. Nunca me he atrevido a intentar nada directamente sobre seres vivos. Todavía no.

David estaba convencido de que la destrucción de la Pólux II y su abandono a una muerte cierta en medio del espacio intergaláctico habían desencadenado la operatividad de un poder que yacía latente en su interior. Axial había recorrido en menos de un parpadeo los treinta billones de kilómetros que los separaban de la Tierra. Había sido algo instintivo, accionando de forma automática por la inevitabilidad y sobre todo la proximidad de la muerte. Luego, una vez aflorado a la superficie, el poder no había vuelto a sumergirse: había seguido su curso hacia una operatividad total, esperando solamente a que el dominio de sus sentidos le proporcionara un control completo. Sus primeras manifestaciones, ya de vuelta en la Tierra, habían sido también instintivas, pero ahora evidentes, no como los indicios sutiles que habían marcado su infancia y adolescencia. Su creciente conciencia de aquella habilidad se había visto teñida por el temor ante las posibles consecuencias de un poder que todavía no podía dominar y cuyo alcance no conseguía captar en su totalidad. El shock más traumático se había producido cuando, poco después de su rescate, y ante el acoso de los oficiales que le atosigaban intentando averiguar las para ellos incomprensibles circunstancias de lo ocurrido, deseó verse libre de todo aquel cúmulo de oficialidad que no dejaba de presionarle hurgando en lo más profundo de su yo. El resultado, tan repentino como inintencionado, fue que toda una dependencia del complejo militar del Álamo, donde se hallaba no sabía si alojado o recluido, desapareció, junto con el personal que la ocupaba e incluso la sección militar creada especialmente para investigar el asunto. Y lo más sorprendente fue que nadie se dio cuenta de ello, nadie hizo ninguna pregunta. A los dos días se encontraba en la calle, con todos sus papeles en el bolsillo, camino de vuelta a Madrid.

Aquello le dio el primer indicio de lo que ocurría realmente a su alrededor.

—No se trata de alzar o mover o crear o hacer desaparecer objetos. Se trata de cambiar cosas. Acontecimientos incluso. No se como sucede exactamente, pero se que si deseo que el edificio ahí delante se esfume, lo hará, y nadie se sorprenderá por ello: será como si no hubiera existido nunca, del mismo modo que usted afirmó que jamás había tenido unas flores encima de la chimenea. —Hizo un gesto con la mano cuando el doctor intentó protestar ante esa última afirmación—. Y lo más importante es esto: si hago desaparecer el edificio de ahí enfrente, no sé qué le ocurre a la gente que lo habita, pero nadie reclama por su desaparición, como nadie reclamó por la desaparición de toda la sección militar que investigaba mi caso. ¿Sabe?, creo que en cierto modo los medios de comunicación dejaron de ocuparse del asunto porque yo, quizá a nivel inconsciente, deseaba que así fuera. Todo esto me preocupa terriblemente. Nunca he intentado la desaparición directa de una persona, no me he atrevido, pero me he dado cuenta de que en varias ocasiones mis actos, secundariamente, han afectado a algunas de ellas. ¿Qué ha pasado con esas personas? ¿Las he matado? ¿Han desaparecido simplemente de nuestra realidad? ¿Han aparecido de pronto en algún lugar remoto, sin saber lo que les había ocurrido? Muchas noches, este pensamiento me ha mantenido en vela hasta la madrugada.

—Usted habla de hacer desaparecer cosas. ¿Y hacerlas aparecer?

David Cobos sonrió con una cierta tristeza. No movió ningún músculo, tan solo un leve aleteo agitó sus pestañas. Pero en medio de la habitación, tan flamante como incongruente, floreció un buzón de correos.

—¿Responde esto a su pregunta? Puede sienta que la necesidad de afirmar que este buzón de correos siempre ha estado aquí, pero si es así lo considero un elemento de decoración bastante peculiar. No, no sé si este buzón ha sido creado de la nada o ha desaparecido de alguna esquina no muy lejos de aquí. Nunca he conseguido averiguarlo. Es otro de los misterios de mi poder.

El doctor asintió, pensativo. No dejaba de contemplar el buzón tan incongruentemente enraizado en el suelo de la habitación. Se preguntó si estaría lleno de cartas, y quien las habría echado, y donde.

—Comprendo —dijo—. Sí, comprendo. —Aunque en realidad no estaba muy seguro.

David Cobos se agitó en su asiento.

—Espero que ahora se de cuenta de mi situación —murmuró—. Necesito que me ayude, doctor. Los especialistas que me estudiaron a mi regreso concluyeron que se trataba de un simple asunto de teleportación. La proximidad de la muerte y mi aislamiento en medio del espacio habían despertado un sentido oculto dentro de mí que me proyectó a las inmediaciones de la Tierra, aunque no se explicaban que fuerza podía haberme hecho recorrer en un parpadeo una distancia de cien parsecs. Yo tampoco lo sé, pero hay otra cosa que complica más aún las cosas. ¿Sabe?, mi condición de navegante estelar me hace conocer bien el cielo. Y este cielo —señaló al techo, como queriendo indicar más allá— no es el cielo que siempre conocí. Ha cambiado. Las constelaciones tienen otra forma, semejante a la antigua, de acuerdo, pero como distorsionada... como si todo el sistema solar se hubiera movido a través del espacio una distancia grande... unos cien parsecs. —Lo dijo como si no se atreviera a afirmarlo, casi con un hilo de voz—. Y —vaciló de nuevo— todo el mundo acepta esta nueva configuración del cielo como la normal, e incluso los libros de astronomía la presentan así. Y por último —dijo esto casi en un susurro—, la distancia de la Tierra a Argos, lo he comprobado, es ahora cien parsecs menor de la que siempre conocí.

———

Hubo una ligera pausa. Finalmente, el doctor Payot carraspeo.

—Bien, señor Cobos. Debo decirle que su caso me desconcierta desde muchos ángulos..., pero también me apasiona, por supuesto. Por supuesto, necesitaré estudiarlo muy a fondo. Habrá que efectuar muchas sesiones de trabajo: tendré que someterle a hipnosis profunda, hacer una serie de pruebas..., va a ser un trabajo duro. Para usted sobre todo. ¿Está dispuesto a someterse a él?

He acudido aquí en busca de ayuda. Usted es el parapsicólogo más reputado de todo el mundo en estos momentos; por eso he venido. Tengo la convicción de que si usted no puede ayudarme, nadie más podrá hacer nada por mí. Estoy dispuesto a ponerme en sus manos.

El doctor Payot contempló la desnuda habitación, con el buzón de correos firmemente plantado en el centro, y sonrió.

—Está bien. Entonces concédame una semana de tiempo. Necesito consultar algunos colegas y un montón de horas técnicas: puede que en algún lugar encuentre antecedentes que me sirvan para su caso. Además, quiero preparar un completo plan de acción. ¿Le han hecho algún TEG?

David Cobos frunció el seño.

—Creo que no. ¿Qué es eso?

—Un termoencefalograma. Podría darnos algunas pistas interesantes sobre la forma en que trabaja su cerebro: se han obtenido resultados realmente espectaculares con él. Está bien, no se preocupe. Me encargaré de prepararlo todo. Hoy es lunes... ¿Le parece bien que volvamos a vernos el lunes próximo a las cuatro de la tarde? Comprimiré todos mis demás pacientes a la mañana y así podré dedicarle toda la tarde a usted. ¿De acuerdo?

David Cobos se levantó. Permitió que una sonrisa distendiera sus labios.

—De acuerdo, doctor. El próximo lunes a las cuatro de la tarde. No faltaré. Me tendrá aquí dispuesto a empezar a trabajar... en lo que sea —pensó en el TEG que había mencionado el doctor, y se preguntó si sería doloroso.

Payot carraspeo.

—Esto... no se si será pedirle mucho, pero, ¿le importaría volver a dejar la consulta como dice que estaba...antes? no sé como era, pero admito que su apariencia actual es un tanto... poco profesional para mí.

David no pudo evitar una sonrisa. Negó con la cabeza.

—No, doctor. Lo siento, pero no puedo hacerlo. Si su escritorio y su silla vuelven a aparecer y todo vuelve a ser como antes, usted no recordará nada de este traje de Napoleón ni de este buzón de correos, y se preguntará como ha podido creer en mis palabras, y pensará que simplemente estoy loco y que le he engañado con alguna extraña argucia, y nos encontraremos de nuevo como al principio. Dejémoslo todo tal como está: esto le ayudará a interesarse más en el caso. Y para recibir a sus otros pacientes siempre puede habilitar otra habitación. Aunque —no pudo evitar un cierto tono malévolo— no creo que muchos de ellos se molestaran por esta... decoración.

Salió, aún con la sonrisa en los labios. La enfermera le dirigió una sonrisa profesional y se levantó para acompañarle hasta la puerta. En la sala de espera había algunas personas aguardando. David le hizo a la mujer una seña de complicidad.

—Antes de hacer pasar a otro paciente, será mejor que hable con el doctor. Es probable que desee hacer... esto... algún arreglo.

Salió, cerrando tras él la puerta con suavidad.

2

París ya no era lo que había sido antes. Desde la gran inundación del Sena, tras la rotura de la megapresa de Romilly, obra de un atentado terrorista del Frente de Liberación de Oc, la capital de Francia había tenido que replantearse por completo su estética. Por supuesto, la torre Eiffel fue reconstruida inmediatamente, pues París no sería París sin ella, pero gran parte del resto de la historia parisina había quedado destruido más allá de toda posible salvación. El Sacré Coeur resultó indemne, así como la mayor parte de la colina de Montmartre. Pero más del noventa por ciento de los tesoros del Louvre se perdieron, incluida la Gioconda, y solamente pudieron salvarse algunas estatuas entre las que no se hallaba la Venus de Milo, rota en mil pedazos por el embate de las aguas. El numero de victimas resultó enorme, más de un millón, sin contar las de la banlieue, pero lo que más dolió a los franceses fue que el mausoleo de Napoleón hundido en su nicho de les Invalides quedara cegado por toneladas de barro. Ni siquiera los palacios de Versalles y Fontainebleau, tan penosamente reconstruidos a lo largo de los años por los sucesivos gobiernos franceses, resultaron indemnes. Los medios de comunicación vociferaron que aquello había sido un artero ataque a las más puras esencias de la nación gala, pero el hombre de la calle terminó alzándose de hombros y pensando que ya era hora de enterrar de una vez el pasado, aunque fuera bajo lodo, y mirar de cara al futuro. La historia era algo hermoso de recordar, pero solamente como curiosidad, por lo que era fácil prescindir de ella.

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