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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (2 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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Intentó racionalizar su situación. El impulsor, un aparato indispensable para cualquier salida al exterior de la nave, con forma de sillón de brazos en el que uno no iba sentado sino de pie, con los pies apoyados en una especie de tarima, llevaba, además del equipo de comunicaciones y los cohetes para dotarlo de movilidad, depósitos de oxígeno para veinticuatro horas de autonomía..., más que suficiente para cualquier salida normal. Un indicador en el tablero de mandos del brazo izquierdo señalaba en numeración digital la duración de la reserva en horas, a utilización normal, y teniendo en cuenta el consumo real efectuado. David se dio cuenta de que la tensión del momento le hacía respirar demasiado afanosamente: se controló, forzándose a una respiración pausada que consumiera menos oxígeno. E inmediatamente se preguntó: ¿para qué?

La horrible verdad estaba muy presente en su cerebro. Se hallaba a billones de kilómetros de cualquier parte. Disponía de un radio de autonomía cuyo alcance real era de poco más de cinco kilómetros. No era más que una mota en medio de la inmensidad. Las posibilidades de que una nave cruzara aquel sector del espacio dentro de su radio de alcance en el término de las próximas veinticuatro horas eran de una entre miles de billones.

Y el plazo ni siquiera era ya de veinticuatro horas. Consultó el indicador: 22:16. Mientras lo miraba, el último digito saltó: 22:15.

El impulsor llevaba también un depósito de agua potable con una cánula a la derecha de su boca. Giró ligeramente la cabeza y dio un sorbo. Al menos, pensó irónicamente, no moriría de sed. Por supuesto, no llevaba ningún depósito de comida: se suponía que ninguna salida fuera de la nave era lo bastante prolongada como para que nadie sintiera ganas de comer. Rió burlonamente. Además, en veinticuatro horas nadie tiene tiempo de morirse de hambre.

Sus perspectivas eran claras. Cuando el indicador en el brazo izquierdo de su impulsor señalara 00:00, el regulador dejaría de insuflar oxígeno a la microatmósfera del interior de su traje. Por supuesto, el reciclador seguiría eliminando los desechos de su respiración, de modo que no se ahogaría en anhídrido carbónico: simplemente moriría por falta de oxígeno.

Una muerte horrible.

La vivió por anticipado. Boquearía, buscando un inexistente alivio para sus pulmones. Boquearía más fuerte, en un fútil intento por respirar. Sus ojos se desorbitarían. Su piel se volvería cianótica. Un velo cubriría su visión. Sus pulmones arderían...

Ignoraba el tiempo que tarda uno en morir por falta de oxígeno. Pero lo imaginó largo. Y terrible. Y desesperado. La angustia tenía que ser insoportable. Quizá uno perdiera piadosamente el sentido a los pocos momentos, ahorrándose así la tortura de saber que se estaba muriendo. O quizá no. Quizá permaneciera consciente hasta el final. Sin ahorrarse ningún dolor.

La angustia mental. Ésta era la peor, porque era inevitable. No pudo impedir que sus ojos se fijaran de nuevo en el indicador: 21:36. ¿Tan rápido pasaba el tiempo? ¿O acaso volvía a respirar demasiado afanosamente? Intentó controlarse, y de nuevo se preguntó: ¿para qué?

Dudó de poder resistir hasta el final. Más de veinte horas de angustia, viendo como el reloj de la vida retrocedía lentamente hasta el cero. Quizá fuera mejor terminar de golpe con todo. Por un momento revivió sus sensaciones cuando vio la nave convertirse en una bola de fuego ante sus ojos. «Suerte que yo no estaba allí», había pensado en un primer instante. Qué estupidez. Los que estaban a bordo de la nave ni siquiera se habrían enterado de nada. Las alarmas debían de haber sonado, por supuesto, pero lo más probable era que nadie se hubiera dado exactamente cuenta de lo que ocurría antes de la aniquilación instantánea. ¿Qué mejor forma de morir que en la ignorancia total? Lo peor de la muerte es la certeza de su inevitabilidad: el saber que se te acerca a pasos lentos pero inexorables. Sus compañeros de la nave debían haber levantado la vista hacia el parpadeo de los avisadores de alarma y los estridentes timbres que les advertían de que algo iba mal, debían haber notado la vibración de las explosiones, y al momento siguiente no eran más que polvo, el mismo polvo que lo había azotado unos instantes más tarde. Hola, Marc, Iván, Sacha, Michael. Pasad. ¿Qué debía haberle ocurrido a la nave? Llevaban elementos inestables en la carga, pero estaban bien asegurados en compartimentos estancos, y todos ellos rigurosamente descebados y por debajo de la masa crítica. Claro que eso no excluía el peligro. ¿Una reacción en cadena? ¿Qué había alcanzado finalmente el convertidor y los motores atómicos y los había hecho estallar? No importaba ahora. Lo que importaba era que todos los demás habían muerto, y que él estaba ahora allí, solo, una nada en medio de la nada, aguardando la muerte.

Miró el indicador: 21:06. Bebió un sorbo de agua. Volvió a mirar el indicador.

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Debió haberse quedado dormido, porque de pronto el indicador señalaba 16:12. Se sobresaltó. Quería vivir cada minuto del tiempo que le quedaba. ¿Lo quería realmente?

Pensó de nuevo en la posibilidad de terminar de una vez. Era sencillo. Podía provocarse un desgarrón en el traje. La descompresión explosiva terminaría con él en escasos segundos. Ni siquiera se daría cuenta: un ligero vahído, un instante de angustia, y todo habría acabado. No sería el tormento de ver acercarse inexorablemente el final, de pensar que el indicador podía no ser exacto y dar cada nueva boqueada con el temor de hallarla vacía de oxígeno. Pero algo le retenía. Había visto en otros los resultados de la descompresión explosiva en el espacio. En uno de sus anteriores viajes había tenido que rescatar a un compañero muerto en estas circunstancias. Había visto los efectos, y se había sentido enfermo. Una descompresión explosiva hace que la sangre fluya por todos los poros de tu cuerpo, y en el vacío del espacio forma multitud de minúsculas gotas rojas que flotan a tu alrededor, orbitando tu masa, siendo atraídas lentamente por ella y cubriéndote de pequeñas perlas rojas solidificadas por el frío del espacio. Si alguna vez su cuerpo era hallado por alguien, no quería que le encontraran de esa forma. Era una cuestión de dignidad. No lo aceptaba.

De modo que sólo quedaba una solución: aguardar el final. ¿Podría hacerlo? No estaba muy seguro.

15:40, ¿Acaso el tiempo había perdido su metro nómica regularidad? Pero el consumo de oxígeno no era regular. La tensión le hacía respirar incontroladamente. Y quizá fuera mejor así. Respirar profundamente, con ansiedad: eso acortaría la agonía.

Tenía hambre. Pero no podía hacer nada al respecto. También tenía ganas de orinar: la tensión afloja la vejiga, y había bebido mucha agua. Utilizó el depósito del traje conectado con la bomba del impulsor: los diseñadores del conjunto traje-impulsor habían previsto la contingencia de que en esas veinticuatro horas un hombre puede sentir deseos de orinar más de una vez. Era un alivio.

Lo peor era verse rodeado por la nada. Jamás se había dado tanta cuenta de lo abrumadoramente lejanas que estaban las estrellas. Miríadas de puntos brillantes que poblaban toda la esfera a su alrededor, formando una bóveda fascinante de configuraciones curiosamente deformadas, casi irreconocibles desde aquella perspectiva. Intentó localizar el Sol dentro del conglomerado de la Vía Láctea y tras unos instantes lo consiguió. O creyó conseguirlo. No estaba seguro. Pero tampoco importaba. Allí estaba la Tierra, inalcanzablemente lejos, giraba en torno a aquel punto casi invisible a cien parsecs de distancia, trescientos ocho billones de kilómetros. Tan inaccesible como la eternidad. Y solamente le quedaban... 12:01 horas. Si respiraba pausadamente.

Lo peor era la oscuridad. Allí no había ningún sol cercano que iluminara las cosas. La nave conectaba sus proyectores externos cuando alguien salía a trabajar al exterior, y esto daba corporeidad a su masa en el vacío interestelar. Los potentes focos gemelos de su impulsor, abriéndose en amplios haces cónicos ante él, iluminaban todo lo que estuviera delante de su cuerpo. Pero su alcance era corto, y si no había nada que iluminaren las inmediaciones era como si no existieran. Ni siquiera podía ver su propio cuerpo. Y eso era, quizá, lo peor de todo.

Sintió que la angustia lo abrumaba. Quiso llorar. Luego debió quedarse dormido. Cuando miró de nuevo el indicador, señalaba burlonamente: 08:33. ¿Le costaba un poco más respirar, o era imaginación suya? Habiendo localizado el Sol, intentó descubrir el sistema del cual habían partido tras cargar la nave. No lo consiguió. Pero el fantasma del carguero destruido debía estar todavía en algún lugar cerca de él, junto con el fantasma de sus compañeros tripulantes. Pronto estaré con vosotros, pensó. Pero aún tendréis que aguardar un poco. Hay veces en que cuesta morir.

Una sorprendente laxitud lo invadió. Ya que no puedes hacer nada, resígnate. Contempla a tu alrededor. Nadie ha estado nunca tan a solas con el universo como tú.

La bóveda que le rodeaba adquirió de pronto una nueva dimensión de belleza. Tuvo conciencia de la magnitud de la obra del Creador. Se sintió inundado por una nueva luz. Gozó de un espectáculo que a muy pocos hombres se les ha dado contemplar. Pensó que era posible que otros, en sus distintas versiones, lo hubieran visto antes que él. La historia de la navegación interestelar reportaba casos de otros hombres que se habían perdido en el espacio, entre las estrellas, antes que él. ¿Habrían hallado todos la misma paz?

05:52, señalaba el indicador. Por tercera vez, se adormeció.

Despertó sacudido por una repentina agitación. Miró a su alrededor, sin saber dónde estaba. Por unos momentos creyó que había vivido un sueño. Luego, lentamente, la realidad se infiltró en su interior.

Miró el indicador: 02:17. Dios míos, tan poco ya. Sintió un repentino estremecimiento. No, no quería morir. Y menos de aquella manera, olvidado por todos, en medio de la nada y la inmensidad. Siempre había odiado a sus semejantes, pero ahora los quería, los necesitaba. El vacío era demasiado negro, y solitario, y silencioso, y frío. Necesitaba algo de calor, luz, amor. No quería morir en soledad. Sintió un ansia visceral que hizo que sus intestinos se anudaran dolorosamente. Dio un sorbo de agua, y vomitó inconteniblemente. El visor de su casco se pobló de pequeñas gotitas, que fueron retirándose lentamente a medida que el deshumidificador del traje iba absorbiéndolas. No quiero morir, no. Quiero volver a la Tierra. Con los míos. No quiero morir en soledad.

Le invadió una especie de estado febril. Se agitó dentro de su traje. Sin darse cuenta de lo que hacía, pulsó frenéticamente los mandos de los chorros, en un intento de ir a alguna parte. Lo único que consiguió fue empezar a dar vueltas sobre sí mismo. Necesitó de todo su control para dominarse y frenar su rotación. No sabía a que velocidad se movía ni en que dirección; los impulsos añadidos al movimiento original de la nave habían creado una trayectoria arbitraria. Era posible incluso que estuviera completamente inmóvil en medio de la nada. A tanta distancia de cualquier punto de referencia cualquier trayectoria o velocidad carecían de sentido.

Sin embargo, movido por un impulso absurdo, buscó de nuevo la orientación del sol. Lo encontró, o creyó encontrarlo. Se orientó hacia él. Y pulsó a fondo los chorros del impulsor, y los mantuvo pulsados hasta que se agotó la energía, en un fútil intento de proseguir un viaje absurdo hacia la Tierra. A su alrededor, nada cambió.

———

Se sumió en una especie de delirio. Ya no le importaba la muerte. Su único pensamiento era regresar. Se sentiría feliz viendo de nuevo el azulado globo de su planeta natal. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Lo necesitaba. Con un ansia que brotaba de lo más profundo de su ser. Todo su cuerpo, su mente, su alma, se fundieron en ese deseo. Sintió como se llenaba toda su conciencia. ¿Era el paroxismo anterior a la muerte? ¿Los primeros indicios de la falta de oxígeno? 01:22, rezaba el indicador.

Y la Tierra seguía estando tan lejos...

———

Una voz sonó en sus auriculares:

—Atención, atención, ¿nos escucha? Aquí nave patrulla SX-212-C. ¿Nos escucha? Identifíquese, por favor.

Era algo tan inesperado, tan deseado, tan increíble, que hizo vibrar en resonancia todos sus nervios. Miró alucinado a su alrededor. Y entonces vio, ante él, el imposible espectáculo: el planeta azul y blanco, familiar, querido, flotando glorioso ante él, inundándolo con su luz, a él que había permanecido bañado en las tinieblas, inundándolo con su aura de cotidianidad. Y a un lado, avanzando hacia él, el huso plateado, resplandeciente, de una nave de vigilancia y rescate.

—Yo... —apenas pudo balbucear—. Dios, yo...

—No se preocupe, en diez minutos estamos a su lado —dijo la voz—. ¿Cuál es su identificación?

David Cobos no pudo responder. De lo único que fue capaz fue de sollozar. Sollozaba cuando una figura, manejando un impulsor idéntico al suyo, se destacó de la nave y avanzó hacia él, lo sujetó del brazo y lo remolcó hacia la esclusa de entrada del aparato. Seguía sollozando cuando unas manos expertas le quitaron el casco y unos ojos inquisitivos se clavaron fijamente en los suyos. El indicador de oxígeno de su impulsor señalaba 00:16.

Seguía sollozando aún una semana más tarde, en el hospital psiquiátrico donde fue llevado por los desconcertados miembros del cuerpo de vigilancia espacial. Pasaron veinte días antes de que pudiera empezar a hablar coherentemente.

1

El doctor le escuchaba atentamente. Su misión primordial era siempre ésta: escuchar. Las confesiones de los pacientes son el primer paso para situar el caso. Luego vienen las preguntas. Pero lo más importante primero es escuchar.

La habitación estaba diseñada para invitar a la confidencia. Una mesa funcional de metacrilato, sillas de tubo de acero cromado y cuero auténtico, las paredes pintadas de un tono pastel casi blanco con algunos cuadros relajantes colgados de forma dispersa, un sofá en un rincón, una mesita baja, y una luz suave que emanaba de forma indirecta de las cuatro esquinas del techo dando una sensación de profunda relajación. No había ninguna abertura visible al exterior.

El hombre al otro lado de la mesa de metacrilato también irradiaba confianza. Unos cincuenta años, alto y delgado, de rostro muy bronceado y ojos profundamente azules que parecían mirar a los últimos rincones del alma. Había alfo hipnótico en aquella mirada, y por un momento un rincón del cerebro de David Cobos se preguntó si de hecho no usaría la hipnosis en aquellas sesiones. Era una forma efectiva de mantener el control de sus pacientes.

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