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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (5 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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Así pues, París se reconstruyó en dos frentes: el París viejo en torno al Sacré Coeur y Montmartre, y el París nuevo tomando como centro el Rond Point de la Défense, que apenas había sufrido daños por la inundación. El gobierno (lo que quedaba de él) abandonó definitivamente el Eliseo y se instaló en una de las altas torres de la Défense, y allí se centró a partir de entonces la vida económica y social de París, que de pronto se encontró que había perdido su aureola histórica de ciudad luz y se había convertido casi en una segunda Brasilia, mientras Montmartre quedaba como una curiosidad para turistas nostálgicos, al estilo de la ville vieille de tantas otras ciudades históricas francesas. Por supuesto, como consecuencia del desastre, Occitania sufrió la represión más dura de su historia.

Hacía doce años de todo aquello. Ahora París había restañado sus viejas heridas y volvía a lucir alegre y bulliciosa. Mientras descendía en el ascensor ultrarrápido desde el piso diecisiete del edificio, donde el doctor Payot tenía su consulta, a la calle, David Cobos se planteó que hacer durante aquella semana de margen que tenía por delante. Naturalmente, era una tontería marcharse de la ciudad y volver el próximo lunes. Pero París ya no tenía tantos alicientes como para quedarse toda una semana visitándolo. Por supuesto, podía buscar otras alternativas. Dedicarse a visitar los castillos del Loira, por ejemplo, que tras la «muerte» del París histórico se habían convertido en el principal centro de atención de los nostálgicos añoradores de la vida pasada. Pero, con sinceridad, no le apetecía en absoluto bucear en la historia. Oh, si, París tenía todavía la suficiente vida nocturna (depurada y modernizada ahora que las masas de turistas ya no acudían en manadas) como para divertirse durante siete días. Pero, se preguntó: ¿Le apetecía realmente divertirse? ¿Ese tipo de diversión?

Antes de detenerse esos inconscientes e inevitables segundos ante las puertas automáticas, que siempre parecen que no van a querer abrirse ante uno, le echó una última mirada al directorio del edificio. Allí estaba la placa, en reluciente metal dorado: «Dr. Henri Payot – 17». Luego franqueó la entrada, y no pudo evitar el detenerse los también inevitables segundos mientras comprobaba, con el rabillo del ojo, que la puerta se cerraba efectivamente a sus espaldas.

En la calle, parpadeó. La luz del sol le deslumbró por unos momentos tras la tamizada luz del interior del edificio. Alzó la vista hacia la resplandeciente fachada de cristal que parecía gravitar ominosamente sobre él. En un punto, en el vigésimo piso, el sol arrancaba un destello cegador a la lisa superficie oscura. Bien, se dijo; tenía toda una semana por delante. Intentaría aprovecharla del mejor modo que pudiese.

El edificio «Concorde», donde se hallaba situada la consulta del doctor Payot, daba frente a la amplia avenida de circulación rápida que cruzaba la zona de la Défense y la enlazaba con el resto de la ciudad. El tráfico era intenso a aquella hora. Mucha gente vivía en el «casco antiguo» (un eufemismo) de París, que era más barato, mientras que trabajaba en el centro de negocios de la ciudad, situado en torno a las altas torres de la Défense. Miró el reloj: las seis y diez. La hora punta. Pero tenía el hotel a cinco manzanas. Iría dando un paseo; se ducharía, se cambiaría, y saldría a dar un vistazo al París la nuit. Se sentía optimista tras su entrevista con el doctor Payot. Al menos ahora tenía la sensación de estar haciendo algo positivo, de dirigirse hacia algún sitio en vez de hallarse encerrado en un callejón sin salida. Fuera lo que fuese lo que le sucedía, quería saberlo.

Echó a andar hacia abajo por la amplia acera de la gran avenida que desembocaba en lo que en otros tiempos había sido la Place de l’Étoile, con su arco de triunfo y su llama a los caídos, el primero desaparecido y la segunda apagada en la gran inundación. Había bastante gente: la avenida, pomposamente rebautizada como Avenue du Rond Point para enfatizar el desplazamiento de poder al que conducía, se había convertido en la sucesora de los antiguos Campos Elíseos, y las galerías comerciales atraían a mucha gente que se daba una vuelta al salir del trabajo y antes de regresar a casa. Una señora le dio un golpe en la pierna con una enorme bolsa de las Galeries de la Liberté, las galerías de moda. Apenas oyó a la mujer farfullar el clásico y automático «pardon» con que los franceses quieren dar a entender que no les importa en absoluto lo que le hayan hecho a uno. Los altos edificios del otro lado de la avenida trazaban sombras oblicuas que dibujaban un curioso cebrado sobre el pavimento y el denso fluir de los aerocoches por los cinco niveles de circulación. Por unos instantes gozó del espectáculo, pensando que era bueno estar inmerso entre la gente, mientras sorteaba transeúntes sumidos en sus propios asuntos. Luego la misantropía se apoderó de nuevo de él, y sintió deseos de estar a solas en aquella amplia avenida, disfrutarla exclusivamente para él. Se contuvo al pensar en las posibles consecuencias si daba demasiada fuerza a su deseo. No pudo evitar un ligero estremecimiento.

El zumbido le llegó desde atrás, claramente destacado del resto del rumor del tráfico. Por unos instantes no supo lo que era; luego identificó el motor de un aerocoche. Se volvió a medias, desconcertado, para ver que pasaba, y mientras lo hacía captó la mirada de terror en las personas que le venían de frente.

Apenas necesitó un segundo para darse cuenta de la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Un aerocoche se había salido completamente de su banda de circulación y avanzaba a toda velocidad por encima de la acera, descendiendo casi en picado... ¡directamente hacia él!

La sorpresa lo paralizó apenas una fracción de segundo, luego reaccionó con la celeridad de respuesta que le habían proporcionado los constantes ensayos de emergencias de toda índole en su vida espacial. Las distintas posibilidades cruzaron por su mente a la velocidad de la luz. Era inútil intentar escapar: no había tiempo. El aerocoche estaba casi encima de él. Su única posibilidad era...

Todo su cuerpo se convulsionó ante el pensamiento, pero no dudo ni una fracción de segundo: fue algo completamente instintivo, más allá no solo de su volición sino incluso de su razonamiento. El aerocoche, como atrapado por una repentina ráfaga de viento, giró bruscamente hacia la izquierda, metiéndose con violencia en el flujo de la circulación. David se echó brutalmente al suelo, mientras su mente le gritaba lo que iba a ocurrir a continuación. El aerocoche colisionó de costado con el primer vehículo del carril elevado número dos, y éste, de rebote, chocó contra el que tenía a su izquierda. El que venía inmediatamente detrás hizo una rápida finta, saliéndose de su carril y situándose sobre la acera al tiempo que se elevaba en un violento ángulo que debió aplastar a su conductor contra el asiento. El que iba detrás de éste no tuvo tanta suerte: intentó la misma maniobra que su predecesor, pero el de su izquierda, que iba un poco más adelantado que él, quiso esquivar la colisión múltiple que tenia delante girando a la derecha, y los dos vehículos chocaron estrepitosamente. En pocos segundos el lugar era un pandemónium.

Pero David sabía que no podía quedarse allí contemplando el espectáculo. Los aerocoches tenían dispositivos de seguridad que los mantenían a un mínimo de distancia los unos de los otros, y por eso los accidentes eran escasos; pero cuando se producía uno, ya fuera porque los dispositivos de algún aerocoche fallasen o su conductor estuviera conduciendo en plan kamikaze, el desastre era de grandes proporciones. Se levantó de un salto, manteniéndose todo lo agachado que le fue posible, y se echó a correr hacia los edificios más cercanos, ensordecido por los gritos que se alzaban a su alrededor. Logró llegar al portal de un edificio y pateó nerviosamente el suelo para que las puertas se abriesen más aprisa, aun sabiendo que su gesto era infantilmente inútil. En algún lugar, muy cerca, oyó un gran estrépito de cristales rotos. No cruzó el portal: fue empujado violentamente desde atrás por otros transeúntes que habían tenido la misma idea que él.

———

No supo el tiempo que transcurrió hasta que consiguió recuperar el aliento y controlar el temblor de sus brazos y piernas. El vestíbulo del edificio estaba lleno de gente que hablaba en voz demasiado alta, gritaba, sollozaba. Al parecer había algunos heridos. Miró hacia fuera a través del amplio panel de cristal oscuro. Lo peor parecía haber pasado. Se oían algunas sirenas: la policía sin duda, o quizá ambulancias. Supuso que el número de muertos tenía que ser elevado.

Aquello le produjo un incontrolable estremecimiento. Empezaba a darse cuenta de cuál podía llegar a ser, si quería, el alcance de su poder. Porque no cabía ninguna duda de que había sido él quien, en un arranque instintivo, había hecho que el coche se desviara a la izquierda para evitar que lo alcanzara a él. Ahora se daba cuenta de que hubiera podido lanzarlo hacia arriba, en vertical, sin consecuencias más graves que un susto para todo el mundo, o simplemente hacerlo desaparecer, incluido el conductor, como había hecho con las flores y la mesa y la silla de la consulta del doctor Payot. Pero no había tenido tiempo de meditar: su único pensamiento en aquella tensa fracción de segundo había sido desviar el aerocoche que se le echaba encima, del mismo modo que uno le da un manotazo a un mosquito para evitar que le pique. Y el resultado... Dios, el resultado.

Miró a su alrededor, como esperando que todas aquellas personas entre asustadas e histéricas que le rodeaban le estuvieran observando acusadoramente, conscientes de que él había sido el culpable de todo. Nadie le prestaba atención. Se levantó tambaleante y se dirigió a la puerta. Todo el mundo permanecía apartado de ella para impedir que se abriera, como si aquella delgada lamina de cristal pudiera protegerles. Esta vez no hizo la pausa instintiva para esperar a que se abriera; la doble lámina se corrió a ambos lados mientras seguía avanzando sin detenerse, y la luz del exterior hirió sus ojos. Había una multitud allí, morbosamente congregada en torno al lugar de los hechos ahora que todo había pasado. La amplia avenida se hallaba despejada de circulación, sin duda había sido cortada desde ambos extremos. Había un amasijo de hierros retorcidos esparcidos por el suelo, y cuerpos tendidos, sin duda peatones alcanzados por la metralla en que se habían convertido algunos de los vehículos alcanzados. Una multitud de policías mantenía a duras penas un cordón para evitar que la gente se abalanzara sobre el lugar. Al menos había una docena de ambulancias. Hombres uniformados iban precipitadamente de un lado para otro. Por todas partes se oían claxons, silbatos, voces, órdenes, gritos.

Se apoyó en la fachada del edificio, sintiendo algo semejante a un vahído. Una contracción de su estomago le hizo temer que iba a vomitar. Se contuvo a duras penas.

Sus piernas iban a ceder de un momento a otro, lo sabía. Veía ante él toda la enormidad de lo que había ocurrido, y aquello agravaba hasta límites insoportables su sentimiento de culpabilidad. Y entonces otro pensamiento empezó a infiltrarse insidiosamente en su cabeza. ¿Por qué un aerocoche abandonaría de aquel modo los carriles reservados a la circulación de vehículos y se lanzaría a tumba abierta sobre el espacio reservado a la circulación peatonal? Por supuesto, existían los conductores kamikaze, pero ninguno de ellos se atrevería jamás a algo tan enorme: la penalización por sobrevolar la zona peatonal, a menos que existiera una emergencia muy justificable, era no solo la retirada a perpetuidad del permiso de conducir, sino una condena de seis meses a seis años de prisión incondicional, y una multa que podía llegar al equivalente de cinco años de sueldo del infractor. Nadie se atrevería nunca a cometer una barbaridad semejante, y menos en una acera tan concurrida como aquella, a menos que...

A menos que... se estremeció de nuevo, y esta vez fue un estremecimiento de tipo muy distinto. El aerocoche no estaba simplemente sobrevolando la zona peatonal de la avenida: estaba picando hacia la multitud. Picando hacia él. ¡Iba directamente a por él!

Tenía la intención de matarle estrellándose contra él, no importaba cuales fueran las consecuencias.

Tenía la intención de matarle.

Inspiró profunda y temblorosamente, en un intento de recuperar la cordura. ¿Se estaba volviendo cada vez más loco? ¿Era este el autentico origen de todos sus males?

Una mano se posó suavemente en su hombro.

—¿Se encuentra bien, señor Cobos?

Se volvió, sobresaltado. A su lado había un hombrecillo bajo, vestido con un arrugado traje gris que parecía no haberse quitado de encima en una semana. Tendría unos cincuenta años, el pelo cano y una nariz diminuta sobre la que cabalgaba precariamente unas gafas de montura casi tan gruesa como sus cristales. Tras ellos, sus distorsionados ojos parecían dos brillantes cuentas de cristal.

—Porque es usted el señor Cobos, ¿verdad? —añadió.

Por unos momentos David solo pudo asentir con la cabeza. Finalmente consiguió articular:

—¿Cómo... cómo sabe...?

El hombrecillo se llevo rápidamente un dedo a los labios.

—Escuche. No podemos hablar aquí. Es peligroso. Necesito contarle algo muy importante. Supongo que a estas alturas se habrá dado cuenta ya de que intentan asesinarle. Yo sé por qué. Pero es arriesgado que nos vean juntos. Escuche: siguiendo la avenida, en esta misma acera, casi en la esquina, por ese lado —señaló hacia su derecha—, hay una cafetería. Se llama «El viejo Elíseo». Entrando, a mano derecha, hay un tramo de escaleras que conduce a una salita en el piso de arriba con unas pocas mesas. Con lo que ha ocurrido aquí, no creo que haya nadie. A lo mejor ni siquiera están los camareros. Le esperaré allí. Aguarde cinco minutos y vaya. Podremos hablar con una cierta discreción. Si veo que hay peligro le dejaré una nota sobre la mesa. Pero es urgente que hablemos.

David abrió la boca para decir algo, pero el hombrecillo ya no le escuchaba: lanzó una mirada furtiva a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie había reparado en su breve contacto, y se echó a andar acera abajo. David lo contempló mientras se alejaba, incapaz de moverse. Le vio llegar casi hasta la esquina y meterse en una entrada. Sobre ella había una marquesina con un rotulo luminoso, ahora aún apagado, perpendicular a la pared: «El viejo Elíseo – Cafetería – Crepería – Bar».

Siguió apoyado contra la pared. La cabeza le daba vueltas. Se dio cuenta de que necesitaba tomar algo fuerte si no quería desfallecer. A su alrededor todo era un gran tumulto donde los gritos, las ordenes y las imprecaciones se mezclaban con los silbatos y las sirenas de las ambulancias que seguían llegando... Alguien pasó por su lado murmurando una y otra vez, como una cantinela: «Dios mío... Dios mío». Hizo acopio de fuerzas y se apartó de la pared. Se abrió camino calle abajo, siguiendo las huellas del hombrecillo. Se metió bajo la marquesina de «El viejo Elíseo».

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