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Authors: Kenneth Anger

Tags: #Historia, Referencia

Hollywood Babilonia (4 page)

BOOK: Hollywood Babilonia
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Pistas posteriores en el estudio del difunto revelaron el contenido de otra carta, camuflada entre las páginas de
Manchas blancas
, un librito erótico de Aleister Crowley. Cuando la perfumada hoja revoloteó hasta el suelo, quedó descartado que hubiese sido redactada por Mabel Normand. El papel color rosa pálido estaba monografiado M.M.M., a la vista de lo cual se alzaron muchas cejas. Mary Miles Minter era la respuesta de la Paramount a Mary Pickford, tirabuzones incluidos: la más genuina representación de la inocencia a secas. Sin embargo, de su puño y letra, en la nota cariñosa se decía bien claro:

Mi muy querido— Te amo— Te amo— Te amo— xxxxxxxxxxxxxxx
[4]

¡Tuya siempre! Mary.

Interrogada, Mary confirmó: "Amé a William Desmond Taylor. Profunda, intensamente, con toda la admiración que una muchacha puede sentir y ofrecer a un hombre con la clase y la posición que él tenía" (M. M. M. contaba veintidós años; Taylor, cincuenta).

En el transcurso del pomposo funeral, una turbada Mary Miles Minter se aproximó al féretro y besó los labios del cadáver. Al retirarse, armó un considerable revuelo al anunciar que el muerto había hablado. "Se ha dirigido a mí y me ha dicho algo así como:
Siempre te amaré, Mary
''.

Las circunstancias que rodeaban la muerte de Taylor eran tan chocantes que, posteriormente, serían incorporadas en algunos argumentos de novelas y guiones de películas, con todos o gran parte de los personajes de la vida real, incluyendo al criado-soprano, Peavey, cuyo
hobby
era tricotar chales y mantelitos de crochet. Estaba también lo del mayordomo de Taylor, un tal Sands, quien había desaparecido. Más tarde se descubrió que era el hermano pequeño del realizador, una dudosa figura con un pasado escabroso, al margen de la ley. Taylor le había enseñado hasta hacerle adquirir una apariencia impecable y servil a la que contribuían en buen grado sus níveos cabellos. Sands, sospechoso de haber falsificado cheques y de una posible implicación en el asesinato de su hermano, había puesto pies en polvorosa y jamás volvió a saberse de él.

También se descubrió que tanto Mary Miles Minter como Mabel Normand habían visitado a Taylor la noche del crimen. Mabel fue la última persona que le vio con vida. Como regalo de despedida, el siempre galante Taylor le ofreció el último volumen de Freud publicado en Estados Unidos.

Sólo habían transcurrido diez minutos de la partida de la limusina de Mabel, cuando una vecina, la señora Faith Cole McLean, escuchó un estruendo que la hizo asomarse a la ventana que daba al bungalow de Taylor. McLean declaró a la policía: "La verdad es que yo no estaba muy segura de que aquello hubiese sido un disparo, pues lo que oí parecía más bien una explosión. Entonces, al mirar por la ventana, vi a un hombre que abandonaba la casa caminando por el sendero. Bueno, supongo yo que debía ser un hombre. Al menos, vestía como tal, pero, ¿sabe usted?, de una forma peculiar. Llevaba un pesado abrigo con una bufanda alrededor del cuello y una gorra que le caía sobre los ojos. Pero caminaba como lo haría una mujer. Ya sabe, a pasitos, balanceando unas caderas anchas y con las piernas más bien cortas". (¿Podría tal vez haberse tratado de la celosa progenitora de Mary Miles Minter, la señora Shelby, disfrazada? Ella poseía una pistola calibre 38 con la que la habían visto practicando pocos días antes del crimen. El caso es que, poco después, fue autorizada para embarcarse rumbo a Europa sin haber pasado por ningún interrogatorio.)

El enigma hubiese resultado frustrante incluso para el mismo S. S. Van Dine.

El asesinato conmocionó a Hollywood. Y fue un incidente particularmente perturbador para la colonia fílmica, dado que Taylor, prominente figura social, había sido el presidente de la Screen Director's Guild. Mundano, atractivo, bibliófilo, supuestamente soltero y con una envidiable reputación como rompecorazones era, en realidad, William Deane-Tanner, desaparecido desde 1908 de un hogar neoyorquino en el que había dejado abandonadas a su esposa e hija.

Pronto se averiguó que, en su encarnación hollywoodense, Bill Desmond, había mantenido
affaires
simultáneos con Mabel Normand, Mary Miles Minter y la madre de ésta, Charlotte Shelby. El "cuadrángulo" contenía todos los ingredientes picantes que la prensa pudiera desear, en el más sensacionalista de los sentidos. Los periódicos insinuaron asimismo que Taylor había sido la causa del suicidio de una famosa guionista de la Famous Players, Zelda Crosby, con la que también había mantenido relaciones íntimas.

Durante la búsqueda en el bungalow de Taylor, los inspectores dieron con un nuevo y esotérico aspecto de las peculiaridades del occiso. En un hermético armarito del dormitorio encontraron una colección sin parangón de ropa interior perteneciente a diversas chicas de Hollywood, cuyas braguitas de encaje primoroso, se hallaban clasificadas cada una con sus correspondientes iniciales y una fecha. (Estaba más que demostrado que el viejo zorro se había propuesto retener un encantador
souvenir
de cada encuentro sentimental.) Cuando un camisón de seda rosa pálido, bordado y con las iniciales M.M.M., salió a relucir, la imagen dulce y virginal de su propietaria, Mary Miles Minter quedó hecha trizas y su carrera masacrada. (Retirada, muy a su pesar, M.M.M. buscó consuelo en los placeres gastronómicos y, claro, ganó peso con gran celeridad.)
Los Tambores del destino
fue su última película.

Como si todo ello no bastase, hubo un nuevo tema, el de la droga, para añadir más miel sobre las hojuelas. Los sabuesos de profesión, alias reporteros, descubrieron que el sorprendente Taylor había sido visto más de una vez en ciertos sitios de alterne de Los Ángeles y Hollywood, covachas donde hombres afeminados y mujeres masculinizadas, ataviados con pintorescos kimonos y sentados en círculo, eran obsequiados con marihuana, morfina y opio junto con el té de las cinco.

Implicada en el aspecto narcótico del caso Taylor, a Mabel Normand le llegó el turno de hacer mutis por el foro de su carrera cinematográfica.
Suzanna
, el film que acababa de rodar para Sennett, hubo de ser retirado de los cines tras soportar el inevitable boicot.

El epitafio a su labor lo puso la revista "Good Housekeeping", al sugerir que Mabel ya estaba demasiado "adulterada" para el consumo familiar. La deliciosa comediante de tantas farsas Keystone ya no significaba nada para su antigua legión de admiradores.

Pese a que tanto Mabel Normand como Mary Miles Minter fueron los principales chivos expiatorios del caso Taylor, todo Hollywood se sintió alcanzado por el eco. Se desparramaron lamentos por todo el país ante esta nueva prueba de la depravación de Cinelandia. 1922 fue un año muy duro para el celuloide.

Avalanchas de prensa adversa continuaron vertiéndose; fueron formuladas incontables denuncias desde los púlpitos. Lo que temían los magnates no era precisamente la ira divina, sino la disminución de las ventas en las taquillas. El espectro de un boicot colectivo a cargo de clubs femeninos, organizaciones clericales y comités anti-vicio, se cernía amenazante. Ante este ataque frontal del puritanismo profesional clamando por una limpieza, algo había que hacer para mejorar la imagen de las películas.
Y deprisa
.

La fiebre de Hays
[5]

La necesidad de mejorar la imagen de las películas derivó en una limpieza general, que tomó como ejemplo la llevada a cabo en el mundo del
baseball
.

El multimillonario negocio de los deportes había estado al borde del colapso cuando surgió a la luz el tongo amañado durante el Campeonato Mundial de 1919. Los mandamás del
baseball
encontraron solución a sus apuros empleando cincuenta mil dólares en la compra del juez Kenesaw Mountain Landis y convirtiéndolo en el zar que garantizaba la pulcritud en el juego.

Los jefazos de Hollywood decidieron utilizar un cabeza de turco similar, indispensable para arbitrar la moralidad de las películas. Y doblaron la apuesta.

De modo que, mediante cien mil pavos anuales, el puesto de Zar del Celuloide fue ofrecido a un tipo afectado, con orejas de murciélago, tímido en apariencia y cincel de políticos: Will H. Hays, miembro del poco afortunado Gabinete del Presidente, quien, como representante del Comité Nacional Republicano, había conseguido inclinar la nominación a favor de Harding. (En 1928 se descubrió que el supuestamente puro Hays, había aceptado un "regalo" de 75.000 dólares y un "préstamo" de otros 185.000 del magnate del petróleo Harry Sinclair, en señal de gratitud por haber servido al afable Harding de trampolín hacia la Casa Blanca. El retorcido Hays dio al Comité del Senado tres versiones diferentes acerca de estos sobornos; el Senador Borah alegó que "Hays había obligado al Partido Republicano a venderse a sí mismo frente a los saqueadores de la nación". Hays pudo escabullirse de estas acusaciones por los pelos; en 1930, lo pillaron con las manos en la masa, pagando sumas en calidad de honorarios a los líderes "morales", supuestos jurados imparciales de la pureza de las películas de cara a diversas instituciones cívicas y religiosas. El voluble Hays se las compuso muy bien en esta maniobra.)

En calidad de comandante en jefe de Harding, Hays añadió leña al fuego. Este presbiteriano, miembro de los Caballeros de Pitias, Kiwanianos, Rotarios, y además masón, supo presentarse como el único capaz de contentar a las ligas de la pureza.

Harding aceptó la dimisión de su astuto perro de presa y Hays marchó a su oficina de Nueva York —una ciudad considerada "neutral", alejada de la carnalidad de Hollywood, pero convenientemente cercana a los poderosos magnates del Cine.

En marzo de 1922, Hays se convirtió en el Zar de las Películas: le hicieron presidente de la apresuradamente constituida Motion Pictures Producers and Distributors of America Inc. En compañía de una compacta asamblea de Padres Fundadores —Adolph Zukor, Marcus Loew, Carl Laemmle, William Fox, Samuel Goldwyn, Lewis y Myron Selznick—, convocó una conferencia de Prensa para propagar a los cuatro vientos lo que a partir de ese instante sería el
new look
, la nueva imagen de Hollywood. (Elinor Glyn predijo cínicamente: "Sólo cambiará en aquello que les dé más dinero, ya veréis".)

Los guardaespaldas de la moral en el cine comenzaron a proferir una sarta de tonterías: "El poder del cine respecto a la moral y educación no tiene límite; por tanto, su integridad debe ser protegida como hacemos con la de nuestros hijos en los colegios; su calidad, desarrollada como la de nuestras instituciones escolares… Por encima de todo existe nuestro deber de cara a la juventud. Hemos de tener presente esa sagrada materia, la mente de un niño, un campo limpio y virginal, una pizarra en blanco. Nuestra postura tiene que ser de idéntica responsabilidad, el mismo cuidado que adoptaría el mejor de los sacerdotes, el más inspirado educador de la juventud". A medida que Hays iba recitando, los Padres Fundadores de Cinelandia le apoyaban con gestos, mostrando su asentimiento ante las cámaras. La política ya había enseñado a Hays todo lo que necesitaba saber acerca de la hipocresía.

La oficina Hays publicó su primer "manifiesto": las películas iban a ser purificadas. La inmoralidad en la pantalla sería tijereteada: abajo la grosería, la ropa interior, los besos lujuriosos, no más carnalidad; hacha para los que se atrevieran a infringir estas normas fuera de la pantalla. La gente de cine tendría que obligarse a observar una Cuaresma perpetua. Serían incluidas cláusulas moralistas en todos los contratos, a fin de mantener incólume a la "Gente Dorada"; los astros se convertirían poco menos que en curas y las estrellas en monjas. Los desobedientes serían castigados severamente.

La "fiebre" Hays inundó las administraciones. Pero los jefes supremos no se hacían demasiadas ilusiones de que dichas cláusulas morales fueran a alterar la forma de vida de la colonia. Iniciaron investigaciones secretas sobre todo bicho viviente y lanzaron sobre Hollywood una horda de detectives. Estos se valieron de los mismos trucos de siempre, desde los sirvientes bajo soborno, hasta las escuchas telefónicas, sin olvidar a los especialistas en espiar a través de ventanas abiertas. Cuando las medidas dieron fruto, las oficinas centrales se estremecieron. Aquello era peor, mucho peor de lo que se habían imaginado. Bajo la aprobación del Zar Hays, se recopiló un Libro Negro en el que se hallaban incluidos un total de ciento diecisiete nombres de Hollywood considerados "no recomendables" a causa de sus ya no muy privadas costumbres.

El encantador Wally

Cuando le mostraron a Adolph Zukor el Libro de los Malditos, el mandamás de la Paramount tuvo motivos más que sobrados para alarmarse.

Encabezando la lista negra se encontraba el nombre de Wallace Reid, su astro más taquillero. Zukor, cuyo estudio había tenido que apechugar con una sustanciosa pérdida cuando a petición del respetable público, obligó a retirar de circulación todas las cintas de Arbuckle y Mary Miles Minter, protestó amargamente al insinuársele la conveniencia de que su actor más popular fuera prohibido: "Deberían ustedes saber que lo que me piden es imposible. La medida nos reportaría una pérdida de dos millones de dólares como mínimo; sería, simplemente un suicidio." Otros jefes de estudio a quienes de momento no afectaba la lista negra sabían que había muchas maneras de forzar la voluntad de alguien como Zukor, por muy poderoso que fuese, y dejaron caer la píldora acerca de Reid en las eternamente ávidas rotativas. El "Graphic" encabezó la campaña con este titular:

LOS ENGANCHADOS DE HOLLYWOOD

Se insinuaba que entre los adictos a la droga más prominentes de la colonia fílmica figuraba un popularísimo astro de la Paramount. Estos rumores se confirmaron de forma alarmante cuando Wally Reid, "el rey de la Paramount" fue trasladado sin contemplaciones a un remoto sanatorio en marzo de 1922.

Los documentos para su internamiento habían sido rellenados y firmados por Florence, la desgraciada esposa de Reid, a la sazón actriz secundaria de la Universal, bajo el nombre artístico de Dorothy Davenport. Su superior, Carl "Papá" Laemmle, entre otros, había aconsejado a Florence que la "cura" de Wally era cuestión de máxima urgencia. Ella accedió de todo corazón y hasta Zukor, aun a su pesar, concedió que era mejor mantener a Wally fuera de alcance. La Paramount puso en circulación unos cuantos eufemismos sobre el "exceso de trabajo" de su actor, pero la señora de Wallace Reid no tardó mucho en comunicar personalmente a la prensa que su marido se hallaba sometido a una cura por adicción a la morfina.

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