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Authors: Osvaldo Bayer

Tags: #Ensayo

Loa Anarquistas Expropiadores (16 page)

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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Pero el “peludo” sabe lo que hace. El tiene buena memoria y se acuerda que en 1916 antes de su primera elección a presidente de la República prometió a una delegación de anarquistas que indultaría a Radowitzky. Y él cumple las promesas. Claro… es un poco lento, han pasado ya 14 años. Ha elegido la oportunidad: nadie le podrá decir nada. Pero ahora comienzan los mismos correligionarios a decirle: “Doctor, ahora convendría indultar a Radowitzky… hay mucha inquietud entre los militares”.

El domingo 13 de abril de 1930, por la mañana, se lleva a cabo en el cine Moderno —Boedo 932— un gran acto “Por la liberación de Simón Radowitzky” organizado por la Federación Obrera Regional Argentina y la Federación Obrera Local Bonaerense. Hablan J Menéndez, H Correale, J García, B Aladino y G Fochile. Los discursos están plagados de palabras difíciles de un léxico muy particular: “Para sentenciar a Simón fue necesario dejar de lado las conquistas de la ciencia positiva en materia de responsabilidad criminal, los jueces tuvieron que olvidar el determinismo”. Pero el público mantiene una atención emocionante y un silencio más religioso.

Ese día es domingo de Ramos, comienza Semana Santa. Los días donde se habla del sacrificio del Señor y del perdón de los pecados humanos. Perdonar a los que yerran, amar a tu prójimo como a ti mismo son los fundamentos del cristianismo. Es la oportunidad que aprovechará don Hipólito. Les va a tocar en la fibra íntima a los que no quieren el perdón para el matador de Falcón. El lunes 14, imperceptiblemente llama a su secretario y le dice: “M’hijo, tráigame el borrador de ese decreto sobre los indultos”.

Y las sextas ediciones de los diarios de ese día traen la gran noticia: “FUE INDULTADO SIMÓN RADOWITZKY”. Los diarios se agotan. Es el tema de la avenida de Mayo, de los cafés, de los patios de los conventillos. En los locales anarquistas hay clima de triunfo, los viejos dirigentes —esos que tienen pantalones emparchados pero que saben citar a Anatole France— se abrazan y pierden algunas lágrimas. Tal vez la más grande alegría que hayan tenido los anarquistas argentinos.

Pero a pesar de que Hipólito Yrigoyen ha disimulado las cosas (ha tenido que indultar a 110 presos en el mismo decreto para que el nombre de Radowitzky aparezca perdido entre ellos), la reacción del ejército y de los cuadros superiores de la policía no tardan en sentirse. Y todo esto a pesar también de que Yrigoyen en una disposición muy oscura y enredada —muy particular de él— crea una nueva figura jurídica que evidentemente es anticonstitucional: indulta a Radowitzky pero al mismo tiempo lo destierra. Es decir, le abrirán las puertas de la prisión pero tendrá que salir de inmediato de suelo argentino. Por otra parte, ya se sabe la reacción de los círculos militares: el señor Radowitzky no va a pisar el puerto de Buenos Aires.

Contra la resolución de Yrigoyen se levantan tremendos editoriales de “La prensa”, el primero de los cuales se titula “El abuso de la facultad de indultar”. “El poder de perdonar las penas —sostiene— inherente a la soberanía, debe ser ejercitado en casos excepcionales y constituye un abuso cuando se aplica por razones de clemencia a favor de decenas y centenares de delincuentes. El último decreto presidencial además de incurrir en este abuso, contiene graves fallas legales. Al conmutar penas de reclusión y de prisión por la de destierro, el P E olvidó que esta última fue abolida por el congreso hace 9 años, lo que no debió pasar inadvertido para un ministro de Justicia que es doctor en Jurisprudencia y que fue miembro de la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires”.

Y luego otro más incisivo titulado “Fallas legales del decreto de indultos”. “constituyen graves fallas del decreto del 14 de este mes la falta de fundamentos para cada caso relacionado con los informes de los tribunales, que deben ser previos, y la aplicación de la pena de destierro, suprimida por el código Penal en vigor que promulgó el propio presidente Yrigoyen el 29 de octubre de 1921. El decreto de indultos deberá ser reformado para que sea posible aplicarlo, en la parte observaba. En efecto, siendo imposible legalmente la conmutación ordenada y no habiendo sido indultados los ‘los desterrados’, la nulidad de la decisión del P E deja en pie y en toda su integridad las condenas judiciales respectivas”.

Pero a testarudo no le van a ganar Yrigoyen. Aguanta todos los ataques en silencio, sin responder, Anticonstitucionalmente o no, se comunica el indulto a Simón Radowitzky y las puertas del penal se abren después de haberlo encerrado 21 años como muerto en vida.

El 14 de mayo de 1930 llega a la rada del puerto de Buenos Aires el transporte nacional de la armada “Vicente Fidel López”. A su bordo está simón Radowitzky. El capitán espera órdenes de Buenos Aires. Están a la altura del kilómetro 40. Las luces de Buenos Aires se aprietan en el horizonte. Y de allí viene avanzando otra luz. Es el remolcador “Mediador”. A su bordo viajan el oficial Carlos Armendáriz y los marineros Alejandro Corbalán e Ireneo Ojeda, de la prefectura. Radowitzky he pedido ser desembarcado en Buenos Aires pero se da cuenta de que algo extraño ocurre. El oficial sube a bordo y habla con el capitán. Luego llaman a Radowitzky. Le dicen que tendrá que embarcarse en el “Mediador”. Radowitzky insiste: quiere ir a Buenos Aires a fin de visitar a sus amigos y compañeros. El oficial le dice que no podrá desembarcar en Buenos Aires y que tiene órdenes de llevarlo a Montevideo. Pero aquí hay otra jugada de mala fe contra el ex penado. No le han dado documentos. El director del penal de Ushuaia los pidió a la policía de la Capital. La policía contestó con una carta burocrática. Pero había la consigna de ignorarlo. Para la policía argentina el señor Radowitzky no existe: murió en 1909 porque debió ser fusilado.

Mientras Radowitzky viajaba desde Ushuaia al Río de la plata su nombre había originado un tremendo conflicto en la sociedad Uruguaya. La prensa ataca y defiende al anarquista, igual que la opinión pública. El diario “La Mañana” escribe que “los argentinos nos mandan de regalo al indeseable porque no saben qué hacer con él, y nosotros los uruguayos tenemos que prestarnos a resolver sus problemas”. Los sectores de derecha presionan al presidente Campisteguy para que haga uso de su facultad del artículo 79 de la Constitución y no acepte al viajero. Pero el Uruguay tiene toda una tradición. “La tierra más libre del mundo”, señala “El País” del 14 de mayo. “Sagrario del derecho de asilo”. Y el Dr. Campisteguy, espíritu liberal, cristiano y bondadoso, señala que Radowitzky podrá desembarcar en “tierra charrúa”.

Antes de dejar el “Vicente Fidel López” y embarcar en el remolcador “Mediador”, Radowitzky solicita se le conceda un minuta de tiempo para “lavarse las manos”, pues el aseo en el trasporte no podía mantenerse mucho tiempo por el humo que lo ennegrece todo.

El “Mediador” está en alerta y cuando a las 23:30 ve deslizarse como un collar de luces por medio del Río enfila hacia Buenos Aires. Es la “Ciudad de Buenos Aires”, vapor de la carrera a Montevideo. En el kilómetro 29 las dos embarcaciones se juntan y asciende Radowitzky al paquete junto con los tres hombres de la prefectura. Casi todo el pasaje se ha ido a dormir, pero quedan algunos hombres curiosos en la cubierta. Cuando sube Radowitzky le dan la mano y le hacen preguntas. El desterrado saluda a todos y contesta con cortesía hasta que el comisario de a bordo le comunica que tendrá que sacar el pasaje. Ante tal ridícula imposición, Radowitzky no protesta, al contrario saca de su bolsillo el dinero —proveniente del último envió de sus compañeros de Buenos Aires— y saca de tercera clase. Se disculpa ante quienes lo rodean y se dirige a la estación de radio donde envía dos telegramas: uno al capitán y tripulación del “Vicente Fidel López” agradeciéndoles el trato y otro a Montevideo, al anarquista Capurro, señalando la hora de llegada.

Los pasajeros que acaban de hablar con Radowitzky se miran un poco decepcionados: ¿Y éste es Radowitzky? Se lo han imaginado con lago demoníaco, tenebroso, un personaje de terrible mirada y gesto demoledor. Y la verdad es que sólo se trata de un hombre tosco, con manos y cara de albañil, que sonríe, pide disculpas y responde amablemente.

Pero los pasajeros no serán los únicos decepcionados…

El “Ciudad de Buenos Aires” atraca en Montevideo. Allí están: cerca de cien compañeros que han podido ser avisados de su llegada. Entre ellos hay gente de Buenos Aires: Berenguer, de “La Protesta”, Eusebio Borazo que estuvo también en Ushuaia, Cotelo y otros. Hay piquetes de agentes policiales a pie y acaballo.

Son las 7:15. Suben funcionarios de inmigración. Pueden bajar todos los personajes menos Simón Radowitzky. Hay una desagradable sorpresa para las autoridades uruguayas: el desterrado no tiene ningún documento para acreditar su identidad. Bajan. Comienzan los támites. Dirigentes anarquistas se trasladan en taxi a la casa de gobierno. A las 9 sube a bordo el jefe de la policía de investigaciones, Servando Montero. Minutos después llega el director de inmigración, Juan Rolando, quien firma el visto bueno para el desembarco del anarquista. Ahora sí: se asoma a la cubierta: es Simón Radowitzky, “el camarada más amado”, “la víctima de la burguesía”, el “vengador del honor de las clases humildes”. Viste un termo de gabardina claro, un echarpe enredado como víbora al cuello y sombrero orión. Todas prendas compradas a un turco en Ushuaia, con dinero enviado por la solidaridad ácrata. Saluda a sus compañeros moviendo el sombrero orión en gesto bastante torpe y discontinúo. “¡Viva el anarquismo!”. “¡Viva Simón!” gritan desde tierra. Los caballos del piquete comienzan a caracolear. Se animan los compañeros y los seis dirigentes máximos suben por la plancha. Nadie se lo impide. Están en el Uruguay. Allí todo es distinto. Todos abrazan largamente a “Simón”. Cuando quieren llevarlo a tierra se oponen amablemente los dos médicos de inmigración: hay que revisar al pasajero. Disposiciones son disposiciones y hay que cumplirlas. Nueva demora. El examen es a fondo, lo llevan a un camarote. Veinte minutos después el diagnóstico: “puede ser desembarcado, pero tiene el pulmón izquierdo muy afectado”.

Simón Radowitzky pisa tierra uruguaya. Él, ahí, con su sombrero orión, es rodeado por un mar de hombres con gorra, pañuelo al cuello y alpargatas. El cuadro es un poquito desigual. El hombre mito, el mártir, el vengador, estaba allí, de cuerpo entero. Sonreía, agradecía con gestos torpes. Luego, las primeras declaraciones periodísticas, el primer error: dice que quedará unos días en Uruguay y luego viajara a Rusia. ¿A Rusia? Los dirigentes anarquistas se miran. ¿Es que acaso no conoce la masacre de los marineros anarquistas de Kronstadt? ¿Ignora que los anarquistas son calificados de enemigos del Estado?

Es que Radowitzky sale de la cárcel con su intención ingenua de conversar con todos los dirigentes del proletariado y unirlos. No sabe que entre socialistas, comunistas, trotzkystas y anarquistas hay mucha sangre y mucho odio de por medio y que ya es algo que nadie podrá unir. Siguen las preguntas y a todo Radowitzky responde con diligencia. Hasta que, con sonrisas, pero con decisión es llevado por los altos jefes anarquistas hasta un taxi. Y de allí, a las casa de la calle Justicia 2058. El taxi parte. Radowitzky sigue saludando con la mano a los obreros que lo aplauden.

Ha comenzado a desinflarse el mito: comienza a volver a la vida del hombre, el obrero, el autodidacta limitado por 21 años de encierro. Ironías de la vida, ahora Radowitzky vive en la calle Justicia y allí van los periodistas a entrevistarlos. Pero claro, sus temas de conversación son muy limitados. Le brillan los ojos al relatar el día en que se conoció el indulto en Ushuaia. Hubo gran algarabía entre los presos; todavía se quedó siete días entre ellos —como quien permanece en su casa— a la espera del trasporte de la Marina. Al salir del penal y bajar los escalones de la pequeña escalinata lo esperaban más de cincuenta marineros de cuatro avisos de la Armada que estaban en Ushuaia. Lo felicitaron y armaron un poco de alboroto, tanto que el comisario creyó que se trataba de una sublevación cuando vio que se aproximaba Radowitzky a la comisaría rodeado de marinos. Radowitzky tiene a demás sensibles palabras sobre los niños de Ushuaia. ¡Claro, había estado 21 años sin ver rostros infantiles!

Pero en los diálogos con los periodistas y curiosos con el ex penado vuelve siempre al penal y repite: “La separación de mis compañeros de infortunio fue muy dolorosa”. No habla mucho sobre sus sufrimientos pero se le ensombrece el rostro cuando recuerda el período del administrador Juarr José Piccini. “Me hacia despertar cada media hora poniéndome la linterna en la cara. El invierno es horroroso. El edificio, hecho con cemento armado, es extremadamente frío. Solo teníamos dos frazadas como abrigo”.

Sobre su libertad tiene una frase escrita que saca del bolsillo y la lee: “Mi libertad la ha hecho el proletariado universal y el Dr. Yrigoyen al firmarla ha hecho un acto de justicia que el pueblo reclamo”.

Pasadas las primeras horas de curiosidad. Radowitzky sufrió un período de agobiamiento y nerviosidad. El tránsito y el bullicio lo asustan. Se siente indefenso ante la vida como un monje que después de veinte años de convento lo trasplantan al centro de una ciudad. Pero se fue adaptando y, en vez de aislarse, encontró poco a poco el ritmo de la nueva vida.

Terminados los agasajos a Radowitzky se le buscó un trabajo. No podía ser otro que el de mecánico. Trababa liviano porque sus pulmones no le permitían mucho esfuerzo. Así pasaron varios meses. Pero el cambio de clima desmejoró notablemente la salud del anarquista. Por eso, sus amigos resolvieron que hiciera trabajos aún más livianos. Esos trabajos “livianos” serán los que luego darán pábulo a la policía para sospechar e intervenir. Radowitzky hará varios viajes a Brasil. “Para descansar y distraerse”, dirán sus amigos anarquistas. Para llevar mensajes y coordinar acciones, dirá la policía.

El periodista rioplatense Luís Sciutto (Diego Lucero) nos ha relatado que cuando él —bien muchacho todavía— estaba empleado en Italcable era de los primeros en subir a los barcos de ultramar que provenían de Buenos Aires. Eran los años 30 y 31 del gobierno de Uriburu, en los que se aplicaba la ley de residencia a todos los anarquistas extranjeros. En esos buques siempre venían varios expulsados. Los barcos quedaban pocas horas en Montevideo y había que aprovecharlas: los anarquistas sabían que Sciutto se prestaba a recibir la lista de anarquistas expulsados que le entregaban a bordo y llevarla hasta un café cercano donde esperaban impacientes dos o tres “compañeros” —entre ellos Radowitzky—, quienes apenas recibido el papel con los nombres corrían a la casa de gobierno donde se les extendía el correspondiente permiso de asilo. Así, muchos italianos y rusos en vez de ir a parar a Italia de Mussolini o a la Rusia de Stalin quedaban en la generosa tierra uruguaya. Radowitzky era uno de los asignados para hacer ese trabajo. Sciutto lo recuerda como un hombre de mediana estatura, algo chueco, morrudo, con principios de calvicie que le hacía ver más grande la frente y con el pelo de los costados “a lo Einstein”. Su aspecto era juvenil con cutis rosado, tal vez proveniente del clima austral que le tocó soportar durante tantos años.

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