Northumbria, el último reino (2 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—Cagarros del demonio —gruñó mi padre. No era muy buen cristiano, pero se asustó lo suficiente como para persignarse.

—Y que el demonio se los trague —repuso mi tío. Se llamaba Ælfric y era un hombre esbelto; astuto, oscuro y reservado.

Las tres embarcaciones se dirigían a remo hacia el norte, las velas cuadradas estaban replegadas en las largas vergas, pero cuando nos dimos la vuelta en dirección al sur para volver a medio galope a casa, de modo que las riendas de nuestros caballos se agitaban como lluvia sacudida por el viento y los halcones encapuchados piaban alarmados, los barcos se dieron la vuelta con nosotros. Regresamos al interior por el lugar en el que el acantilado se había derrumbado y había aparecido un terraplén, los caballos treparon por la pendiente y desde allí regresamos al galope por el camino de la costa hasta nuestra fortaleza.

A Bebbanburg. Bebba fue una reina de nuestra tierra muchos años antes, y le había dado su nombre a mi hogar, que para mí es el lugar más querido de todo el mundo. La fortaleza se yergue sobre una roca elevada que se cierne sobre el mar. Las olas sacuden su orilla este y rompen blancas en la punta norte de la roca, y un lago poco profundo de agua de mar ondea en el lado oeste entre la fortaleza y la tierra. Para llegar a Bebbanburg hay que tomar la carretera elevada hacia el sur, una franja de roca y arena no muy alta guardada por una enorme torre de madera, la puerta baja, construida encima de una muralla de tierra, y pasamos a todo correr por el arco de la torre, con los caballos blancos por el sudor, y dejamos atrás los graneros, la herrería, las caballerizas y los establos, todos los edificios de madera con techos de paja de centeno, y enfilamos camino arriba hasta la puerta alta, que protegía la cumbre de la roca y estaba rodeada por una empalizada que circundaba la casa de mi padre. Allí desmontamos, entregamos caballos y halcones a los siervos, y corrimos hasta la muralla este, desde donde observamos el mar.

Los tres barcos se acercaban entonces a las islas que habitan los frailecillos, donde las focas bailan en invierno. Los observamos, y mi madrastra, alarmada por el repicar de los cascos salió de la casa y se nos unió en las murallas.

—El diablo se está aliviando las tripas —la saludó mi padre.

—Que Dios y sus santos nos asistan —exclamó Gytha y se persignó. Jamás conocí a mi madre, la segunda esposa de mi padre que, como la primera, había muerto dando a luz, así que tanto mi hermano como yo, que en realidad éramos medio hermanos, carecíamos de madre, pero yo consideraba a Gytha mi madre y, en general, era amable conmigo, más amable que mi padre, a quien no le gustaban demasiado los niños. Gytha quería que fuese sacerdote, decía que mi hermano mayor heredaría las tierras y se convertiría en guerrero para protegerlas, así que yo tendría que encontrar otro camino en la vida. Le había dado a mi padre dos hijos y una hija, pero ninguno había sobrepasado el año.

Los tres barcos se aproximaban. Parecía que se habían acercado para inspeccionar Bebbanburg, cosa que no nos preocupaba pues la fortaleza se consideraba inexpugnable, así que los daneses podían mirar todo lo que quisieran. El barco más cercano tenía filas gemelas de doce remos cada una y, a medida que el barco recorría la costa a unos cien pasos de la orilla, un hombre saltó por la borda del barco y corrió por encima de la fila más cercana saltando de un remo a otro como si fuera un bailarín, y lo hizo con cota de malla y espada en mano. Todos rezamos para que se cayera, pero no se cayó. Tenía el pelo largo y rubio, muy largo, y cuando hubo recorrido toda la extensión de la fila de remos, se dio la vuelta y volvió a atravesarlos.

—Comerciaba en la desembocadura del Tine hace tan sólo una semana —dijo Ælfric, el hermano de mi padre.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo vi —repuso Ælfric—. Reconozco la proa. ¿Ves una franja más clara en la curva? —Escupió—. Entonces no llevaba cabeza de dragón.

—Les quitan esos mascarones de proa cuando comercian —añadió mi padre—. ¿Qué compraban?

—Intercambiaban pieles por sal y pescado seco. Dijeron que eran mercaderes de Haithabu.

—Pues ahora son mercaderes buscando pelea —repuso mi padre, y los daneses de las tres embarcaciones estaban de hecho desafiándonos, haciendo entrechocar las lanzas y espadas contra sus escudos pintados, pero poco podían contra Bebbanburg y hacerles daño nosotros a ellos no estaba en nuestra mano, aunque mi padre ordenó que se alzara su estandarte del lobo. La bandera mostraba la cabeza de un lobo gruñendo y era su estandarte en la batalla, pero no había viento, así que se quedó colgado mustio y su desafío pasó desapercibido a los paganos que, al cabo de un rato, se cansaron de provocarnos, se hicieron a la idea de que eran vanos sus intentos y se marcharon remando en dirección al sur.

—Recemos —elijo mi madrastra. Gytha era mucho más joven que mi padre. Era una mujer pequeña, regordeta, con una buena mata de pelo rubio y mucha devoción por san Cutberto, a quien veneraba porque había obrado milagros. En la iglesia junto a la casa guardaba un peine de marfil que se decía había sido el peine de la barba del santo, y puede que lo fuera.

—Hemos de actuar —replicó mi padre. Se apartó de las murallas—. Tú —se dirigía a mi hermano mayor, Uhtred—. Coge una docena de hombres, cabalga hacia el sur. Observa a los paganos, pero nada más. ¿Lo entiendes? Si amarran en mis tierras quiero saber dónde.

—Sí, padre.

—Pero no te enfrentes a ellos —le ordenó mi padre—. Limítate a observar a esos cabrones y quiero que estés de vuelta al caer la noche.

Envió a otros seis hombres a alzar el país. Todos los hombres libres tenían un deber militar y mi padre estaba reuniendo a su ejército, y para el anochecer del día siguiente esperaba haber convocado a cerca de doscientos hombres, algunos armados con hachas, lanzas o ganchos de la cosecha, mientras que sus vasallos, los hombres que vivían con nosotros en Bebbanburg, estaban equipados con buenas espadas y escudos recios.

—Si superamos en número a los daneses —me contó mi padre aquella noche—, no presentarán batalla. Son como los perros. En el fondo unos cobardes, pero en grupo se dan valor unos a otros.

Era noche cerrada y mi hermano aún no había regresado, pero nadie estaba especialmente nervioso por ello. Uhtred era muy capaz, aunque algo temerario a veces, y sin duda llegaría de madrugada, así que mi padre había ordenado que encendieran un farol en el gancho de arriba de la puerta alta para que lo guiara hasta casa.

Nos considerábamos seguros en Bebbanburg porque nunca había sucumbido ante un asalto enemigo; aun así mi padre y mi tío seguían preocupados porque los daneses hubieran regresado a Northumbria.

—Buscan comida —dijo mi padre—. Esos cabrones muertos de hambre quieren desembarcar, robar algo de ganado y largarse.

Recordé las palabras de mi tío, que los barcos habían estado la semana anterior en la desembocadura del Tine intercambiando pieles por pescado seco, así que, ¿cómo iban a estar hambrientos? Pero no dije nada. Tenía nueve años, ¿y qué sabía yo de daneses?

Sabía que eran salvajes, paganos y terribles. Sabía que sus barcos habían asaltado nuestras costas durante dos generaciones antes de que yo naciera. Sabía que el padre Beocca, el secretario de mi padre y nuestro cura, rezaba todos los domingos para librarnos de la furia de los hombres del norte, pero esa furia a mí me había pasado de largo. Ningún danés había venido a nuestra tierra desde que nací, pero mi padre había luchado contra ellos con frecuencia y aquella noche, mientras esperaba la vuelta de mi hermano, habló de su antiguo enemigo. Llegaron, contó, de las tierras del norte en las que reinan el hielo y la niebla; adoraban a los antiguos dioses, los mismos que nosotros habíamos adorado antes de que la luz de Cristo llegara para bendecirnos, y la primera vez que llegaron a Northumbria, me dijo, fieros dragones habían azotado el cielo del norte, aparecieron grandes rayos como cicatrices en las colinas y el mar se agitó entre remolinos.

—Los envía Dios —intervino Gytha tímidamente—, para castigarnos.

—¿Para castigarnos por qué? —replicó mi padre con brutalidad.

—Por nuestros pecados —respondió Gytha persignándose.

—Al infierno con nuestros pecados —gruñó mi padre—. Vienen aquí porque tienen hambre. —Le irritaba la piedad de mi madrastra, y se negaba a deshacerse de su estandarte con cabeza de lobo que proclamaba que nuestra familia descendía de Woden, el antiguo dios sajón de las batallas. El lobo, me había contado Ealdwulf el herrero, era uno de los animales preferidos de Woden, los otros dos eran el águila y el cuervo. Mi madrastra quería que nuestro estandarte mostrara una cruz, pero mi padre estaba orgulloso de sus ancestros, aunque muy pocas veces hablaba de Woden. Incluso con nueve años comprendía que un buen cristiano no debe vanagloriarse de proceder de la estirpe de un dios pagano, pero también me gustaba la idea de ser descendiente de un dios y Ealdwulf a menudo me contaba historias de Woden, cómo recompensó a nuestra gente al entregarnos la tierra que nosotros llamábamos Inglaterra, cómo arrojó una vez una lanza de guerra que rodeó la luna limpiamente, cómo su escudo podía ensombrecer el cielo estival, y cómo habría podido cosechar todo el grano del mundo con un solo mandoble de su gran espada. Me gustaban aquellas historias. Eran mejores que las de los milagros de Cutberto. Los cristianos, me parecía a mí, estaban todo el día llorando, y no creía que los devotos de Woden lloraran demasiado.

Esperamos en la casa. Era, como de hecho sigue siendo, un gran salón de madera, con un techo de paja espeso y recias vigas, con un arpa encima de una tarima y una chimenea de piedra en el centro del suelo. Mantener aquella hoguera encendida ocupaba a doce siervos al día, arrastraban la madera por el paso elevado y la subían hasta las puertas, y, al final del verano, hacíamos una pila de madera más grande que la iglesia como reserva de invierno. En los extremos del salón había plataformas de madera, rellenas de tierra y cubiertas con alfombras de lana, y era encima de esas plataformas donde vivíamos, por encima de las corrientes de aire. Los perros se quedaban en el suelo cubierto de helechos, donde los hombres de menor rango podían comer en las cuatro grandes fiestas del año.

No había fiesta aquella noche, sólo pan, queso y cerveza, y mi padre esperaba a mi hermano y se preguntaba en voz alta si los daneses se habían alzado en armas de nuevo.

—Normalmente vienen en busca de comida y botín —me dijo—, pero en algunos sitios se han quedado y se han apoderado de tierras.

—¿Crees que quieren nuestras tierras?

—Se harán con cualquier tierra —contestó irritado. Siempre le molestaban mis preguntas, pero aquella noche estaba preocupado, así que siguió hablando—. Su tierra es piedra y hielo, y la amenazan gigantes. —Quería que me contara más cosas sobre los gigantes, pero siguió rumiando—. Nuestros ancestros —prosiguió al cabo de un rato— tomaron esta tierra. La tomaron y la mantuvieron. No vamos a abandonar lo que nos dieron nuestros antepasados. Vinieron del otro lado del mar y aquí lucharon, después construyeron aquí y aquí fueron enterrados. Ésta es nuestra tierra, mezclada con nuestra sangre, reforzada con nuestros huesos. Nuestra. —Estaba enfadado, pero se enfadaba a menudo. Me miraba con ojos enfurecidos, como si se preguntara si era lo suficientemente fuerte para conservar aquella tierra de Northumbria que nuestros antepasados ganaron con espadas, lanzas, sangre y matanzas.

Al cabo de un rato dormimos, o por lo menos yo dormí. Creo que mi padre paseaba arriba y abajo por las murallas, pero al alba había regresado a la casa y fue entonces cuando me despertó el cuerno de la puerta alta y salí a trompicones de la plataforma al exterior de la casa, a la primera luz del día. Había rocío en la hierba, un águila marina daba vueltas en círculos por encima de nuestras cabezas, y los perros de mi padre ladraban desde la puerta de la casa en respuesta a la llamada del cuerno. Vi a mi padre correr hacia la puerta baja y lo seguí hasta que me abrí paso entre los hombres que se apiñaban junto a la muralla de tierra para mirar el paso elevado.

Llegaban jinetes del sur. Serían una docena. Sus caballos levantaban nubecillas de rocío. El caballo de mi hermano los guiaba. Era un semental pinto, de ojos salvajes y paso peculiar. Estiraba las patas delanteras hacia delante cuando corría, y era imposible no distinguir aquel caballo, pero no lo montaba Uhtred. El hombre erguido encima de la silla tenía el pelo largo, largo del color del oro suave, un pelo que saltaba como las colas de los caballos al cabalgar. Vestía malla, una vaina de espada rebotaba a su costado y portaba un hacha colgada del hombro, y era evidente que se trataba del mismo hombre que había danzado encima de los remos el día anterior. Sus compañeros vestían cuero o lana y al acercarse a la fortaleza, el hombre del pelo largo les hizo la señal de que tenían que frenar los caballos mientras él se adelantaba. Estaba a tiro pero nadie en la muralla flechó el arco, después detuvo al caballo y miró arriba, hacia la puerta. Observó toda la fila de hombres, con una expresión de burla en su rostro, después hizo una reverencia, tiró algo en el camino e hizo dar la vuelta al caballo. Lo azuzó con los talones y el caballo regresó al trote hacia donde estaban sus hombres, que se le unieron al galope en dirección sur.

Lo que había tirado en el camino era la cabeza de mi hermano. Se la llevaron a mi padre, que la miró durante un largo espacio de tiempo, pero no dejó vislumbrar nada. No lloró, no gesticuló, no frunció el entrecejo; sencillamente miró la cabeza de su hijo mayor y después me miró a mí.

—A partir de hoy —dijo—, te llamas Uhtred.

* * *

Y ésa es la historia de mi nombre.

El padre Beocca insistió en que me tendrían que volver a bautizar, porque si no, el cielo no sabría quién soy cuando llegara con el nombre Uhtred. Protesté, pero Gytha se empeñó y a mi padre le preocupaba más su satisfacción que la mía. así que trajeron un barril medio lleno de agua de mar a la iglesia y el padre Beocca me hizo poner junto al barril y me echó agua con un cazo por encima del pelo.

—Recibe a tu siervo Uhtred —entonó— en la sagrada compañía de los santos y las filas de los ángeles más luminosos. —Espero que los santos y los ángeles tengan menos frío del que yo tenía aquel día, y cuando me hubieron bautizado, Gytha lloró por mí, aunque yo no supe por qué. Mejor hubiera sido que llorara por mi hermano.

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