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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Northumbria, el último reino (3 page)

BOOK: Northumbria, el último reino
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Descubrimos qué le había sucedido. Las tres embarcaciones danesas hicieron escala en la desembocadura del río Aln, donde vivía una pequeña población de pescadores y sus familias. Aquella gente se había refugiado prudentemente en el interior, aunque unos cuantos se quedaron a vigilar la desembocadura desde los bosques o un lugar elevado y nos contaron que mi hermano había llegado a la caída de la noche y había visto a los vikingos prender fuego a las casas. Los llamábamos vikingos cuando asaltaban, pero daneses o paganos cuando venían a comerciar, y aquellos hombres quemaban y saqueaban, así que los consideramos vikingos. Parecía que había pocos en la población, pues la mayoría permanecía en los barcos, y mi hermano decidió acercarse hasta las granjas y matar a aquellos pocos, pero fue víctima de una trampa. Los daneses lo habían visto acercarse y mantuvieron oculta a la tripulación de uno de los barcos al norte del poblado, y aquellos cuarenta hombres se echaron encima de la partida de mi hermano y los mataron a todos. Mi padre sostenía que la muerte de mi hermano había sido rápida, lo que para él era un consuelo; mas no lo fue en absoluto, dado que vivió lo suficiente para ver que los daneses sabían quién era, porque, de otro modo, ¿por qué habrían traído su cabeza de vuelta a Bebbanburg? Los pescadores dijeron que trataron de avisar a mi hermano, pero yo dudo de que lo hicieran. Los hombres dicen esas cosas para que no les culpen de los desastres, pero fuera o no avisado, murió lo mismo y los daneses se llevaron trece buenas espadas, trece buenos caballos, una cota de malla, un casco y mi antiguo nombre.

Pero eso no fue todo. Una visita fugaz de tres barcos no suponía ningún acontecimiento, pero una semana después de la muerte de mi hermano oímos que una gran flota danesa había remontado los ríos para capturar Eoferwic. Obtuvieron aquella victoria el día de Todos los Santos, cosa que hizo llorar a Gytha porque indicaba que Dios nos había abandonado, pero también había buenas noticias pues al parecer mi antiguo tocayo, el rey Osbert, había forjado una alianza con su rival, el aspirante al trono Ælla, y se habían puesto de acuerdo en suspender su rivalidad, unir fuerzas y rescatar Eoferwic. Suena sencillo, pero está claro que llevó su tiempo. Los mensajeros partieron, los consejeros hicieron las recomendaciones de rigor, los curas rezaron y hasta Navidad Osbert y Ælla no sellaron la paz con juramentos; después convocaron a los hombres de mi padre, mas no podíamos partir en pleno invierno. Los daneses ya estaban en Eoferwic y los dejamos allí hasta principios de la primavera, cuando llegaron noticias de que el ejército de Northumbria se reuniría a las puertas de la ciudad y, para mi alegría, mi padre ordenó que cabalgaría con él hacia el sur.

—Es demasiado pequeño —protestó Gytha.

—Ya casi tiene diez años —repuso mi padre—, y debe aprender a luchar.

—Mejor le iría si continuara con sus lecciones —contestó.

—A Bebbanburg no le sirve de nada un lector muerto —replicó mi padre—, y Uhtred es ahora el heredero, así que tiene que aprender a luchar.

Aquella noche hizo que Beocca me enseñara los pergaminos que se guardaban en la iglesia, aquellos manuscritos que decían que poseíamos la tierra. Beocca llevaba dos años enseñándome a leer, pero yo era mal alumno y, para su desesperación, los escritos no tenían para mí ni pies ni cabeza. Beocca suspiró, después me dijo qué había en ellos.

—Describen la tierra —dijo—, la tierra que posee tu padre, y dicen que la tierra es suya por la ley de Dios y nuestra propia ley. —Y un día, al parecer, las tierras serían mías porque aquella noche mi padre dictó un nuevo testamento en el que decía que si moría, Bebbanburg pasaría a su hijo Uhtred, y yo sería un
ealdorman
, y las gentes entre el Tuede y el Tine me jurarían lealtad.

—Hubo un tiempo en que fuimos reyes —me contó—, y nuestra tierra recibía el nombre de Bernicia. —Estampó su sello sobre el lacre rojo, y dejó impresa la cabeza de un lobo.

—Volveremos a serlo —intervino Ælfric, mi tío.

—No importa cómo nos llamen —replicó sin más mi padre— mientras nos obedezcan. —Y después hizo a Ælfric jurar sobre el peine de san Cutberto que respetaría el nuevo testamento y me reconocería como Uhtred de Bebbanburg. Ælfric juró—. Pero eso no va a suceder —dijo mi padre—. Masacraremos a esos daneses como a ovejas en un redil, y regresaremos cargados de botín y honores.

—Recemos al Señor —repuso Ælfric. Ælfric y treinta hombres se quedarían en Bebbanburg para guardar la fortaleza y proteger a las mujeres. Me hizo algunos regalos aquella noche; una coraza de cuero que me protegería contra las espadas y, lo mejor de todo, un casco ornamentado con una banda de bronce dorado que el herrero Ealdwulf le había colocado alrededor—. Para que sepan que eres un príncipe —dijo.

—No es un príncipe —repuso mi padre—, sino el heredero de un
ealdorman.

Con todo, le gustaron los regalos que me hizo su hermano y añadió dos más, una espada corta y un caballo. La espada era una hoja vieja, reducida, con una vaina de cuero forrada de borrego. Tenía una empuñadura maciza; era torpe, pero aun así esa noche dormí con ella bajo las mantas.

A la mañana siguiente, mientras mi madrastra lloraba en la fortificación de la puerta alta, bajo un cielo azul y límpido, marchamos hacia la guerra. Doscientos cincuenta hombres en dirección al sur, tras nuestro estandarte con la cabeza de lobo.

Corría el año 867, y fue la primera vez que partí a la guerra.

Ya no he parado desde entonces.

* * *

—No pelearás en el muro de escudos —dijo mi padre.

—No, padre.

—Sólo los hombres pueden resistir el muro de escudos —dijo—, pero observarás, aprenderás y descubrirás que las estocadas más peligrosas no provienen de las hachas y espadas que se ven, sino de las que no son visibles: la hoja que llega por debajo de los escudos dirigida a los tobillos.

A regañadientes me dio muchos otros consejos durante el largo camino al sur. De los doscientos cincuenta hombres que se dirigían hacia Eoferwic desde Bebbanburg, ciento veinte lo hacían a caballo. Eran los hombres de mi padre o los granjeros más ricos los que podían permitirse algún tipo de armadura, portando escudos y espadas. La mayoría de los hombres no eran acaudalados, pero habían jurado lealtad a la causa de mi padre, y marchaban con hoces, arpones, ganchos, garfios y hachas. Algunos llevaban con ellos arcos de caza, y a todos se les había ordenado que cargaran con comida para una semana. la cual consistía fundamentalmente en pan duro, queso aún más duro y pescado ahumado. Muchos iban acompañados de mujeres. Mi padre había ordenado que ninguna mujer marchara al sur, pero tampoco las envió de vuelta, pues consideraba que las mujeres los seguirían igualmente, y que los hombres peleaban mejor cuando sus esposas o amantes los observaban, y estaba seguro de que aquellas mujeres verían a las levas de Northumbria sacarles los tuétanos a los daneses. Aseguraba que éramos los hombres más duros de Inglaterra, mucho más duros que los débiles mercios.

—Tu madre era mercia —añadió, pero no dijo nada más. Nunca hablaba de ella. Sabía que estuvieron casados menos de un año, que había muerto dándome a luz y que era hija de otro
ealdorman
, pero por lo que a mi padre respectaba podría no haber existido nunca. Aseguraba despreciar a los mercios, pero no tanto como se burlaba de los mimados sajones del oeste—. En Wessex no saben qué es la dureza —mantenía, aunque reservaba sus juicios más severos para los anglos del este—. Viven en pantanos —me dijo una vez—, y viven como ranas.

En Northumbria siempre hemos detestado a los anglos del este desde que nos vencieron en la batalla y mataron a Etelfrido, nuestro rey y esposo de la Bebba que dio nombre a nuestra fortaleza. Más tarde descubriría que los anglos del este habían dado cobijo en invierno y caballos a los daneses que capturaron Eoferwic, así que mi padre tenía razones más que sobradas para despreciarlos. Eran ranas traicioneras.

El padre Beocca cabalgó con nosotros hacia el sur. A mi padre no le gustaba demasiado el cura, pero no quería ir a la guerra sin un hombre de Dios que se encargara de rezar. Beocca, a su vez, sentía devoción por mi padre, que lo había liberado de la esclavitud y proporcionado una educación. Mi padre hubiera podido adorar al diablo y Beocca, me parece a mí, se habría hecho el ciego. Se afeitaba con esmero, era joven y extraordinariamente feo, tenía una bizquera que daba miedo, la nariz aplastada, el pelo rojo y rebelde y la mano izquierda paralizada. También era muy inteligente, aunque yo no lo apreciaba entonces, pues me molestaba que me diera lecciones. El pobre hombre había intentado enseñarme las letras por todos los medios, pero yo me burlaba de sus esfuerzos, y prefería recibir una paliza de mi padre que concentrarme en el alfabeto.

Seguimos la calzada romana, cruzamos la gran muralla junto al Tine, y continuamos hacia el sur. Los romanos, me contó mi padre, eran gigantes que construían cosas fabulosas, pero habían vuelto a Roma y los gigantes murieron; los únicos romanos que ahora quedaban eran curas, pero las carreteras de los gigantes allí seguían y, mientras avanzábamos en dirección sur, más hombres se nos fueron uniendo hasta que los páramos a cada lado de la superficie de piedra rota de la calzada constituyeron una horda. Los hombres dormían al raso; sólo mi padre y sus vasallos principales se alojaban durante la noche en abadías o graneros.

También nos rezagábamos. Incluso con nueve años yo reparaba en cuánto nos rezagábamos. Los hombres habían traído con ellos alcohol, o robaban hidromiel o cerveza de los pueblos por los que pasábamos, y a menudo se emborrachaban y acababan por derrumbarse a un lado de la carretera, cosa que a nadie parecía importarle.

—Ya nos alcanzarán —comentaba mi padre despreocupado.

—No está bien —me dijo el padre Beocca.

—¿Qué no está bien?

—Tendría que haber más disciplina. He leído las crónicas de las campañas romanas y sé que tiene que haber más disciplina.

—Ya nos alcanzarán —dije yo, repitiendo las palabras de mi padre.

Esa noche se nos unieron hombres de un lugar llamado Cetreht donde, hacía mucho, habíamos derrotado a los galeses en una gran batalla. Los recién llegados cantaban la batalla, recordando cómo habíamos alimentado a los cuervos con la sangre de los extranjeros, y las palabras alegraron a mi padre, quien me dijo que estábamos cerca de Eoferwic y que al día siguiente nos uniríamos a Osbert y Ælla, y cómo entonces volveríamos a alimentar a los cuervos. Estábamos sentados junto a una hoguera, una de las muchas que se extendían por los campos. Al sur, más allá de la llanura, veía el cielo iluminado por la luz de más hogueras y supe que indicaban el lugar donde se había reunido el ejército de Northumbria.

—El cuervo es una criatura de Woden, ¿verdad? —pregunté nervioso.

Mi padre me miró con acritud.

—¿Quién te ha contado eso? —Yo me encogí de hombros, no respondí—. ¿Ealdwulf? —supuso, pues sabía que el herrero de Bebbanburg, que se había quedado en la fortaleza con Ælfric, era pagano en secreto.

—Lo he oído por ahí —dije, con la esperanza de que la evasiva me sirviera para que no me pegara—, y sé que nosotros descendemos de Woden.

—Y descendemos —reconoció mi padre—, pero ahora tenemos un nuevo Dios. —Dirigió una mirada torva hacia el campamento, donde los hombres bebían—. ¿Sabes quién gana las batallas, chico?

—Nosotros, padre.

—La facción menos ebria —repuso, y tras una pausa agregó—: Pero ayuda estar borracho.

—¿Por qué?

—Porque el muro de escudos es un lugar horrible. —Contempló la hoguera—. He estado en seis muros de escudos —prosiguió—, y todas las veces he rezado porque fuera el último. Pero, mira, tu hermano era un hombre al que le hubiese encantado el muro de escudos. Tenía valor. —Se quedó callado, pensando, después puso ceño—. El hombre que arrojó su cabeza. Quiero su cabeza. Quiero escupirle en los ojos muertos y ensartar su cráneo en un asta encima de la puerta baja.

—La obtendréis —repuse.

Respondió a eso con desdén.

—¿Qué sabrás tú? —preguntó—. Te he traído, chico, para que veas la batalla. Porque nuestros hombres deben ver que estás aquí. Pero no lucharás. Eres como un perro joven que observa a los viejos matando al jabalí, pero que no muerde. Mira y aprende, mira y aprende y puede que algún día seas útil. Pero de momento no eres más que un cachorro. —Me despidió con un ademán de la mano.

Al día siguiente la calzada romana atravesó una llanura, cruzamos acequias y zanjas, hasta que al final llegamos al lugar en que los ejércitos combinados de Osbert y Ælla habían montado sus refugios. Más allá, y sólo visible a través de los árboles desperdigados, estaba Eofervvic, y allí era donde se encontraban los daneses.

Eofervvic era, y sigue siendo, la ciudad más importante del norte de Inglaterra. Posee una gran abadía, un arzobispo, una fortaleza, murallas elevadas y un enorme mercado. Se alza junto al río Ouse, y presumen de puente, pero los barcos pueden llegar a Eofervvic desde el distante mar, y así fue como los daneses habían venido. Debían de saber que Northumbria estaba debilitada por una guerra civil, que Osbert, el rey legítimo, había marchado en dirección oeste para encontrarse con las fuerzas del pretendiente Ælla, y durante la ausencia del rey tomaron la ciudad. No debió de resultarles muy difícil descubrir la falta de Osbert. El problema entre Osbert y Ælla llevaba semanas gestándose, y Eofervvic estaba llena de comerciantes, muchos de ellos del otro lado del mar, los cuales sabrían de la amarga rivalidad entre ambos dignatarios. Una de las cosas que aprendí de los daneses es que saben cómo espiar. Los monjes que escriben las crónicas nos cuentan que vinieron de ninguna parte, los barcos con cabeza de dragón emergieron de repente del vacío azul, pero pocas veces era así. Las tripulaciones vikingas podían atacar inesperadamente, pero las grandes flotas, las flotas de guerra, se dirigían donde sabían de problemas o enconadas rivalidades. Encontraban una herida y hurgaban en ella como gusanos.

Mi padre me llevó cerca de la ciudad, con él y una veintena de sus hombres, todos montados y todos protegidos con malla o cuero. Veíamos al enemigo en la muralla. Parte de la muralla era de piedra, obra romana, pero la mayoría de la ciudad estaba protegida por un muro de tierra, coronado con una elevada empalizada de madera, y hacia el este de la ciudad parte de ésta había desaparecido. Parecía que había ardido porque se apreciaba madera quemada encima del muro de tierra, en el que habían colocado estacas recientes para sostener una nueva empalizada que sustituiría a la destruida por el fuego.

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