Northumbria, el último reino (10 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Pensaba a menudo en los
sceadugengan,
los caminantes de las sombras. Ealdwulf, el herrero de Bebbanburg, fue el primero en hablarme de ellos. Me había advertido de que no le contara a Beocca las historias, y nunca lo hice, así que Ealdwulf me narró cómo, antes de que Cristo llegara a Inglaterra, cuando los ingleses veneraban a Woden y los otros dioses, se sabía bien que había caminantes de las sombras que se movían en silencio y semiocultos por la tierra, misteriosas criaturas que podían cambiar de forma. Un instante eran lobos, y al siguiente hombres, o águilas, y no estaban ni vivos ni muertos, sino que eran criaturas del mundo de las sombras, bestias nocturnas, y miré los oscuros árboles y deseé que hubiera allí
semdugengan,
algo que fuera mi secreto, algo que asustara a los daneses, algo que me devolviera Bebbanburg, algo tan poderoso como la magia que había dado la victoria a los daneses.

Evidentemente, era el sueño de un niño. Cuando se es joven e impotente se sueña con poseer una fuerza mística, y cuando se crece y se convierte uno en poderoso, se condena a hombres menores al mismo sueño, pero de niño yo quería el poder de los
sceadugengan.
Recuerdo mi emoción aquella noche ante la idea de dominar el poder de los caminantes de las sombras antes de que un gemido devolviera mi atención al foso y viera que los hombres en la rampa se habían dividido, y que llegaba una extraña procesión de la oscuridad. Había un semental, un carnero, un perro, un ganso, un toro y un verraco, cada uno de ellos conducido por uno de los guerreros de Ragnar, y en la cola había un prisionero inglés, un hombre condenado por cambiar de sitio la señal que dividía dos campos, y él, como las bestias, llevaba una cuerda alrededor del cuello.

Conocía el semental. Era el mejor de Ragnar, un enorme caballo negro llamado
Pisallamas,
un caballo que Ragnar adoraba. Con todo,
Pisallamas,
como el resto de los animales, iba a ser entregado aquella noche a Odín. Lo hizo Ragnar. Desnudo de cintura para arriba, mostrando su amplio y marcado pecho a la luz de las antorchas, utilizó un hacha de guerra para matar a los bichos uno a uno, y
Pisallamas
fue el último animal en morir. Los ojos del enorme caballo estaban en blanco cuando lo obligaron a bajar por la rampa. Se resistió, aterrorizado por el hedor a sangre que había salpicado las paredes del foso, y Ragnar se acercó al caballo y en su rostro había lágrimas cuando besó el hocico de
Pisallamas.
Después lo mató, un golpe entre los ojos, directo y certero, de modo que el caballo se desplomó, dando coces pero muerto al instante. El hombre murió el último, y su muerte no fue tan angustiosa como la del caballo. Entonces Ragnar se puso en pie sobre la carnicería de sangre y pelo y alzó su cruenta hacha al cielo.

—¡Odín! —gritó.

—¡Odín! —repitieron todos los hombres y apuntaron sus espadas, lanzas o hachas hacia el foso humeante—. ¡Odín! —volvieron a gritar, y vi a la serpiente Weland mirarme desde el otro lado del agujero de la matanza iluminado por el fuego.

Todos los cadáveres fueron sacados del foso y colgados de las ramas de los árboles. Su sangre había sido entregada a las criaturas bajo la tierra y ahora su carne era ofrecida a los dioses de arriba, y después, rellenamos el foso, bailamos encima para apisonar la tierra, y las jarras de cerveza y los odres de hidromiel corrieron entre nosotros y bebimos bajo los cadáveres colgados. Odín, el dios terrible, había sido invocado porque Ragnar y su gente se preparaban para la guerra.

Pensé en las hojas extendidas sobre el foso de sangre, pensé en el dios desperezándose en su salón de los cadáveres para enviar una bendición a aquellos hombres, y supe que toda Inglaterra caería a menos que encontrara una magia tan poderosa como la de aquellos hombres fuertes. Sólo tenía diez años, pero aquella noche supe en qué me convertiría.

Me uniría a los
sceadugengan,
sería un caminante de las sombras.

C
APÍTULO
II

Primavera, año 868, tenía once años y la
Víbora del viento
estaba a flote.

A flote, pero no en el mar. La
Víbora del viento
era el barco de Ragnar, una embarcación preciosa con el casco de roble, la cabeza de una serpiente en la proa, una cabeza de águila en la popa y una veleta triangular de bronce en la que habían pintado un cuervo negro. La veleta estaba montada en el mástil, aunque entonces el palo mayor iba tumbado encima de dos apoyos de madera de forma tal que parecía una viga en el centro del largo barco. Los hombres de Ragnar remaban y sus escudos pintados estaban alineados a los costados de la embarcación. Cantaban mientras remaban, haciendo retumbar el relato de cómo el poderoso Thor salió a pescar a la serpiente de Midgard que yace enroscada en las raíces del mundo, y cómo la serpiente mordió el anzuelo al que clavó la cabeza de un buey, y cómo el gigante Hymir, aterrorizado por la enorme serpiente, cortó el sedal. Es una buena historia y sus ritmos nos llevaron hasta el río Trente, un afluente del Humber que fluye hasta el interior de Mercia. Nos dirigíamos al sur, contra corriente, pero el trayecto fue sencillo, el viaje plácido, el sol cálido y las márgenes del río desbordaban de flores. Algunos hombres iban a caballo, mantenían nuestro paso por la orilla este: detrás de nosotros venía una flota de barcos con bestias en las proas. Aquél era el ejército de Ivar Saco de Huesos y Ubba el Horrible, la hueste de hombres del norte, daneses forjados, que se dirigía a la guerra.

Toda la Northumbria oriental les pertenecía, la Northumbria occidental había aceptado el vasallaje a regañadientes, y ahora planeaban tomar Mercia, que era el reino en el corazón de Inglaterra. El territorio mercio se extendía hacia el sur hasta el río Temes, donde empezaban las tierras de Wessex, hacia el oeste hasta el montañoso país donde vivían las tribus galesas, y hacia el este hasta las granjas y pantanos de Anglia Oriental. Mercia, aunque no tan boyante como Wessex, era mucho más rica que Northumbria y el río Trente discurría hasta el corazón del reino, y la
Víbora del viento
era la punta de la lanza danesa destinada a su corazón.

El río no era muy profundo, pero Ragnar se jactaba de que la
Víbora del viento
podía flotar en un charco, y casi era verdad. Desde lejos parecía largo, esbelto y con forma de cuchillo, pero cuando subías a bordo reparabas en que las cuadernas salían hacia fuera de forma tal que descansaba sobre el agua como un cuenco ancho, e incluso con el vientre cargado con cuarenta o cincuenta hombres, su armas, escudos, comida y cerveza, necesitaba poca profundidad. De vez en cuando la larga quilla rascaba el fondo, pero si nos manteníamos en la orilla de los meandros que formaba el río teníamos agua suficiente. Ése era el motivo por el que habían bajado el mástil, para que, cuando tomáramos las curvas por fuera, no se enredara con las ramas de los árboles.

Rorik y yo íbamos sentados en la proa con su abuelo. Ravn, y nuestro trabajo consistía en relatarle al anciano todo lo que veíamos, que era bastante poco aparte de flores, árboles, juncos, aves acuáticas y señales de truchas que subían a la superficie a alimentarse de bichos primaverales. Las golondrinas habían vuelto de su retiro invernal, sobrevolaban el río mientras los martines pescadores picoteaban en las orillas recogiendo barro para sus nidos. Las currucas armaban escándalo, las palomas sacudían las hojas nuevas y los halcones planeaban majestuosos y amenazantes por entre las nubes dispersas. Los cisnes nos observaban pasar y de vez en cuando veíamos cachorros de nutria jugando bajo los sauces de hojas pálidas y el remolino de agua que provocaban al huir cuando nos acercábamos. Otras, pasábamos junto a alguna población fluvial de madera y paja, pero las gentes y el ganado ya habían huido.

—Mercia nos tiene miedo —dijo Ravn. Alzó sus ojos blancos y ciegos al cielo—, y tienen motivos para temernos. Somos guerreros.

—También ellos tienen guerreros —dije.

Ravn se rió.

—Creo que sólo uno de cada tres hombres es guerrero, y a veces ni eso, pero en nuestro ejército, Uhtred, todos saben luchar. Si no quieres ser guerrero te quedas en casa, en Dinamarca. Cultivas la tierra, crías ovejas, pescas en el mar, pero no te enrolas en un barco dispuesto a pelear. Pero ¿y aquí en Inglaterra? Obligan a pelear a todos los hombres, pero sólo uno de cada tres o uno de cada cuatro tiene agallas para hacerlo. El resto son granjeros que sólo quieren huir. Somos lobos peleando contra ovejas.

Observa y aprende, me había dicho mi padre, y yo aprendía. ¿Qué otra cosa puede hacer un chico al que aún no le ha cambiado la voz? Sólo uno de cada tres hombres es guerrero, recuerda a los caminantes de las sombras, cuidado con los tajos que llegan por debajo del escudo, un río puede ser la carretera de un ejército hacia el corazón del reino, observa y aprende.

—Y tienen un rey débil —prosiguió Ravn—. Burghred, se llama, y no tiene agallas para pelear. Luchará, por supuesto, porque le obligaremos a ello, y llamará a sus amigos de Wessex para que acudan en su ayuda, pero en su débil corazón sabe que no puede ganar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Rorik.

Ravn sonrió.

—Chico, nuestros comerciantes han pasado en Mercia todo el invierno. Vendiendo pieles, ámbar, comprando hierro, malta, y hablan y escuchan y después vuelven y nos lo cuentan.

«Matar a los comerciantes», pensé.

¿Por qué pensaba así? Me gustaba Ragnar. Me gustaba mucho más de lo que me había gustado mi padre. Yo tendría que estar muerto, por derecho, y aun así Ragnar me había salvado, me mimaba y me trataba como a un hijo, me llamaba danés, y me gustaban los daneses. Con todo, incluso entonces sabía que no era danés. Era Uhtred de Bebbanburg y me aferraba al recuerdo de la fortaleza junto al mar, de las aves gritando por encima de las olas, de los frailecillos batiendo las alas contra las currucas, de las focas en las rocas, del agua blanca rompiendo contra los acantilados. Recordaba a la gente de aquella tierra, los hombres que habían llamado a mi padre «señor» pero hablaban con él de los primos que tenían en común. Los chismes de los vecinos, la comodidad de conocer a todas las familias a medio día a caballo, y eso era, y sigue siendo, Bebbanburg para mí: mi hogar. Ragnar me habría entregado la fortaleza de poder ser tomada, pero entonces pertenecería a los daneses y yo no sería más que su subordinado,
ealdorman
a su conveniencia, no mejor que el rey Egberto, que no era un rey sino un perro mimado con la correa corta, y lo que los daneses dan, los daneses lo pueden quitar. Yo mantendría Bebbanburg con mi propio esfuerzo.

¿Sabía todo aquello a los once años? Algo sí, creo. Residía en mi corazón, informe, inarticulado, pero duro como una piedra. Con el tiempo acabaría cubierto, medio olvidado y a menudo cargado de contradicciones, pero siempre estuvo allí.

El destino lo es todo, le gustaba decirme a Ravn, el destino lo es todo. Incluso me lo decía en sajón,
wyrd bid ful aroed.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Rorik.

—En que estaría muy bien darse un baño —repuse.

Los remos batían y la
Víbora del viento
se deslizaba por Mercia.

* * *

Al día siguiente nos esperaba una pequeña fuerza en el camino. Los mercios habían bloqueado el río valiéndose de unos árboles caídos que no acababan de impedir el paso, pero que desde luego se lo pondrían difícil a nuestros remeros para avanzar a través del pequeño hueco entre las ramas enredadas. Había alrededor de un centenar de mercios con una veintena de arqueros y lanceros esperando junto al bloqueo, listos para liquidar a nuestros remeros, mientras el resto de los hombres había formado detrás de un muro de escudos en la orilla este. Ragnar se rió al verlos. Eso fue otra cosa que aprendí, la alegría con la que los daneses se enfrentaban a la batalla. Ragnar estaba aullando de contento cuando se inclinó sobre el timón para dirigir el barco a la orilla, y las embarcaciones de detrás también estaban siendo varadas mientras los jinetes que nos seguían desmontaban para la batalla.

Yo observaba atentamente desde la proa de la
Víbora del viento
mientras las tripulaciones se apresuraban a bajar a tierra y vestían sus cueros y mallas. ¿Qué veían aquellos mercios? Veían jóvenes de pelo salvaje, barbas feroces y rostros hambrientos. Hombres que se abrazaban a la batalla como a un amante. Si los daneses no podían luchar contra un enemigo, peleaban entre ellos. La mayoría no tenía más que un orgullo monstruoso, cicatrices de guerra y armas bien afiladas, y con aquello se apoderaban de todo cuanto deseaban, y aquel muro de escudos mercio ni siquiera se quedó para presentar batalla; en cuanto vieron que los superaban en número salieron huyendo para alborozo y chanza de los hombres de Ragnar, que entonces se quitaron las protecciones, la emprendieron a hachazos con los árboles caídos y los apartaron con los cabos de la
Víbora del viento.
Costó unas cuantas horas limpiar el río, pero después seguimos nuestro curso. Aquella noche los barcos se apiñaron en la orilla, encendimos hogueras, apostaron centinelas y todos los guerreros dormidos lo hicieron junto a sus armas, pero nadie nos molestó, así que al alba proseguimos y pronto llegamos a una ciudad con muros de tierra y una alta empalizada. Aquél, supuso Ragnar, era el lugar que los mercios no habían conseguido defender, pero no parecía haber señales de soldados guardando la muralla, así que amarró el barco y condujo a su tripulación hacia la ciudad.

El terraplén y la empalizada de madera estaban ambos en buen estado, y a Ragnar le fascinó que la guarnición de la ciudad hubiera preferido enfrentarse a nosotros río abajo en lugar de quedarse tras sus bien atendidas defensas. Quedó bien claro que los soldados mercios habían huido, probablemente al sur, pues las puertas estaban abiertas y una docena de habitantes de la ciudad estaban arrodillados fuera del arco de madera y tendían manos suplicantes para pedir piedad. Tres de aquellos aterrorizados hombres eran monjes, visibles sus coronillas tonsuradas al inclinar la cabeza.

—Odio a los monjes —dijo Ragnar con alegría. Llevaba su espada,
Rompecorazones,
en la mano y la hizo silbar al cortar el aire con un molinete.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Los monjes son como hormigas —respondió—, siempre culebreando por todas partes, vestidos de negro y sin hacer nada útil. Los odio. Habla tú por mí, Uhtred. Pregúntales qué sitio es éste.

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