Northumbria, el último reino (32 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Acabamos con los ladrones de ganado. Había doce muertos o tan malheridos que los contamos como si lo estuvieran, y el resto se dio a la fuga. Los capturamos con facilidad y, uno a uno, fueron degollados. Después regresé junto al hombre cuyo escudo había besado el mío en la primera embestida, y tuve que hacer fuerza con el pie en su ingle ensangrentada para liberar a
Aguijón-de-avispa
de su carne, y en ese momento lo único que quería era más enemigos para matar.

—¿Dónde has aprendido a pelear, chico? —me preguntó Tatwine.

Me volví hacia él como si fuera un enemigo, el orgullo me encendía la cara y
Aguijón
temblaba, sedienta de sangre.

—Soy
ealdorman
de Northumbria —le dije.

Se detuvo, cauteloso, después asintió.

—Sí, señor —repuso; se me acercó y me palpó los músculos del brazo derecho—. ¿Dónde has aprendido a pelear? —preguntó sin el ofensivo «chico».

—He observado a los daneses.

—Observado —repitió sin entonación alguna. Me miró a los ojos, después sonrió y me abrazó—. Santo Dios —dijo—, pero si estás hecho un salvaje. ¿Tu primer muro de escudos?

—El primero —admití.

—Y no será el último, te lo aseguro, no será el último.

En eso tuvo razón.

* * *

Parece inmodesto, pero he dicho la verdad. Estos días tengo a mi servicio poetas que cantan mis alabanzas, pero sólo porque se supone que eso es lo que tiene que hacer un señor, aunque con frecuencia me pregunto por qué hay que pagar a un hombre sólo por sus palabras. Estos palabreros no hacen nada, no cultivan nada, no matan enemigos, no pescan ni crían ganado. Sólo aceptan plata a cambio de palabras, que de todos modos son gratis. Desde luego es ingenioso, pero en realidad son de tanta utilidad como los curas.

Yo luchaba muy bien, eso no es ninguna mentira, pero había pasado mis años de crecimiento pensando en poca cosa más, y era joven, y los jóvenes son temerarios en la batalla, y además era fuerte y rápido y el enemigo estaba cansado. Dejamos las cabezas cortadas en los parapetos del puente a modo de advertencia para otros britanos que vinieran a visitar sus Tierras Perdidas, después cabalgamos hacia el sur para encontrarnos con Æthelred, que sin duda se sintió decepcionado de encontrarme vivo y hambriento, pero aceptó el veredicto de Tatwine asegurando mi utilidad como guerrero.

Tampoco es que hubiera mucha batalla, excepto contra forajidos y ladrones de ganado. A Æthelred le habría encantado enfrentarse a los daneses porque no soportaba su mandato, pero temía la venganza, así que ponía mucho cuidado en no ofenderlos. No era muy difícil, pues la presencia danesa apenas si era perceptible en aquella parte de Mercia, aunque de vez en cuando llegaban unos cuantos daneses a Cirrenceastre y exigían ganado, comida o plata, y no había más remedio que pagar. Lo cierto es que no consideraba al impotente rey Burghred su señor; en lugar de buscarlo en el norte, lo hacía en el sur, en Wessex, y si hubiera poseído algo de inteligencia en aquellos días, habría entendido que Alfredo estaba extendiendo su influencia por el sur de Mercia. La influencia no era evidente, no había soldados sajones patrullando los campos, pero los mensajeros de Alfredo iban y venían continuamente, hablaban con los hombres más importantes y los convencían de conducir sus soldados a Wessex en el caso de que los daneses volvieran a atacar.

Habría tenido que estar pendiente de aquellos mensajeros sajones, pero estaba demasiado involucrado con las intrigas de la casa de Æthelred para prestarles atención. Al
ealdorman
no le gustaba en exceso, pero su hijo mayor, también de nombre Æthelred, me detestaba. Era un año menor que yo, pero muy consciente de su cargo y odiaba profundamente a los daneses. También odiaba a Brida, sobre todo porque había intentado cepillársela obteniendo un rodillazo en la entrepierna como respuesta, y después de aquello la enviaron a trabajar en las cocinas del
ealdorman
Æthelred. El primer día ya me avisó de que no comiera de las gachas. Yo no las probé, pero el resto de la mesa pasó los siguientes dos días con el vientre suelto gracias a la enebrina y la raíz de ácoro bastardo que había añadido a la olla. El joven Æthelred y yo nos peleábamos continuamente, pero se anduvo con más ojo a partir del día en que me lié con él a puñetazos por azotar injustamente al perro de Brida.

Era una molestia para mi tío. Era demasiado joven, demasiado grande, demasiado escandaloso, demasiado orgulloso, demasiado indisciplinado, pero también era miembro de su familia, y señor, así que el
ealdorman
Æthelred no tenía más remedio que soportarme, contentándose con dejarme perseguir asaltantes galeses con Tatwine. Casi nunca los pillábamos.

Una noche, al regreso de una de aquellas persecuciones, le di el caballo a un sirviente para que lo cepillara mientras yo iba a buscar comida. Cuál no fue mi sorpresa al encontrarme, inesperadamente, con el padre Willibald en el salón, sentado junto a las ascuas del fuego. Al principio no lo reconocí, ni supo él quién era yo cuando entré todo sudoroso y con peto de cuero, botas altas, un escudo y dos espadas. Sólo vi una figura junto al fuego.

—¿Hay algo de comer aquí? —pregunté, con la esperanza de no tener que encender una vela y andar a tientas entre los siervos que dormían en la cocina.

—Uhtred —dijo él, y yo me volví para examinar la oscuridad. Entonces silbó como un mirlo y lo reconocí—, ¿Ésa que viene con vos es Brida? —preguntó el joven sacerdote.

También iba vestida de cuero, con una espada galesa a la cintura.
Nihtgenga
corrió hacia Willibald, al que no conocía, permitiéndole que lo acariciara. Tatwine y el resto de los guerreros entraron también, pero Willibald no les prestó atención.

—Espero que os encontréis bien, Uhtred.

—Lo estoy, padre —respondí—, ¿Y vos?

—Yo estoy muy bien —contestó.

Sonrió, claramente deseoso de que le preguntara qué había venido a hacer a la casa de Æthelred, pero yo fingí no mostrar interés.

—¿Tuvisteis algún problema cuando nos perdimos? —le pregunté en cambio.

—La dama Ælswith se enfadó mucho —admitió—, pero a Alfredo no pareció importarle. Aunque al padre Beocca le cayó una buena reprimenda.

—¿A Beocca? ¿Por qué?

—Porque Beocca lo había convencido de que queríais escapar de los daneses, y estaba equivocado. Aun así, tampoco pasó nada. —Sonrió—. Y ahora Alfredo me envía a mí para buscaros.

Me puse en cuclillas junto a él. Estábamos a finales del verano. pero la noche era sorprendentemente fría, así que eché otro tronco a la hoguera, de modo que saltaron chispas y salió despedido un hilillo de humo hasta las altas vigas.

—Alfredo os ha enviado —repetí sin entonación—. ¿Aún quiere enseñarme a leer?

—Quiere veros, señor.

Lo miré con sumo recelo. Me hacía llamar señor, y lo era por derecho de nacimiento, pero estaba muy imbuido por la idea danesa de que el señorío se lo ganaba uno, no se lo daban, y yo aún no me lo había ganado. Con todo, Willibald mostraba respeto.

—¿Por qué quiere verme? —pregunté.

—Quiere hablar con vos —repuso Willibald—, y cuando la conversación termine, sois libre de volver aquí o a cualquier otra parte que deseéis.

Brida me trajo un poco de pan duro y queso. Yo comí, sopesando sus palabras.

—¿De qué quiere hablar conmigo? —le pregunté a Willibald—. ¿De Dios?

El cura suspiró.

—Alfredo es rey desde hace dos años, Uhtred, y durante esos dos años sólo ha tenido dos cosas en mente. Dios y los daneses, pero creo que sabe que con lo primero no podéis ayudarle. —Sonreí. Los perros de Æthelred se habían despertado cuando Tatwine y sus hombres subieron a las elevadas plataformas en las que dormían. Uno de los perros se me acercó, a ver si le caía algo de comida, y yo le acaricié el denso pelaje y pensé que a Ragnar le habrían encantado aquellos canes. Ragnar estaba ahora en el Valhalla, de fiesta, bramando, peleando, jodiendo y bebiendo, y confié en que hubiera perros en el cielo de los hombres del norte, jabalíes del tamaño de bueyes y lanzas afiladas como navajas—. Sólo hay una condición para vuestro viaje —prosiguió Willibald—, y es que Brida no venga.

—¿Así que Brida no puede venir? —repetí.

—La dama Ælswith insiste en ello —contestó Willibald.

—¿Insiste?

—Ahora tiene un hijo —repuso Willibald—, alabado sea Dios, un niño precioso llamado Eduardo.

—Si yo fuera Alfredo —respondí—, también la mantendría ocupada.

Willibald sonrió.

—¿Vendréis entonces?

Con una mano acogí a Brida, que se había sentado a mi lado.

—Iremos —le prometí, y Willibald sacudió la cabeza ante mi obstinación, pero no intentó convencerme para que abandonara a Brida.

¿Por qué fui? Sin duda porque estaba aburrido. Porque a mi primo Æthelred no le gustaba un pelo. Porque las palabras de Willibald sugerían que Alfredo no me quería convertir en erudito, sino en guerrero. Fui porque el destino determina nuestras vidas.

Partimos por la mañana. Era un día de finales de verano, una fina llovizna bañaba los árboles cargados de hojas. Al principio cabalgamos por entre los campos de Æthelred, rebosantes de cebada y centeno, y sonoros, por el canto sincopado de los bitores, pero unos cuantos kilómetros más tarde llegamos al erial formado por la región fronteriza entre Wessex y Mercia. Hubo un tiempo en que aquellos campos habían sido fértiles, cuando los pueblos estaban llenos y las ovejas pastaban por las altas colinas, pero los daneses saquearon la región el verano anterior a su derrota en la colina de Æsc, y pocos hombres habían regresado para volver a cultivar la tierra. Alfredo, bien lo sabía, quería que la gente poblara la zona, cultivara y criara ganado; pero los daneses habían amenazado con matar a cualquier hombre que ocupara la tierra, pues sabían tan bien como Alfredo que dichos hombres buscarían protección en Wessex, que se convertirían en sajones del oeste y aumentarían la fuerza de la nación, y Wessex, en opinión de los daneses, existía sólo porque no habían sido capaces de conquistarlo.

Con todo, la tierra no estaba totalmente desierta. Unas cuantas personas seguían viviendo en los pueblos, y los bosques estaban llenos de forajidos. Ninguno nos salió al paso, hecho que supuso una alegría, porque aún conservábamos una buena parte del tesoro de Ragnar, que llevaba Brida. Cada una de las monedas iba envuelta en un pedazo de trapo, de modo que la ajada bolsa de cuero no tintineara cuando ella se movía.

Hacia el final del día, bastante al sur de aquella región, llegamos a tierras de Wessex, y los campos volvieron a ser frondosos y las poblaciones animadas. No era de extrañar que los daneses anhelaran aquella tierra.

Alfredo residía en Wintanceaster, la capital de Wessex y una hermosa ciudad en un territorio rico. Wintanceaster era una ciudad romana, y el palacio de Alfredo, en sus tres cuartas partes, también romano, aunque su padre había añadido un salón extra con vigas primorosamente talladas, y Alfredo parecía muy ocupado construyendo una iglesia aún más grande que el salón, con muros de piedra recubiertos por una telaraña de andamios cuando llegué. Un mercado se destacaba junto al nuevo edificio y recuerdo haber pensado qué raro era ver tanta gente y ningún danés. Los daneses eran muy parecidos a nosotros, pero en el norte de Inglaterra, cuando un danés paseaba por un mercado, la gente se apartaba, los hombres se inclinaban y se apreciaba el sentimiento de miedo. Allí no había nada de eso. Las mujeres regateaban por las manzanas, el pan, el queso y el pescado, y el único idioma que se escuchaba era el tosco acento de Wessex.

Brida y yo fuimos alojados en las dependencias romanas del palacio. Esta vez nadie intentó separarnos. Teníamos una pequeña habitación, encalada, con un colchón de paja, y Willibald dijo que deberíamos esperar allí, y así lo hicimos hasta que nos aburrimos de esperar, momento en que decidimos explorar el palacio, encontrándolo lleno de curas y monjes. Nos miraban de manera extraña, pues ambos llevábamos brazaletes con runas danesas. En aquellos días yo era un insensato, un insensato torpón, y no tuve la deferencia de quitarme los brazaletes. Cierto que algunos ingleses también los llevaban, especialmente los guerreros, pero nunca en el castillo de Alfredo. Había muchos guerreros en su casa, muchos de ellos grandes señores cortesanos de Alfredo que dirigían a sus vasallos y eran recompensados con tierras, pero dichos hombres se hallaban en inferioridad numérica frente a los curas, y sólo un puñado selecto, la guardia personal del rey, podía llevar armas en palacio. Lo cierto es que más parecía un monasterio que la corte de un rey. En una de las salas aparecían doce monjes copiando libros, trabajando afanosamente con las plumas, y había tres capillas, una junto a un patio lleno de flores. Era precioso aquel patio, conformaba un denso ambiente de flores en el que zumbaban las abejas. Y precisamente cuando
Nihtgenga
se meaba uno de los arbustos en flor, una voz habló detrás de nosotros.

—El patio es obra romana.

Me di la vuelta y vi a Alfredo. Hinqué una rodilla en el suelo, como debe hacer un hombre en presencia de su rey, y él me indicó que me levantara. Vestía calzones de lana, botas altas y una camisa de lino sencilla, y no llevaba escolta, ni guardias ni curas. Tenía la manga derecha manchada de tinta.

—Bienvenido, Uhtred —dijo.

—Gracias, señor —respondí, preguntándome dónde andaría su cortejo. Jamás lo había visto sin una cuadrilla de curas a distancia aduladora, pero aquel día estaba bastante solo.

—Y Brida —añadió—. ¿Tu perro?

—Pues sí —respondió desafiante.

—Parece un buen animal. Venid. —Y nos condujo por una puerta a lo que evidentemente era su estancia privada. Poseía un alto escritorio en el que podía escribir de pie. En ese escritorio había cuatro candeleras, aunque era de día y las velas no estaban encendidas. Como elemento auxiliar, se destacaba una mesita con un cuenco de agua para que pudiera lavarse la tinta de las manos. Una cama baja cubierta con pieles de oveja, un taburete sobre el que estaban apilados seis libros y un buen haz de pergaminos, así como un pequeño altar en el que se apreciaba un crucifijo de marfil y dos relicarios enjoyados. En el alféizar de una ventana se veían restos de comida. Apartó los platos, se arrodilló para besar el altar, se sentó en el alféizar y empezó a afilar unas plumas—. Muy amable por vuestra parte haber venido —dijo gentilmente—, quería hablar con vosotros después de la cena de esta noche, pero os he visto en el jardín, así que podemos hablar ahora. —Sonrió y, patán como yo era, le puse ceño. Brida se hallaba en cuclillas junto a la puerta, con
Nihtgenga
a su lado—. Me cuenta el
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Æthelred que eres un guerrero temible, Uhtred —comentó Alfredo.

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