Northumbria, el último reino (31 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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SEGUNDA PARTE
E
L ÚLTIMO REINO
C
APÍTULO
VII

Me instalé en el sur de Mercia. Encontré otro tío, éste llamado
ealdorman
Æthelred, hijo de Æthelred, hermano de Æthelwulf, padre de Æthelred, y hermano de otro Æthelred que había sido el padre de Ælswith, la esposa de Alfredo; y el
ealdorman
Æthelred, con su confusa familia, me reconoció a regañadientes como su sobrino, aunque la bienvenida fue algo más cálida cuando le entregué dos monedas de oro y juré sobre un crucifijo que era todo el dinero que poseía. Supuso que Brida era mi amante, cosa en la que acertó, y después no le hizo el menor caso.

El viaje al sur fue cansado, como lo son todos los viajes en invierno. Durante un tiempo nos refugiamos en una casa de las tierras altas cerca de Meslach, y la familia nos tomó por forajidos. Llegamos a su choza una tarde de ventisca, ambos medio congelados, y pagamos por la comida y el alojamiento con unos cuantos eslabones de la cadena del crucifijo de plata que me había dado Ælswith, y por la noche, los dos hijos mayores vinieron a por el resto de nuestra plata, pero Brida estaba despierta, pues ya se temía la maniobra, y yo tenía a
Hálito-de-serpiente
y Brida a
Aguijón-de-avispa,
así que amenazamos con ensartar a los dos chicos. Después de aquello la familia fue amable, o por lo menos se asustaron lo suficiente para mostrarse dóciles, pues me creyeron cuando les dije que Brida era una hechicera.

Eran paganos, un resto de los muchos herejes ingleses que habían quedado en las altas colinas, los cuales aún no sabían que los daneses habían invadido Inglaterra. Vivían lejos de cualquier población, musitaban oraciones a Thor y Odín, y nos cobijaron durante seis semanas. Pagamos nuestra manutención cortando leña, ayudando a parir a sus ovejas y montando guardia junto a los corrales del ganado para mantener alejados a los lobos.

A principios de la primavera proseguimos nuestro viaje. Evitamos Hreapandune, pues allí era donde Burghred tenía su corte, la misma a la que había huido el desventurado Egberto de Northumbria, y no eran pocos los daneses instalados alrededor de la ciudad. No temía a los daneses, podía hablar con ellos en su propia lengua, conocía sus bromas y hasta me gustaban, pero si llegaban noticias a Eoferwic de que Uhtred de Bebbanburg seguía vivo, tal vez Kjartan pusiera precio a mi cabeza. Así que pregunté en todas las poblaciones por el
ealdorman
Æthelwulf, que había muerto luchando contra los daneses en Readingum, y supe que había vivido en un lugar llamado Deoraby, pero que los daneses ocuparon sus tierras y obligaron a su hermano pequeño a trasladarse a Cirrenceastre, que quedaba en el extremo sur de Mercia, muy cerca de la frontera con Wessex, y eso era bueno porque los daneses eran más numerosos en el norte de Mercia, así que nos dirigimos a dicho lugar y descubrimos que era otra ciudad romana, bien amurallada con piedra y madera y que el hermano de Æthehvulf, Æthelred, era ahora
ealdorman
y señor del lugar.

Llegamos cuando presidía una audiencia y esperamos en su salón entre los peticionarios y los testigos. Vimos azotar a dos hombres y marcar a un tercero en la cara y declararlo fuera de la ley por robar ganado, y después un secretario nos condujo hacia delante, convencido de que buscábamos satisfacción por alguna injusticia. El secretario nos dijo que nos inclináramos, y cuando yo me negué y el hombre intentó forzarme, le pegué un tortazo y conseguí llamar la atención de Æthelred. Era un hombre alto, de más de cuarenta años, casi calvo, con una inmensa barba y un aspecto tan amargado como el de Guthrum. Cuando le pegué al secretario, él hizo un gesto a los guardias que holgazaneaban en las esquinas del salón.

—¿Quién eres? —rugió.

—Soy el
ealdorman
Uhtred —dije, y el título detuvo a los guardias provocando que el secretario se retirara nervioso—. Soy el hijo de Uhtred de Bebbanburg —proseguí—, y de Æthelgifu, su esposa. Soy vuestro sobrino.

Se me quedó mirando. Supongo que mi aspecto era el de un andrajoso, pues estaba sucio por el viaje, llevaba el pelo largo y la ropa hecha jirones, pero tenía dos espadas y un orgullo desmedido.

—¿Eres el chico de Æthelgifu? —me preguntó.

—El hijo de vuestra hermana —contesté, aunque no estaba seguro de si había dado con la familia correcta, pero sí, y el
ealdorman
Æthelred se persignó en memoria de su hermana pequeña, a quien apenas recordaba, indicó a los guardias que se retiraran a sus puestos con un ademán y a continuación me preguntó qué quería.

—Refugio —dije, y él asintió a regañadientes. Le conté que había sido prisionero de los daneses desde la muerte de mi padre y él lo aceptó, pero no mostraba demasiado interés por mí; de hecho, mi llegada suponía una molestia, pues éramos un par de bocas más que alimentar, pero la familia conlleva obligaciones y el
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Æthelred cumplió con las suyas. También intentó que me mataran.

Sus tierras, que se extendían hasta el río Saefern al oeste, eran motivo de continuo asalto por parte de los britanos de Cales. Los galeses eran viejos enemigos, los cuales ya intentaron disuadir a nuestros ancestros de conquistar Inglaterra; en realidad, llaman a Inglaterra Lloegyr, que significa las Tierras Perdidas, y se pasan el tiempo asaltando, pensando en asaltar o recitando odas sobre asaltos, y veneran al héroe llamado Arturo, que está durmiendo en su tumba pero que un día se levantará para conducir a los galeses a una gran victoria contra los ingleses para recuperar así las Tierras Perdidas. Sin embargo, y hasta el día de hoy, esto último no ha sucedido.

Un mes después de mi llegada, Æthelred oyó que una banda galesa había cruzado el Saefern para robar el ganado de sus tierras junto a Fromtun, así que se dirigió allí con el fin de disuadirlos. Cabalgó hacia el oeste al frente de cincuenta hombres, pero ordenó al jefe de sus tropas, un guerrero llamado Tatwine, que bloqueara su retirada junto a la antigua ciudad romana de Gleawecestre. Le concedió a Tatwine una fuerza de veinte hombres que me incluía.

—Estás hecho un chicarrón —me dijo Æthelred antes de partir—, ¿has peleado alguna vez en un muro de escudos?

Vacilé, tentado de mentir, pero decidí que pinchar con una espada entre las piernas de los hombres no era lo mismo.

—No, señor —repuse.

—Ya es hora de que aprendas. Esa espada tiene que servir para algo. ¿De dónde procede?

—Era la espada de mi padre, señor —mentí, pues no quería explicar que no había sido prisionero de los daneses, ni que la espada fuera un regalo, pues Æthelred en ese caso esperaría que se la diera—. Es lo único que conservo de él —añadí con cierto dramatismo, y mi tío emitió un gruñido, me despidió y le dijo a Tatwine que me destinara al muro de escudos si había que pelear.

Lo sé porque me lo contó Tatwine cuando todo hubo terminado. Tatwine era un hombre corpulento, tan alto como yo, con un pecho como el de un herrero y gruesos brazos en los que se tatuaba marcas con tinta y una aguja. Las marcas no eran más que borrones, pero él alardeaba de que cada una era un hombre al que había matado en combate; una vez intenté contarlas pero lo dejé en la marca treinta y ocho. Las mangas le escondían el resto. No le hacía ninguna gracia tenerme en su banda de guerreros, y aún menos gracia le hizo que Brida insistiera en acompañarnos, pero yo le dije que le había prometido a mi padre no abandonarla jamás y que sabía hechizos que confundirían al enemigo; él se creyó ambas mentiras y, probablemente, pensó que en cuanto me mataran sus hombres podrían divertirse con Brida mientras él le entregaba
Hálito-de-serpiente
a Æthelred.

Los galeses habían cruzado el Saefern bastante arriba, dirigiéndose al sur hacia los exuberantes prados de agua en los que engordaba el ganado. Les gustaba llegar rápido y marcharse rápido, antes de que los mercios pudieran agrupar sus fuerzas, pero Æthelred había sido informado de su llegada a tiempo y, mientras él se dirigía al oeste, Tatwine nos condujo al norte hacia el puente que cruzaba el río, que era la ruta más rápida para regresar a Gales.

Los asaltantes se metieron de lleno en la trampa. Llegamos al puente al anochecer, dormimos en un campo, nos levantamos antes del alba, y justo al salir el sol, vimos a los galeses con el ganado robado dirigiéndose hacia nosotros. Hicieron un esfuerzo por seguir la ruta del norte, pero sus caballos estaban cansados, los nuestros frescos, y se dieron cuenta de que no había escapatoria, así que volvieron al puente. Nosotros hicimos lo mismo, desmontamos y formamos el muro de escudos. Los galeses organizaron el suyo. Eran veintiocho, todos hombres de aspecto salvaje con el pelo enredado, largas barbas y capas a jirones, pero sus armas parecían cuidadas y sus escudos recios.

Tatwine chapurreaba su idioma y les dijo que si se rendían serían tratados con clemencia por su señor. Su única respuesta fue berrear, y uno de ellos se dio la vuelta, se bajó los calzones y nos enseñó su sucio trasero, gesto que interpretamos como un insulto galés.

No ocurrió nada entonces. Ellos estaban en su muro en la carretera, y el nuestro bloqueaba el puente. Nos insultaban a grito pelado y Tatwine prohibió a nuestros hombres devolver los gritos, y en dos ocasiones pareció que los galeses iban a lanzarse a todo correr a por sus caballos e intentar escapar galopando hacia el norte. Pero cada vez que lo intentaron, Tatwine ordenó a los criados que trajeran nuestros caballos, y los galeses entendieron que los perseguiríamos hasta prenderlos, así que volvieron a formar y se burlaron de nosotros por no atacar. Tatwine no era tan insensato. Los galeses nos superaban en número, lo cual significaba que podían rebasarnos, pero si nos quedábamos en el puente protegíamos nuestros flancos con los parapetos romanos, razón suficiente para desear que avanzaran ellos hasta allí. Me colocó en el centro de la fila, y después él se situó detrás de mí. Más tarde comprendí que estaba preparado para ocupar mi puesto cuando cayera. Yo tenía un viejo escudo con el asa suelta prestado por mi tío.

Tatwine trató de convencerlos de nuevo para que se rindieran, les prometió que sólo ajusticiarían a la mitad, pero dado que la otra mitad perdería una mano y un ojo, no resultó una oferta muy tentadora. Aun así ellos esperaron, y habrían esperado hasta que llegara la noche de no ser porque acudieron algunos lugareños, y uno de ellos, que tenía un arco y flechas, empezó a disparar a los galeses que llevaban bebiendo a ritmo constante toda la mañana. Tatwine nos había dado algo de cerveza, pero no demasiada.

Yo estaba nervioso. Más que nervioso, aterrorizado. No portaba armadura, mientras que el resto de los hombres de Tatwine se protegía con cota de malla o buen cuero. Tatwine llevaba casco, yo pelo. Esperaba morir, pero recordé mis lecciones y me colgué a
Hálito-de-serpiente
de la espalda y me abroché el tahalí alrededor de la garganta. Una espada se desenvaina mucho más fácilmente por encima del hombro, así que esperaba empezar la pelea con
Aguijón-de-avispa.
Sentía la garganta seca, me temblaba un músculo en la pierna izquierda, mi estómago andaba revuelto, pero entrelazado con aquel miedo bullía la emoción. Hasta allí me había conducido la vida, un muro de escudos, y, de sobrevivir, sería guerrero.

Las flechas se sucedieron una detrás de otra, en su mayoría se clavaban contra los escudos, pero un proyectil afortunado cruzó el nutro y se hundió en el pecho de un hombre, que se derrumbó, y de repente el jefe galés perdió la paciencia y lanzó un poderoso grito. Y cargaron.

Era un pequeño muro de escudos, no una gran batalla. Una escaramuza por ganado, no un choque de ejércitos, pero fue mi primer muro e instintivamente sacudí mi escudo contra los de mis vecinos para asegurarme de que se tocaban, bajé a
Aguijón
con la intención de clavarla por debajo del borde de los escudos, y me agaché ligeramente para recibir la carga. Los galeses aullaban como locos, un ruido que pretendía asustarnos, pero yo estaba bien concentrado en lo que me habían enseñado como para que me distrajeran los alaridos.

—¡Ahora! —gritó Tatwine y todos empujamos nuestros escudos hacia delante y en el mío sentí un golpe como los del martillo de Ealdwulf contra el yunque, reparé en un hacha que volaba por encima de mi cabeza para abrirme el cráneo y me agaché, levantando el escudo, y le clavé al hombre mi
Aguijón
en la ingle. Se hincó directo y certero, como Toki me había enseñado, y ese tajo en la ingle es un ataque terrible, mortal, y el hombre lanzó un grito pavoroso, como el de una mujer al dar a luz, y la espada corta se quedó clavada en su cuerpo, manando sangre por la empuñadura, el hacha cayó por mi espalda y yo me levanté. Desenvainé
Hálito-de-serpiente
por el hombro izquierdo y fui a por el individuo que atacaba a mi vecino derecho. Fue un buen golpe, directo al cráneo, y recuperé la espada rasgando, para dejar que el filo de Ealdwulf hiciera su trabajo, y el hombre con
Aguijón
clavado en la ingle se había derrumbado a mis pies, así que le pateé la cara. Entonces gritaba, gritaba en danés, gritaba sus muertes, y de repente todo fue muy fácil, y pisé a mi primera víctima para rematar a la segunda, lo cual significaba que había roto nuestro muro, pero no importaba porque Tatwine estaba allí para cubrir mi puesto. Penetré en espacio galés, pero con dos muertos a mi lado; un tercer guerrero se volvió hacia mí, su espada se cernió sobre mi cabeza con trayectoria de guadaña, y yo la bloqueé con los tachones del escudo. Cuando intentó cubrirse el cuerpo, yo me abalancé con
Hálito-de-serpiente
sobre su garganta, se la rebané, y seguí el impulso de la espada hasta que se estrelló con un escudo a mis espaldas, y me di la vuelta, hecho una furia y un salvaje, y cargué contra un cuarto hombre, lo tumbé con la fuerza de mi peso y él empezó a implorar misericordia y no recibió ninguna.

Qué alegría tan grande. La alegría de la espada. Bailaba de alegría, la alegría me inundaba, la alegría de la batalla de la que Ragnar hablaba tantas veces, la alegría del guerrero. Si un hombre no la conoce, no es un hombre. Aquello no fue una batalla, no fue una auténtica matanza, sólo unos cuantos ladrones muertos, pero fue mi primera pelea y los dioses me concedieron su favor, dotaron mi brazo de velocidad y de fuerza mi escudo, y cuando terminó y yo bailé en la sangre de los muertos, supe que aquello era bueno. Supe que era más que bueno. En aquel momento habría podido conquistar el mundo y sólo lamentaba que Ragnar no me hubiese visto, pero entonces pensé que podría estar mirándome desde el Valhalla y levanté
Hálito-de-serpiente
hacia las nubes y grité su nombre. He visto a otros jóvenes salir de sus primeras batallas con la misma alegría y los he enterrado a la siguiente. Los jóvenes son unos insensatos y yo era joven. Pero también bueno.

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