—Obtuvimos ambas piezas en la batalla de la colina de Æsc, las llevaba un danés —me dijo Alfredo. Ælswith nos observaba con mirada desaprobadora.
—Señor —dije y me agaché sobre una rodilla y le besé la mano.
—Un año de servicio —dijo—, es todo lo que te pido.
—Lo tenéis, señor —contesté, y sellé la promesa besándole los nudillos manchados de tinta.
Estaba deslumbrado. Ambas piezas de armadura eran infrecuentes y valiosas, y yo no había hecho nada para merecer tanta generosidad, a menos que comportarse como un grosero merezca concesiones. Eso es lo que significa ser un señor, un dador de brazaletes, y un señor que no distribuye la riqueza es un señor que perderá la lealtad de sus hombres; pero aun así, yo todavía no me había ganado aquellos presentes, aunque los agradecía. Me fascinaron y, por un momento, pensé en Alfredo como un hombre bueno, grande y admirable.
Debería haberlo pensado dos veces. Alfredo, por supuesto, era generoso; a diferencia de su esposa, jamás se mostró quisquilloso con sus regalos, pero, ¿por qué entregar una armadura tan valiosa a un joven novato como yo? Porque le resultaba útil. No demasiado, pero sí algo. Alfredo jugaba en ocasiones al ajedrez, un juego para el que yo tengo poca paciencia, pero en el ajedrez hay piezas de gran valor y piezas de muy poco, y yo era una de ésas. Las piezas de gran valor eran los señores de Mercia que, si podía vincular por vasallaje, prestarían ayuda a Wessex para combatir a los daneses, pero ya estaba buscando más allá de Mercia, en Anglia Oriental y Northumbria, y no tenía ningún señor de Northumbria en el exilio, salvo un servidor, y preveía un tiempo en el que lo necesitaría para convencer a las gentes del norte de aceptar un rey del sur. De haber sido realmente valioso, de haber podido llevarle la lealtad de la gente junto a su frontera, me habría entregado una esposa sajona, pues una mujer de alta cuna es el mejor regalo que un señor puede otorgar, pero un casco y una cota de malla eran suficientes para la lejana idea de Northumbria. Dudo mucho que pensara que iba a entregarle aquel país, pero sí veía que algún día podría resultarle útil en el proceso de dicha entrega, así que me ligó a él y convirtió las ligaduras en aceptables grilletes mediante alabanzas.
—Ninguno de mis hombres ha peleado en un barco —me dijo—, así que tienen que aprender. Puede que seas joven, Uhtred, pero tienes experiencia, lo que significa que sabes más que ellos. Así que ve y enséñales.
¿Yo? ¿Sabía más que sus hombres? Había navegado en la
Víbora del viento
, eso era todo, no había peleado nunca en un barco, aunque no iba a decírselo a Alfredo. Acepté sus regalos y me dirigí al sur, hasta la costa, y así se guardó un peón que en el futuro podía resultar útil. Para Alfredo, claro está, las piezas más valiosas del tablero eran los alfiles, que nosotros llamamos «obispos», los que en teoría rezaban por la expulsión de los daneses, y jamás un obispo pasó hambre en Wessex, pero yo no podía quejarme porque tenía una cota de malla, un casco de hierro y parecía un guerrero. Alfredo nos prestó caballos para el viaje y envió al padre Willibald con nosotros, no como guardián esta vez, sino porque insistía en que las tripulaciones de sus barcos debían contar con un cura que velara por su salud espiritual. Pobre Willibald. Se mareaba como un perro cada vez que remontábamos una ola, pero jamás abandonó sus responsabilidades, especialmente conmigo. Si las oraciones convirtieran a un hombre en cristiano, a estas alturas sería santo diez veces.
El destino lo es todo. Y ahora, en retrospectiva, veo la pauta de mi viaje vital. Comenzó en Bebbanburg y me llevó hacia el sur, cada vez más al sur, hasta que llegué a la otra costa de Inglaterra y no podía seguir bajando sin dejar de oír mi idioma. Ése fue el viaje de mi infancia. Como hombre lo he recorrido en dirección contraria, cada vez más hacia el norte, cargando con espadas, lanzas y hachas para desbrozar el camino hasta el lugar en el que empecé. El destino. Cuento con el favor de las hilanderas, al menos me han librado de la muerte hasta ahora. Y durante un tiempo me convirtieron en marinero.
Recibí la cota de malla y el casco en el año 874, el mismo en que el rey Burghred huyó a Roma y Alfredo esperaba a Guthrum para la primavera siguiente, pero no llegó, ni tampoco en verano, así que Wessex se libró de la invasión en 875. Guthrum debería haber llegado, pero era un hombre cauteloso, siempre esperaba lo peor, y pasó dieciocho meses completos reuniendo al ejército danés más grande que haya visto esta tierra. A su tiempo la hueste de Guthrum llegaría, y cuando lo hizo las tres hilanderas cortaron uno a uno todos los hilos de Inglaterra, hasta que la isla entera quedó colgada de un mechón, pero esa historia debe esperar y sólo la menciono ahora para explicar por qué tuvimos tiempo de prepararnos.
Y fui entregado al
Heahengel
que, horror del cielo, era el nombre del barco. Significa arcángel. No era mío, por supuesto; tenía un capitán llamado Werferth que había guiado una embarcación rechoncha comerciando por el mar antes de que lo convencieran para capitanear el
Heahengel,
y sus guerreros y tripulantes estaban comandados por una vieja y sombría bestia parda llamada Leofric. ¿Y yo? Yo era el último zurullo.
En realidad no me necesitaban. Todas las palabras aduladoras de Alfredo, que si yo iba a enseñar a sus marineros a luchar, y tal y cual, no eran más que eso, palabras. Pero me había convencido de unirme a su flota, y yo le había prometido un año, así que allí estaba, en el estupendo puerto de Hamtun, situado al principio de un largo brazo de mar. Alfredo ordenó construir doce barcos a un carpintero de ribera que había sido remero en una embarcación danesa antes de escapar en Francia y conseguir regresar a Inglaterra. Había pocas cosas que no supiera de batallas navales, y nada que yo pudiera enseñarle a nadie, aunque la batalla naval es cosa bien sencilla. Estrellas el barco contra el del enemigo, armas un muro de escudos y te cargas a la otra tripulación. Pero nuestro carpintero, hombre astuto donde los haya, había ingeniado un barco más grande que proporcionaba a su tripulación una ventaja, porque cabían más hombres y sus bordas, al ser más altas, hacían las veces de muralla; así pues, construyó doce barcos que al principio me parecían raros porque no tenían cabezas de bestias ni en proas ni en popas, aunque todos ostentaban un crucifijo clavado al mástil. La flota completa estaba comandada por el
ealdorman
Hacca, hermano del
ealdorman
del Hamptonscir, y lo único que hizo cuando llegué fue aconsejarme que envolviera mi cota de malla en un saco aceitado para que no se oxidara. Después me entregó a Leofric.
—Enséñame las manos —me ordenó Leofric. Lo hice y me miró con desdén—. Pronto tendrás ampollas,
earsling.
Ésa era su palabra favorita,
earsling.
Significaba cagarruta. Ése era yo, aunque a veces me llamaba
endwerc
, que significa almorrana, y me hizo remero, uno de los dieciséis de
boecbord,
que es la parte izquierda del barco mirando hacia la proa. El otro lado se llama
steorbord,
por encontrarse allí el timón. Llevábamos sesenta guerreros a bordo, treinta y dos en cada turno de remos a menos que pudiéramos izar la vela. Werferth iba al timón y Leofric paseaba de arriba abajo gritando como un energúmeno que remáramos más rápido.
Durante todo el otoño y el invierno remamos arriba y abajo del ancho canal de Hamtun y hasta el Solente, que es el mar situado al sur de la isla que llaman Wiht, y batallamos contra el viento y la marea, estrellando el
Heahengel
contra olas pequeñas y frías, hasta que nos convertimos en tripulación y conseguimos hacerlo saltar por el mar. Para mi sorpresa, descubrí que el
Heahengel e
ra un barco rápido. Pensaba que, al ser mucho más grande, sería más lento que los navíos daneses, pero era rápido, muy rápido, y Leofric lo estaba convirtiendo en un arma letal.
No le gustaba, y aunque me llamaba
earsling
y
endwerc,
no me enfrenté a él porque habría muerto. Era un hombre bajo, amplio, robusto como un buey, con la cara llena de cicatrices, un genio del demonio y una espada tan machacada que se había quedado fina como un cuchillo. Tampoco es que a él le importara, pues prefería el hacha. Sabía que yo era
ealdorman,
pero se la traía al pairo, lo mismo que el hecho de que hubiera servido en un barco danés.
—Lo único que nos pueden enseñar los daneses,
earsling
—
me dijo—, es a palmarla.
Yo no le gustaba, pero él a mí sí. Por la noche, cuando llenábamos alguna de las tabernas de Hamtun, me sentaba a su lado a escuchar sus pocas palabras, que solían ser de desprecio, incluso hacia nuestros barcos.
—Doce —rugía—, ¿y cuántos van a traer los daneses?
Nadie respondía.
—¿Doscientos? Y nosotros, ¿qué tenemos, doce?
Brida consiguió enredarlo una noche para que nos contara sus batallas, todas ellas en tierra, y nos habló de la colina de Æsc; de cómo un hombre con un hacha rompió el muro de escudos danés, y estaba claro que el hombre era el propio Leofric; de cómo le había acortado el mango para que fuera más rápida de recuperar tras el golpe, aunque disminuía la fuerza del arma; de cómo el hombre había utilizado su escudo para contener al enemigo de la izquierda, matando primero al de enfrente y después al de la derecha, y luego la había emprendido a hachazo limpio contra las líneas danesas, a las que poco a poco fue esculpiendo. Me vio escucharle y se burló de mí como era habitual.
—¿Has estado en un muro de escudos,
earsling?
Levanté un dedo.
—Rompió el muro enemigo — intervino Brida. Ella y yo vivíamos en el establo de la taberna y a Leofric le gustaba Brida aunque se negaba a llevarla a bordo porque consideraba que las mujeres traían mala suerte—. Rompió el muro —repitió—. Yo lo vi.
Me echó una ojeada, no muy seguro de si creerla o no. Yo no dije nada.
—¿Contra quién peleabas —preguntó al poco—, monjas?
—Galeses —repuso Brida.
—¡Bueno, galeses! Coño, pero si se matan en nada —dijo, una mentira como una casa, pero que le permitía seguir burlándose de mí, y al día siguiente, durante la práctica de pelea con varas se aseguró de enfrentarse conmigo, y me dio tal tunda que me dejó como un perro apaleado, me abrió una brecha en la cabeza y me dejó confundido—. Yo no soy galés,
earsling
—me dijo. Leofric me gustaba un montón.
El año llegó a su fin. Cumplí dieciocho años. El Gran Ejército danés no vino, pero sí sus barcos. Los daneses volvían a ser vikingos, y sus barcos dragones llegaron en pequeños grupos para saquear la costa de Wessex, para asaltar, violar, quemar y matar. Pero ese año Alfredo tenía preparados los barcos.
Y nos hicimos a la mar.
Pasamos la primavera, el verano y el otoño del año 875 remando arriba y abajo por la costa sur de Wessex. Fuimos divididos en cuatro flotillas, y Leofric comandaba
Heahengel, Ceruphin
y
Cristenlic,
que significan arcángel, querubín y cristiano respectivamente. Alfredo había escogido los nombres. Hacca, que estaba al cargo de la flota completa, navegaba en el
Evangelista,
el cual pronto adquirió reputación de ser un barco gafe, aunque su auténtica desgracia era tener a Hacca a bordo. Era un hombre bastante agradable, generoso con su plata, pero detestaba los barcos, detestaba el mar, y nada deseaba más que ser guerrero en tierra firme, lo que significaba que el
Evangelista
recalaba siempre en Hamtun para sufrir reparaciones.
Pero no el
Heahengel.
Le di a aquel remo hasta que me quedó el cuerpo dolorido y las manos duras como un roble, pero tanto remar me hizo ganar músculo, una barbaridad de músculo. Ahora era grande, grande, alto y fuerte, y de paso arrojado y agresivo. Nada deseaba más que probar el
Heahengel
contra un barco danés, y aun así nuestra primera confrontación fue un auténtico desastre. Bordeábamos Suth Seaxa, una costa maravillosa de recortados acantilados blancos, y
Ceruphin
y
Cristenlic se
habían alejado mar adentro mientras nosotros recorríamos la costa confiando en atraer un barco vikingo que nos persiguiera hasta una emboscada tendida por las otras dos embarcaciones. La trampa funcionó, pero el barco vikingo era mejor que el nuestro. Era más pequeño, mucho más pequeño, y lo perseguimos en contra de la marea, ganándole terreno a cada boga, pero entonces vieron a
Ceruphin
y
Crislenlic
emerger de repente por el sur, con los remos reflejando la luz del sol y las proas espumosas, y el capitán danés hizo virar el barco como una peonza y, con la marea ahora a su favor, se abalanzaron sobre nosotros.
—¡Lánzate hacia él! —le gritó Leofric a Werferth, que iba al timón, pero Werferth dio la vuelta, pues quería evitar la colisión y yo vi los remos del barco danés meterse en sus agujeros a medida que se acercaba por estribor, y romper uno a uno los nuestros. El impacto lanzó los asidores con tanta fuerza contra nuestros remeros que sumamos unas cuantas costillas rotas. Entonces los arqueros daneses, cuatro o cinco en total, empezaron a lanzar flechas. Una se clavó en el cuello de Werferth y el puente del timón se anegó de sangre, mientras Leofric aullaba preso de la rabia y la impotencia y los daneses, con los remos otra vez fuera, salían a toda prisa aprovechando la rápida bajamar. Se burlaban mientras nos bamboleábamos sobre las olas.
—¿Sabes pilotar un barco,
earsling?
—me preguntó Leofric mientras apartaba a un Werferth moribundo del timón.
—Sí.
—Pues lleva éste. —Regresamos a casa a trompicones, apenas con la mitad de los remos, y aprendimos dos lecciones: una era portar siempre remos de reserva, y la otra llevar arqueros. Por desgracia el
ealdorman
Freola, que comandaba el
fyrd
del Hamptonscir, dijo que no podía prescindir de ningún arquero, que ya tenía pocos, que los barcos se habían llevado demasiados guerreros suyos, y que además no los necesitaríamos. Hacca, su hermano, nos dijo que no diéramos más la lata.
—Arrojad lanzas —le aconsejó a Leofric.
—Quiero arqueros —insistió Leofric.
—¡Pues no los hay! —concluyó Hacca abriendo mucho las manos.
El padre Willibald quería escribir una carta a Alfredo.
—A mí me escuchará —dijo.