Brida,
Nihtgenga
y yo recorrimos aquel lugar, pasamos junto a la pila de cadáveres daneses del día anterior que habían sido picoteados por las gaviotas, cerca de las cabañas quemadas en las que la gente había hecho su humilde vida junto al mar y el pantano antes de que llegaran los vikingos, y después, a medida que se ponía el sol, arrastramos vigas chamuscadas hasta la orilla, y yo las prendí con yesca y pedernal. Las llamas ardieron al atardecer y Brida me tocó el brazo al avistar la
Víbora del viento,
recortada contra el cielo oscuro, al pasar por la entrada del lago salado. Los últimos coletazos del día teñían el mar de carmesí y reflejaban los remaches dorados de la bestia de proa.
La observé, pensé en el miedo que dicha visión provocaba en Inglaterra. Dondequiera que hubiera un riachuelo, una bahía o una desembocadura, los hombres temían ver aparecer los barcos daneses. Tenían miedo de las bestias de la proa, de los hombres tras las bestias, y rezaban por librarse de la furia de los hombres del norte. Yo adoraba aquella visión. Adoraba la
Víbora del viento.
Sus remos subían y bajaban, oía los asideros crujir en sus luchaderos forrados de cuero, vi los hombres cubiertos de malla de su proa, y entonces el casco embarrancó en la arena y los remos se detuvieron.
Ragnar apoyó la escalera contra la proa. Todos los barcos daneses cuentan con una pequeña escalera que les permite bajar a la playa, y él bajó los peldaños lentamente y solo. Llevaba cota de malla completa, casco y la espada a un costado, y en cuanto llegó a tierra caminó hasta las pequeñas llamas de nuestra hoguera como un guerrero en busca de venganza. Se detuvo a distancia de lanza y me miró a través de los agujeros negros del yelmo.
—¿Mataste a mi padre? —me preguntó con crudeza.
—Por mi vida —dije—, por Thor —me saqué el amuleto del martillo y lo agarré—, por mi alma —proseguí—, no lo maté.
Se quitó el casco, dio un paso adelante y nos abrazamos.
—Sabía que no habías sido tú —me dijo.
—Fue Kjartan —respondí—, y nosotros lo vimos. —Le contamos toda la historia: que nosotros estábamos en el bosque vigilando el carbón, que nos quedamos aislados de la casa, y que la quemaron y los mataron a todos.
—Si hubiera podido matar a uno solo de ellos —dije—, lo habría hecho, y habría muerto al hacerlo, pero Ravn siempre decía que debía quedar al menos un superviviente para contar la historia.
—¿Qué ha dicho Kjartan? —preguntó Brida.
Ragnar se sentó, y dos de sus hombres trajeron pan, arenques secos, queso y cerveza.
—Kjartan dijo —hablaba con suavidad— que los ingleses se alzaron contra la casa, azuzados por Uhtred, y que él mismo se vengó de los asesinos.
—¿Y le creíste? —le pregunté.
—No —admitió—. Son muchos los hombres que me han contado que lo hizo él, pero ahora es el
jarl
Kjartan, dirige tres veces más hombres que yo.
—¿Y Thyra? —pregunté—. ¿Ella qué dice?
—¿Thyra? —Se me quedó mirando, perplejo.
—Thyra sobrevivió —le conté—. Se la llevó Sven.
Sólo me miraba. No sabía que su hermana estaba viva, y vi la ira apoderarse de su rostro, levantó entonces la mirada a las estrellas y aulló como un lobo.
—Es cierto —intervino Brida—. Dejaron viva a tu hermana.
Ragnar sacó la espada y la clavó en la arena. Puso la mano derecha sobre el acero.
—Aunque sea lo último que haga —juró—, voy a matar a Kjartan, a su hijo y a todos sus seguidores. ¡A todos!
—Te ayudaré —le dije. Me miró desde el otro lado de las llamas—. Quería a tu padre —proseguí—, y él me trató como a un hijo.
—Agradezco tu ayuda, Uhtred —respondió Ragnar formalmente. Limpió la arena de la espada y la volvió a envainar en su funda forrada de borrego—. ¿Te vienes con nosotros?
Me sentí tentado. Incluso me sorprendió lo tentado que me sentía. Quería irme con Ragnar, quería la vida que había vivido con su padre, pero el destino nos gobierna. Le había jurado fidelidad a Alfredo durante unas cuantas semanas más, y había luchado junto a Leofric durante todos aquellos meses, y luchar junto a otro hombre en un muro de escudos crea lazos de afecto muy profundos.
—No puedo ir —dije, y deseé haber podido decir lo contrario.
—Yo sí —dijo Brida, y en cierto modo no me sorprendió. No le gustaba nada que la dejáramos en Hamtun cuando salíamos a patrullar la costa, se sentía atada e inútil, no requerida, y creo que añoraba la vida danesa. Detestaba Wessex. Detestaba a sus curas, su desaprobación y la negación de todo cuanto era alegre.
—Eres testigo de la muerte de mi padre —le dijo Ragnar, aún en tono formal.
—Lo soy.
—Te doy la bienvenida —dijo, y me volvió a mirar.
Sacudí la cabeza.
—Por el momento le he jurado lealtad a Alfredo. En invierno estaré libre de ese juramento.
—Pues ven con nosotros en invierno —me dijo Ragnar—, subiremos a Dunholm.
—¿Dunholm?
—Ahora es la fortaleza de Kjartan. Ricsig le deja vivir allí.
Pensé en el señorío de Dunholm, erguido sobre su elevado peñasco, envuelto por el río, protegido por su roca maciza, las altas murallas y una fuerte guarnición.
—¿Y si Kjartan marcha sobre Wessex? —pregunté.
Ragnar sacudió la cabeza.
—No lo hará, porque no va donde estoy yo, así que tendré que ir yo a buscarle.
—¿Te teme, entonces?
Ragnar sonrió, y si Kjartan hubiera visto aquella sonrisa se habría estremecido.
—Me teme —repuso Ragnar—. He oído que envió hombres a matarme a Irlanda, pero su barco terminó a la deriva y los
skraeling
despacharon a la tripulación, así que vive en el miedo. Niega la muerte de mi padre, pero me sigue temiendo.
—Una última cosa —dije, y le hice un gesto a Brida con la cabeza para que sacara la bolsa de cuero, con el oro, azabache y plata—. Era de tu padre —dije—, y Kjartan jamás lo encontró. Nosotros sí, y hemos gastado una parte, pero lo que queda es tuyo. —Le tendí la bolsa y al instante me convertí en pobre.
Me la devolvió sin pensárselo dos veces, volviéndome a hacer rico.
—Mi padre también te quería —dijo—, y yo tengo riquezas suficientes.
Comimos, bebimos, dormimos, y al alba, cuando se levantó una ligera neblina por entre los juncos, la
Víbora del viento
se marchó. Las últimas palabras de Ragnar fueron una pregunta.
—¿Thyra está viva?
—Sobrevivió —contesté—, así que supongo que está viva.
Nos abrazamos, se marcharon y yo me quedé solo.
Lloré por Brida. Me sentía dolido. Era demasiado joven para saber cómo tomarme un abandono. Durante la noche traté de convencerla para que se quedara, pero era dueña de una voluntad tan férrea como el metal de Ealdwulf, y se marchó con Ragnar en la neblina del alba y yo me quedé llorando. En aquel momento odié a las tres hilanderas, siempre tramando crueles chanzas en sus vulnerables hebras, y entonces el pescador regresó y me llevó de vuelta a casa.
* * *
Las tormentas de otoño azotaron las costas y la flota de Alfredo quedó a buen recaudo durante el invierno, arrastrada a tierra por caballos y bueyes, y Leofric y yo cabalgamos hasta Wintanceaster sólo para descubrir que Alfredo estaba en sus propiedades de Cippanhamm. El guardia de la puerta nos permitió la entrada en el palacio de Wintanceaster, ya fuera porque me reconoció o porque le aterrorizó Leofric, y dormimos allí, pero el sitio seguía infestado de monjes a pesar de la ausencia de Alfredo, así que pasamos el día en una taberna cercana.
—¿Y qué vas a hacer,
earsling?
—
me preguntó Leofric—. ¿Renovarás tu juramento con Alfredo?
—No lo sé.
—No lo sabes —repitió sarcástico—. ¿Se ha llevado Brida tu decisión?
—Podría volver con los daneses —dije.
—Eso me daría la oportunidad de matarte —comentó alegremente.
—O quedarme con Alfredo.
—¿Y por qué no haces eso?
—Porque él no me gusta —contesté.
—No tiene que gustarte. Es tu rey.
—No es mi rey —dije—. Yo soy de Northumbria.
—Vaya que sí,
earsling
, vaya que sí. Un
ealdorman
de Northumbria, ¿eh?
Asentí, pedí más cerveza, partí una hogaza en dos y le tendí un pedazo a Leofric.
—Lo que tendría que hacer —dije—, es volver a Northumbria. Hay un hombre al que tengo que matar.
—¿Una deuda de sangre?
Asentí de nuevo.
—Hay una cosa que sé de las deudas de sangre —me dijo Leofric—, y es que duran toda la vida. Tienes años de sobra para matarlo, pero sólo si sigues vivo.
—Viviré —contesté a la ligera.
—No, si los daneses toman Wessex no vivirás. O puede que vivas,
earsling,
pero bajo su mandato, su ley y sus espadas. Si quieres ser un hombre libre, quédate y lucha por Wessex.
—¿Por Alfredo?
Leofric se recostó, se desperezó, eructó y bebió un largo trago.
—A mí tampoco me gusta —admitió—, ni me gustaron sus hermanos cuando fueron reyes ni me gustó su padre cuando era rey, pero Alfredo es distinto.
—¿Distinto?
Se dio unos golpecitos en la frente llena de cicatrices.
—El muy cabrón piensa,
earsling
, que es más de lo que tú o yo haremos nunca. Sabe lo que hay que hacer, y no lo subestimes. Puede ser implacable.
—Es rey —repuse—, ha de serlo.
—Implacable, generoso, pío, aburrido, ése es Alfredo. —Leofric hablaba con tono amargado—. Cuando era pequeño su padre le regaló unos guerreros de juguete. Ésos de madera, ¿sabes cuáles te digo? Unas cositas pequeñas. Los ponía en fila y no había uno fuera de sitio, ni uno, ¡ni una mota de polvo en ninguno de ellos! —Parecía que consideraba aquello como algo espantoso, porque fruncía el entrecejo mientras hablaba—. Después, cuando cumplió quince años o así, hizo el animal durante un tiempo. Se cepillaba cualquier sierva de palacio, y no tengo ninguna duda de que las ponía también en fila y se aseguraba de que no tuvieran ni una mota de polvo antes de endiñársela.
—He oído que también tuvo un hijo bastardo —dije.
—Osferth —contestó Leofric, y me sorprendió que lo supiera—, escondido en Winburnan. El muy desgraciado debe de andar por los seis o siete años. Tú no deberías saber que existe.
—Ni tú.
—Se lo hizo a mi hermana —dijo Leofric, y cuando vio la cara que puse, añadió—: No soy el único guapo de la familia,
earsling.
—Sirvió más cerveza—. Eadgyth era sirvienta en palacio y Alfredo aseguró amarla. —Adoptó una expresión de desdén, después se encogió de hombros—. Pero ahora vela por ella. Le da dinero, envía curas para que recen por su alma. Su mujer sabe del pobrecillo bastardo, pero no le deja a Alfredo acercarse a él.
—Odio a Ælswith —dije.
—Una zorra del demonio —coincidió alegremente.
—Y me gustan los daneses —dije.
—¿Te gustan? ¿Entonces por qué los matas?
—Me gustan —dije, haciendo caso omiso de la pregunta—, porque no tienen miedo de la vida.
—No son cristianos, quieres decir.
—No son cristianos —acepté—. ¿Y tú?
Leofric lo pensó durante unos instantes.
—Supongo que sí —admitió a regañadientes—, pero tú no, ¿verdad? —Sacudí la cabeza, le mostré el martillo de Thor y se rió—. ¿Y qué vas a hacer,
earsling
si vuelves con los paganos? Aparte de saldar la deuda de sangre, claro.
Ésa era una buena pregunta y pensé en ella tanto como me lo permitió la cerveza.
—Serviré a un hombre llamado Ragnar —dije—, como serví a su padre.
—¿Por qué abandonaste al padre?
—Porque lo mataron.
Leofric puso ceño.
—Así que le puedes quedar allí mientras tu señor esté vivo, ¿es eso? Y sin señor no eres nada.
—No soy nada —admití—. Pero quiero estar en Northumbria para recuperar la fortaleza de mi padre.
—¿Ragnar hará eso por ti?
—Podría hacerlo. Su padre lo habría hecho, creo.
—Y si recuperas tu fortaleza —preguntó—, ¿serás el señor? ¿Señor de tu propia tierra? ¿O lo serán los daneses?
—Los daneses.
—Así que te conformas con ser esclavo, ¿eh? Sí, señor, no señor, dejadme que os aguante la polla mientras me meáis encima, señor…
—¿Y qué pasa si me quedo aquí? —pregunté con amargura.
—Comandarás hombres —dijo.
Me reí.
—Alfredo tiene señores de sobra para servirle.
Leofric sacudió la cabeza.
—No. Posee unos cuantos señores guerreros, es cierto, pero necesita más. Se lo dije el día que se nos escaparon aquellos hijos de puta, le dije que me enviara a tierra y me diera hombres. Se negó —descargó un porrazo en la mesa—. Le dije que soy un guerrero como es debido, ¡pero el muy cabrón se negó!
Así que de eso trataba, pensé, la discusión.
—¿Por qué se negó? —le pregunté.
—Porque no sé leer —gruñó Leofric—, ¡y no pienso aprender ahora! Lo intenté una vez, y no entiendo un pijo. Y además no soy señor, ¿no? Ni siquiera soy
thegn.
Sólo soy el hijo de un siervo que resulta que sabe cómo matar a los enemigos del rey, pero eso no basta para Alfredo. Dice que puedo ayudar —pronunció la palabra como si le supiera amarga— a uno de sus
ealdormen,
pero que no puedo comandar hombres porque no sé ni puedo aprender a leer.
—Yo sí puedo —dije, o dijo la bebida.
—Te cuesta mucho entender las cosas,
earsling
—
aseguró con una sonrisa—. ¿Pero acaso no eres un puto señor? Tienes que saber leer.
—No, en realidad no sé. Sólo un poco. Palabras cortas.
—¿Pero puedes aprender?
Lo pensé.
—Puedo.
—Y tenemos las tripulaciones de doce barcos en busca de empleo —dijo—. Se los llevamos a Alfredo, le decimos que los comanda el
ealdorman
Cagarruta, y él que te dé un libro, tú te lees todas esas bonitas palabras y después cogemos, tú y yo, y nos llevamos a esos cabrones a la guerra y les hacemos un poquito de pupa a los daneses de tus amores.
No dije ni que sí ni que no, porque no estaba seguro de lo que quería. Me preocupaba estar de acuerdo siempre con lo que dijera el último que pasaba; decidí seguir a Ragnar cuando lo vi, y ahora me seducía la visión del futuro que me dibujaba Leofric. No estaba seguro, así que en lugar de contestar que sí o que no volví al palacio y busqué a Merewenna. Descubrí que, en efecto, era la doncella que había provocado las lágrimas de Alfredo aquella noche en que lo espié en el campamento mercio junto a Snotengaham. Pero, a diferencia de él, yo sí sabía qué quería hacer con ella, y después no lloré en absoluto.