Northumbria, el último reino (38 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Y al día siguiente, ante la insistencia de Leofric, cabalgamos hasta Cippanhamm.

C
APÍTULO
IX

Supongo, si estáis leyendo estas páginas, que habréis aprendido a leer, lo que tal vez signifique que algún monje o cura del demonio os habrá pelado los nudillos a base de golpes, hinchado a collejas o algo peor. Evidentemente, nadie me hizo nada de eso, pues ya no era ningún niño, pero tuve que soportar las burlas mientras me esforzaba con las letras. Me enseñó sobre todo Beocca, siempre quejándose de que lo distraía de su auténtica tarea, que era la redacción de la vida de Swithun, el obispo que había en Wintanceaster cuando Alfredo era pequeño. Otro cura lo traducía al latín, dado que el dominio que Beocca poseía de dicha lengua no bastaba para la tarea, y las páginas iban a ser enviadas a Roma en la esperanza de que santificaran a Swithun. Alfredo se tomó un gran interés en la obra, y se pasaba el tiempo viniendo al estudio de Beocca para preguntarle si sabía que una vez Swithun predicó el Evangelio a una trucha, o le cantó un salmo a una gaviota, y Beocca escribía las anécdotas entusiasmado, y después, cuando Alfredo se marchaba, regresaba a regañadientes a cualquiera que fuera el texto que me obligaba a descifrar.

—Lee en voz alta —decía, y después protestaba con grandes aspavientos— ¡No, no, no!
¡Forlithan
tiene que naufragar! Es la vida de san Pablo, Uhtred, ¡y el apóstol naufragó! ¡No es en absoluto esa palabra que tú has leído!

La volví a mirar.

—¿No pone
farlegnis?

—¡Claro que no! —exclamó y se puso rojo de indignación—. Esa palabra significa… —Se detuvo, al reparar en que no me estaba enseñando inglés, sino a leerlo.

—Prostituta —contesté—, sé lo que significa. Sé hasta lo que cobran. Hay una pelirroja en la taberna de Chad que…


Forlithan
—me interrumpió—, la palabra es
forlithan.
Sigue leyendo.

Aquellas semanas fueron raras. Ya era un guerrero, un hombre, y aun así parecía que era otra vez un niño cuando me esforzaba con las letras negras que reptaban por los ajados pergaminos. Aprendía con las vidas de los santos, y al final Beocca no pudo resistirse a dejarme leer parte de su gestante vida de Swithun. Esperaba mis alabanzas, pero yo me aburría.

—¿No podemos buscar algo más interesante? —le pregunté.

—¿Más interesante? —La mirada de Beocca era claramente reprobatoria.

—Algo sobre la guerra —le sugerí—, sobre los daneses. Sobre escudos, lanzas y espadas.

Hizo una mueca.

—¡Me espanta sólo pensar en tales escritos! Hay algunos poemas —volvió a hacer la mueca y decidió no hacerme partícipe de ellos—, pero esto —y le dio unas palmaditas al pergamino—, esto despertará tu inspiración.

—¿Inspiración? ¿Porque Swithun recompuso una vez unos huevos rotos?

—Fue un acto de santidad —me reprendió Beocca—. La mujer era vieja y pobre, los huevos era lo único que tenía para vender, y tropezó y los rompió. ¡Se enfrentaba a morir de hambre! El santo le arregló los huevos y, alabado sea Dios, pudo venderlos.

—¿Pero por qué Swithun no le dio simplemente dinero? —pregunté—, ¿o se la llevó a su casa y le dio de comer?

—¡Es un milagro! —insistió Beocca—, una demostración del poder de Dios.

—Me gustaría ver un milagro —dije recordando la muerte del rey Edmundo.

—Eso es una debilidad en ti —replicó Beocca con severidad—. Debes tener fe. Es fácil creer con milagros, motivo por el que nunca se debe rezar para pedirlos. Es mucho mejor encontrar a Dios a través de la fe que de los milagros.

—¿Entonces para qué están los milagros?

—Oh, sigue leyendo, Uhtred —me contestó el pobre hombre cansado—, por el amor de Dios, sigue leyendo.

Seguí leyendo. Pero la vida en Cippanhamm no era todo lectura. Alfredo salía de caza al menos dos veces por semana, aunque no era el tipo de caza que yo había conocido en el norte. Jamás cazaba jabalíes, prefería disparar con arco a los venados. La presa era conducida hasta el rey por batidores, y si no aparecía pieza pronto se aburría y regresaba con sus libros. Creo que en verdad sólo iba a cazar porque era algo propio de un rey, no porque lo disfrutara; se trataba de una tarea que había que soportar. A mí me encantaba, claro está. Mataba lobos, ciervos, zorros y jabalíes, y fue en una de aquellas cacerías del jabalí cuando conocí a Etelwoldo.

Etelwoldo era el sobrino mayor de Alfredo, el joven que tendría que haber sucedido a su padre, el rey Etelredo, aunque ya no era ningún muchacho, pues tenía sólo un mes menos que yo, y en muchos aspectos se me parecía, salvo que él había sido protegido por su padre y por Alfredo y jamás había matado a un hombre o participado en una batalla. Era alto, robusto, fuerte y tan salvaje como un potro sin domar. Tenía una melena oscura, la cara enjuta de su familia, y ojos poderosos que llamaban la atención de todas las criadas. Cazaba conmigo y con Leofric, bebía con nosotros, venía de putas con nosotros cuando podía escaparse de los curas que le hacían de guardianes, y se quejaba constantemente de su tío, aunque dichas quejas sólo me las transmitía a mí, nunca a Leofric, a quien Etelwoldo temía.

—Robó la corona —dijo una vez Etelwoldo de Alfredo.

—El
untan
consideró que eras demasiado joven —señalé.

—Ahora ya no soy tan joven, ¿verdad? —preguntó indignado—, así que Alfredo debería abdicar en mi favor.

Brindé por la idea con una jarra de cerveza, pero nada dije.

—¡Ni siquiera me deja pelear! —prosiguió Etelwoldo con amargura—. Dice que tengo que ser cura. Si será imbécil, el muy hijo de puta. —Bebió un trago antes de mirarme con seriedad—. Habla con él, Uhtred.

—¿Y qué le voy a decir? ¿Que no quieres ser cura?

—Eso lo sabe. No, dile que pelearé contigo y con Leofric.

Lo pensé durante un rato, después sacudí la cabeza.

—No es una buena idea.

—¿Por qué no?

—Porque —le contesté— tiene miedo de que tu nombre se transforme en leyenda.

Etelwoldo frunció el ceño.

—¿Una leyenda? —preguntó perplejo.

—Si te conviertes en guerrero famoso —le dije, pues sabía que estaba en lo cierto—, los hombres te seguirán. Ya eres príncipe, algo peligroso en sí mismo, y Alfredo no querrá que te conviertas en un famoso príncipe guerrero, ¿verdad?

—Cabrón meapilas —repuso Etelwoldo. Se apartó la larga melena negra de la cara y observó taciturno a Eanflaed, la pelirroja que tenía habitación en la taberna, donde atendía a muchos parroquianos—. Señor, qué guapa es —comentó—. Una vez lo pillaron cepillándose a una monja.

—¿Alfredo? ¿A una monja?

—Eso me contaron. Y siempre andaba detrás de las muchachas. ¡No era capaz de tener abrochados los calzones! Ahora lo controlan los curas. Lo que tendría que hacer —prosiguió con tono amargado—, es rebanarle el pescuezo a ese hijo de puta.

—Cuéntale eso a cualquier otro —le dije—, y te colgarán.

—Podría huir y unirme a los daneses —sugirió.

—Podrías —le contesté—, y serías bien recibido.

—¿Y después, me utilizarían? —preguntó, con lo que demostraba no ser un completo insensato.

Asentí.

—Serías como Egberto o Burghred, o ese nuevo de Mercia.

—Ceolwulf.

—Rey a su servicio —proseguí. Ceolwulf, un
ealdorman
mercio que fue nombrado rey de su país ahora que Burghred se estaba dejando las rodillas en Roma, pero Ceolwulf no era más rey de lo que lo había sido Burghred. Acuñaba moneda, por supuesto, y administraba justicia, pero todos sabían que en su consejo había daneses y que no se atrevía a hacer nada en contra suya—. ¿Es eso lo que quieres? —le pregunté—. ¿Huir con los daneses y serles útil?

Sacudió la cabeza.

—No. —Trazó un dibujo sobre la mesa con la cerveza derramada—. Mejor no hacer nada.

—¿Nada?

—Si no hago nada —dijo con toda sinceridad—, puede que el muy cabrón la palme. ¡Siempre está enfermo! Tampoco puede durar mucho, ¿no? Y su hijo aún está en pañales. ¡Así que si muere, seré rey! ¡Cristo bendito! —La blasfemia fue pronunciada porque acababan de entrar en la taberna dos curas, ambos de su cortejo, y venían en su busca para meterlo en la cama.

Beocca no aprobaba mi amistad con Etelwoldo.

—Es una criatura insensata —me advirtió.

—También lo soy yo, o eso me decís.

—Pues entonces no necesitas más insensatez. Ahora vamos a leer cómo el santo Swithun construyó la puerta este de la ciudad.

Para la Epifanía ya leía tan bien como un niño de doce años despierto, según Beocca, y aquello bastaba, porque Alfredo, después de todo, no me exigía interpretar textos teológicos, sino descifrar sus órdenes en el caso de que algún día decidiera darme alguna, y aquello, por supuesto, era el quid de la cuestión. Leofric y yo queríamos comandar tropas, para cuyo fin yo había soportado las enseñanzas de Beocca y aprendido a apreciar la santa habilidad de Swithun con truchas, gaviotas y huevos rotos, pero la concesión de dichas tropas dependía del rey, y lo cierto es que no había demasiadas que comandar.

El ejército de Wessex constaba de dos partes. La primera y más pequeña estaba compuesta por los propios hombres del rey, sus siervos, que cuidaban de él y su familia. No hacían nada más porque eran guerreros profesionales, pero no eran demasiados, y ni Leofric ni yo queríamos unirnos a la guardia real porque implicaba quedarnos cerca de Alfredo, lo cual, a su vez, implicaba ir a la iglesia.

La segunda parte del ejército, y con mucho la mayor, era el
fyrd,
y ésta, a su vez, estaba dividida entre las comarcas. A cada comarca, bajo su
ealdorman
y alguacil, le correspondía reclutar al
fyrd
que, en teoría, estaba compuesto de todos los hombres capaces dentro de los límites de la comarca. Eso implicaba un gran número de hombres. El Hamptonscir, por ejemplo, podía reunir tranquilamente tres mil hombres en armas, y sólo nueve comarcas en Wessex eran capaces de convocar números similares. Aun así, excepto las tropas que servían a los
ealdormen,
el
fyrd
estaba compuesto en su mayoría por granjeros. Algunos poseían algún tipo de escudo, había bastantes lanzas y hachas, pero las espadas y la armadura escaseaban, y lo que era peor, el
fyrd
siempre se mostraba reacio a ir más allá de las fronteras de la comarca, e incluso más reacio todavía a servir cuando había trabajo que hacer en la granja. En la batalla de la colina de Æsc, la única que los sajones del oeste ganaron contra los daneses, las tropas reales fueron las artífices de la victoria. Divididas entre Alfredo y su hermano constituyeron la punta de lanza de la batalla, mientras el
fyrd,
como era su costumbre, hizo amagos de atacar y sólo se implicó en la batalla cuando los soldados de verdad la habían ganado ya. El
fyrd,
en suma, era tan útil como un agujero en una bota, pero allí precisamente era donde Leofric esperaba encontrar hombres.

Exceptuando a las tripulaciones de los barcos que se emborrachaban en las tabernas de invierno de Hamtun. Ésos eran los hombres que Leofric quería, y para conseguirlos teníamos que convencer a Alfredo de relevar a Hacca de su mando. Por suerte para nosotros, el propio Hacca llegó a Cippanhamm y rogó que lo apartaran de la flota. Rezaba cada día, le dijo a Alfredo, para no volver a ver nunca más el océano.

—Me mareo, señor.

Alfredo siempre se mostraba comprensivo con los hombres enfermos, pues él mismo se encontraba mal a menudo, y ya debía de saber que Hacca no era el comandante adecuado para la flota, pero su problema era sustituirlo. Para cuyo fin convocó a cuatro obispos, dos abades y un cura que le aconsejaran, y supe por Beocca que todos rezaban por el nuevo nombramiento.

—¡Haz algo! —me gruñó Leofric.

—¿Y qué coño quieres que haga?

—¡Tienes amigos entre los curas! Habla con ellos. Habla con Alfredo,
earsling.
—Rara vez me seguía llamando cagarruta, sólo cuando se cabreaba.

—No le gusto —le dije—. Si le pido que nos ponga al mando de la flota se la dará a cualquiera menos a nosotros. Nombrará a un obispo, probablemente.

—¡Mierda! —exclamó Leofric.

Al final, nos solucionó la papeleta Eanflaed. La pelirroja era una criatura bondadosa que sentía un cariño especial por Leofric, y nos oyó discutir, se sentó y estampó una palmada en la mesa para hacernos callar. Nos preguntó el porqué de nuestra pelea. Después se sorbió los mocos, porque estaba resfriada.

—Quiero que esta cagarruta inútil —Leofric me señalaba con el pulgar— sea nombrado comandante de la flota, pero es demasiado joven, demasiado feo, demasiado horrible y demasiado pagano, y Alfredo está demasiado ocupado escuchando a una pandilla de obispos que acabarán nombrando a algún vejestorio coñazo que no distinga la proa de su polla.

—¿Qué obispos? —quiso saber Eanflaed.

—Los de Scireburnan, Wintanceaster, Winburnan y Exanceaster —le dije.

Sonrió, volvió a sorberse los mocos, y dos días más tarde fui convocado en presencia de Alfredo. Resultó que el obispo de Exanceaster tenía debilidad por las pelirrojas.

Alfredo me recibió en su salón; un bello edificio con vigas, viguetas y una chimenea de piedra en el centro. Sus guardias nos vigilaban desde la puerta, en la que un grupo de peticionarios aguardaba la audiencia real, y una pifia de curas rezaba al otro extremo del salón, pero ambos estábamos solos junto a la chimenea, donde Alfredo paseaba de arriba abajo mientras hablaba. Me dijo que estaba considerando mi nombramiento como comandante de la flota. Hizo hincapié en el «considerando». Dios, prosiguió, estaba guiando su elección, pero ahora tenía que hablar conmigo para ver si el consejo de Dios concordaba con su propia intuición. Confiaba mucho en la intuición. Una vez me echó un discursito sobre el ojo interior del hombre, sobre cómo podía conducirnos a una más elevada sabiduría, y me atrevería a decir que estaba en lo cierto, pero nombrar un comandante de la flota no requería de sabiduría mística, sólo había que buscar un luchador salvaje que quisiera matar daneses.

—Dime —prosiguió—, ¿ha fomentado tu fe el hecho de haber aprendido a leer?

—Sí, señor —contesté con fingida sinceridad.

—¿En serio? —Parecía dudarlo.

—La vida de san Swithun —respondí, levantando una mano como para indicar que me había sobrecogido—, ¡y qué historia, la de Chad! —Me quedé callado, como si no se me ocurrieran suficientes alabanzas para aquel peñazo de hombre.

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