—He tenido suerte, señor.
—La suerte es buena, o eso me dicen mis guerreros. Aún no he meditado sobre una teología de la suerte, y puede que nunca lo haga. ¿Puede haber suerte si Dios dispone? —Frunció el ceño por unos instantes, claramente enfrascado en la aparente contradicción, pero después dejó de lado el problema como un entretenimiento para otro día—. Supongo que estaba equivocado al intentar animarte en el duro camino del sacerdocio.
—No hay nada de malo en animar, señor —respondí—, pero no tengo ningún deseo de ser sacerdote.
—Así que huiste de mí. ¿Por qué?
Supongo que esperaba que me mostrara avergonzado y evitara su pregunta, pero yo le dije la verdad.
—Volví a por mi espada —le dije. Ojalá hubiera tenido a
Hálito-de-serpiente
en aquel momento, porque detestaba ir sin ella, pero el guardia de la puerta de palacio había insistido en que entregara todas mis armas, incluso el pequeño cuchillo que usaba para comer.
Asintió con rostro serio, como si fuera un motivo válido.
—¿Es una espada especial?
—La mejor del mundo, señor.
Me sonrió, al reconocer el generoso entusiasmo de la juventud.
—Así que volviste con el
jarl
Ragnar.
Esta vez asentí, pero sin decir nada.
—Que no te tenía prisionero, Uhtred —prosiguió severo—. De hecho, nunca lo fuiste, ¿no es cierto? Te trataba como a un hijo.
—Lo quería mucho —respondí, de la forma más espontánea y natural.
Se me quedó mirando y yo me sentí incómodo. Tenía los ojos muy claros y daba la sensación de que me juzgaba.
—Aun así, en Eoferwic —prosiguió Alfredo con suavidad—, dicen que tú lo mataste.
Entonces llegó mi turno de horadarlo con la mirada. Me sentía furioso, confuso, perplejo y sorprendido, tan confundido que no supe qué contestar. ¿Pero por qué estaba tan sorprendido? ¿Qué otra cosa iba a decir Kjartan? Aunque yo pensaba que Kjartan me creía muerto.
—Es mentira —dijo Brida sin más.
—¿Sí? —me preguntó Alfredo con el mismo tono suave.
—Es mentira —respondí furioso.
—Jamás lo he dudado —respondió. Dejó las plumas y el cuchillo para inclinarse sobre el montón de pergaminos tiesos encima de los libros, y rebuscó entre ellos hasta encontrar el que buscaba—. ¿Kjartan? ¿Se pronuncia así?
—Kjartan —le corregí, e hice sonar la «j» como una «y».
—El
jarl
Kjartan, ahora —prosiguió Alfredo—, considerado un gran señor. Propietario de cuatro barcos.
—¿Todo eso está ahí escrito? —pregunté.
—Todo lo que descubro de mis enemigos está escrito —dijo Alfredo—, motivo por el cual tú estás aquí. Para contarme más cosas. ¿Sabías que Ivar Saco de Huesos ha muerto?
Me llevé instintivamente la mano al martillo de Thor, que llevaba debajo de la camisa.
—No. ¿Muerto? —Me quedé perplejo. Era tan profundo mi respeto por Ivar que casi le creía eterno, pero Alfredo decía la verdad. Ivar Saco de Huesos había muerto.
—Murió luchando contra los irlandeses —prosiguió Alfredo—, y el hijo de Ragnar ha regresado a Northumbria con sus hombres. ¿Se enfrentará a Kjartan?
—Si sabe que Kjartan mató a su padre —respondí—, le sacará las tripas.
—El
jarl
Kjartan ha jurado formalmente su inocencia en el asunto —continuó el rey.
—Miente como el bellaco que es.
—Es danés —prosiguió Alfredo—, y la verdad no florece entre ellos. —Me miró con desaprobación, sin duda por el cúmulo de mentiras que le había hecho creer durante todos aquellos años. Después se puso en pie y empezó a pasear por la pequeña sala. Me había dicho que estaba allí para hablarle de los daneses, pero durante los minutos siguientes fue él quien compartió información conmigo. Nos contó que el rey Burghred de Mercia estaba cansado de sus señores daneses y que había decidido huir a Roma.
—¿A Roma?
—A mí me llevaron en dos ocasiones cuando era niño —continuó—, y recuerdo la ciudad como un lugar muy sucio —eso lo dijo con un tono muy severo—, pero allí el hombre se siente cercano a Dios, así que es un buen lugar para rezar. Burghred es un hombre débil, pero nada hizo por aliviarnos de la pesada carga danesa, y en cuanto se marche, podemos suponer que los daneses ocuparán sus tierras. Llegarán a nuestra frontera. Estarán en Cirrenceastre. —Me miró—. Kjartan sabe que estás vivo.
—¿En serio?
—Claro que lo sabe. Los daneses tienen espías, como nosotros. —Y los espías de Alfredo, de eso me daba cuenta, debían de ser eficientes, porque él sabía muchas cosas—. ¿Acaso le importa a Kjartan que sigas vivo? —prosiguió—. Si cuentas la verdad sobre la muerte de Ragnar, Uhtred, vaya si le importa, porque puedes contradecir sus mentiras, y si Ragnar se entera de la verdad Kjartan tendrá buenos motivos para temer por su vida. Por lo tanto, a Kjartan le conviene eliminarte. Te lo digo sólo para que puedas replantearte el hecho de volver a Cirrenceastre donde los daneses tienen… —se detuvo un instante— influencia. Estarás más seguro en Wessex, ¿pero cuánto durará Wessex? —Evidentemente no esperaba respuesta y siguió paseando—. Ubba ha enviado hombres a Mercia, lo cual sugiere que él llegará detrás. ¿Has visto a Ubba?
—Muchas veces.
—Háblame de él.
Le conté cuanto sabía, le dije que era un gran guerrero, aunque muy supersticioso, y eso intrigó a Alfredo, que quiso saberlo todo sobre Storri el hechicero y las runas, y yo le conté que Ubba jamás peleaba por el placer de la batalla, sólo cuando las runas indicaban que podía ganar, y que en cuanto se enfrascaba en la pelea lo hacía con una fiereza tremenda. Alfredo lo apuntó todo, después me preguntó si conocía a Halfdan, el hermano pequeño, y yo le dije que sí, aunque poco.
—Halfdan está hablando de vengar a Ivar —comentó Alfredo—, así que es posible que no vuelva a Wessex. O por lo menos no demasiado pronto. Pero aunque Halfdan se marche a Irlanda, quedan paganos de sobra para atacarnos. —Entonces me contó que se había adelantado a un ata que aquel año, pero los daneses estaban desorganizados y no confiaba en que aquello durara mucho más—. Vendrán el año que viene —dijo—, y creo que los comandará Ubba.
—O Guthrum —dije.
—No me he olvidado de él. Ahora está en Anglia Oriental. —Le echó una mirada de desaprobación a Brida, al recordar sus historias sobre Edmundo. Brida, escasamente preocupada, le devolvió la mirada con los ojos entornados. Él volvió a mirarme a mí—. ¿Qué sabes de Guthrum?
De nuevo hablé y él apuntó. Le intrigaba la costilla en la melena de Guthrum, y se estremeció cuando le repetí la obsesión del danés por matar a todos los ingleses.
—Una tarea mucho más difícil de lo que cree —repuso Alfredo con sequedad. Dejó la pluma y empezó a pasear otra vez—. Hay distintos tipos de hombres —dijo—, y algunos son más temibles que otros. Yo temía a Ivar Saco de huesos porque era frío y pensaba de manera calculadora. ¿A Ubba? No sé, pero sospecho que es peligroso. ¿Halfdan? Un insensato valiente, pero con la cabeza llena de serrín. ¿Guthrum? Es el menos temible de todos.
—¿El menos temible? —Dudaba de la afirmación. Guthrum podía ser el Desafortunado, pero era un jefe guerrero importante y comandaba una fuerza enorme.
—Piensa con el corazón, Uhtred —prosiguió Alfredo—, no con la cabeza. Puedes cambiar el corazón de un hombre, pero no su cabeza. —Recuerdo haberme quedado mirando a Alfredo entonces, pensar que soltaba estupideces como un caballo meadas, pero tenía razón. O casi, porque a mí intentó cambiarme sin conseguirlo nunca.
Una abeja se metió por la puerta,
Nihtgenga
intentó atraparla con la boca sin éxito y la abeja volvió a salir volando.
—Pero ¿Guthrum nos atacará? —preguntó Alfredo.
—Quiere dividiros —le dije—. Un ejército por tierra y el otro por mar, y los britanos de Gales.
Alfredo me miró con seriedad.
—¿Cómo sabes eso?
Y entonces le conté la visita de Guthrum a Ragnar, y la larga conversación que presencié. La pluma de Alfredo rasgaba sin cesar, la tinta salpicaba al chocar con las rugosidades del pergamino.
—Lo cual sugiere —hablaba mientras escribía—, que Ubba llegará a Mercia por tierra y Guthrum por mar desde Anglia Oriental. —En eso no acertó, pero en aquel momento parecía probable—. ¿Cuántos barcos puede traer Guthrum?
No tenía ni idea.
—¿Setenta? ¿Cien?
—Muchos más —respondió Alfredo severo—, y yo no puedo construir ni veinte para enfrentarme a ellos. ¿Has navegado, Uhtred?
—Muchas veces.
—¿Con los daneses? —preguntó con pedantería.
—Con los daneses —confirmé.
—Lo que me gustaría que hicieras… —dijo, pero en ese momento sonó una campana en alguna parte del palacio y él detuvo inmediatamente lo que estaba haciendo—. Oraciones —dijo dejando la pluma—, vienes. —No era una pregunta, sino una orden.
—Tengo cosas que hacer —dije, esperé un segundo y añadí—, señor.
Parpadeó sorprendido, pues no estaba acostumbrado a que los hombres se opusieran a sus deseos, especialmente cuando de recitar oraciones se trataba, pero yo mantuve una expresión obstinada y él no forzó la situación. Oímos pasos de sandalias en el pasillo junto a su estancia y él nos despidió mientras se apresuraba a unirse a los monjes que acudían al servicio. Un momento más tarde comenzaron los soporíferos cantos, y Brida y yo abandonamos el palacio. Fuimos a la ciudad, donde descubrimos una taberna en la que vendían cerveza decente. Alfredo no me había ofrecido. La gente de aquel local nos miraba con recelo, en parte porque llevábamos los brazaletes rúnicos y en parte por nuestros extraños acentos, el mío del norte y el de Brida del este, pero pesaron una esquirla de nuestra plata, la consideraron buena, y el ambiente de cautela desapareció cuando entró el padre Beocca, que nos vio y levantó sus manos manchadas de tinta a modo de bienvenida.
—He removido cielo y tierra para encontraros a los dos —dijo—, Alfredo quería veros.
—Alfredo quería rezar —le contesté.
—Le gustaría cenar contigo.
Bebí un poco de cerveza.
—Aunque viva cien años, padre —empecé a decir.
—Rezo para que vivas más que eso —contestó Beocca—, rezo para que vivas tanto como Matusalén.
Me pregunté quién sería ése.
—Aunque viva cien años —repetí—, confío en no tener que volver a comer con Alfredo.
Sacudió la cabeza con tristeza, pero accedió a sentarse con nosotros y tomarse una jarra de cerveza. Alargó la mano, estiró del cordón de cuero escondido bajo mi jubón y sacó el martillo. Chasqueó la lengua.
—Me mentiste, Uhtred —comentó con tristeza—. Cuando huisteis del padre Willibald, investigamos. Jamás fuiste prisionero! ¡Te trataban como a un hijo!
—Sí, padre —confesé.
—¿Pero por qué no viniste con nosotros, entonces? ¿Por qué te quedaste con los daneses?
Sonreí.
—¿Qué habría aprendido aquí? —pregunté. Empezó a responder pero lo detuve—. Me habríais convertido en un escribano, padre —contesté—, y los daneses me han hecho un guerrero. Y necesitaréis guerreros cuando los daneses vuelvan.
Beocca lo entendió, pero seguía triste. Miró a Brida.
—¿Y vos, joven dama? Confío en que no mintierais.
—Yo siempre digo la verdad, padre —repuso con vocecilla—, siempre.
—Eso es bueno —dijo, después volvió a alargar el brazo para esconderme el amuleto—. ¿Eres cristiano, Uhtred? —preguntó.
—Vos mismo me bautizasteis, padre —respondí evasivo.
—No derrotaremos a los daneses a menos que nos mantengamos unidos en la fe —dijo con total honestidad, después sonrió—, ¿pero harás lo que quiere Alfredo?
—No sé qué quiere. Salió corriendo a desgastarse las rodillas antes de decírmelo.
—Quiere que sirvas en uno de los barcos que está construyendo —repuso. Yo me quedé con la boca abierta—. Estamos construyendo barcos. Uhtred —prosiguió Beocca con verdadero entusiasmo—, barcos para enfrentarnos a los daneses, pero nuestros marineros no son guerreros. Son, bueno, ¡marineros! Y pescadores, por supuesto, y comerciantes, pero necesitamos hombres que les enseñen lo que los daneses hacen. Sus barcos asaltan nuestras costas continuamente. Llegan dos barcos, tres, a veces más. Desembarcan, queman, matan, hacen esclavos y desaparecen. Pero con barcos podremos enfrentarnos a ellos. —Se pegó un puñetazo con la mano tonta en la buena que le provocó un gesto de dolor—. Eso es lo que Alfredo quiere.
Miré a Brida, que se limitó a encogerse de hombros como indicando que le parecía que Beocca decía la verdad.
Yo pensé en los dos Æthelred, el viejo y el joven, y en su poca simpatía hacia mí. Recordé la alegría de un barco sobre los mares, del viento rasgando las jarcias, de los remos hundiéndose y volviendo a salir entre destellos de sol, de las canciones de los remeros, del latido del timón, de la furia de la extensa agua verde contra el casco.
—Claro que lo haré —contesté.
—Alabado sea Dios —repuso Beocca. ¿Y por qué no?
* * *
Vi a Etelfleda antes de abandonar Wintanceaster. Tenía tres o cuatro años, creo, y no paraba de hablar. Era de cabellos rubios y dorados, jugaba en el jardín fuera del estudio de Alfredo y recuerdo que tenía una muñeca de trapo, Alfredo estaba jugando con ella y a Ælswith le preocupaba que la pusiera demasiado nerviosa. Recuerdo su risa. Jamás perdió esa risa. Alfredo se portaba muy bien con ella porque adoraba a sus hijos. La mayoría del tiempo se mostraba solemne, pío y muy autodisciplinado, pero con los niños pequeños era juguetón y casi consiguió gustarme cuando lo vi chinchando a Etelfleda escondiéndole la muñeca detrás de la espalda. También recuerdo que Etelfleda fue corriendo hacia
Nihtgenga
y lo acarició, y Ælswith la llamó.
—Perro cochino —le dijo a su hija—, cogerás pulgas o algo peor. ¡Ven aquí! —Le dirigió a Brida una mirada cargada de amargura, y murmuró—:
¡Scroette!
—que significa prostituta, y tanto Brida como Alfredo fingieron no oírla. Ælswith me ignoró, pero a mí no me importó en absoluto porque Alfredo había hecho llamar a un siervo de palacio que puso un casco y una cota de malla en la hierba.
—Son para ti, Uhtred —me dijo el rey.
El casco era de hierro, algo abollado en la coronilla por el golpe de un arma, bruñido con arena y vinagre, y con una visera en la que los agujeros para los ojos miraban como las cuencas de un cráneo. La malla era buena, aunque había sido perforada por una lanza o una espada en el lugar donde había estado el corazón del antiguo propietario, pero había sido reparada con habilidad por un experto herrero y valía muchas piezas de plata.