Que sirva a modo de introducción para decir que la fiesta de Yule en la que Thyra se casaría iba a ser la más impresionante que recordaran los daneses. Trabajamos duro a medida que se acercaba. Dejamos más animales vivos de lo normal, y los sacrificamos justo antes del banquete para no tener que salar la carne, excavando grandes hoyos para cocer los cerdos y las vacas en enormes espetones que había fabricado Ealdwulf. Aquello provocó sus protestas, decía que forjar utensilios de cocina lo apartaba de su auténtico trabajo, pero en realidad lo disfrutó, porque adoraba comer. Además de cerdo y vaca preparamos arenques, salmón, cordero, lucio, pan recién horneado, queso, cerveza, aguamiel y, lo mejor de todo, los pasteles que hacíamos rellenando tripas de oveja con sangre, menudos, avena, rábanos picantes, ajo silvestre y enebrinas. Me encantaban aquellos pasteles, y me siguen gustando, crujientes por fuera y una explosión de sangre caliente al morderlos. Recuerdo la cara de asco que puso Alfredo una vez que me vio comer uno y el sangriento jugo me corría por la barba, pero en fin, él estaba chupando un puerro hervido.
Planeamos deportes y juegos. El lago del centro del valle aparecía helado y a mí me fascinaba la costumbre de los daneses de atarse huesos a los pies y patinar sobre el hielo, pasatiempo que duró hasta que se rompió el hielo y un joven se ahogó, pero Ragnar pensaba que el lago volvería a helar después de Yule, y yo estaba decidido a aprender a patinar. Por el momento, en cualquier caso, Brida y yo seguíamos fabricando carbón para Ealdwulf, quien había decidido forjar una espada para Ragnar, la mejor que hiciera jamás, y se nos adjudicó la tarea de convertir dos carros de madera de aliso en el mejor combustible posible.
Abrigábamos el propósito de romper la pila el día antes de la fiesta, pero era la más grande que habíamos hecho y aún no estaba lo suficientemente fría, y si la pila se rompe antes de que esté lista, el fuego arde con una fuerza terrible consumiendo el carbón a medio hacer, así que nos aseguramos de que todos los agujeros de ventilación estuvieran bien sellados y decidimos que habría tiempo de sobra para romperla la mañana de Yule, antes de que empezaran las celebraciones. La mayoría de los hombres de Ragnar y sus familias estaban ya en la casa, dormían donde podían y se mostraban bien dispuestos para la primera comida del día y para los juegos que tendrían lugar en el prado antes de la ceremonia, pero Brida y yo pasamos aquella noche junto a la pila por miedo a que algún bicho escarbara y provocase una corriente de aire que avivara el fuego. Yo llevaba a
Hálito-de-serpiente
y
Aguijón-de-avispa,
pues no iba a ninguna parte sin ellas, y Brida tenía consigo a
Nihtgenga
, pues no iba a ninguna parte sin él, y ambos estábamos envueltos en gruesas pieles porque la noche era fría. Cuando una pila ardía te podías apoyar encima y aprovechar el calor, pero aquella noche el fuego se había consumido casi por completo.
—Si te quedas muy quieto —dijo Brida al caer la noche—, puedes sentir los espíritus.
Creo que me quedé dormido, pero poco antes del alba me desperté y descubrí que también Brida estaba dormida. Me incorporé con cuidado para no desvelarla, contemplé la oscuridad y me quedé muy quieto para escuchar a los
sceadugengan.
A los goblins, elfos, duendecillos, espectros y enanos, todas esas cosas que vienen a Midgard por la noche y acechan entre los árboles. Cuando vigilábamos las pilas de carbón, tanto Brida como yo les dejábamos comida para que nos protegieran. Así que me desperté, escuché y oí los mil y un rumores de un bosque por la noche, las cosas que se mueven, las zarpas sobre las hojas muertas, los suaves suspiros del viento.
Y entonces oí las voces.
Desperté a Brida y ambos nos quedamos callados.
Nihtgenga
gruñó un poco hasta que Brida le susurró que se callara.
Había hombres en la oscuridad, se acercaban a la pila, así que nos ocultamos en la negrura bajo los árboles. Ambos sabíamos movernos como sombras y
Nihtgenga
no hacía ruido sin el permiso de Brida. Subimos a la colina porque las voces venían de abajo, nos acurrucamos en la oscuridad más absoluta y escuchamos a los hombres moverse alrededor de la pila. Entonces oímos el chispazo de la piedra contra el pedernal y surgió una pequeña llama. Quienquiera que fuese buscaba a la gente que suponían debía estar vigilando el carbón, pero no nos encontraron, y al cabo de un rato volvieron colina abajo y nosotros les seguimos.
El alba empezaba a desteñir el cielo del este con un filo gris lobuno. Había escarcha en las hojas y corría brisa.
—Tendríamos que llegar hasta Ragnar —susurré.
—No podemos —dijo Brida, y tenía razón, pues decenas y decenas de hombres se habían apostado entre los árboles, interponiéndose entre nosotros y la casa, y estábamos demasiado lejos como para avisar a gritos, así que intentamos rodear a los extraños a toda prisa por la cresta de la colina para llegar a la forja en la que dormía Ealdwulf, pero no habíamos recorrido ni la mitad del camino cuando empezaron las hogueras.
Esa alba está grabada en mi memoria a fuego lento, con las llamas de la quema de casas. No pudimos hacer otra cosa que mirar. Kjartan y Sven habían ocupado nuestro valle con más de cien hombres y estaban atacando a Ragnar. Prendieron fuego a la paja del tejado. Vi a Kjartan y a su hijo en medio de las antorchas en llamas que iluminaban el espacio frente a la puerta y, a medida que la gente salía de la casa, eran ensartados en lanzas o con flechas, de modo que empezó a crecer el montón de cadáveres a la luz del fuego, volviéndose más brillante a medida que prendía la paja, hasta que al final ardió con tanta fuerza que iluminaba más que la luz del alba. Oíamos cómo la gente y los animales gritaban dentro. Algunos hombres salieron de la casa con armas, pero eran reducidos por los soldados que la rodeaban, en todas las puertas y ventanas, hombres que mataron a los fugitivos, aunque no a todos. Las mujeres jóvenes fueron apartadas y vigiladas; Thyra fue entregada a Sven, que le pegó tan fuerte en la cabeza que la dejó acurrucada a sus pies mientras él ayudaba a matar a su familia.
No vi morir a Ravn, Ragnar o Sigrid, aunque vaya si murieron, y supongo que se quemaron vivos cuando el techo se derrumbó con un rugir de llamas, humo y chispas. También murió Ealdwulf, momento en que me descubrí a mí mismo bañado en lágrimas. Quise desenvainar
Hálito-de-serpiente
y lanzarme contra aquellos hombres alrededor de las llamas, pero Brida me contuvo, y después me susurró que seguro que Kjartan y Sven batirían los bosques cercanos en busca de supervivientes, y me convenció para que regresáramos a ocultarnos entre los árboles. El alba era una franja de hierro mate sobre el cielo y el sol se escondió entre las nubes por la pena, mientras subíamos a trompicones la colina para encontrar refugio entre unas rocas caídas en lo más profundo del bosque.
La casa de Ragnar estuvo humeando todo el día, y a la noche siguiente vimos un resplandor por encima del enramado negro del bosque. A la mañana siguiente el valle en el que tan felices habíamos sido aún despedía jirones de humo. Nos acercamos más, ambos hambrientos, y vimos a Kjartan y sus hombres rebuscar entre las ascuas.
Sacaban amasijos retorcidos de metal fundido, una cota de malla pegada a algo horriblemente requemado, plata derretida en boñigos, y se llevaron todo cuanto hallaron útil para venderlo o volver a usar. A veces parecían frustrados, como si no hubieran encontrado el tesoro anhelado, aunque tampoco podían quejarse. Un carro cargó con las herramientas y el yunque de Ealdwulf por el valle. Thyra llevaba una soga al cuello, fue montada en un caballo y atada al del tuerto Sven. Kjartan meó sobre un montón de ascuas y se rió del comentario de uno de sus hombres. Por la tarde desaparecieron.
Yo tenía dieciséis años y había dejado de ser un niño.
Y Ragnar, mi señor, que me había convertido en su hijo, estaba muerto.
* * *
Los cadáveres seguían entre las cenizas, aunque era imposible decir quién era quién, ni siquiera distinguir a los hombres de las mujeres, pues el fuego había arrugado a los muertos de manera tal que todos parecían niños, y los niños, bebés. Quienes perecieron fuera de la casa eran reconocibles, y allí encontré a Ealdwulf, y a Anwend, ambos desnudos. Busqué a Ragnar, pero no pude identificarlo. Me preguntaba porqué no habría salido hecho una furia de la casa, espada en mano, y decidí que sabía que iba a morir y no quería darle a su enemigo la satisfacción de contemplarlo.
Encontramos comida en uno de los silos subterráneos que los hombres de Kjartan no habían localizado durante el registro. Tuvimos que apartar pedazos de madera calientes y calcinados para abrir el silo, y el pan, el queso y la carne se habían estropeado por el humo y las cenizas, pero comimos. Ninguno de los dos habló. Al alba, algunos ingleses se acercaron con cautela a la casa y observaron la destrucción. Me tenían miedo, porque creían que era danés, y cayeron de hinojos cuando me acerqué. Eran los afortunados, pues Kjartan había pasado a cuchillo a todos los ingleses de Synningthwait, hasta el último niño, acusándoles de la quema. La gente debía de saber que todo había sido cosa suya, pero su crueldad en Synningthwait confundió las cosas y, con el tiempo, mucha gente acabó creyendo que los ingleses habían atacado a Ragnar, vengándose Kjartan del ataque. Pero aquellos ingleses habían escapado a sus espadas.
—Volveréis mañana —les dije—, y enterraréis a los muertos.
—Sí, señor.
—Seréis recompensados —les prometí, y pensé que tendría que deshacerme de uno de mis preciosos brazaletes.
—Sí, señor —repitió uno de ellos, y entonces les pregunté si sabían por qué había sucedido todo aquello y se pusieron nerviosos, pero al final uno dijo que le habían contado que el
jarl
Ragnar planeaba una revuelta contra Ricsig. Uno de los ingleses que servían a Kjartan se lo había dicho cuando se acercó a su cabaña en busca de cerveza. También les había dicho que se ocultaran antes de que Kjartan matara a los habitantes del valle.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté al hombre.
—El señor Uhtred, señor.
—No le digas a nadie que estoy vivo —le dije, y él se me quedó mirando. Kjartan, así lo decidí, debía creer que estaba muerto, que era uno de los cadáveres encogidos de la casa, y aunque yo no le importaba nada a Kjartan, Sven sí tenía algo contra mí, y no quería que me viniera detrás—. Y volved mañana —proseguí—, tendréis la plata.
Existe un concepto llamado «deuda de sangre». Todas las sociedades lo poseen, incluso los sajones del oeste, con todo lo píos que son. Si matas a un miembro de mi familia yo mataré a uno de la tuya, y así generación tras generación o hasta que todos los miembros de una familia sucumban. Kjartan acababa de contraer una deuda enorme; no sabía cómo, ni dónde o cuándo, pero vengaría a Ragnar. Aquella noche lo juré.
Y también aquella noche me volví rico. Brida esperó hasta que se marcharon los ingleses y después me condujo hasta los restos quemados de la forja de Ealdwulf para mostrarme un enorme trozo de olmo quemado, la sección de un tronco que había sostenido el yunque de Ealdwulf.
—Tenemos que mover eso —me dijo.
Fue necesaria la fuerza de ambos para volcar el monstruoso pedazo de olmo, y debajo no había más que tierra, pero Brida me dijo que excavara y, a falta de otra herramienta, usé
Aguijón-de-avispa.
No había excavado ni un palmo cuando di contra metal. Oro. Oro auténtico. Monedas y pequeñas pepitas. Las monedas eran raras, grabadas con una escritura que no había visto antes; no eran ni runas danesas ni caracteres ingleses, sino algo muy raro que más tarde supe que procedían de unas gentes lejanas que vivían en el desierto y adoraban a un dios llamado Alá, que quizá sea un dios del fuego porque
al,
en nuestra lengua, significa arder. Hay muchos dioses, pero el pueblo que adoraba a Alá fabricaba buenas monedas y aquella noche desenterramos cuarenta y ocho, y una cantidad similar en oro suelto. Brida me contó haber visto a Ragnar y Ealdwulf enterrar el botín una noche. Había oro, peniques de plata y cuatro piezas de azabache, y sin duda aquél era el tesoro que Kjartan había esperado encontrar, pues sabía que Ragnar era rico, pero Ragnar lo había escondido muy bien. Todos los hombres ocultan una parte de su riqueza para el día en que llegue la adversidad. Yo he ocultado tesoros, en mi tiempo, e incluso he olvidado dónde estaba alguno, y puede que dentro de muchos años algún afortunado lo encuentre. Aquel tesoro, el tesoro de Ragnar, pertenecía a su hijo mayor, pero Ragnar —era raro pensar en él sólo como Ragnar, ya no como Ragnar el Joven—, estaba muy lejos en Irlanda, y yo dudaba de que siguiera vivo, pues seguro que Kjartan habría enviado hombres a matarlo. Pero como muerto o vivo no estaba allí, nos llevamos el tesoro.
—¿Qué hacemos? —me preguntó Brida aquella noche. Habíamos regresado a los bosques.
Yo ya sabía qué iba a hacer, y probablemente siempre lo había sabido. Soy un inglés de Inglaterra, pero fui danés mientras Ragnar vivió porque Ragnar me quería, cuidaba de mí y me llamaba su hijo, pero Ragnar ahora estaba muerto y yo no tenía más amigos entre los daneses. Tampoco es que tuviera amigos entre los ingleses, exceptuando a Brida, claro, y tal vez a Beocca, que sin duda me apreciaba de manera algo compleja; pero los ingleses eran mi gente y creo que lo supe desde el momento en que los vi derrotar por primera vez a los daneses en la colina de Æsc. Entonces sentí orgullo. El destino lo es todo, las hilanderas me habían tocado en la colina de Æsc y ahora, por fin, respondía a su llamada.
—Nos vamos al sur —dije.
—¿A un convento? —preguntó Brida, con Ælswith y sus amargos planes en mente.
—No. —No sentía deseos de unirme a Alfredo para aprender a leer y a dejarme las rodillas rezando—. Tengo familia en Mercia —dije. Nunca los había conocido, nada sabía de ellos, pero eran mi familia y la familia tiene obligaciones. Además, el dominio danés sobre Mercia era más laxo que en los demás sitios y a lo mejor podía encontrar un hogar y no ser una carga para nadie, porque llevaba oro.
He dicho que sabía qué iba a hacer, pero eso no es del todo cierto. La verdad es que me hallaba sumido en un pozo de tristeza, me tentaba la desesperación y de continuo andaba al borde del llanto. Quería que la vida siguiera igual, que Ragnar fuera mi padre, celebrar fiestas y reír. Pero el destino nos posee y, a la mañana siguiente, bajo una llovizna plomiza, enterramos a los muertos, pagamos con monedas de plata y tomamos el camino del sur. Éramos un chico al borde de la edad adulta, una chica y un perro, y nos dirigíamos a ninguna parte.