Pero apañarse con Alfredo, es decir, negociar con él, no era tan fácil como Halfdan o Ragnar suponían. Cierto que Alfredo había pedido la paz, y la deseaba porque las fuerzas danesas se habían adentrado bastante en Wessex, pero no estaba dispuesto a derrumbarse como Burghred había hecho en Mercia. Cuando Halfdan le propuso seguir como rey, ocupando los daneses las principales fortalezas de Wessex, Alfredo amenazó con levantarse y continuar la guerra.
—Me insultáis —repuso con calma—. Si deseáis tomar las fortalezas venid a por ellas.
—Lo haremos —amenazó Halfdan, y Alfredo se limitó a encogerse de hombros indicándoles así que los animaba a intentarlo, pero Halfdan sabía, como sabían los daneses, que su campaña había fracasado. Cierto que habíamos batido extensas franjas de Wessex, obtenido muchos tesoros, capturado o sacrificado ganado, quemado molinos, casas e iglesias, pero el precio había sido demasiado elevado. Muchos de nuestros mejores hombres estaban muertos o tan malheridos que se verían obligados a vivir de la caridad de sus señores durante el resto de sus días. Asimismo, habíamos fracasado en tomar fortalezas sajonas, lo cual suponía que cuando llegara el invierno nos veríamos en la obligación de retirarnos a la seguridad de Lundene o Mercia.
Sin embargo, si bien los daneses estaban agotados por la campaña, también lo estaban los sajones del oeste. Habían perdido muchos de sus mejores hombres y riquezas, y a Alfredo le preocupaba que los britanos, el antiguo enemigo derrotado por sus ancestros, llegaran a oleadas de sus refugios en Gales y Cornwalum. Aun así Alfredo no sucumbiría a sus miedos, no cedería dócilmente a las exigencias de Halfdan, pero sabía que necesitaba aceptar algunas, de ese modo la negociación prosiguió durante una semana y a mí me sorprendió la obstinación del monarca sajón.
No era un hombre que impresionara a simple vista. Era algo larguirucho y poseía unas facciones débiles, pero ese aspecto ocultaba su auténtica personalidad. Jamás sonreía al enfrentarse a Halfdan, rara vez apartaba aquellos inteligentes ojos marrones del rostro de su enemigo, insistía en su posición hasta el tedio y mantenía siempre la calma, incluso cuando los daneses le gritaban.
—Lo que deseamos —explicaba una y otra vez— es la paz. Vosotros la necesitáis, y es mi deber dársela a mi país. Así que debéis abandonar mi patria. —Sus curas, Beocca entre ellos, escribían cada palabra, llenaban preciosas hojas de pergamino con hileras interminables de signos. Debieron de gastar hasta la última gota de tinta de Wessex para registrar aquella reunión, y dudo que jamás nadie leyera las actas completas.
Bien es cierto que la reunión tampoco duró todo el día. Alfredo insistía en que no podían empezar hasta que él fuera a la iglesia, también interrumpía las sesiones a mediodía para rezar más, y terminaba antes de la puesta de sol para volver de nuevo a la iglesia. ¡Cuánto rezaba aquel hombre! Pero su paciente negociación era igual de implacable, y al final Halfdan accedió a evacuar Wessex, aunque sólo tras el pago de seis mil piezas de plata y, para asegurarse de cobrarlas, insistió en que sus fuerzas se quedarían en Readingum, a las que Alfredo debía abastecer con tres carros diarios de forraje y cinco de centeno. Cuando entregara la plata, le prometió Halfdan, los barcos regresarían otra vez por el Temes y Wessex quedaría libre de paganos. Alfredo no quiso permitir que los daneses se quedaran en Readingum, insistía en que se retiraran al este de Lundene, pero al final, desesperado por obtener la paz, aceptó que se quedaran en la ciudad, y así, con solemnes juramentos por ambas partes, se firmó la paz.
Yo no estaba allí cuando terminó la conferencia, ni Brida. Habíamos asistido casi todos los días como testigos de Ravn en el inmenso salón romano donde tuvo lugar la reunión, pero cuando nos aburríamos, o más bien cuando Ravn se cansaba de nuestro aburrimiento, podíamos ir a bañarnos y a nadar. Nos encantaba el agua de las termas.
Estábamos nadando el día en que terminaron las conversaciones. Sólo nos encontrábamos nosotros dos en la gran cámara, y resonaba. Me gustaba ponerme en el lugar en que el agua brotaba de un agujero en la piedra, dejándola derramarse en cascada sobre mi melena, y allí estaba de pie, con los ojos cerrados, cuando oí a Brida gritar. Abrí los ojos y justo entonces unas manos extraordinariamente fuertes me agarraron por los hombros. Tenía la piel resbaladiza y me escabullí, pero un hombre con coraza de cuero saltó al baño, me dijo que me callara y me volvió a agarrar. Otros dos hombres conducían a Brida hasta el borde del baño provistos de dos varas largas.
—¿Qué estáis…? —empecé a decir en danés.
—Calla, chico —respondió uno de los hombres. Era un sajón del oeste y había una docena más. Tras sacar nuestros húmedos cuerpos del agua, nos envolvieron en capas grandes y apestosas, recogieron nuestra ropa y se nos llevaron. Yo grité pidiendo ayuda y recibí como respuesta un porrazo que habría tumbado a un buey.
Nos obligaron a montar en las sillas de un par de caballos y cabalgamos durante un buen rato, con los hombres detrás. Sólo nos quitaron las capas en la cima de la gran colina que domina Badum desde el sur. Y allí, más contento que unas pascuas, estaba Beocca.
—Habéis sido rescatado, señor —me dijo—. ¡Alabado sea Dios Todopoderoso, habéis sido rescatado! Como vos, mi señora —añadió dirigiéndose a Brida.
Lo único que podía hacer era mirarlo. ¿Rescatado? Más bien secuestrado. Brida me miró, yo la miré a ella y me hizo un leve ademán de la cabeza con el que me indicó que nos calláramos la boca, por lo menos así lo interpreté yo, y eso hice, después Beocca nos pidió que nos vistiéramos.
Había guardado mi amuleto del martillo y mis brazaletes en una bolsa de cuero al desvestirme, y los dejé allí mientras Beocca nos hacía pasar a una iglesia cercana, algo más grande que una barraca de madera y paja, pero sin rebasar las dimensiones de la cochiquera de un campesino, y allí dio gracias a Dios por la liberación de nuestro cautiverio. Después nos llevó a mi salón cercano en el que nos presentó a Ælswith, la esposa de Alfredo, la cual era asistida por una docena de mujeres, tres de ellas monjas, y custodiada por una veintena de hombres bien armados.
Ælswith era una mujer de baja estatura con el pelo castaño desvaído, ojos pequeños, boca diminuta y una barbilla muy decidida. Vestía una túnica azul con ángeles bordados en hilo de plata por la falda y la orilla de las anchas mangas, y llevaba colgado un pesado crucifijo de oro. Había un bebé en la cuna de madera junio a ella y sólo más tarde, mucho más tarde, reparé en que el bebé debía de ser Etelfleda, así que ésa fue la primera vez que la vi, aunque en aquel momento me pasó desapercibida. Ælswith me dio la bienvenida, hablaba con el inconfundible acento mercio, y después de preguntarme por mi parentela, me contó que debíamos de ser familia, pues su padre era Æthelred, que había sido
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en Mercia y era primo hermano del malogrado Æthelwulf, cuyo cuerpo yo había visto fuera de Readingum.
—¿Y vos? —se dirigió a Brida—, el padre Beocca me ha dicho que sois sobrina del santo rey Edmundo.
Brida se limitó a asentir.
—¿Pero y vuestros padres? —insistió Ælswith frunciendo el ceño—. Edmundo no tenía hermanos, y sus dos hermanas son monjas.
—Hild —repuso Brida. Yo sabía que ése había sido el nombre de su tía, a la que Brida odiaba.
—¿Hild? —Ælswith estaba perpleja, aunque más que perpleja se mostraba recelosa—. Ninguna de las dos buenas hermanas del rey Edmundo se llama Hild.
—No soy su sobrina —confesó Brida con un hilillo de voz.
—Ah. —Ælswith se recostó en su silla, su agudo rostro mostraba la expresión de satisfacción que algunas personas adoptan cuando pillan a un mentiroso en un renuncio.
—Pero me enseñaron a llamarlo tío —prosiguió Brida, y me dejó de piedra, porque yo pensaba que se veía en un dilema imposible y obligada a confesar la mentira, y lo que estaba haciendo, en realidad, era bordarla—. Mi madre se llamaba Hild y no tenía marido, pero insistía en que llamara al rey Edmundo tío —hablaba con una vocecilla asustada—, y a él le gustaba.
—¿Le gustaba? —espetó la reina—. ¿Por qué?
—Porque… —dijo Brida, y entonces se sonrojó, no sé yo cómo lo hizo, agachó la mirada, se puso como un tomate y parecía que iba a echarse a llorar.
—Ah —volvió a decir Ælswith al entender lo que la chica quería decir—. Así que era vuestro… —No terminó la frase, no quería acusar al sagrado y desaparecido rey Edmundo de haber tenido una hija ilegítima con alguna mujer llamada Hild.
—Sí —contestó Brida, y se echó a llorar. Yo miré las vigas ennegrecidas por el humo e intenté no reírme—. Era tan amable conmigo —sollozaba Brida—, ¡y esos daneses bastardos lo mataron!
Ælswith creyó a Brida sin vacilar. La gente tiende a creer lo peor de los demás, y el santificado rey Edmundo se revelaba ahora como un secreto mujeriego, y aunque eso no impidió que al final se convirtiera en santo, sí condenó a Brida, pues entonces Ælswith propuso que la enviaran a algún convento al sur de Wessex. Brida podría tener sangre real, pero estaba claramente mancillada por el pecado, así que la reina la quería encerrar de por vida.
—Sí —accedió Brida dócilmente, y yo tuve que fingir que me asfixiaba con el humo. Entonces Ælswith nos mostró dos crucifijos. Los tenía preparados, ambos de plata, pero le susurró algo a una de las monjas y ella sustituyó uno de los de plata por otro de madera, que le entregó a Brida. A mí me correspondía el de plata, que me colgué obedientemente alrededor del cuello. Lo besé, cosa que causó muy buena impresión, y Brida se apresuró a imitarme, pero ya nada podía hacer para cambiar la determinación de la esposa de Alfredo. Brida se había condenado a sí misma al proclamarse bastarda.
Alfredo regresó de Badum tras caer la noche, y yo tuve que acompañarlo a la iglesia en la que las oraciones y alabanzas se prolongaron hasta la eternidad. Cantaban cuatro monjes, y sus voces monótonas casi me duermen, y al final, porque sí tuvo un final, fui invitado a cenar con Alfredo. Beocca me hizo saber que aquello era un honor, un gran honor, que no a mucha gente le pedían cenar con el rey, pero yo había comido con jefes daneses a los que jamás parecía importarles quién compartiera su mesa mientras no escupieran en las gachas, así que no me sentí halagado. Pero estaba hambriento. Me habría podido comer un buey entero, y empecé a impacientarme mientras nos lavábamos ceremonialmente las manos en cuencos de agua que sostenían los sirvientes y mientras esperábamos de pie frente a nuestros taburetes y sillas a que Alfredo y Elswith fueran conducidos a la mesa. Un obispo permitió que la comida se enfriara mientras recitaba una interminable oración en la que pedía a Dios que bendijera los alimentos que íbamos a comer, y cuando al final nos sentamos, ¡qué decepción tan grande fue la cena! Ni cerdo, buey o cordero, nada que un hombre deseara comer; sólo cremas, puerros, huevos escalfados, pan, cerveza aguada y cebada hervida en un caldo gélido tan sabroso como las huevas de rana. Alfredo no paraba de alabar las viandas, pero al final acabó por confesar que le dolía tanto la barriga que aquella dieta de papillas mantenía el dolor a raya.
—El rey es un mártir de la carne —me explicó Beocca. Era uno de los tres curas sentados a la mesa real, otro de ellos era un obispo sin dientes que machacaba el pan en el caldo, y había dos
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más y, por supuesto, Ælswith, que llevaba el peso de la charla. Se oponía a la idea de permitir que los daneses se quedaran en Readingum, pero al final Alfredo le dijo que no tenía otra elección y que era una pequeña concesión por la paz, y con eso terminó la discusión. Ælswith, en cambio, se alegró de que su marido hubiese negociado la liberación de todos los rehenes jóvenes retenidos por el ejército de Halfdan, en la que Alfredo había insistido, pues temía con razón que los jóvenes fueran apartados de la verdadera iglesia. Me miraba mientras lo contaba, pero yo apenas reparé en él, pues estaba mucho más interesado en una de las sirvientes, una joven, puede que cuatro o cinco años mayor que yo, increíblemente guapa, con una preciosa melena oscura rizada, y me pregunté si sería la muchacha que Alfredo tenía cerca para poder dar gracias a Dios por resistir la tentación. Después, mucho después, descubrí que sí era la misma chica. Se llamaba Merewenna y yo daría gracias a Dios, en su momento, por no resistirme a la tentación con ella, pero eso aún queda muy lejos en mi relato y, por ahora, me hallaba a disposición de Alfredo, o más bien de Ælswith.
—Uhtred ha de aprender a leer —dijo. No sé qué le importaría todo aquello, pero no discutí su afirmación.
—Amén —concordó Beocca.
—Los monjes de Winburnan pueden enseñarle —sugirió.
—Una idea excelente, mi señora —confirmó Beocca, y el obispo desdentado asintió babeando aprobadoramente.
—El abad Hewald es un maestro muy diligente —prosiguió Ælswith. En realidad el abad Hewald era uno de esos hijos de mala madre que antes prefieren azotar a los jóvenes que enseñarles, pero eso sin duda era lo que quería decir Ælswith.
—A mí me parece que el joven Uhtred aspira a convertirse en guerrero.
—Con el tiempo, si Dios quiere, lo será —repuso Ælswith—, pero, ¿de qué sirve un soldado si no es capaz de empuñar la palabra de Dios?
—Amén —apostilló Beocca.
—De nada —concordó Alfredo. Yo pensaba que enseñar a un soldado a leer era tan útil como enseñar a bailar a un perro, pero me guardé mi opinión, aunque Alfredo presintió mi escepticismo—. ¿Por qué es bueno leer para un soldado, Uhtred? —me preguntó.
—Es bueno leer para todo el mundo —repuse obedientemente, y me gané una sonrisa de Beocca.
—Un soldado que sabe leer —contestó Alfredo con paciencia—, es un soldado que sabe interpretar órdenes, un soldado que sabrá con precisión lo que su rey desea. Supón que estás en Northumbria, Uhtred, y yo estoy en Wessex, ¿cómo puedes conocer mi voluntad?
Aquello era asombroso, pero yo era demasiado joven para darme cuenta entonces. Si yo estuviera en Northumbria y él en Wessex, a él no le importaría en absoluto lo que yo hiciera, pero evidentemente Alfredo estaba avanzándose a su tiempo, muchísimo, hasta una época en la que sólo habría un reino inglés y un rey inglés. Yo me quedé boquiabierto y él me sonrió.
—Winburnan entonces, joven —dijo—, y cuanto antes llegues, mejor.
—¿Cuanto antes? —Ælswith nada sabía de aquella prisa repentina y se mostró harto desconfiada.