Pero los mercios, en lugar de atacarnos, intentaron sacarnos de Snotengaham mediante rezos. Una docena de curas, todos vestidos con hábitos y portando varas coronadas con cruces, seguidos por una veintena de monjes que esgrimían estandartes sagrados en astas con forma de cruz, salieron de detrás de las barricadas y desfilaron lejos del alcance de los arcos. Las banderas mostraban santos. Uno de los curas esparcía agua bendita, y el grupo al completo se detenía cada tantos metros para maldecirnos. Ese fue el día que las fuerzas de los sajones del oeste llegaron para apoyar a Burghred, cuya esposa era hermana de Alfredo y del rey Etelredo de Wessex, y ése fue el primer día que yo vi el estandarte del dragón de Wessex. Era una enorme bandera de pesado paño verde en la que un dragón escupía fuego, y el portaestandarte galopó para llegar hasta donde estaban los curas, y el dragón flameaba detrás.
—Ya te llegará el momento —dijo Ragnar en voz baja, hablando con el dragón ondulante.
—¿Cuándo?
—Sólo los dioses lo saben —repuso Ragnar, contemplando aún el estandarte—. Este año deberíamos acabar con Mercia, después iremos a Anglia Oriental, y después de eso a Wessex. Para conquistar toda la tierra y el tesoro de Inglaterra, ¿cuánto. Uhtred, tres, cuatro años? Aunque necesitaremos más barcos. —Quería decir que necesitábamos más tripulaciones, más daneses de escudo, más espadas.
—¿Por qué no al norte? —le pregunté.
—¿A Dalriada y la tierra de los pictos? —se rió—. Allí arriba no hay nada, Uhtred, excepto rocas desnudas, campos yermos y culos al aire. Aquella tierra no es mejor que la de casa. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el campamento enemigo—. Pero ésta es buena tierra. Rica y profunda. Aquí se pueden criar niños. Aquí se puede crecer fuerte. —Se quedó callado cuando un grupo de jinetes apareció desde el campamento enemigo y siguió al que portaba el estandarte del dragón. Incluso desde tan lejos era posible ver que aquellos eran grandes hombres, pues montaban caballos excelentes y bajo sus capas de color rojo oscuro emitía destellos la cota de malla—. ¿El rey de Wessex? —preguntó Ragnar.
—¿Etelredo?
—Probablemente sea él. Lo descubriremos enseguida.
—¿Descubrir el qué?
—De qué están hechos estos sajones del oeste. Los mercios no se deciden, así que veamos si los hombres de Etelredo son mejores. Al alba, Uhtred, es cuando deberían atacar. Directamente contra nosotros, escalas en la muralla, perderían algunos hombres, pero el resto nos masacrarían. —Estalló en carcajadas—. Eso es lo que yo haría, ¿pero esa panda? —Escupió a modo de burla.
Ivar y Ubba debieron de pensar lo mismo, pues enviaron a dos hombres para espiar a las fuerzas inercias y sajonas y comprobar si había señal de que estuvieran construyendo escalas. Los dos salieron por la noche y se suponía que tenían que rodear el campamento de los sitiadores y encontrar un lugar desde el cual observar al enemigo fuera de las fortificaciones, pero de algún modo consiguieron detectarlos y los capturaron. Los dos hombres fueron llevados frente a la muralla y allí los hicieron arrodillarse con las manos atadas a la espalda. Un inglés alto se colocó detrás de ellos con la espada desenvainada y presta. Vi cómo le daba un golpe en la espalda, el danés levantaba la cabeza y la espada volaba. El segundo danés murió de la misma manera, y los dos cuerpos quedaron a merced de los cuervos.
—Cabrones —dijo Ragnar.
Ivar y Ubba también observaron las ejecuciones. Yo veía pocas veces a los hermanos. Ubba pasaba en su casa la mayor parte del tiempo, mientras que Ivar, tan delgado y espectral, se hacía más evidente, paseaba por las murallas al anochecer y al alba componía expresiones horribles ante el enemigo y decía pocas cosas, aunque ahora hablaba a Ragnar con premura, señalando al sur, hacia los verdes campos al otro lado del río. Nunca parecía hablar sin gruñir, pero a Ragnar no le ofendía.
—Está enfadado —me dijo después— porque necesita saber si planean asaltarnos. Ahora quiere que algunos de mis hombres espíen en el campamento, pero ¿y después de eso qué? —Hizo un gesto hacia los dos cuerpos sin cabeza en el campo—. Mejor que vaya yo.
—Estarán buscando más espías —dije yo, que no quería que Ragnar acabara sin cabeza al pie de las murallas.
—Un cabecilla encabeza —repuso Ragnar—, y no les puedes pedir a los hombres que se arriesguen a morir si tú no estás dispuesto a jugarte la vida.
—Déjame ir a mí —le dije.
Estalló en carcajadas.
—¿Qué tipo de jefe es aquel que envía a un chico a hacer el trabajo de un hombre, eh?
—Soy inglés —dije—, y no sospecharán de un chico inglés.
Ragnar me sonrió.
—Si eres inglés —repuso—, ¿cómo sabremos que nos dirás la verdad acerca de lo que has visto?
Aferré mi martillo de Thor.
—Diré la verdad —repliqué—. Lo juro. ¡Y ahora soy danés! ¡Tú me lo dijiste! ¡Tú dijiste que soy danés!
Ragnar empezó a tomarme en serio. Se arrodilló para mirarme a la cara.
—¿Eres danés de verdad? —preguntó,
—Soy danés —respondí, y en ese momento lo sentía. En otros momentos estaba seguro de que pertenecía a Northumbria, un
sceadugengan
secreto oculto entre los daneses, y en verdad estaba confundido. Quería a Ragnar como a un padre, apreciaba a Ravn, peleaba, competía y jugaba con Rorik cuando se encontraba bien, y todos ellos me trataban como a uno de los suyos. Sólo era de otra tribu. Había tres grandes tribus entre los hombres del norte; los daneses, los noruegos y los esviones, pero Ragnar dijo que había otros, como los gépidos, y que no estaba seguro dónde empezaban los hombres del norte y terminaban los demás, pero en ese momento estaba preocupado por mí—. Soy danés —repetí con firme convicción—, ¿y quién mejor que yo para espiarles? ¡Hablo su idioma!
—Eres un chico —contestó Ragnar, y pensé que se estaba negando a dejarme ir, pero en realidad se estaba acostumbrando a la idea—. Nadie sospechará de un muchacho como tú —prosiguió. Seguía escudriñándome, después se puso en pie y volvió a mirar los dos cuerpos cuyas cabezas picoteaban los cuervos—. ¿Estás seguro, Uhtred?
—Totalmente.
—Preguntaré a los hermanos —dijo, y lo hizo, e Ivar y Ubba debieron de estar de acuerdo porque me dejaron ir.
Cuando cayó la noche la puerta se abrió y yo me escabullí. Ahora, pensé, soy por fin un caminante de las sombras, aunque en verdad el trayecto no necesitaba de ninguna habilidad sobrenatural porque había un montón de hogueras en las líneas inercias y sajonas para iluminar el camino. Ragnar me había recomendado rodear el campamento grande y ver si había alguna salida fácil por detrás, pero lo que hice fue caminar directamente hacia las primeras hogueras que quedaban tras los árboles talados que servían de muro protector para los ingleses, y al otro lado de la maraña negra vi las siluetas oscuras de unos centinelas frente al fuego. Estaba nervioso. Durante meses había acariciado la idea del
sceadugengan,
y ahí estaba, en la cerrada oscuridad de las tinieblas exteriores, y no demasiado lejos se encontraban los cuerpos sin cabeza y mi imaginación inventó un destino similar para mí mismo. ¿Porqué? Una pequeña parte de mí sabía que podía entrar en el campamento y decir quién era, después exigir que me llevaran ante Burghred o ante Etelredo. Con todo, no había mentido a Ragnar. Regresaría, y les contaría la verdad. Lo había prometido, y para un chico las promesas son algo solemne, respaldadas por el temor a la venganza divina. Escogería mi propia tribu a su debido tiempo, pero ese tiempo aún no había llegado, así que repté por el campo sintiéndome muy pequeño y vulnerable, mi corazón latía contra las costillas, y el alma se me consumía por la importancia de lo que estaba haciendo.
Ya mitad del campo mercio sentí que se me erizaba el vello de la nuca. Tuve la sensación de que alguien me seguía y me di la vuelta, escuché y observé, pero no vi nada salvo las formas negras que se estremecen en la noche, pero como una liebre salí corriendo a un lado, me dejé caer de repente, y esta vez acabé convencido de que había oído sonidos de pasos en la hierba. Esperé, observé, no vi nada, y seguí reptando hasta alcanzar la barricada inercia y allí volví a esperar, pero no oí nada más a mis espaldas y decidí que me había dejado sugestionar por mi propia imaginación. También me preocupaba no ser capaz de atravesar los obstáculos mercios, pero al final fue bastante fácil porque un árbol grande talado concede suficiente espacio a un chico para pasar por entre sus ramas, y lo hice poco a poco, sin hacer ningún ruido, y después corrí hasta el campo y casi al punto me interrogó un centinela.
—¿Quién va? —me gruñó un hombre, y vi la luz de la hoguera reflejarse en una punta de lanza brillante que se dirigía hacia mí.
—Osbert —dije, usando mi antiguo nombre.
—¿Un chico? —comprobó el hombre sorprendido.
—Tenía que mear.
—Coño, chico, ¿y qué hay de malo en mear fuera de tu cabaña?
—A mi amo no le gusta.
—¿Quién es tu amo? —Había levantado el arma y el hombre me examinaba a la escasa luz de las hogueras.
—Beocca —dije. Fue el primer nombre que me vino a la cabeza.
—¿El cura? —Eso me sorprendió, y vacilé, pero después asentí y eso satisfizo al hombre—. Pues vuelve enseguida con él —dijo.
—Me he perdido.
—Pues entonces no deberías haber recorrido todo este camino para mear en mi puesto de vigía —exclamó y después señaló—. Por ahí, muchacho.
Así que caminé abiertamente por el campamento, pasadas las hogueras y las pequeñas cabañas en las que roncaban los hombres. Un par de perros me ladraron. Los caballos se agitaron. En algún lugar sonaba una flauta y una mujer cantaba en voz baja. Las chispas salían volando de las hogueras en ascuas.
El centinela me había señalado las líneas sajonas. Lo sabía porque el estandarte del dragón estaba colgado fuera de una gran tienda iluminada por una hoguera más grande, y me desplacé hacia esa tienda por no tener mejor lugar adonde ir. Buscaba escalas, pero no veía ninguna. Se oía el llanto de un niño en un refugio, una mujer gemía, y algunos hombres cantaban junto a un fuego. Uno de los cantantes me vio, me amenazó y cuando se dio cuenta de que sólo era un chico me dejó ir. Ahora estaba cerca de la gran hoguera, la que ardía frente a la tienda del estandarte, y la rodeé, en dirección hacia la oscuridad tras la tienda, que estaba iluminada por dentro con velas o lámparas. Dos hombres montaban guardia frente a la puerta y dentro se oían murmullos, pero nadie reparó en mí cuando me escabullí hacia las sombras, tratando de hallar escalas. Ragnar había dicho que las escalas estarían guardadas todas juntas, o en el centro del campamento o cerca de sus límites, pero no vi ninguna. Aunque sí oí un sollozo.
Había llegado a la parte trasera de la gran tienda y estaba oculto junto a una gran pila de leña y, a juzgar por el hedor, estaba cerca de una letrina. Me agaché y vi a un hombre arrodillado en el espacio abierto entre la pila de leña y la gran tienda y era aquel hombre el que estaba llorando. También rezaba y en ocasiones se golpeaba el pecho con los puños. Conmocionado, alarmado casi por lo que estaba haciendo, me quedé tumbado sobre el vientre como una serpiente y me retorcí entre las sombras para acercarme más y ver qué más hacía.
Gemía como dolorido, levantaba las manos al cielo, después se doblaba hacia delante como si adorara la tierra.
—Sálvame, Dios —le oí decir—, sálvame. Soy un pecador. —Entonces vomitó, aunque no parecía borracho, y después de que escupiera, gimió. Presentí que era un hombre joven, después alguien levantó una lona de la tienda y la luz de las velas se derramó sobre la hierba. Yo me quedé helado, quieto como un tronco, vi que el apenado era de hecho un joven, y también vi, para mi sorpresa, que quien había levantado la lona era el padre Beocca. Supuse coincidencia el que hubiera dos curas con el mismo nombre, pero no era ninguna coincidencia. Era de hecho el pelirrojo y bizco Beocca, y estaba allí, en Mercia.
—Mi señor —dijo Beocca, dejando caer la lona y cubriendo de oscuridad al joven.
—Soy un pecador, padre —dijo el hombre. Había dejado de llorar, puede que porque no quisiera que Beocca viera semejante prueba de debilidad, pero tenía la voz llena de tristeza— Soy un profundo pecador.
—Todos somos pecadores, mi señor.
—Un profundo pecador —repitió el joven, haciendo caso omiso del solaz que le ofrecía Beocca—. ¡Y estoy casado!
—La salvación reside en el arrepentimiento, mi señor.
—Entonces, Dios lo sabe, tengo que ser redimido, pues mi arrepentimiento llenaría el cielo. —Levantó la cabeza para mirar las estrellas—. La carne, padre —gimió—, la carne.
Beocca caminó hacia mí, se detuvo y se dio la vuelta. Estaba tan cerca que casi lo habría podido tocar, pero no tenía ni idea de que yo estaba allí con ellos.
—Dios dispone la tentación para probarnos, mi señor —dijo en voz baja.
—Nos envía las mujeres para probarnos —repuso con dureza el joven—, y fracasamos y después nos envía a los daneses para castigarnos por nuestro fracaso.
—Su camino es duro —contestó Beocca—, y jamás nadie ha dudado de él.
El joven, arrodillado aún, agachó la cabeza.
—Jamás tendría que haberme casado, padre. Tendría que haberme unido a la Iglesia. Ingresar en un monasterio.
—Y Dios habría encontrado un gran sirviente en vos, mi señor, pero tenía otros planes. Si vuestro hermano muere…
—¡Rezad al cielo para que tal cosa no suceda! ¿Qué clase de rey sería?
—El rey de Dios, mi señor.
Así que éste, pensé, era Alfredo. Ésa fue la primera vez que lo vi y oí su voz, y él nunca lo supo. Yo estaba tumbado en la hierba, escuchando, mientras Beocca consolaba al rey por caer en la tentación. No parecía sino que Alfredo se había cepillado a una sirvienta e, inmediatamente después, le habían sobrecogido el dolor físico y lo que él llamaba tormento espiritual.
—Lo que tenéis que hacer, mi señor —le dijo Beocca—, es poner a la chica a vuestro servicio.
—¡No! —protestó Alfredo.
Un arpa empezó a sonar en la tienda y ambos hombres se detuvieron para escuchar, después Beocca se agachó junto al infeliz príncipe y le puso una mano en el hombro.
—Poned a la chica a vuestro servicio —repitió Beocca—, y resistíos a ella. Rendid ese tributo a Dios, permitidle ver vuestra fuerza, y os recompensará. Dadle gracias a Dios por tentaros, señor, y alabadlo cuando resistáis la tentación.