Debajo de las estacas nuevas había un amasijo de techos de paja, los campanarios de madera de tres iglesias y, en el río, los mástiles de la flota danesa. Nuestros exploradores aseguraban que había treinta y cuatro barcos, lo cual significaba que los daneses contaban con un ejército de unos mil hombres. Nuestra fuerza era mayor, se acercaba a los mil quinientos, aunque era difícil de contar. Nadie parecía estar al mando. Los dos jefes, Osbert y Ælla, permanecían en dos campamentos diferentes y aunque oficialmente habían hecho las paces, se negaban a hablar el uno con el otro, comunicándose mediante mensajeros. Mi padre, el tercer hombre más importante del ejército, hablaba con ambos, pero no podía convencer a Osbert y Ælla de que se vieran, por no hablar de ponerse de acuerdo sobre la campaña. Osbert deseaba sitiar la ciudad y vencer a los daneses por hambre, mientras que Ælla instaba a atacar inmediatamente. La muralla estaba rota, dijo, y un asalto podría llegar hasta el enredo de callejuelas donde los daneses serían perseguidos y masacrados. No sé qué curso de acción prefería mi padre, pues nunca lo dijo, pero al final no nos correspondió tomar la decisión.
Nuestro ejército no podía esperar. Habíamos traído algo de comida, pero pronto se terminó, los hombres se estaban adentrando en los campos para encontrar más, y algunos de esos hombres no volvían. Sencillamente, estaban regresando a sus casas. Otros murmuraban que había mucho quehacer en sus granjas y si no volvían a casa se enfrentarían a un año de hambre. Se convocó una reunión entre todos los hombres importantes y pasaron el día discutiendo. Osbert asistió a la reunión, lo que suponía que Ælla no lo hizo, aunque uno de sus mayores partidarios estaba allí y sugirió que las reticencias de Osbert para asaltar la ciudad no eran otra cosa que cobardía. Puede que lo fuera, dado que Osbert no replicó a la pulla, y lo que propuso, en cambio, fue que nosotros levantáramos nuestros propios fuertes fuera de la ciudad. Tres o cuatro de esos fuertes, dijo, dejarían atrapados a los daneses. Nuestros mejores guerreros podrían hacerse cargo de los fuertes, y el resto volver a casa a cuidar de sus campos. Otro hombre propuso construir un nuevo puente sobre el río, un puente que atrapara a la flota danesa, e insistió hasta el aburrimiento en la idea, aunque creo que todos sabíamos que no teníamos tiempo para hacer un puente que cruzara un río tan ancho.
—Además —añadió el rey Osbert—, queremos que los daneses se lleven sus barcos. Que vuelvan al mar. Que se vayan y molesten a otro.
Un obispo defendió que esperaran, esgrimiendo que aún no había llegado el
ealdorman
Egbert, con sus hombres, cuyas tierras estaban al sur de Eofervvic.
—Ni tampoco está Ricsig —comentó un cura, hablando de otro gran señor.
—Está enfermo —dijo Osbert.
—Enfermo de valor —se burló el portavoz de Ælla.
—Dadles tiempo —sugirió el obispo—. Con los hombres de Egbert y Ricsig tendremos suficientes tropas para asustar a los daneses por la sola superioridad numérica.
Mi padre no dijo nada en la reunión, aunque era evidente que muchos hombres querían que hablara, y a mí me dejó perplejo que se quedara callado, pero por la noche Beocca me explicó el porqué.
—Si hubiera dicho que debemos atacar —dijo el cura—, los hombres asumirían que se alinea con Ælla, mientras que si apoya el sitio, se interpretaría que está del lado de Osbert.
—¿Y eso importa?
Beocca me miró desde el otro lado de la hoguera del campamento, o uno de sus ojos me miró mientras el otro vagaba en la noche.
—Cuando hayamos derrotado a los daneses —dijo—, la disputa entre Osbert y Ælla volverá a empezar. Tu padre no quiere saber nada del asunto.
—Pero apoye a la facción que apoye —dije—, ganará.
—¿Pero y si acaban matándose el uno al otro? —preguntó Beocca—. ¿Quién será el rey, entonces?
Lo miré, comprendí y no dije nada.
—¿Y quién será el rey después? —preguntó Beocca, y me señaló—. Tú, y un rey tendría que saber leer y escribir.
—Un rey —respondí desdeñoso—, siempre puede contratar hombres que lean y escriban.
Después, a la mañana siguiente, la decisión de atacar o sitiar fue tomada por nosotros, pues llegaron noticias de que habían aparecido más naves danesas en la desembocadura del Humber, y eso sólo podía significar que el enemigo recibiría refuerzos en unos días, así que mi padre, que había guardado silencio durante tanto tiempo, acabó hablando.
—Hemos de atacar —les dijo a Osbert y a Ælla— antes de que lleguen los nuevos barcos.
Ælla, por supuesto, coincidió con él de manera entusiasta, e incluso Osbert comprendió que los barcos nuevos suponían que todo había cambiado. Además, los daneses de la ciudad tenían problemas con su nueva fortificación. Nos levantamos una mañana para ver un tramo de empalizada completo y nuevo, pero aquel día hizo mucho viento y la nueva obra se derrumbó. Los daneses, decían los hombres, no sabían ni construir una muralla.
—Pero saben construir barcos —me dijo el padre Beocca.
—Un hombre que sabe construir un barco —me informó el padre Beocca— suele ser capaz de construir una muralla. No es tan difícil.
—¡Se ha caído!
—A lo mejor estaba concebida para que se cayera —repuso Beocca y, cuando yo me lo quedé mirando, me lo aclaró—. Tal vez quieran que ataquemos por ahí.
No sé si le transmitió a mi padre sus sospechas, pero si lo hizo no tengo ninguna duda de que mi padre las desoyó. No confiaba en las opiniones de Beocca sobre la guerra. La utilidad del cura residía en animar a Dios para que atormentase a los daneses y eso era todo y, para ser justos, Beocca vaya si rezó largo y tendido para que Dios nos diera la victoria.
Y al día siguiente de que la muralla se derrumbara, le dimos a Dios la oportunidad de obrar las plegarias de Beocca.
Atacamos.
* * *
No sé si todos los hombres que atacaron Eoferwic estaban borrachos, pero lo habrían estado de haber habido suficiente hidromiel, cerveza y vino de abedul para todos. Habían bebido durante toda la noche y cuando yo me levanté encontré hombres vomitando al alba. Aquellos pocos que, como mi padre, poseían camisas de malla, se las pusieron. La mayoría» iban protegidos con cuero, mientras que algunos hombres no llevaban más protección que sus abrigos. Afilaron las armas en muelas. Los curas se pasearon por el campamento repartiendo bendiciones, mientras los hombres se hacían juramentos de lealtad y fraternidad. Algunos hicieron causa común y prometieron repartirse el botín a medias, unos pocos tenían aspecto pálido y bastantes más se escabulleron por las zanjas que atravesaban el paisaje llano y húmedo.
Se les mandó a una veintena de hombres que se quedaran en el campamento y guardaran las mujeres y los caballos, aunque tanto al padre Beocca como a mí se nos ordenó montar.
—Tú no bajes del caballo —me dijo mi padre—, y tú quédate con él —añadió dirigiéndose al cura.
—Por supuesto, mi señor —repuso Beocca.
—Si ocurriera algo —mi padre fue deliberadamente inconcreto—, cabalgad hasta Bebbanburg, cerrad la puerta y esperad allí.
—Dios está de nuestro lado —añadió Beocca.
Mi padre parecía un gran guerrero, cosa cierta, aunque aseguraba estar volviéndose demasiado viejo para pelear. La barba medio canosa sobresalía de su cota de malla sobre la que se había colgado un crucifijo labrado en hueso de buey, regalo de Gytha. El cinto de su espada era de cuero remachado en plata, mientras que su gran espada,
Quebrantahuesos,
descansaba en una vaina de cuero adornada con placas de bronce dorado. Sus botas tenían placas de hierro a ambos lados de los tobillos, lo que me recordó su consejo sobre el muro de escudos; llevaba un casco bruñido que refulgía, y la visera, con unos agujeros para los ojos y que representaba una boca gruñendo, poseía incrustaciones de plata. El escudo redondo era de tilo, tachonado en hierro, cubierto de cuero y pintado con la cabeza del lobo. El
ealdorman
Uhtred se dirigía a la guerra.
Los cuernos convocaron al ejército. Había poco orden en la reunión. Se suscitaron discusiones sobre quién debería cubrir la derecha o la izquierda, pero Beocca me contó que se decidió cuando un obispo lanzó los dados, y ahora el rey Osbert estaba en el flanco derecho, Ælla en el izquierdo, y mi padre en el centro y los tres estandartes de los jefes ya estaban extendidos cuando los cuernos sonaron. Los hombres se reunieron debajo. Las tropas de la casa de mi padre, sus mejores guerreros, se situaron al frente, y detrás los grupos de
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Los
thegn
eran hombres importantes, poseían grandes extensiones de tierra, algunas con sus propias fortalezas, y eran los que compartían la plataforma de mi padre en el salón de celebraciones, y hombres a los que había que vigilar por si acaso su ambición provocaba que intentaran usurpar su lugar, pero en ese entonces se reunieron lealmente tras él, y los
ceorls,
los hombres libres del rango más bajo, mezclados entre ellos. Los hombres luchaban en grupos familiares, o con amigos. Había muchos chicos con el ejército, aunque yo era el único a caballo y el único con espada y casco.
Vi un puñado de daneses detrás de las empalizadas intactas a cada lado del agujero que había dejado la que se había desmoronado, pero la mayor parte de su ejército tapaba aquel agujero, y había formado un muro de escudos encima del de tierra, y era un muro alto, aquel de tierra, por lo menos tres o tres metros y medio, y empinado, así que sería un duro ascenso enfrente justo de los que esperaban para matar, pero yo estaba seguro de que ganaríamos. Tenía nueve años, casi diez.
Los daneses nos gritaban, pero estábamos demasiado lejos para oír sus insultos. Sus escudos, redondos como los nuestros, estaban pintados de amarillo, negro, marrón y azul. Nuestros hombres empezaron a golpear sus armas contra los escudos y era un estruendo temible, la primera vez que oí a un ejército tocar la música de la guerra; el entrechocar de lanzas de fresno y hojas de hierro contra madera de escudo.
—Es algo horrible —me dijo Beocca—. La guerra, es algo espantoso.
Yo no dije nada. A mí me parecía que era gloriosa e increíble.
—El muro de escudos es donde mueren los hombres —me explicó Beocca y besó la cruz de madera que pendía de su cuello—. Las puertas del cielo y el infierno estarán abarrotadas de almas antes de que termine el día —prosiguió sombrío.
—¿No se llevan a los muertos a un gran salón de celebraciones? —pregunté.
Me miró muy extrañado, después pareció escandalizado.
—¿Dónde has oído eso?
—En Bebbanburg —contesté, con el buen juicio suficiente para no admitir que era el herrero Ealdwull el que me contaba aquellas historias mientras lo observaba convertir varas de hierro en espadas.
—Eso es lo que creen los paganos —dijo Beocca con aire severo—. Creen que los guerreros muertos son transportados al salón de cadáveres de Woden hasta el fin del mundo, pero ésa es una creencia terriblemente equivocada. ¡Es un error! Aunque los daneses permanecen en el error. Se postran ante ídolos, niegan al Dios verdadero, están equivocados.
—Pero un hombre debe morir con una espada en la mano —insistí.
—Veo que cuando esto termine habrá que darte las oportunas lecciones de catecismo —concluyó severo el cura.
No dije nada más. Estaba observando, intentando grabar cualquier detalle de aquel día en mi memoria. El ciclo era de un azul estival, sólo había unas cuantas nubes al oeste, y la luz del sol reverberaba en las puntas de las lanzas de nuestro ejército como distintos reflejos titilantes sobre el mar de verano. El prado sobre el que se venía el ejército estaba moteado de prímulas, y se oyó un cuco llamar desde los bosques que había detrás de nosotros, desde donde una multitud de mujeres observaba al ejército. Había cisnes en el río, cuya superficie se mostraba tranquila al no soplar mucho viento. El humo de los fuegos de las cocinas dentro de Eofervvic se elevaba casi en línea recta, y esa visión me recordó que habría una fiesta en la ciudad aquella noche, una fiesta de cerdo asado o lo que fuera que encontrásemos en las despensas enemigas. Algunos de nuestros hombres, aquellos situados en vanguardia, se aproximaban para gritarle al enemigo, o a retarlos para que bajaran y se enfrentaran en una batalla individual entre los frentes, uno contra uno, pero ningún danés rompió filas. Sólo observaban, esperaban, sus lanzas componían un seto, sus escudos un muro, y entonces nuestros cuernos volvieron a sonar y el griterío y el fragor de los escudos se diluyó mientras nuestro ejército avanzaba pesadamente.
Lo hacía de forma irregular. Tarde, mucho más tarde, entendería la renuencia de los hombres para lanzarse contra un muro de escudos, no digamos contra un muro de escudos encima de un terraplén inclinado; pero aquel día sólo estaba impaciente porque nuestro ejército ganase terreno y abriera una brecha entre los insolentes daneses, y Beocca tuvo que refrenarme, me agarró las riendas para evitar que me lanzase al galope entre la retaguardia.
—Esperaremos hasta que entren —dijo.
—Quiero matar un danés —protesté.
—No seas estúpido, Uhtred —repuso Beocca furioso—. Si intentas matar a un danés tu padre se quedará sin hijos. Ahora eres su único descendiente, y tu deber es sobrevivir.
Así que cumplí con mi deber y me quedé atrás, mientras observaba cómo, muy, muy lentamente, nuestro ejército encontraba el valor para avanzar hacia la ciudad. El río se hallaba a nuestra izquierda, el campamento vacío detrás, a nuestra derecha, y el incitante hueco en la muralla de la ciudad estaba justo enfrente de nosotros, y allí esperaban los daneses en silencio, con los escudos solapados.
—Los más valientes serán los primeros —me dijo Beocca—, y tu padre estará entre ellos. Harán una cuña, lo que los autores latinos llaman un
porcinum caput.
¿Sabes qué significa eso?
—No —ni me importaba.
—Cabeza de cerdo. Como el colmillo de un jabalí. Los más valientes irán los primeros, y si se abren paso, los demás los seguirán.
Beocca tenía razón, se formaron tres cuñas delante de nuestras filas, una por cada casa: la de Osbert, la de Ælla y la de mi padre. Los hombres se apretaron al máximo, con los escudos solapados como los de los daneses, mientras la retaguardia de cada cuña sostenía sus escudos en alto como un techo, y después, cuando estuvieron listos, los hombres de las tres cuñas lanzaron un gran grito y avanzaron. No corrían. Yo había esperado que corrieran, pero no se puede mantener la cuña si los hombres corren. La cuña es la guerra lenta, suficientemente lenta para que los hombres de dentro se pregunten cuán fuerte es el enemigo y para empezar a temer que el resto del ejército no les siga, pero lo hicieron. Las tres cuñas no habían avanzado más de veinte metros antes de que el resto de hombres las siguiera.