—Quiero estar más cerca —dije.
—Esperarás —repuso Beocca.
Oí entonces el clamor: desafíos y gritos para infundir valor, y en ese momento los arqueros en las murallas de la ciudad dispararon los arcos y vi los destellos de las plumas al rasgar las flechas el cielo camino de las cuñas, y un instante más tarde llegaron las lanzas, dibujando una parábola por encima del frente danés para caer encima de los escudos levantados. Para mi sorpresa, me pareció que no hirieron a nadie en nuestras filas, aunque se veían los escudos infestados de flechas y lanzas como las espinas de un puercoespín, y las tres cuñas siguieron avanzando mientras les llegaba el turno a nuestros arqueros de disparar a los daneses y las últimas filas de la formación se separaban para arrojar a su vez sus lanzas al muro de escudos enemigo.
—Ya no queda mucho —dijo Beocca nervioso. Se persignó. Estaba rezando en silencio y le temblaba la mano tullida.
Yo observaba la cuña de mi padre, la central, la que había justo enfrente del estandarte con la cabeza de lobo; vi los escudos que se tocaban desaparecer en el foso frente al terraplén y supe que mi padre estaba peligrosamente cerca de la muerte y lo insté a ganar, a matar, a dar al nombre Uhtred de Bebbanburg más fama todavía, y entonces vi la cuña de escudos emerger de la zanja y, como una bestia monstruosa, reptar por la cara del terraplén.
—La ventaja que poseen —dijo Beocca con la voz paciente que empleaba para enseñar— es que los pies del enemigo son objetivos fáciles cuando llegas desde abajo. —Creo que intentaba tranquilizarse, pero yo le creí igualmente, y debía de ser cierto pues no parecía que el muro de escudos enemigo pudiera contener la formación de mi padre, la primera en subir el terraplén.
En ese momento no veía nada excepto el destello de las armas al subir y bajar, y oí aquel sonido, la auténtica música de la batalla, los tajos del hierro contra la madera, el hierro contra el hierro, pero la cuña seguía moviéndose. Cual colmillo de jabalí afilado como una navaja había perforado el muro de escudos danés y seguía avanzando, y aunque los daneses envolvieron la cuña, parecía que nuestros hombres estaban ganando porque siguieron empujando una vez atravesado el terraplén, y los soldados de detrás debieron presentir que el
ealdorman
Uhtred les había traído la victoria porque repentinamente vitorearon y se abalanzaron en tropel para socorrer a la asediada cuña.
—Loado sea Dios —exclamó Beocca, pues los daneses estaban huyendo. Por un instante habían formado un denso muro de escudos, erizado de armas, pero ahora desaparecían dentro de la ciudad y nuestro ejército, con el alivio de los hombres cuyas vidas han escapado de la muerte, cargaban tras ellos—. Ahora despacio —dijo Beocca, mientras se adelantaba con su caballo y guiaba el mío por las riendas.
Los daneses habían desaparecido. En su lugar, el terraplén se había cubierto de negro; eran nuestros hombres, que se metían desordenadamente en la ciudad por el hueco de las murallas y después bajaban al otro lado hasta las calles y callejuelas más alejadas. Las tres banderas, la cabeza de lobo de mi padre, el hacha de guerra de Ælla y la cruz de Osbert, coronaban Eoferwic. Oí los vítores de los hombres y azucé al caballo, librándome de Beocca.
—¡Vuelve! —me gritó él, pero aunque me siguió, no intentó arrastrarme. Habíamos ganado, Dios nos había dado la victoria y yo quería estar lo suficientemente cerca para oler la sangre.
Ninguno de los dos podíamos introducirnos en la ciudad porque el hueco en la empalizada estaba asfixiado por nuestros soldados, pero volví a azuzar mi yegua y ella se abrió paso entre el montón. Algunos hombres protestaron por lo que estaba haciendo, después vieron el aro de bronce dorado en mi casco y supieron que era de noble cuna, así que intentaron ayudarme a pasar, mientras Beocca, perdido en la retaguardia, gritaba que no debía alejarme demasiado de él.
—¡Alcánzame! —le repliqué.
Entonces volvió a gritar, pero esta vez su tono era frenético, aterrorizado, y me di la vuelta para ver a los daneses lanzarse en manada contra el terreno hasta el que había avanzado nuestro ejército. Era una horda de daneses que debió de salir por la puerta norte de la ciudad para cortar nuestra retirada, y sabían que nos retiraríamos pues, después de todo sí sabían construir muros, y lo habían hecho a lo largo de las calles de la ciudad, después habían fingido huir de la muralla para arrastrarnos hasta el matadero y ahora accionaban el resorte que cerraba la trampa. Algunos de los daneses que venían de la ciudad iban montados, la mayoría a pie, y Beocca sufrió un ataque de pánico. No lo culpo. A los daneses les gusta matar curas cristianos y Beocca debió de ver la muerte, y como no deseaba el martirio le dio la vuelta al caballo, lo espoleó con fuerza y salió al galope junto al río. Ya los daneses, que no les preocupaba el destino de un hombre donde tantos quedaron atrapados, no les importó que se fuera.
Sucede que en la mayoría de los ejércitos, los hombres apocados y con peores armas se refugian en las últimas filas. Los valientes están en la vanguardia, los débiles buscan la parte de atrás, así que quien consigue alcanzar la retaguardia de un ejército enemigo organiza una carnicería.
Ahora soy un hombre anciano y ha sido mi destino el de ver el pánico apoderarse de muchos ejércitos. Ese pánico es peor que el terror de las ovejas en un redil asaltado por lobos, más frenético que los espasmos de un salmón en una red extraída a la superficie. Su sonido debe partir en dos los cielos, pero para los daneses aquel día trajo el dulce sonido de la victoria, y para nosotros la muerte.
Intenté escapar. Dios sabe que también fui presa del pánico. Había visto a Beocca huir a todo correr por los sauces junto al río y conseguí que la yegua se diera la vuelta, pero entonces uno de nuestros propios hombres me agarró, al parecer para hacerse con mi caballo, y yo tuve suficiente seso para sacar la espada corta y hendirla a ciegas mientras azuzaba a la bestia, aunque sólo conseguí salir del gentío aterrorizado para meterme en el camino de los daneses. Por todas partes a mi alrededor había hombres aullando y hachas y espadas danesas volando y cercenando. El trabajo triste, el festival de sangre, la canción de la espada, lo llaman, y es posible que durante un rato me salvara el hecho de que era el único de todo nuestro ejército que iba montado, porque había una veintena de daneses también a caballo y me debieron de confundir con uno de los suyos. Pero entonces uno de ellos me llamó en un idioma que yo no hablaba y cuando lo miré y vi su larga melena, sin casco, su larga y rubia melena, la malla plateada y la sonrisa salvaje en un rostro salvaje y lo reconocí como el hombre que había matado a mi hermano, como el insensato que era empecé a gritarle. Había un portaestandarte detrás del danés de larga cabellera, un ala de águila que ondeaba sobre un largo mástil. Las lágrimas me emborronaban la visión, y puede que la locura de la batalla se apoderara de mí porque, a pesar del pánico, cabalgué hasta el danés de larga cabellera y lancé una estocada con mi pequeña espada, la paró con la suya y mi débil hoja se dobló como la espina de un arenque. Se dobló sin más y el danés ya se preparaba para rematarme cuando se fijó en mi patética arma torcida y empezó a reírse. Yo me estaba meando encima, él se reía, volví a golpearlo con la inútil espada y él siguió riéndose, después se inclinó, me quitó el arma de las manos y la tiró al suelo. De inmediato me agarró a mí. Yo gritaba y le pegaba, pero a él todo aquello le parecía graciosísimo, y me colocó bocabajo en la silla y espoleó su caballo para adentrarse de nuevo en el caos y proseguir con la escabechina.
Y así fue como conocí a Ragnar, Ragnar el Temerario, el asesino de mi hermano y el hombre cuya cabeza se suponía que debía adornar un poste en las murallas de Bebbanburg, el
jarl
Ragnar.
Los daneses actuaron con inteligencia aquel día. Construyeron nuevas fortificaciones dentro de la ciudad, atrajeron a nuestros hombres hasta hacerlos entrar en las calles, los atraparon entre las nuevas empalizadas, los rodearon y los mataron. No mataron a todo el ejército de Northumbria, pues incluso los más fieros guerreros se cansan de la matanza y, además, los daneses sacaban mucho dinero de la esclavitud. La mayoría de los esclavos capturados en Inglaterra eran vendidos a granjeros de las salvajes islas del norte, o en Irlanda, o se los llevaban a través del mar a las tierras danesas; pero algunos, supe, eran llevados a los grandes mercados de esclavos en Francia y unos cuantos más eran embarcados rumbo al sur a un lugar donde no había invierno y hombres con rostros del color de la madera quemada pagaban un buen dinero por los hombres y aún más por las mujeres jóvenes.
Pero mataron a muchos. Mataron a Ælla, a Osbert y a mi padre. Ælla y mi padre tuvieron suerte, pues murieron en la batalla, con las espadas en las manos, pero Osbert fue capturado y torturado esa noche mientras los daneses festejaban en una ciudad que apestaba a sangre. Algunos de los vencedores guardaban las murallas, otros celebraban en las casas capturadas, pero la mayoría se reunió en el salón del rey derrotado de Northumbria al que me llevó Ragnar. No sé por qué me llevó allí, pues esperaba que me matara o, en el mejor de los casos, me vendiera como esclavo; pero Ragnar me hizo sentarme con sus hombres y puso un muslo de pavo al horno, media rebanada de pan y una jarra de cerveza delante de mí, después me dio un jovial coscorrón en la cabeza.
Los demás daneses al principio hicieron caso omiso de mi presencia. Estaban demasiado ocupados emborrachándose y jaleando las peleas que surgieron en cuanto estuvieron borrachos, pero los vítores más escandalosos llegaron cuando el cautivo Osbert fue obligado a pelear contra un joven guerrero que tenía una habilidad extraordinaria con la espada. Bailó alrededor del rey, después le rebanó la mano izquierda antes de rajarle el estómago con un hendiente y, dado que Osbert era un hombre grande, sus tripas se derramaron como anguilas que escapan de un saco roto. Después de aquello algunos de los daneses no se podían ni levantar de la risa. Al rey le llevó bastante tiempo morirse, y mientras gritaba para que le aliviaran el sufrimiento, los daneses crucificaron a un cura que habían capturado mientras peleaba contra ellos. Les intrigaba y repelía nuestra religión, y se enfadaron cuando el cura se liberó las manos de los clavos; algunos afirmaron que era imposible matar a un hombre de esa manera, y discutieron la cuestión violentamente, después intentaron clavar una segunda vez al cura a las paredes de madera hasta que, aburridos, uno de los guerreros le hundió una lanza al religioso en el pecho y le rompió las costillas, amén de hacerle picadillo el corazón.
Un puñado de ellos se volvió hacia mí en cuanto el cura estuvo muerto y, como llevaba un casco con una banda de bronce dorado, me consideraron hijo de un rey, me ataron una cuerda y un hombre se subió a la mesa para mearme encima, pero entonces una voz profunda la emprendió a berridos con ellos para que me dejaran estar y Ragnar se abrió paso entre la multitud de malos modos. Me quitó la cuerda de encima y arengó a los hombres, no sé qué les dijo, pero fuese lo que fuese los detuvo, y Ragnar entonces me rodeó los hombros y me llevó hasta una tarima en un extremo del salón y me indicó que debía subir a ella. Allí había un anciano comiendo solo. Era ciego, tenía los ojos blancos como la leche y un rostro profundamente arrugado enmarcado por pelo gris tan largo como el de Ragnar. Me oyó subir a trompicones, hizo una pregunta, Ragnar respondió y después se alejó.
—Debes de estar hambriento, muchacho —dijo el anciano en inglés.
No respondí. Me aterrorizaban sus ojos ciegos.
—¿Has desaparecido? ¿Se te han llevado los enanos al submundo?
—Tengo hambre —admití.
—Vaya, así que sí estás ahí —dijo—, y aquí hay cerdo, pan, queso y cerveza. Dime tu nombre.
Casi contesté Osbert, después me acordé de que era Uhtred.
—Uhtred —respondí.
—Qué nombre más feo —comentó el anciano—, pero mi hijo me ha dicho que tengo que cuidar de ti, así que lo haré, aunque también tú tendrás que cuidar de mí. ¿Me puedes cortar un pedazo de cerdo?
—¿Vuestro hijo? —pregunté.
—El
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Ragnar —repuso—, a veces llamado Ragnar el Temerario. ¿A quién estaban matando ahí?
—Al rey —contesté—, y a un cura.
—¿A qué rey?
—Osbert.
—¿Ha tenido una buena muerte?
—No.
—Entonces no tendría que haber sido rey.
—¿Sois vos rey? —pregunté.
Se rió.
—Soy Ravn —respondió—, y una vez fui
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y guerrero, pero ahora soy ciego y ya no le sirvo a nadie. Tendrían que romperme la cabeza con un garrote y enviarme a los infiernos. —No dije nada a eso porque no sabía qué decir—. Pero intento ser útil —prosiguió Ravn mientras sus manos palpaban la mesa en busca del pan—. Hablo tu lengua, la lengua de los britanos, la de los sorabos, la de los frisios y la de los francos. Los idiomas son ahora mi ocupación, chico, porque me he convertido en un escaldo.
—¿Un escaldo?
—Un bardo, me llamarías tú. Un poeta, un tejedor de sueños, un hombre que convierte la nada en gloria y te deslumbra con su hacer. Y mi trabajo es ahora contar la historia de este día de manera que los hombres jamás olviden nuestras grandes gestas.
—Pero si no podéis ver —pregunté—, ¿cómo contaréis lo que ha sucedido?
Ravn se rió ante eso.
—¿No has oído hablar de Odín? Pues deberías saber que Odín sacrificó uno de sus ojos para obtener el don de la poesía. Así que puede que sea un escaldo más bueno que Odín, ¿qué dices?
—Yo desciendo de Woden —dije.
—¿En serio? —parecía impresionado pero puede que sólo quisiera ser amable—. ¿Y quién eres tú, Uhtred, descendiente del gran Odín?
—Soy el
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de Bebbanburg —contesté, y eso me recordó que era huérfano y mi actitud desafiante se derrumbó. Para mi vergüenza, empecé a llorar. Ravn no me hizo caso mientras escuchaba los gritos y canciones de los borrachos y los chillidos de las muchachas que habían sido capturadas en nuestro campamento y que ahora proporcionaban a los guerreros la recompensa por su victoria, y al observarlos cometiendo toda clase de maldades, se me pasó la pena porque, lo cierto es que nunca había visto esas cosas antes aunque, gracias a Dios, iba yo a recibir muchas de las mismas recompensas en los tiempos venideros.