Northumbria, el último reino (7 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—Péinate un poco, chico —me indicó, después se acordó de que llevaba el casco y me lo colocó encima del pelo desordenado—. No te peines —dijo sonriendo.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—A escuchar un montón de palabras, chico. A perder el tiempo. Pareces una puta franca con esa ropa.

—¿Tan mal voy?

—¡Pero si eso es bueno, muchacho! Tienen unas putas estupendas en Francia; regordetas, bonitas y baratas. Vamos. —Me condujo a palacio desde el río. La ciudad ofrecía un trajín extraordinario: las tiendas estaban llenas, las calles abarrotadas de mulas de carga. Un rebaño de ovejas pequeñas y oscuras era conducido al matadero, y fueron el único obstáculo que no se apartó para dejar pasar a Ragnar, cuya reputación le aseguraba el respeto, pero no era una reputación temible, pues yo veía que los daneses sonreían cuando él los saludaba. Le llamaban
jarl
Ragnar, jefe Ragnar, pero era muy popular. un bromista y un guerrero que se quitaba el miedo de encima como si fuera telarañas. El palacio no era más que una casa grande, construida en parte por los romanos, en piedra, recientemente ampliada con madera y paja. En la parte romana, en una amplia sala con pilares de piedra y muros encalados aguardaba mi tío, y con él estaban el padre Beocca y una docena de guerreros; los conocía a todos y todos se habían quedado en Bebbanburg mientras mi padre iba a la guerra.

Los ojos bizcos de Beocca se abrieron de par en par cuando me vio. Debía de tener un aspecto muy distinto, pues llevaba el pelo largo, estaba tostado por el sol, delgado, más alto y con aspecto más fiero. Yo portaba el amuleto del martillo alrededor del cuello, que vio, pues señaló su crucifijo, después mi martillo y puso cara de reproche. Ælfric y sus hombres fruncieron el ceño como si los hubiera abandonado, pero nadie habló, en parte porque los guardias de Ivar, todos ellos hombres altos y todos protegidos con malla y cascos y armados con hachas de guerra de mango largo, se erguían a lo largo del fondo de la sala donde una silla sencilla, que ahora hacía las veces de trono de Northumbria, se alzaba sobre una plataforma de madera.

Llegó el rey Egberto, y con él Ivar Saco de Huesos y una docena de hombres, incluido Ravn que, como supe, era consejero de Ivar y su hermano. Con Ravn había un hombre alto, de pelo cano y larga barba blanca. Llevaba un hábito largo bordado con cruces y ángeles alados, y más tarde supe que aquél era Wulfhere, el arzobispo de Eoferwic quien, como Egberto, había jurado lealtad a los daneses. El rey se sentó, parecía incómodo, y entonces empezó la discusión.

No estaban allí sólo para hablar de mí. Hablaron sobre los señores de Northumbria en los que se podía confiar, aquellos a los que había que atacar, qué tierras había que otorgar a Ivar y Ubba, qué tributo debían pagar las gentes de Northumbria, cuántos caballos había que llevar a Eoferwic, cuánta comida había que suministrar al ejército, quiénes de entre los
ealdormen
serían retenidos como rehenes, y yo me senté, aburrido, hasta que mencionaron mi nombre. Entonces levanté la vista y oí a mi tío proponer que deberían rescatarme. En esencia estaban allí por aquello, pero nada resulta sencillo cuando una veintena de hombres deciden discutir. Durante mucho tiempo regatearon sobre mi precio, los daneses exigían el imposible pago de trescientas piezas de plata, y Ælfric no quería aflojar más que la mezquina cantidad de cincuenta. No dije nada, sólo me quedé sentado en las rotas losas romanas al borde del salón y escuché. Trescientas se convirtieron en doscientas setenta y cinco, cincuenta en sesenta, y así siguió la cosa; los números iban acercándose pero aún estaban muy lejos, y entonces

Ravn, que había permanecido en silencio, habló por primera vez.

—El
jarl
Uhtred —dijo en danés, y fue la primera vez que oí que me describían como
jarl,
que es un título danés— ha jurado lealtad al rey Egberto. En eso tiene una ventaja sobre vos, Ælfric.

Le tradujeron las palabras y vi la ira de Ælfric cuando a él no se le otorgó ningún título. Pero es que tampoco lo tenía, excepto el que se había otorgado a sí mismo, y eso sólo lo supe cuando habló en voz baja con Beocca y éste habló por él.

—El
ealdorman
Ælfric —intervino el joven cura— no cree que el juramento de un niño sea significativo.

¿Había hecho yo un juramento? No lo recordaba, aunque había solicitado la protección de Egberto, y era suficientemente joven para confundir las dos cosas. Con todo, no importaba demasiado, lo realmente importante era que mi tío había usurpado Bebbanburg. Se llamaba a sí mismo
ealdorman.
Me lo quedé mirando, estupefacto, y entonces él me devolvió una mirada cargada de odio.

—Somos del parecer —intervino Ravn, con los ojos ciegos puestos en el techo del salón, al que le faltaban algunas tejas, de modo que una lluvia de luz se derramaba por entre las vigas—, que nos servirá mejor un
jarl
de Bebbanburg que nos ha jurado fidelidad, leal a nosotros, que un hombre cuya lealtad desconocemos.

Ælfric percibió el cambio del viento e hizo lo más obvio. Caminó hasta la tarima, se arrodilló ante Egberto y besó la mano tendida del rey, y, como recompensa, recibió una bendición del arzobispo.

—Ofrezco cien monedas de plata —dijo Ælfric una vez hubo jurado.

—Doscientas —repuso Ravn—, y una fuerza de treinta daneses para proteger Bebbanburg.

—Concedida mi lealtad —replicó Ælfric enfadado—, no tendréis necesidad alguna de daneses en Bebbanburg.

Así que Bebbanburg no había caído y yo dudaba de que lo fuera a hacer. No había fortaleza más poderosa en toda Northumbria, y puede que en toda Inglaterra.

Egberto no había dicho una palabra, ni lo hizo entonces, pero tampoco lo había hecho Ivar y resultaba evidente que el danés alto, delgado y de rostro espectral estaba aburrido con las negociaciones, porque le hizo un gesto con la cabeza a Ragnar, que abandonó mi vera y se dirigió a hablar en privado con su señor. El resto esperamos incómodos. Ivar y Ragnar eran amigos, una amistad improbable porque eran hombres muy distintos, Ivar todo él silencio fiero y amenaza sombría, y Ragnar un hombre abierto y escandaloso; aun así el hijo mayor de Ragnar servía a Ivar e incluso entonces, con dieciocho años, le había sido confiada la capitanía de algunos de los daneses que Ivar había dejado en Irlanda para conservar sus tierras en aquella isla. No era infrecuente que los hijos mayores sirvieran a otro señor, Ragnar contaba en la tripulación de sus barcos con los hijos de dos
jarls
y ambos podían esperar heredar riquezas y posición si aprendían a luchar. Mientras Ragnar e Ivar estaban hablando, Ælfric arrastraba los pies y no dejaba de mirarme, Beocca rezaba y el rey Egberto, no teniendo nada mejor que hacer, intentaba parecer regio.

Al final Ivar habló.

—El chico no se vende —anunció.

—Redime —lo corrigió Ravn con suavidad.

Ælfric tenía aspecto airado.

—He venido aquí… —empezó a decir, pero Ivar lo interrumpió.

—El chico no se redime —gruñó, después se dio la vuelta y salió de la amplia cámara. Egberto parecía incómodo, hizo ademán de levantarse de su trono, se volvió a sentar, y Ragnar se me acercó y se quedó conmigo de pie.

—Eres mío —me dijo en voz baja—, te he comprado.

—¿Me has comprado?

—Por el peso de mi espada en plata —dijo.

—¿Por qué?

—Tal vez quiera sacrificarte a Odín —sugirió, después me revolvió el pelo—. Nos gustas, chico —dijo—, nos gustas lo suficiente para que nos quedemos contigo. Y además, tu tío no ha ofrecido plata suficiente. ¿Por quinientas piezas? Te habría vendido. —Se rió.

Beocca se apresuró al otro lado de la sala.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Perfectamente —dije.

—Eso que llevas —dijo refiriéndose al martillo de Thor. Alargó una mano como para arrancármelo de su correa.

—Toca al chico, cura —dijo bruscamente Ragnar— y te pongo los ojos rectos antes de abrirte en canal esa panza sin mondongo.

Beocca, claro está, no entendió lo que el danés dijo, pero no podía malinterpretar el tono y su mano se detuvo a un palmo del martillo. Parecía nervioso. Bajó la voz de modo que sólo yo pudiera oírlo.

—Tu tío te matará —susurró.

—¿Matarme?

—Quiere ser
ealdorman.
Por eso quería tu rescate. Para poder matarte.

—Pero… —empecé a protestar.

—Chsss —indicó Beocca. Sentía curiosidad por las manos azules, pero no preguntó qué las había vuelto de ese color—. Yo sé que tú eres el
ealdorman
—dijo en cambio—, y nos volveremos a ver. —Me sonrió, miró con cautela a Ragnar y se retiró.

Ælfric se marchó. Más tarde supe que le habían dado un salvoconducto para ir y venir a Eoferwic, promesa que se mantuvo, pero después de aquel encuentro se retiró a Bebbanburg y allí se quedó. Aparentemente era leal a Egberto, lo que significaba que aceptaba el vasallaje a los daneses, pero no confiaban en él. Ese, me explicó Ragnar, era el motivo por el que me había mantenido con vida.

—Me gusta Bebbanburg —me dijo—. Lo quiero.

—Es mío —repliqué cabezón.

—Y tú eres mío —me dijo—, lo que significa que Bebbanburg es mío. Tú eres mío, Uhtred, porque te acabo de comprar, así que puedo hacer contigo lo que quiera. Te puedo meter en una cazuela, si me apetece, sólo que no tienes suficiente carne ni para alimentar a una comadreja. Venga, quítate esa túnica de puta, devuélveme los zapatos y el casco y vuelve a trabajar.

Así que volví a ser un siervo, y feliz. A veces, cuando le cuento a la gente mi historia, me preguntan por qué no huí de los paganos, por qué no escapé al sur, a las tierras en donde los daneses aún no mandaban, pero es que nunca se me ocurrió. Era feliz, estaba vivo, estaba con Ragnar y era suficiente.

* * *

Llegaron más daneses antes del invierno. Vinieron treinta y seis barcos, cada uno de ellos con su contingente de guerreros, y los barcos fueron subidos a la orilla del río durante el invierno mientras las tripulaciones, cargadas con escudos y armas, marchaban dondequiera que pudieran pasarlos siguientes meses. Los daneses estaban echando una red por encima de Northumbria, una red ligera, pero aun así una red de guarniciones bien extendida. Con todo, no podrían haberse quedado si no les hubiésemos dejado, pero los
ealdormen
y
thegn
que no murieron en Eoferwic se postraron ante ellos, así que ahora éramos un reino danés, a pesar del patético trono de Egberto y su correa. Sólo en el oeste, en los confines más salvajes de Northumbria, no reinaban los daneses, pero tampoco había en aquella zona nadie lo bastante fuerte para desafiarlos.

Ragnar tomó tierras al oeste de Eoferwic, arriba en las colinas. Su esposa y su familia se unieron con él allí, y Ravn y Gudrun vinieron también, además de las tripulaciones de todos los barcos de Ragnar, que ocuparon las casas de los valles vecinos. Nuestro primer trabajo consistió en ampliar la casa de Ragnar. Había pertenecido a un
thegn
inglés muerto en Eoferwic, pero no era ningún gran edificio, sólo un cobertizo de madera bajo cubierto de paja de centeno y helechos sobre el que la hierba crecía tan espesa que, desde cierta distancia, la casa parecía un largo montículo. Construimos una parte nueva, no para nosotros, sino para el escaso ganado, cabras y ovejas que sobrevivirían al invierno y parirían en año nuevo. El resto fueron sacrificados. Ragnar y los hombres se encargaron de llevar a cabo casi toda la matanza, pero cuando los últimos animales llegaron al redil, le tendió un hacha a Rorik, su hijo pequeño.

—Un golpe limpio y rápido —le ordenó, y Rorik lo intentó, pero no era lo bastante fuerte y tampoco el golpe resultó certero, así que el animal mugió y sangró y seis hombres tuvieron que sujetarlo mientras Ragnar remataba la faena. Los desolladores se encargaron del cadáver y Ragnar me tendió un hacha a mí—. A ver si tú lo puedes mejorar.

Empujaron una vaca hasta donde estaba, un hombre le levantó la cola, ella agachó la cabeza y yo balanceé el hacha, recordando exactamente dónde había golpeado Ragnar cada vez, y la pesada hoja dio justo en la columna, detrás de la nuca, y se derrumbó con estrépito.

—Aún te convertiremos en un guerrero danés —comentó Ragnar complacido.

El trabajo disminuyó tras la matanza de ganado. Los ingleses que aún vivían en el valle le llevaron a Ragnar su tributo de animales y grano, como lo habrían hecho con su señor inglés. Era imposible decir por la expresión de sus rostros qué pensaban de Ragnar y sus daneses, pero no dieron problemas, y Ragnar también procuró no perturbar sus vidas. Se permitió al cura local conservar la vida y oficiar servicios en su iglesia, que era un granero de madera decorado con una cruz, y Ragnar juzgaba las disputas, pero siempre se aseguraba de dejarse aconsejar por un inglés que conociera bien las costumbres locales.

—No se puede vivir en un sitio —me contó—, si la gente no te acepta. Pueden matarte el ganado o envenenarte el agua, y nunca sabríamos quién lo hizo. O los matas a todos o aprendes a vivir con ellos.

El cielo se tornó más pálido y el viento más frío. Las hojas muertas se arremolinaban. Nuestra tarea principal consistía en alimentar al ganado que no se había sacrificado y aumentar la altura de la pila de leña. Una docena de críos subíamos al bosque, y yo me hice un experto con el hacha, aprendí a tumbar un árbol con un mínimo de golpes. Atábamos un buey a los troncos más grandes para arrastrarlos al refugio, los mejores árboles se apartaban para construir y los otros se convertían en leños para la hoguera. También había tiempo para jugar, así que los niños construimos nuestra propia casa arriba en los bosques, una casa de troncos enteros cubierta de helechos y el cráneo de un tejón clavado en el frontispicio que imitaba el cráneo de jabalí que coronaba el hogar de Ragnar, y en nuestra cabaña Rorik y yo peleábamos por quién sería el rey, aunque Thyra, su hermana, que tenía ocho años, siempre fue la señora de la casa. Allí hilaba lana, pues si no reunía suficiente al final del invierno la castigarían, y nos observaba mientras los chicos combatíamos en nuestras batallas fantásticas con espadas de madera. La mayoría de los chicos eran los hijos de los siervos, o niños esclavos, y siempre insistían en que yo era el jefe inglés y Rorik el cabecilla danés, y mi bando en la guerra siempre recibía a los chicos más pequeños y más débiles, así que perdíamos casi siempre, y Thyra, que tenía el pelo claro y dorado de su madre, nos observaba e hilaba, hilaba siempre, con la rueca en la mano izquierda mientras la derecha enroscaba el hilo que salía del copo de lana esquilada.

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