Pregunté y fui informado de que la ciudad se llamaba Gegnesburh.
—Diles —me indicó Ragnar —que mi nombre es
jarl
Ragnar, me llaman el Temerario y me como a los niños cuando no me dan comida y plata.
Lo transmití con precisión. Los hombres arrodillados levantaron la cabeza hacia Ragnar, que se había soltado el pelo, cosa que siempre era señal, si lo hubieran sabido, de que estaba de un humor excelente para la masacre. Sus hombres, sonrientes, habían formado una fila tras él, una fila bien cargada de hachas, espadas, lanzas, escudos y martillos de guerra.
Traduje la respuesta de un hombre de barba gris.
—La comida que hay es vuestra. Pero dice que no hay demasiada.
Ragnar sonrió, dio un paso al frente y, con la sonrisa todavía en los labios, le dio un tajo al hombre que casi le corta la cabeza. Yo di un salto atrás, no asustado, pero no quería que se me manchara la túnica de sangre.
—Una boca menos que alimentar —comentó Ragnar con alegría—. Ahora pregúntales a los otros cuánta comida hay.
El hombre de la barba gris la tenía ahora roja, y se asfixiaba y retorcía mientras fenecía. Sus esfuerzos se apagaron lentamente y allí se quedó, moribundo, con una mirada reprobadora puesta en mí. Ninguno de sus compañeros intentó ayudarlo, estaban demasiado aterrorizados.
—¿Cuánta comida tenéis? —pregunté.
—Hay comida, señor —repuso uno de los monjes.
—¿Cuánta? —volví a preguntar.
—Suficiente.
—Dice que hay suficiente —le dije a Ragnar.
—Una espada —contestó él— es una excelente herramienta para descubrir la verdad. ¿Qué tal la iglesia del monje? ¿Cuánta plata tiene? —El monje balbuceó que podíamos mirar nosotros mismos, que nos lleváramos todo lo que encontráramos, que era todo nuestro, todo lo que encontráramos era nuestro, todo nuestro. Traduje estas declaraciones presa del pánico y Ragnar volvió a sonreír—. No está diciendo la verdad, ¿a que no?
—¿No? —inquirí yo.
—Quiere que busque porque sabe que no voy a encontrar, y eso significa que han escondido su tesoro o se lo han llevado. Pregúntale si han escondido la plata.
Lo hice y el monje se puso colorado.
—Somos una iglesia pobre —respondió—, con poco tesoro. —Se me quedó mirando con los ojos como platos mientras traducía e intentó ponerse en pie y salir corriendo cuando Ragnar dio un paso adelante, pero tropezó con su hábito y
Rompecorazones
le atravesó la columna de modo que empezó a sacudirse como un pez fuera del agua mientras expiraba.
Claro que había plata, y estaba enterrada. Nos lo contó otro de los monjes, y Ragnar suspiró mientras limpiaba su espada en la túnica del monje muerto.
—Es que son tontos —dijo lastimeramente—. Estarían vivos si hubiesen respondido la verdad desde el principio.
—Pero, ¿y si no hubiera habido ningún tesoro? —le pregunté.
—Habrían dicho la verdad y muerto lo mismo —repuso Ragnar, y le hizo gracia—. Pero, ¿para qué sirven los monjes si no es para acumular tesoros para nosotros los daneses? Son hormigas que atesoran plata. Si encuentras el hormiguero y excavas, eres hombre rico. —Pasó por encima de sus víctimas. Al principio me conmocionó la facilidad con la que era capaz de matar a un hombre indefenso, pero Ragnar no sentía ningún respeto por la gente que se humillaba y mentía. Apreciaba al enemigo que presentaba batalla, que demostraba espíritu, pero los ladinos débiles como los que mató en la puerta de Gegnesburh no merecían siquiera su desprecio, no eran mejor que animales.
Vaciamos Gegnesburh de comida, hicimos que los monjes desenterraran su tesoro. No era demasiado: dos cálices de plata, tres bandejas de plata, un crucifijo de bronce con un Cristo de plata, una talla en hueso de unos ángeles subiendo una escalera y una bolsa de peniques de plata. Ragnar repartió las monedas entre sus hombres, después hizo pedazos las bandejas y los cálices a golpes de hacha y repartió los trozos. La talla no le servía para nada, así que la rompió con la espada.
—Qué religión más rara —dijo—. ¿Sólo adoran un dios?
—Un dios —respondí—, pero está dividido en tres.
Eso le gustó.
—Qué truco más bueno —comentó—, pero no es útil. Ese dios triple tiene una madre, ¿no?
—María —respondí, lo seguía mientras exploraba el monasterio en busca de más botín.
—Me pregunto si tuvo el niño en tres pedazos —prosiguió—. ¿Y cómo se llama ese dios?
—No lo sé. —Sabía que tenía un nombre porque Beocca me lo había dicho, pero no lo recordaba—. Los tres juntos forman la trinidad —amplié—, pero eso no es el nombre de Dios. Por lo común lo llaman sólo Dios.
—Como llamar a un perro por el nombre perro —declaró Ragnar, y estalló en carcajadas—. ¿Y quién es Jesús?
—Uno de los tres.
—Es el que murió. ¿no? ¿Y no volvió a la vida?
—Sí —respondí temeroso de repente por si el dios cristiano me estaba observando, preparando un castigo terrible por mis pecados.
—Los dioses pueden hacer esas cosas —comentó Ragnar con ligereza—. Mueren, vuelven a la vida. Son dioses. —Me miró, presintió mi miedo y me revolvió el pelo—. No te preocupes, Uhtred, el dios cristiano aquí no tiene poder.
—¿No tiene?
—¡Claro que no! —Estaba inspeccionando un cobertizo en la parte de atrás del monasterio y encontró una hoz decente que se colgó del cinturón— ¡Los dioses luchan unos con otros! Todo el mundo lo sabe. ¡Fíjate en nuestros dioses! Los aesir y los vanir lucharon como gatos antes de hacer las paces. Los aesir y los vanir eran las dos familias de dioses daneses que ahora compartían el Asgard, aunque hubo un tiempo en que fueron enemigos encarnizados. Los dioses luchan —prosiguió Ragnar de todo corazón— Algunos ganan, otros pierden. El dios cristiano está perdiendo, si no, ¿cómo podríamos estar aquí? ¿Por qué estaríamos ganando nosotros? Los dioses nos recompensan si los respetamos, pero el dios cristiano no ayuda a su gente, ¿verdad? Le lloran ríos de lágrimas, le rezan, le entregan su plata, ¡y nosotros venimos y acabamos con ellos! Su dios es patético. Si tuviera algún poder real, no estaríamos aquí, ¿no te parece?
A mí me pareció de una lógica impecable. ¿Qué sentido tenía adorar a un dios si no te ayudaba? Y era un hecho incontestable que los adoradores de Odín y Thor estaban ganando, así que acaricié a escondidas el martillo de Thor colgado de mi cuello mientras regresábamos a la Víbora del viento.
Dejamos Gegnesburh arrasada, a sus gentes llorando y sus almacenes vacíos, y seguimos remando río abajo con el vientre de nuestra embarcación lleno de cereales, pan, carne salada y pescado ahumado. Tarde, mucho más tarde, supe que Elswith, la esposa del rey Alfredo, procedía de Gegnesburh.
Su padre, el hombre que no consiguió enfrentarse a nosotros, era uno de los
ealdormen
de la ciudad, ella creció allí y siempre lamentó que, después de marcharse, los daneses saquearan el lugar. Dios, afirmaba siempre, se vengaría de los paganos que habían asolado su ciudad natal, y me pareció sensato no comunicarle que yo me contaba entre los saqueadores.
Terminamos el viaje en una ciudad llamada Snotengaham, que significa el hogar de las gentes de Snot, y era un sitio mucho más grande que Gegnesburh, pero su guarnición había huido y los que quedaron recibieron a los daneses con pilas de madera y montones de plata. Hubo tiempo para que un jinete alcanzara Snotengaham con las noticias de los muertos de Gegnesburh, y a los daneses siempre les complacía que dichos mensajeros esparcieran el miedo de su llegada, así que la ciudad más grande, con sus murallas, cayó sin presentar batalla.
Se ordenó a algunas tripulaciones de los barcos que ocuparan las murallas, mientras otras se dedicaban a las incursiones en los alrededores. Lo primero que buscaron fueron más caballos, y cuando las bandas de guerra consiguieron montura, abarcaron más territorio, robando, quemando y desgarrando la tierra.
—Nos quedaremos aquí —me dijo Ragnar.
—¿Todo el verano?
—Hasta que termine el mundo, Uhtred. Esto ahora son tierras danesas.
Al final del invierno Ivar y Ubba enviaron tres barcos de vuelta a Dinamarca para animar a más colonos, y esos nuevos barcos empezaron a llegar de uno en uno y de dos en dos, traían hombres, mujeres y niños. Los recién llegados podían tomar las casas que quisieran, excepto aquellas pocas que pertenecían a los jefes mercios que se habían postrado ante Ivar y Ubba.
Uno de ellos era el obispo, un joven llamado Ethelbrid, que predicaba a sus congregaciones que Dios había enviado a los daneses. Jamás dijo por qué Dios había hecho tal cosa, y puede que no lo supiera, pero los sermones significaban que su esposa e hijos vivían, su casa estaba segura y a su iglesia se le permitía conservar un cáliz de plata, aunque Ivar insistió en que los hijos gemelos del obispo fueran retenidos como rehenes por si acaso el dios cristiano cambiaba de idea con relación a los daneses.
Ragnar, como todos los demás cabecillas daneses, salía constantemente de expedición para traer comida, y le gustaba que fuera con él, porque le servía de intérprete, y a medida que fueron pasando los días, oímos más y más historias de un enorme ejército mercio que se reunía al sur, en Ledecestre, de la cual Ragnar decía que era la mayor fortaleza de Mercia. Había sido construida por los romanos, que edificaban mejor de lo que nadie lo hace en nuestros tiempos, y Burghred, el rey de Mercia, estaba reuniendo allí sus fuerzas, así que ése era el motivo por el cual Ragnar se aplicaba tanto en reunir alimentos.
—Nos van a sitiar —dijo—, pero ganaremos; después Ledecestre será nuestra, y también lo será Mercia. —Hablaba con mucha calma, como si no existiese posibilidad alguna de derrota.
Rorik se quedaba en la ciudad mientras yo salía a cabalgar con su padre. De nuevo estaba enfermo, y esta vez lo aquejaban unos calambres tan fuertes en la tripa que a veces las lágrimas de impotencia podían con él. Por la noche vomitaba, estaba pálido, y sólo obtenía alivio de una poción de hierbas que le hervía una vieja sirvienta del obispo. Ragnar se preocupaba por Rorik, pero le complacía que su hijo y yo fuésemos tan buenos amigos. Rorik no cuestionaba el aprecio de su padre por mí, ni tenía celos. Con el tiempo, lo sabía, Ragnar planeaba devolverme a Bebbanburg, a mí se me restituiría mi patrimonio y él suponía que seguiríamos siendo amigos y que la fortaleza se convertiría en un señorío danés. Yo sería el
jarl
Uhtred, y Rorik y su hermano mayor tendrían otros señoríos. Y Ragnar sería un gran señor, apoyado por sus hijos y por Bebbanburg, y todos seríamos daneses. Odín nos sonreiría y así seguiría el mundo hasta la conflagración final, cuando los grandes dioses se enfrentaran a los monstruos, el ejército de los muertos marchara desde el Valhalla, el submundo liberara a sus bestias y el luego consumiera el gran árbol de la vida Yggdrasil. En otras palabras, todo seguiría igual hasta el fin de los tiempos. Eso era lo que Rorik pensaba, y sin duda Ragnar pensaba lo mismo. El destino, decía Ravn, lo es todo.
Durante la canícula llegaron noticias de que el ejército mercio se había puesto en marcha, y de que el rey Etelredo de Wessex traía su ejército para apoyar a Burghred, así que nos íbamos a enfrentar a dos de los tres reinos ingleses restantes. Detuvimos nuestros asaltos a los territorios colindantes y preparamos Snotengaham para el inevitable asedio. Se reforzó la empalizada sobre el terraplén y se aumentó la profundidad del foso exterior al muro. Se amarraron los barcos en la orilla del río alejada de las murallas para que no fueran reducidos a cenizas por flechas incendiarias disparadas desde fuera de las defensas, y se arrancó la paja del lecho de las casas más cercanas a la muralla para que no prendieran.
Ivar y Ubba decidieron soportar un sitio porque consideraban que éramos lo bastante fuertes para mantener lo que habíamos tomado, pero que si ganábamos más territorio, las fuerzas danesas se debilitarían y seríamos derrotados pedazo a pedazo. Era mejor, pensaban, dejar que el enemigo viniera y se estrellara contra las defensas de Snotengaham.
Y aquel enemigo llegó como florecen las amapolas. Los exploradores mercios fueron los primeros, pequeños grupos de jinetes que rodeaban la ciudad con cautela, y a mediodía apareció la infantería de Burghred, banda tras banda de hombres con lanzas, hachas, espadas, hoces y guadañas. Acamparon bien lejos de las murallas, utilizaron ramas y tierra para construir una aldea de toscos refugios que surgían de entre las bajas colinas y los prados. Snotengaham quedaba en la orilla norte del Trente, lo que significaba que el río se interponía entre la ciudad y el resto de Mercia, pero el ejército enemigo llegó del oeste, había cruzado el Trente en algún punto al sur de la ciudad. Algunos de sus hombres se quedaron en la orilla sur para asegurarse de que nuestros barcos no cruzaban el río para desembarcar refuerzos en expediciones de abastecimiento, y la presencia de aquellos contingentes significaba que el enemigo nos rodeaba, pero no hizo ningún intento por atacarnos. Los mercios esperaban la llegada de los sajones del oeste, y aquella primera semana sólo registró un episodio emocionante, cuando un puñado de los arqueros de Burghred se acercaron ocultos hasta la ciudad y nos lanzaron algunas flechas. Los proyectiles se clavaron contra la empalizada y sirvieron de apoyo para los pájaros, pero ésa fue toda su beligerancia. Después de aquello fortificaron su campamento, que rodearon con una barricada de árboles talados y arbustos de espinos.
—Tienen miedo de que salgamos y nos los carguemos a todos —dijo Ragnar—, así que se van a quedar ahí fuera sentados a ver si nos matan de hambre.
—¿Lo conseguirán?
—No conseguirían matar de hambre a un ratón en un tarro —contestó Ragnar con alegría. Había colgado su escudo en la cara externa de la empalizada, uno de los más de mil doscientos escudos brillantes allí expuestos. No teníamos mil doscientos hombres, pero casi todos los daneses poseían más de un escudo y los colgaron todos en la muralla para que el enemigo pensara que nuestra guarnición era igual al número de escudos. Los grandes señores entre los daneses emplazaron sus estandartes en la muralla; la bandera del cuervo de Ubba y el ala de águila de Ragnar entre ellas. El estandarte del cuervo era un triángulo de paño blanco, ribeteado con borlas del mismo color, el cual mostraba un cuervo negro con las alas extendidas, mientras que el pendón de Ragnar representaba el ala de un águila real, clavada a un asta, y estaba quedándose tan ajada que Ragnar había ofrecido un brazalete de oro a quien pudiera reemplazarla—. Si quieren sacarnos de aquí —prosiguió—, mejor que nos ataquen, y mejor que lo hagan en las próximas tres semanas, antes de que sus hombres vuelvan a casa para recoger la cosecha.