Alfredo le dijo algo a Beocca, que extrajo una hoja de pergamino y una pluma que le dio al príncipe. Beocca le tendió después un pequeño frasco de tinta para que Alfredo mojara en él la pluma y escribiera.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Ivar.
—Toma nota de nuestras conversaciones —respondió el intérprete inglés.
—¿Nota?
—Para que quede registro, claro está.
—¿Es que ha perdido la memoria? —preguntó Ivar, mientras Ubba sacaba un cuchillito y empezaba a limpiarse las uñas. Ragnar fingió escribir sobre su palma, lo que divirtió a los daneses.
—¿Sois Ivar y Ubba? —preguntó Alfredo a través de su intérprete.
—Lo son —respondió nuestro traductor. La pluma de Alfredo discurrió por el pergamino, mientras su hermano y su cuñado, ambos reyes, parecían complacidos de permitir al joven príncipe que interrogara a los daneses.
—¿Sois hijos de Lothbrok? —prosiguió Alfredo.
—Desde luego —respondió el intérprete.
—¿Y tenéis un hermano? ¿Halfdan?
—Dile a ese hijoputa que se meta el pergamino por el culo —rugió Ivar—, que se meta después la pluma, y luego la tinta hasta que cague plumas negras.
—Mi señor indica que no estamos aquí para hablar de la familia —suavizó el intérprete—, sino para decidir vuestro destino.
—Y el vuestro —habló Burghred por primera vez.
—¿Nuestro destino? —replicó Ivar, y provocó con la intensidad y penetración de su mirada que el rey mercio se echara a temblar— Nuestro destino es anegar los campos de Mercia con vuestra sangre, abonar la tierra con vuestra carne, empedrarla con vuestros huesos y liberarla de vuestro hedor putrefacto.
La discusión prosiguió en esta línea durante largo tiempo, ambas partes amenazaban, ninguna rendía nada, pero habían convocado la reunión los ingleses, y los ingleses querían la paz, así que las condiciones se fueron ajustando a martillazos poco a poco. Llevó dos días, y la mayoría de los que escuchábamos acabamos sumamente aburridos y tumbados en la hierba al sol. Ambas partes comían en el campo, y fue durante una de esas comidas cuando Beocca se acercó con cautela hasta el lado danés y me saludó con temor.
—Estás creciendo mucho, Uhtred —dijo.
—Me alegro de veros, padre —respondí con diligencia. Ragnar me observaba, pero no parecía preocupado en lo más mínimo.
—¿Sigues siendo prisionero, entonces? —preguntó Beocca.
—Lo soy —mentí.
Miró mis dos brazaletes de plata que, al ser demasiado grandes, tintineaban en mi muñeca.
—Un prisionero privilegiado —comentó con acidez.
—Saben que soy un
ealdorman
—repuse.
—Cosa que eres, Dios lo sabe, aunque tu tío lo niegue.
—No he sabido nada de él —respondí con sinceridad.
Beocca se encogió de hombros.
—Manda en Bebbanburg. Se casó con la esposa de tu padre y ahora está embarazada.
—¡Gytha! —Me quedé sorprendido—. ¿Embarazada?
—Quieren un hijo —prosiguió Beocca—, y si lo tienen... —No terminó el pensamiento, pero tampoco necesitaba hacerlo. Yo era el
ealdorman
y Ælfric había usurpado mi lugar; aun así, yo era su heredero y seguiría siéndolo hasta que tuviera un hijo—. El niño debe de estar a punto de nacer —dijo Beocca—, pero no tienes por qué preocuparte. —Sonrió y se me acercó para poder hablar en un susurro conspiratorio—. He traído los pergaminos.
Lo miré sin comprender una palabra.
—¿Los pergaminos?
—¡El testamento de tu padre! ¡Los títulos de propiedad! —Estaba escandalizado de que no hubiera comprendido al punto qué había hecho—. ¡Tengo las pruebas de que tú eres el
ealdorman!
—Soy el
ealdorman
—dije como si las pruebas no importaran—. Y siempre lo seré.
—No si Ælfric se sale con la suya —repuso Beocca—, y si tiene un hijo querrá que el niño herede.
—Los hijos de Gytha siempre se mueren —repliqué.
—Tienes que rezar para que todos los niños vivan —me reprendió Beocca—, pero sigues siendo el
ealdorman.
Le debo eso a tu padre, que Dios lo tenga en Su gloria.
—¿Así que habéis abandonado a mi tío? —pregunté.
—¡Sí, me fui! —respondió con ímpetu, claramente orgulloso por haber huido de Bebbanburg—. Soy inglés —prosiguió mientras bizqueaba al sol—, así que vine al sur, Uhtred, para encontrar ingleses dispuestos a luchar contra los paganos, ingleses capaces de obrar la voluntad de Dios, y los encontré en Wessex. Son buenos hombres, hombres píos, ¡hombres inquebrantables!
—¿Ælfric no pelea contra los daneses? —pregunté. Sabía que no lo hacía, pero quería oír la confirmación.
—Tu tío no quiere problemas —dijo Beocca—, y por eso los paganos prosperan en Northumbria y la luz de nuestro señor Jesucristo es más débil cada día. —Unió las manos en un gesto de oración, la mano izquierda paralizada temblaba contra la derecha, manchada de tinta—. Y no es sólo Ælfric el que ha sucumbido. Ricsig de Dunholm les organiza fiestas, Egberto se sienta en su trono, y por esa traición habrá llanto en el cielo. Hay que poner fin a todo esto, Uhtred, y me fui a Wessex porque el rey es un hombre de Dios y sabe que sólo con Su ayuda podemos derrotar a los paganos. Veré si Wessex está dispuesto a pedir un rescate por ti. —Esa última frase me cogió de sorpresa, así que en lugar de parecer complacido, puse cara de desconcierto, y Beocca, ceño—. ¿No me has oído? —preguntó.
—¿Queréis rescatarme?
—¡Por supuesto! Eres noble, Uhtred, ¡debes ser rescatado! Alfredo es muy generoso con esas cosas.
—Eso me gustaría —dije, pues era lo que se suponía que tenía que decir.
—Tendrías que conocer a Alfredo —exclamó entusiasmado—. ¡Disfrutarías mucho!
No sentía ningún deseo de conocer a Alfredo, no después de oírle lloriquear por la sirvienta que se había beneficiado, pero Beocca parecía muy insistente, así que me acerqué a Ragnar y le pedí permiso. A Ragnar le hizo gracia.
—¿Y por qué quiere ese cabrón bisojo que conozcas a Alfredo?
—Quiere que me rescaten. Piensa que Alfredo podría pagar.
—¡Pagar dinero por ti! —Ragnar estalló en carcajadas—. Venga, ve —dijo sin asomo alguno de preocupación—, nunca hace daño ver al enemigo de cerca.
Alfredo estaba con su hermano, a cierta distancia, y Beocca hablaba conmigo mientras me dirigía al grupo real.
—Alfredo es el principal ayudante de su hermano —explicó—. El rey Etelredo es un buen hombre, pero algo nervioso. Tiene hijos, por supuesto, pero ambos son muy jóvenes... —Su voz se apagó.
—Así que si muere —dije—, ¿el hijo mayor se convierte en rey?
—¡No, no! —Beocca parecía sorprendido—, Etelwoldo es todavía muy joven. ¡No es mayor que tú!
—Pero es el hijo del rey —insistí.
—Cuando Alfredo era un niño —Beocca se agachó y bajó la voz, aunque no redujo su emoción—, su padre lo llevó a Roma. ¡A ver al Papa! Y el Papa, Uhtred, ¡lo invistió como futuro rey! —Se me quedó mirando como si eso demostrara su argumentación.
—Pero no es el heredero —dije, desconcertado.
—¡El Papa lo convirtió en heredero! —silbó Beocca. Más tarde, mucho más tarde, conocí a un cura que había formado parte de la corte del antiguo rey y me contó que Alfredo jamás había sido investido como futuro rey, que sólo le habían otorgado algún honor romano de rango menor, pero Alfredo, hasta el día de su muerte, insistió en que el Papa le había entregado la sucesión a él, y así justificó la usurpación del trono que por derecho tendría que haber correspondido al hijo mayor de Etelredo.
—Pero si Etelwoldo crece... —empecé a decir.
—Entonces claro que se convertirá en rey —me interrumpió Beocca impaciente—, pero si su padre muere antes de que Etelwoldo crezca, lo será Alfredo.
—Entonces Alfredo tendrá que matarlo —dije—, a él y a su hermano.
Beocca me miró sorprendido y horrorizado.
—¿Por qué dices eso? —preguntó.
—Tiene que matarlos —respondí—, como mi tío quería matarme a mí.
—Sí quería matarte. ¡Probablemente aún lo quiera! —Beocca se persignó—, ¡pero Alfredo no es Ælfric! No, no. Alfredo tratará a sus sobrinos con misericordia cristiana, claro que sí, otro de los motivos por los cuales debería ser rey. Es un buen cristiano, Uhtred, como yo rezo porque tú lo seas, y es la voluntad de Dios que Alfredo se convierta en rey. ¡El Papa lo ha demostrado! Y debemos obedecer la voluntad de Dios. Sólo obedeciendo a Dios podemos esperar la derrota de los daneses.
—¿Sólo con la obediencia? —pregunté. Pensé que las espadas ayudarían.
—Sólo con la obediencia —repuso Beocca con firmeza—, y con la fe. Dios nos dará la victoria si le rezamos con todo nuestro corazón, si enmendamos nuestras faltas y le proporcionamos gloria. ¡Y Alfredo se encargará de todo eso! Con él a la cabeza hasta las propias huestes celestiales vendrán en nuestra ayuda. Etelwoldo no puede hacerlo. Es perezoso, arrogante, un chiquillo cansino. —Beocca me cogió de la mano y nos abrimos paso entre el cortejo de señores mercios y sajones—. Ahora recuerda arrodillarte frente a él, hijo, es un príncipe. —Me condujo hasta donde Alfredo estaba sentado y yo me arrodillé debidamente cuando Beocca me presentó—. Éste es el chico del que os hablé, señor —dijo—, es el
ealdorman
Uhtred de Northumbria, un prisionero de los daneses desde que cayó Eoferwic, pero un buen chico.
Alfredo me observó intensamente, cosa que, para ser sincero, me hizo sentir incómodo. Con el tiempo descubriría que era un hombre inteligente, muy inteligente, y pensaba dos veces más rápido que la mayoría de los demás, y también que era un hombre serio, tan serio que lo entendía todo excepto los chistes. Alfredo se lo tomaba todo a pecho, incluso un crío, y me inspeccionó durante largo rato y detenidamente como si intentara medir las profundidades de mi alma ingenua.
—¿Eres un buen chico? —acabó preguntándome.
—Intento serlo, señor —respondí.
—Mírame —me ordenó, pues había bajado los ojos. Me sonrió cuando cruzamos nuestra mirada. No había señal alguna de la enfermedad de la que se quejaba cuando lo escuché a escondidas y me pregunté si, después de todo, no estaría borracho aquella noche. Habría justificado sus patéticas palabras, pero ahora era todo fervor—. ¿Cómo intentas ser bueno? —preguntó.
—Intento resistir a la tentación, señor —dije, al recordar las palabras de Beocca detrás de la tienda.
—Eso está bien —me dijo—, muy bien, ¿y lo consigues?
—No siempre —dije, después vacilé, tentado de mentir, y entonces, como de costumbre, caí en la tentación—. Pero lo intento, señor —dije con tono sincero—, y me digo a mí mismo que debería dar gracias a Dios por tentarme, y lo alabo cuando me da fuerzas para resistir la tentación.
Tanto Beocca como Alfredo me miraron como si me hubieran salido alas de ángel. Sólo repetía las tonterías que le había escuchado a Beocca aconsejar a Alfredo en la oscuridad, pero ellos pensaron que revelaba mi enorme santidad, y yo los animé intentando parecer manso, inocente y pío.
—Eres una señal de Dios, Uhtred —intervino Alfredo fervientemente—. ¿Dices tus oraciones?
—Cada día, señor —contesté, y no añadí que esas oraciones iban dirigidas a Odín.
—¿Y qué es eso que llevas colgado del cuello? ¿Un crucifijo? —Había visto la cuerda de cuero y, cuando no respondí, se inclinó hacia delante y me sacó el martillo de Thor que llevaba oculto bajo la camisa—. Dios santo —exclamó y se persignó—. Y también llevas eso —añadió mientras hacía muecas a mis dos brazaletes labrados con runas. Debía de tener el aspecto perfecto de un pequeño pagano.
—Me obligan a llevarlos, señor —respondí, y sentí su impulso de arrancar el símbolo pagano de la cuerda—, y me pegan si no lo hago —añadí con rapidez.
—¿Te pegan a menudo?
—Todo el tiempo, señor —mentí.
Sacudió la cabeza con tristeza, después dejó caer el martillo.
—Una imagen tallada —dijo— debe de ser una carga muy pesada para un niño pequeño.
—Confiaba, señor —intervino Beocca—, en que pudiéramos rescatarlo.
—¿Pudiéramos? —preguntó Alfredo—. ¿Rescatarlo?
—Es el auténtico
ealdorman
de Bebbanburg —le aclaró Beocca—, aunque su tío le ha arrebatado el título, pero no está dispuesto a luchar contra los daneses.
Alfredo me miró, pensativo, después frunció el ceño.
—¿Sabes leer, Uhtred? —preguntó.
—Empezó sus lecciones —respondió Beocca—. Yo le enseñé, señor, aunque, con franqueza, era un alumno reacio. Me temo que no demasiado bueno con las letras. Sus eths eran estirados y sus aescs, escasos.
He dicho que Alfredo no entendía los chistes, pero éste le gustó, aunque era malo como la leche aguada y rancio como el queso viejo. Pero le encantaban todos los que enseñaban a leer, y tanto Beocca como Alfredo rieron la gracia como si la chanza fuera fresca como el rocío al alba. La eth, ó, y la aesc, ae, eran dos letras de nuestro alfabeto.
—Sus eths estirados —repitió Alfredo, casi sin poder hablar de la risa—, y sus aescs escasos. Bes que no balan e íes. —Y se calló, avergonzado de repente. Había estado a punto de decir que mis íes eran bizcas, pero entonces se acordó de Beocca y puso cara de afligido—. Mi querido Beocca.
—No os preocupéis, mi señor, no me ofende. —Beocca seguía contento, tan contento como cuando se encontraba inmerso en algún tedioso texto sobre cómo san Cutberto bautizaba frailecillos o predicaba el evangelio a las focas. Había intentado hacerme leer aquello, pero jamás pasé de las palabras más cortas.
—Tienes suerte de haber empezado pronto tus estudios —me dijo Alfredo al tiempo que recuperaba su seriedad—. ¡A mí no se me permitió leer hasta que tuve doce años! —Su tono sugería que debería mostrarme conmocionado y sorprendido ante tamaña noticia, así que puse la correspondiente cara de espanto—. Eso fue un error terrible por parte de mi padre y mi madrastra —prosiguió Alfredo con toda severidad—, tendría que haber empezado mucho antes.
—Sin embargo, ahora leéis tan bien como cualquier erudito, mi señor —comentó Beocca.
—Lo intento —comentó Alfredo modesto, pero estaba claramente satisfecho con el cumplido.
—¡Y también en latín! —añadió Beocca— ¡Y su latín es mucho mejor que el mío!
—Creo que es verdad —añadió Alfredo, mientras le dirigía al cura una sonrisa.
—Y escribe con caligrafía clara —me contó Beocca—, ¡tan clara y fina que ni te lo imaginas!
—Como tú debes hacer —me dijo Alfredo con firmeza—, fin por el que, joven Uhtred, vamos a rescatarte, y si Dios nos ayuda en dicho empeño, servirás en mi casa y lo primero que harás será convertirte en un maestro de lectura y escritura. ¡Eso te gustará!