Echamos el ancla aquella noche y dormimos en los barcos, y al alba Ragnar nos hizo subir a Rorik y a mí al mástil. El barco de Ubba también se hallaba cerca y por él también trepaban unos hombres hasta la veleta pintada en la cima.
—¿Qué veis? —nos gritó Ragnar.
—Tres hombres a caballo —respondió Rorik, señalando al sur—, nos observan.
—Y un pueblo —añadí yo señalando también hacia el sur.
Para los hombres de la orilla éramos la viva encarnación de sus peores temores. Todo cuanto veían era un amasijo de mástiles y las salvajes bestias esculpidas en las altas proas y popas de nuestros barcos. Éramos un ejército, arribado hasta allí en nuestros barcos de dragones, y sabían qué venía después. Mientras los miraba, los tres jinetes se dieron la vuelta y galoparon en dirección sur.
Proseguimos. El barco de Ubba encabezaba ahora la expedición, siguiendo un canal poco profundo y con muchos meandros, y vi al hechicero de Ubba, Storri, de pie en la proa y supuse que había leído las runas y predicho el triunfo.
—Hoy —me dijo Ragnar ansioso—, aprenderás el estilo vikingo.
Ser vikingo significaba ser saqueador, y Ragnar hacía muchos años que no dirigía un saqueo al frente de un barco. Se había convertido en un invasor, en un colono, pero la flota de Ubba tenía la misión de arrasar la costa y dirigir al ejército de Anglia Oriental a través del mar, mientras su hermano, Ivar, conducía al ejército de tierra hacia el sur por Mercia, y así aprendí aquel verano el estilo vikingo. Llevamos los barcos hasta tierra firme, donde Ubba encontró una franja de tierra de cuello estrecho que podía defenderse fácilmente y, una vez subimos los barcos a la playa y puestos a buen recaudo, excavamos un terraplén que cruzara el cuello a modo de muralla. Después, numerosas partidas de hombres desaparecieron en los alrededores y regresaron a la mañana siguiente con caballos, y esos caballos sirvieron como montura a otra banda guerrera que se adentró en el territorio mientras Ragnar guiaba a sus hombres a pie por la intrincada orilla.
Llegamos a una población de la que jamás supe su nombre, y la quemamos arrasándola por completo. No había nadie. Ardieron las granjas, una iglesia, y proseguimos, siguiendo una carretera que se separaba de la orilla, y al anochecer vimos una población más grande y nos escondimos en el bosque, no encendimos hogueras y atacamos al alba.
Llegamos gritando desde la media luz. Éramos una pesadilla del alba: hombres cubiertos de cuero con cascos de hierro, hombres con escudos redondos pintados, hombres con hachas, espadas y lanzas. Los habitantes de aquel lugar no tenían armas, ni armadura, y puede que ni siquiera supieran que había daneses en su zona, porque no estaban preparados para recibirnos. Murieron. Unos cuantos hombres valerosos trataron de resistir frente a su iglesia, pero Ragnar condujo una carga contra ellos y los dejaron secos allí donde estaban. Ragnar abrió la iglesia y encontró el pequeño edificio lleno de mujeres y niños. El cura estaba enfrente del altar y maldijo a Ragnar en latín mientras el danés recorría a grandes zancadas la reducida nave. Seguía maldiciendo cuando Ragnar le abrió las tripas.
Sacamos un crucifijo de bronce, una bandeja de plata abollada y algunas monedas de la iglesia. Encontramos una docena de buenas ollas en las casas y algunas podadoras, hoces y espetones de hierro. Capturamos ganado, cabras, ovejas, bueyes, ocho caballos y dieciséis mujeres jóvenes. Una de las mujeres gritó que no podía dejar a su hijo y yo observé cómo Weland ensartaba al niño en una lanza y arrojaba el cadáver ensangrentado a los brazos de la mujer. Ragnar la dejó ir, pero no porque sintiera compasión alguna por ella, sino porque siempre se dejaba con vida a una persona para esparcir las noticias del horror vivido a otros lugares. La gente debía temer a los daneses, decía Ragnar; sólo así estarían dispuestos a rendirse. Me dio una astilla de madera ardiendo que había sacado de una hoguera.
—Quema los techos, Uhtred —me ordenó, y yo fui de casa en casa prendiéndole fuego a los techos de junco. Quemé la iglesia y entonces, cuando me acercaba a la última casa, un hombre salió por la puerta con un chuzo de tres puntas para cazar anguilas y se abalanzó sobre mí. Yo me hice a un lado, evité el golpe más por suerte que por sensatez, y le arrojé el leño ardiendo a la cara. Las llamas provocaron que se agachara mientras yo reculaba. Entonces Ragnar me lanzó una lanza, una pesada lanza de guerra más propia para embestir que para arrojar; el arma patinó sobre el polvo y comprendí que me estaba permitiendo luchar al recogerla. No me dejaría morir, pues tenía dos de sus arqueros preparados, pero no interfirió cuando el hombre corrió hacia mí y volvió a atacar.
Paré la embestida, le hice perder el chuzo para anguilas y di un paso atrás para tener más espacio. El hombre me sobrepasaba dos veces en altura y peso. Me maldecía, me llamaba bastardo del diablo, gusano del infierno, me volvió a atacar y yo hice lo que había aprendido en la caza del jabalí. Di un paso a la izquierda, esperé hasta que se niveló con la lanza, volví a dar un paso a la derecha y se la clavé.
No fue un golpe limpio, ni tampoco tenía peso suficiente como para hacerlo recular, pero la punta de la lanza le agujereó el estómago y su peso me empujó hacia atrás mientras gruñía e intentaba tomar aire. Yo caí, y él cayó encima de mí, intentó echarme mano al cuello, pero conseguí escabullirme de debajo, cogí su chuzo para anguilas y se lo clavé en la garganta. Había chorros de sangre en el suelo, gotas que se esparcían por el aire, y se sacudía y se asfixiaba, la sangre manaba de su garganta herida, y yo intenté sacar la lanza, pero los garfios del chuzo se le habían quedado enganchados en el gaznate, así que le arranqué la lanza de guerra del estómago e intenté que dejara de sacudirse clavándosela en el pecho, pero sólo rebotó en las costillas. Hacía un ruido horrible, y supongo que me entró un ataque de pánico porque no me di cuenta de que Ragnar y sus hombres casi no se podían mover del ataque de risa que les sacudía mientras me miraban intentando matar al hombre. Al final lo conseguí, o se murió desangrado, porque para entonces lo había pinchado y cortado hasta parecer que se había topado con una manada de lobos.
Pero obtuve un tercer brazalete, y había soldados adultos en la banda de Ragnar que sólo tenían tres. Rorik estaba celoso, pero era más joven y su padre lo consoló diciéndole que ya le llegaría el momento.
—¿Cómo le sientes? —me preguntó Ragnar.
—Bien —repuse, y que Dios me ayude, vaya si me sentía bien.
Fue entonces la primera vez que vi a Brida. Tenía mi edad, el pelo negro, y era delgada como una ramita, con enormes ojos oscuros y un espíritu tan salvaje como el de un halcón en primavera; estaba entre las mujeres capturadas y, cuando los daneses empezaron a repartirse a las cautivas entre ellos, una mujer mayor empujó a la chica hacia delante, como si se la entregara a los vikingos. Brida agarró un pedazo de madera, se dio la vuelta y sacudió con él a la mujer, cosa que la hizo desistir mientras le gritaba que era una zorra con cara de amargada y una madeja seca de cartílagos, y la mujer tropezó y se cayó encima de una mala de ortigas, donde Brida siguió atizándole. Ragnar se desternillaba, pero al final apartó a la chica y, como adoraba a todo aquel que mostraba presencia de ánimo, me la entregó.
—Mantenla a salvo —dijo—, y quema la última casa.
Y así lo hice.
Y aprendí otra cosa.
Inicia jóvenes a tus asesinos antes de que se les desarrolle una conciencia. Inícialos jóvenes y serán letales.
Trasladamos el botín hasta los barcos y aquella noche, mientras bebía cerveza, me consideré danés. No inglés, ya no. Era danés y había recibido una infancia perfecta, perfecta, al menos, para las ideas de un muchacho de mi edad. Me habían criado entre hombres, era libre, corría a mi aire, no me estorbaba ninguna ley, no me incordiaba ningún cura, se me animaba a la violencia, y rara vez estaba solo.
Y era eso precisamente, el hecho de que rara vez estaba solo, lo que me mantenía vivo.
* * *
Cada expedición traía más caballos, y más caballos significaban más hombres que podían adentrarse y arrasar más territorios, robar más plata y hacer más prisioneros. Ahora teníamos exploradores, que vigilaban la llegada del ejército del rey Edmundo. Edmundo gobernaba Anglia Oriental y, a menos que deseara derrumbarse con tanta debilidad como Burghred en Mercia, debía enviar hombres contra nosotros para conservar su reino, así que vigilábamos las carreteras y nos manteníamos al acecho.
Brida no se alejaba de mí. Ragnar le tomó mucho afecto, probablemente porque lo trataba de manera desafiante y porque fue la única que no lloró cuando la capturaron. Era huérfana y había vivido en casa de su tía, la mujer a la que había pegado y a la que odiaba, y en pocos días Brida fue más feliz entre los daneses de lo que lo había sido entre su propia gente. Ahora era sierva, una sierva obligada a quedarse en el campamento para cocinar, pero una madrugada, al partir en una expedición, ella llegó corriendo detrás y se encaramó a la parte trasera de mi silla. A Ragnar le hizo gracia y la dejó venir.
Fuimos muy al sur aquel día, salimos de las tierras llanas dominadas por los pantanos y nos adentramos en unas colinas bajas cubiertas de árboles en las que encontramos opulentas granjas, así como un más opulento monasterio. Brida se partió de risa cuando Ragnar mató al abad, y después, mientras los daneses se hacían con el botín, me cogió de la mano y me llevó a una pequeña elevación en la que aparecía una granja que ya había sido saqueada por los hombres de Ragnar. La granja pertenecía al monasterio y Brida conocía el lugar porque su tía acudía allí a rezar con frecuencia.
—Quería hijos —me contó Brida—, y sólo me tenía a mí. —Después señaló la granja y observó mi reacción.
Era una granja romana, me contó, aunque al igual que yo apenas si tenía una idea de quiénes fueron en realidad los romanos; sólo sabía que habían vivido en Inglaterra y que después se marcharon. Yo había visto antes muchos de sus edificios, había algunos en Eoferwic, pero la mayoría de ellos se había derrumbado y reparado después con adobe y cubierto con paja, mientras que aquella granja parecía recién abandonada por los romanos.
Era impresionante. Los muros eran de piedra, perfectamente cortados, cuadrados y unidos con mortero, y el tejado era de tejas, mostraba un motivo y encajaba a la perfección. Pasando la puerta había un patio rodeado de un claustro con pilares, y en la estancia más grande una imagen nunca vista en el suelo, hecha de miles de piedrecitas de colores. Yo me quedé boquiabierto ante los peces saltarines que tiraban de un carro en el que un barbudo sostenía un chuzo para anguilas como aquel al que me había enfrentado en el pueblo de Brida. Unas liebres rodeaban la imagen, persiguiéndose unas a otras entre ramales enroscados de hojas. Había otros retratos pintados por las paredes, pero se habían desvanecido o descolorido por el agua que se colaba por el viejo tejado.
—Era la casa del abad —me dijo Brida, y me llevó a una pequeña estancia en la que había un catre junto al cual yacía muerto uno de los criados del abad sobre su propia sangre—. Aquí me trajo —añadió.
—¿Qué dices que hizo el abad?
—Y me dijo que me quitara la ropa.
—¿Qué dices que hizo el abad? —volví a preguntar.
—Yo salí corriendo —dijo con total naturalidad—, y mi tía me sacudió. Me dijo que tendría que haberlo complacido y nos habría recompensado.
Vagamos por la casa y me extrañé de que ya no pudiéramos construir así. Sabíamos cómo hincar postes en el suelo, construir vigas y cubrirlas de techado de centeno o juncos, pero los postes se pudrían, la paja se llenaba de hongos y las casas se tambaleaban. En verano nuestras casas eran tan oscuras como en invierno, y todo el año se asfixiaba uno dentro por el humo, y en invierno apestaban a ganado. Pero esta casa era clara y limpia, y dudaba mucho de que ninguna vaca hubiera ensuciado nunca al tipo del carro de peces. Era un pensamiento inquietante, de algún modo volvíamos a la oscuridad llena de humo y el hombre jamás volvería a construir algo tan perfecto como aquel pequeño edificio.
—¿Los romanos eran cristianos? —le pregunté a Brida.
—No sé —contestó—. ¿Por qué?
—Por nada —respondí, pero había estado pensando que los dioses recompensan a aquellos a los que aman, y me habría gustado saber qué tipo de dioses velaban por los romanos. Confiaba en que adoraran a Odín, aunque ya sabía que eran cristianos porque el Papa vivía en Roma y Beocca me había enseñado que el Papa era el jefe de todos los cristianos, y era un hombre muy santo. Me acordaba de su nombre, Nicolás. A Brida nada le importaban los dioses de los romanos, pues se arrodilló para explorar un agujero en el suelo que sólo parecía conducir a una bodega tan estrecha que no cabía nadie dentro—. A lo mejor ahí viven elfos —Sugerí.
—Los elfos viven en los bosques —insistió ella. Decidió que el abad había podido esconder tesoros en aquel espacio y me pidió la espada para poder ensanchar el agujero. No era una espada de verdad, más bien un
sax,
es decir, un cuchillo largo, pero me lo había dado Ragnar y yo lo llevaba orgulloso.
—No rompas la hoja —le dije, y me sacó la lengua y después empezó a rascar el mortero en el borde del agujero mientras yo volvía al patio para mirar el verde estanque elevado y lleno de porquería, aunque de algún modo supe que en otros tiempos estuvo lleno de agua clara. Una rana croó en la pequeña isla de piedra situada en el centro y yo volví a recordar el juicio de mi padre sobre las gentes de Anglia Oriental; simples ranas.
Weland entró por la puerta. Se detuvo justo en el dintel y se relamió los labios, la lengua vibrante. Después dijo con media sonrisa:
—¿Has perdido tu cuchillo, Uhtred?
—No —repuse.
—Me envía Ragnar —dijo—, nos vamos.
Asentí, no dije nada, pero sabía que Ragnar habría hecho sonar un cuerno de haber estado listos para partir.
—Venga pues, chico —dijo.
Yo volví a asentir, seguí sin decir nada.
Sus ojos oscuros miraron las ventanas vacías del edificio, después el estanque.
—¿Eso es una rana —preguntó—, o un sapo?
—Una rana.
—En Francia —dijo—, la gente dice que te puedes comer las ranas. —Se acercó hasta el estanque y yo me desplacé para quedarme bien lejos, la estructura de piedra elevada quedaba entre los dos—. ¿Te has comido alguna rana, Uhtred?