Una docena de hombres apartaron a un lado a los monjes y curas mientras otros fueron a buscar arcos y flechas. El rey, atrapado en su defensa de Dios, se arrodilló ante el altar, y rezaba con tanta intensidad como ningún hombre había rezado nunca. Los daneses sonreían. Yo me divertía de lo lindo. Creo que casi esperaba ver un milagro, pero no porque fuera cristiano, sino porque quería verlo. Beocca me había hablado con frecuencia de los milagros, haciendo hincapié en que eran la auténtica prueba de las verdades cristianas, pero yo nunca había visto ninguno. Nadie en Bebbanburg había caminado nunca sobre las aguas, ni curado a ningún leproso, ni habían venido nunca ángeles a llenar nuestros cielos nocturnos de gloria refulgente, pero ahora, a lo mejor, podía ver el poder del Dios sobre el que tanto me había sermoneado Beocca. Brida sólo quería ver a Edmundo muerto.
—¿Preparado? —le preguntó Ivar al rey.
Edmundo miró hacia sus curas y monjes y yo me pregunté si no estaba a punto de sugerir que uno de ellos lo reemplazara para probar el poder de Dios. Luego frunció el entrecejo y se volvió para mirar a Ivar.
—Acepto vuestra propuesta —dijo.
—¿La de que te disparemos flechas?
—La de seguir aquí como rey.
—Pero quieres que primero me lave.
—Podemos prescindir de eso —capituló Edmundo.
—No —repuso Ivar—. Has afirmado que tu dios es todopoderoso, que es el único dios, y quiero que lo demuestres. Si tienes razón nos lavaremos todos. ¿Estamos de acuerdo? —La pregunta iba dirigida a los daneses, que rugieron su aprobación.
—Yo no —intervino Ravn—. Yo no me pienso lavar.
—¡Nos lavaremos todos! —replicó Ivar, y yo comprendí que estaba realmente interesado en comprobar el resultado de la prueba, mucho más, de hecho, de lo que lo estaba en firmar una paz rápida y ventajosa con Edmundo. Todos los hombres necesitan el apoyo de su dios e Ivar intentaba descubrir si había estado, durante todos estos años, adorando el santuario equivocado—. ¿Llevas armadura? —le preguntó a Edmundo.
—No.
—Mejor que nos aseguremos —intervino Ubba y miró la pintura fatídica—. Desnudadlo —ordenó.
El rey y los religiosos protestaron, pero los daneses no aceptaban negativas, y el rey Edmundo acabó completamente desnudo. A Brida eso le encantó.
—Es lastimoso —dijo. Edmundo, objeto ahora de todas las risas, hacía cuanto podía para mantener un aspecto digno. Los curas y monjes se arrodillaron para rezar, mientras seis arqueros tomaban sus puestos a doce pasos de Edmundo.
—Vamos a averiguar —nos dijo Ivar, y las risas se acallaron—, si el dios inglés es tan poderoso como nuestros dioses daneses. Si lo es, y si el rey sobrevive, nos convertiremos en cristianos, ¡todos nosotros!
—Yo no —repuso Ravn, pero en voz baja, para que Ivar no lo oyera—. Cuéntame lo que pase, Uhtred.
Se contaba rápido. Las seis flechas dieron en el blanco, el rey gritó, el altar quedó salpicado de sangre, se cayó al suelo, se retorció como un salmón ensartado en un garfio, y se le clavaron otras seis flechas más. Edmundo se retorció un poco más, y los arqueros siguieron disparando, aunque cada vez apuntaban peor porque estaban cayéndose de la risa, y siguieron disparando hasta que el rey acabó tan lleno de astiles emplumados como un puercoespín. Y para entonces ya estaba bastante muerto. Estaba ensangrentado, la piel blanca como envuelta en encaje rojo, con la boca abierta y muerto. Su dios le había fallado miserablemente. Hoy en día, por supuesto, esa historia no se cuenta nunca, lo que aprenden los niños es lo valiente que fue san Edmundo al desafiar a los daneses, exigir su conversión, y morir asesinado por ello. Así que ahora es un mártir y un santo, que trina felizmente en el cielo, pero la verdad es que fue un insensato que se ganó él solo su martirio.
Los curas y monjes empezaron a aullar, así que Ivar ordenó que también los mataran, y después decretó que el
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Godrim, uno de sus jefes, gobernaría en Anglia Oriental y que Halfdan saquearía el territorio para sofocar los últimos brotes de resistencia. Godrim y Halfdan se quedarían con un tercio del ejército para mantener tranquila Anglia Oriental, mientras que el resto regresaríamos para aplacar los disturbios en Northumbria.
Así, pues, Anglia Oriental había desaparecido.
Y Wessex era el último reino de Inglaterra.
* * *
Regresamos a Northumbria, medio remando, medio a vela en la
Víbora del viento,
siguiendo la suave costa; después subimos los ríos contracorriente y remontamos primero el Humber, y después el Ouse hasta que las murallas de Eoferwic aparecieron ante nuestros ojos, y allí subimos el barco a tierra seca para que no se pudriera durante el invierno. Ivar y Ubba regresaron con nosotros, de manera que la flota al completo rodeaba el río, con los remos chorreando, la proas sin sus cabezas de bestias llevaban ramas de roble verde para señalar que volvíamos victoriosos. Traíamos un gran tesoro. Los daneses apreciaban mucho los tesoros. Los hombres seguían a sus líderes porque sabían que serían recompensados con plata, y al conquistar tres de los cuatro reinos de Inglaterra, los daneses lograron amasar una fortuna que repartían entre los hombres, y algunos, unos pocos, decidieron llevarse el dinero de vuelta a Dinamarca. La mayoría se quedó, pues el reino más acaudalado seguía invicto, y los hombres estaban convencidos de que se harían tan ricos como dioses en cuanto cayera Wessex.
Ivar y Ubba arribaron a Eoferwic temiendo problemas. Llevaban los escudos desplegados en las embarcaciones, pero fueran cuales fuesen los problemas que aquejaban a Northumbria, no habían afectado a la ciudad y el rey Egberto, que gobernaba al gusto de los daneses, negó molesto que se hubiera producido levantamiento alguno. El arzobispo Wulfhere dijo lo mismo.
—Siempre ha habido bandidos —aseguró con altivez—, puede que hayáis oído rumores.
—O puede que vosotros seáis sordos —rugió Ivar, e Ivar tenía razón al mostrarse sospechoso pues, en cuanto se supo que el ejército había regresado, llegaron mensajeros del
ealdorman
Ricsig de Dunholm. Dunholm era una enorme fortaleza sobre un elevado peñasco rodeada prácticamente por el río Wiire, y el peñasco y el río convertían Dunholm en plaza casi tan inexpugnable como Bebbanburg. Estaba gobernada por Ricsig, que jamás había levantado la espada contra los daneses. Cuando atacamos Eoferwic y mi padre murió, Ricsig aseguró estar enfermo, y sus hombres se quedaron en casa, pero ahora envió unos criados para decirle a Ivar que una banda de daneses había sido asesinada en Gyruum. Aquél era el emplazamiento de un famoso monasterio en el que un hombre llamado Beda había escrito una historia de la Iglesia inglesa que hacía las delicias de Beocca. Me decía que cuando aprendiera a leer bien me podría dar el gusto de poder leerla. Sigo sin hacerlo, pero he estado en Gyrnum y he visto dónde se escribió el libro, pues a Ragnar se le encargó la misión de ir con sus hombres y descubrir qué había pasado.
Al parecer seis daneses, todos ellos hombres sin señor, se habían dirigido a Gyruum y exigieron ver el tesoro del monasterio y, cuando los monjes aseguraron estar arruinados, los seis empezaron a matar, pero los monjes se revolvieron y, como había una veintena de monjes que recibieron ayuda de algunos de los hombres de la ciudad, consiguieron matar a los seis daneses, los cuales fueron ensartados en postes y allí los dejaron pudrirse en la parte de la orilla que inundaba la marea. Hasta ahí, y así Ragnar lo admitía, la culpa era de los daneses, pero los monjes, animados por la escabechina, continuaron su marcha hacia el oeste, siguiendo el Tine, y atacaron un asentamiento danés en el que quedaban pocos hombres, o los demasiado viejos o demasiado enfermos para viajar al sur con el ejército, y allí violaron y asesinaron por lo menos a una veintena de niños y mujeres, declarando que aquello ahora era una guerra santa. Se unieron más hombres al improvisado ejército, pero el
ealdorman
Ricsig, que temía la venganza de los daneses, envió sus propias tropas para dispersarlos capturando a un buen número de rebeldes, incluidos una docena de monjes, los cuales permanecían retenidos en su fortaleza encima del río en Dunholm.
De todo esto supimos por los mensajeros de Ricsig, después por las gentes que sobrevivieron a la masacre, y una de ellas era una chica de la misma edad que la hija de Ragnar, la cual nos contó que los monjes la habían violado por turnos, bautizándola después a la fuerza. Dijo que también había monjas entre los presentes, mujeres que habían animado a los hombres y que posteriormente habían tomado parte en la matanza.
—Nido de víboras —exclamó Ragnar. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando Sven se desnudó ante Thyra. Enterramos a algunos de los daneses y todos estaban desnudos y ensangrentados. Todos habían sido torturados.
Encontramos un cura y le hicimos enumerar los principales monasterios y conventos de Northumbria. Gyruum era uno de ellos, por supuesto, y justo al otro lado del río aparecía un gran convento, mientras que al sur, donde el Wiire desembocaba en el mar, había un segundo monasterio. La casa de Streonshall se hallaba próxima a Eoferwic, un convenio con muchas monjas, mientras que cerca de Bebbanburg, en la isla que Beocca siempre describió como sagrada, estaba el monasterio de Lindisfarena. Existían muchos otros, pero a Ragnar le bastaban los más importantes, y envió emisarios a Ivar y Ubba para sugerirles que las monjas de Streonshall fueran dispersadas, y que mataran a las que identificaran como participantes en la revuelta, después se concentró en Gyruum. Mató a los monjes, incendió todos los edificios que no eran de piedra, les arrebató todos sus tesoros, pues de hecho sí poseían plata y oro enterrados bajo la iglesia. Recuerdo que descubrimos una enorme pila de escritos, no tengo idea de qué eran, y ahora jamás lo sabré, pues los quemamos todos, y cuando no quedó nada de Gyruum, nos dirigimos al sur, hasta el convento en la desembocadura del Wiire e hicimos lo mismo allí, y después cruzamos el Tine e hicimos desaparecer el convento de la orilla norte. Las monjas que allí había, comandadas por la abadesa, se mutilaron deliberadamente los rostros. Sabían que llegábamos y, para disuadirnos de la violación, se rajaron las mejillas y las frentes, y nos recibieron todas ensangrentadas y feas, entre berridos. No sé porqué no huyeron, pero el caso es que nos esperaron, nos maldijeron, rezaron porque el cielo se vengara de nosotros, y murieron.
Jamás le conté a Alfredo que había tomado parte en el famoso saqueo de las casas del norte. La historia aún se relata como prueba de la ferocidad danesa y lo poco fidedigno de su palabra; de hecho a todos los niños ingleses les cuentan la historia de las monjas que se rajaron la cara para volverse feas y que no las violaran, aunque aquello funcionara en la misma medida en que al rey Edmundo le salvaron sus oraciones de las flechas. Recuerdo haber escuchado un sermón durante una Pascua, y tener que esforzarme para no interrumpir y decir que no había ocurrido como el cura lo estaba contando. El cura aseguraba que los daneses prometieron no hacer daño a ningún sacerdote o monja de Northumbria, y eso no era cierto, y también relató que no había motivo alguno para las masacres, cosa igualmente falsa. Después contó un cuento fantástico sobre cómo las monjas habían suplicado a Dios, quien colocó una cortina invisible en la puerta del convento. Los daneses hicieron toda clase de intentos para forzarla, pero no consiguieron atravesarla; y yo me preguntaba por qué, si las monjas disponían de un escudo invisible, se habían molestado en rajarse la cara, pero debían de saber cómo terminaría la historia, porque en el relato, los daneses reunieron a un grupo de niños pequeños del pueblo de al lado y amenazaron con rebanarles el pescuezo a menos que se levantara la cortina, cosa que ocurrió.
Mas nada de eso tuvo lugar. Llegamos, ellas gritaron, violaron a las jóvenes y después murieron. Pero no todas, a pesar de los famosos enredos. Por lo menos dos eran guapas y no tenían ningún corte, ambas se quedaron con los hombres de Ragnar, y al menos una tuvo un hijo que se convirtió en un famoso guerrero danés. Que digan lo que quieran, pero los curas nunca han sido demasiado estrictos con la verdad, y yo me callé la boca, lo cual, francamente, era lo mejor que podía hacer. En realidad nunca matábamos a todos porque Ravn me dejó muy claro que siempre se dejaba una persona viva para que contara la historia y de ese modo se esparciera el terror con la noticia.
Tras quemar el convento regresamos a Dunholm para que Ragnar le diera las gracias al
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Ricsig, pero Ricsig se hallaba conmocionado por la venganza de los daneses.
—No todos los monjes y monjas tomaron parte en la matanza —señaló en tono reprobador.
—Todos son malos —insistió Ragnar.
—Sus casas —prosiguió Ricsig— son lugares de oración y contemplación, lugares de saber.
—Decidme —le preguntó Ragnar—, ¿para qué sirve la oración, la contemplación o el saber? ¿Acaso la oración hace crecer el centeno? ¿Llena la contemplación las redes de pescado? ¿Es que el saber construye casas o ara el campo?
Ricsig no tenía respuesta para aquellas preguntas, ni tampoco el obispo de Dunholm, hombre apocado que no protestó por la matanza, ni siquiera cuando Ricsig entregó dócilmente a sus prisioneros para que murieran de diversas e imaginativas maneras. Ragnar se había convencido de que los monasterios y conventos eran focos malignos, lugares en los que se practicaban ritos siniestros para animar a las gentes a que atacaran a los daneses, y no veía ninguna necesidad de que tales lugares permaneciesen en pie. El monasterio más famoso de todos, en cualquier caso, era el de Lindisfarena, la casa en la que había vivido san Cutberto y que fue saqueada por los daneses dos generaciones antes. Aquel fue el ataque que presagió dragones en el cielo, remolinos en el mar y relámpagos tormentosos que azotaron las colinas, pero yo no vi ninguna de aquellas señales portentosas mientras marchábamos hacia el norte.
Estaba emocionado. Nos acercábamos a Bebbanburg y me preguntaba si mi tío, el falso
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Ælfric, se atrevería a salir de su fortaleza para proteger a los monjes de Lindisfarena, los cuales siempre se habían dirigido a nuestra familia cuando su seguridad se hallaba en peligro. Íbamos todos a caballo, tres tripulaciones, más de cien hombres, pues se acercaba el final del año y a los daneses no les gustaba arriesgar sus barcos con el mal tiempo. Rodeamos Bebbanburg, cabalgando por las colinas, de vez en cuando veíamos las murallas de madera de la fortaleza entre los árboles. Yo me quedé mirándola, con el agitado mar debajo, soñando.