—No.
—¿Te gustaría?
—No.
Echó mano a una bolsa de cuero que colgaba de su tahalí, abrochado por encima de una ajada cota de malla. Ahora tenía dinero, llevaba dos brazaletes, botas adecuadas, un casco de hierro, espada larga y la cota de malla que necesitaba ser reparada, pero sin duda constituía mejor protección que los trapos que vestía cuando apareció por vez primera en casa de Ragnar.
—Te doy esta moneda si cazas la rana —dijo mientras lanzaba al aire un penique de plata.
—No quiero coger ninguna rana —contesté enfurruñado.
—Yo sí —dijo sonriendo, y sacó la espada, la hoja silbó al salir de la garganta de madera de la vaina, y se metió en el estanque. El agua no le llegaba a la parte de arriba de las botas, la rana saltó, se zambulló en la porquería verde y Weland no miraba a la rana, sino a mí, y supe que me iba a matar, pero por algún motivo no me podía mover. Estaba asombrado, y al mismo tiempo no lo estaba. Nunca me había gustado, nunca confié en él, y comprendí entonces que había sido enviado para matarme y que no lo había conseguido aún porque hasta ese momento, en que había permitido que Brida me separara de la banda de Ragnar, siempre estuve acompañado. Así que Weland tenía ahora su oportunidad. Me sonrió, llegó al centro del estanque, se acercó más, levantó la espada y yo al fin encontré mis pies y salí corriendo por el claustro. No quería entrar en la casa porque Brida estaba allí, y sabía que la mataría si la encontraba. Él salió de un salto del estanque y empezó a perseguirme, yo aceleré por el claustro, giré la esquina y él me salió al paso, reculé, intentando llegar a la puerta, pero él conocía mis intenciones, y se aseguró de colocarse entre mi vía de escape y yo. Sus botas dejaron huellas húmedas en las losas romanas.
—¿Qué pasa, Uhtred? —preguntó—. ¿Te asustan las ranas?
—¿Qué es lo que quieres? —le pregunté yo.
—Ahora no somos tan gallitos, ¿eh,
ealdorman
? —Avanzaba hacia mí, cambiándose la espada de mano—. Tu tío te manda recuerdos y está seguro de que arderás en el infierno mientras él vive en Bebbanburg.
—Vienes de... —Pero era tan obvio que Weland venía de parte de Ælfric que no me molesté en terminar la frase, echándome atrás.
—La recompensa por tu muerte será el peso de su hijo recién nacido en plata —contestó Weland—, y el niño debe de haber nacido ya a estas alturas. Tu tío tiene prisa por matarte, vaya que sí. Casi conseguí seguirte aquella noche en Snotengaham, casi acabo contigo de un flechazo el invierno pasado, pero te agachaste. Esta vez no, pero será rápido, chico. Tu tío me dijo que lo hiciera rápido, así que arrodíllate, muchacho, arrodíllate y no lo demoremos más. —Paseó la hoja a izquierda y derecha, con un golpe seco de muñeca, de manera que la espada silbaba—. Aún no le he puesto nombre —dijo—. Puede que después de esto se la conozca como
Degüellahuérfanos.
Amagué a derecha, luego a izquierda, pero era rápido como un armiño y me bloqueó. Sabía que estaba arrinconado, él también lo sabía y sonrió.
—Será rápido —dijo—. Lo prometo.
Entonces la primera teja le dio en el casco. No le dolió demasiado, pero el inesperado golpe lo hizo recular confundiéndolo, y la segunda teja le dio en la cintura y la tercera en el hombro, y Brida gritó desde el tejado.
—¡Entra en la casa! —Corrí, la espada que se abalanzaba sobre mí falló por unos centímetros, me enrosqué para meterme por la puerta, pasé corriendo por encima del carro tirado por peces, por una segunda puerta, otra más, vi una ventana abierta y salté por ella, y Brida saltó a mi lado desde el tejado y juntos corrimos por los bosques cercanos.
Weland me siguió, pero abandonó la búsqueda cuando desaparecimos entre los bosques. Se dirigió al sur, él solo, huyendo de la venganza de Ragnar, y por algún motivo me eché a llorar cuando me reuní de nuevo con él. ¿Por qué lloraba? No lo sé, tal vez fuera la confirmación de que Bebbanburg ya no era mío, de que mi querido refugio estaba en poder de mi enemigo, y un enemigo que, a estas alturas, tendría un hijo.
Brida recibió un brazalete, y Ragnar hizo saber que si algún hombre la tocaba, él, Ragnar, caparía personalmente a dicho hombre valiéndose de un mazo y un serrucho. Regresó a casa montada en el caballo de Weland.
Y al día siguiente apareció el ejército enemigo.
* * *
Ravn había navegado con nosotros, ciego como estaba, y como de costumbre me mandó llamar para ser sus ojos, así que le describí la formación del ejército de Anglia Oriental en una cresta baja de tierra seca al sur de nuestro campamento.
—¿Cuántos estandartes? —me preguntó.
—Veintitrés —respondí tras una pausa para contarlos.
—¿Qué representan?
—En su mayoría cruces —dije—, y algunos santos.
—El rey Edmundo es un hombre muy pío —comentó Ravn—, incluso intentó convencerme de que me convirtiera al cristianismo. —El recuerdo le dio risa. Estábamos sentados en la proa de uno de los barcos varados en la playa, Ravn en una silla, Brida y yo a sus pies, y los gemelos mercios, Ceolnoth y Ceolberht, en el otro extremo. Eran hijos del obispo Æthelbrid de Snotengaham, y estaban allí como rehenes a pesar de que su padre había dado la bienvenida al ejército danés. Pero, como Ravn decía, tener a los hijos de rehenes aseguraría la honestidad del padre. Docenas de rehenes, de Mercia y Northumbria, todos hijos de hombres importantes, se hallaban bajo pena de muerte si sus padres daban problemas. También había ingleses en el ejército que servían como soldados y, de no ser por el idioma que hablaban, resultaría imposible distinguirlos de los daneses. Casi todos ellos eran forajidos u hombres sin señor, pero todos luchadores encarnizados, exactamente el tipo de hombres que los ingleses necesitaban para enfrentarse a su enemigo. Aunque aquellos hombres peleaban entonces con los daneses contra el rey Edmundo—. Y un mentecato —añadió Ravn burlón.
—¿Un mentecato? —pregunté.
—Nos dio refugio durante el invierno antes de atacar Eoferwic —me aclaró Ravn—, y le prometimos no matar a ninguno de sus hombres de la Iglesia. —Dejó escapar una risita—. Qué condición más tonta. Si su dios sirviera de algo no los habríamos podido matar de todos modos.
—¿Por qué os dio refugio?
—Porque era más fácil que enfrentarse a nosotros —repuso Ravn. Utilizaba el inglés porque los otros tres niños no entendían el danés, aunque Brida aprendía rápido. Tenía la mente de un zorro, rápida y ladina. Ravn sonrió—. El tonto del rey Edmundo creía que nos iríamos en primavera y no volveríamos, y aquí estamos.
—No tendría que haberlo hecho —intervino uno de los gemelos. No podía desdeñarlos, pero me aburrían muchísimo porque eran fieros patriotas mercios, a pesar del cambio de fidelidades de su padre. Tenían diez años de edad y siempre estaban reprendiéndome por idolatrar a los daneses.
—Pues claro que no tendría que haberlo hecho —coincidió Ravn.
—¡Tendría que haberos atacado! —dijo Ceolnoth o Ceolberht.
—Habría perdido de haberlo hecho —señaló Ravn—, montamos un campamento, lo protegimos con murallas y nos quedamos allí. Y él nos pagó para que no diésemos problemas.
—Yo vi una vez al rey Edmundo —intervino Brida.
—¿Dónde fue eso, niña? —preguntó Ravn.
—Vino al monasterio a rezar —relató—, y se tiró un pedo al arrodillarse.
—Sin duda su dios apreció el tributo —comentó Ravn con altivez, y algo de ceño porque los gemelos estaban haciendo ruidos de pedos.
—¿Los romanos eran cristianos? —le pregunté al recordar mi curiosidad en la granja romana.
—No siempre —contestó Ravn—. Durante un tiempo tuvieron sus propios dioses, pero los abandonaron para convertirse en cristianos y después de aquello ya no conocieron otra cosa que la derrota. ¿Dónde están nuestros hombres?
—En el pantano, todavía —respondí.
Ubba había confiado en quedarse en el campamento y así obligar al ejército inglés a atacar por el estrecho cuello de tierra y morir ante nuestra primera muralla, pero los ingleses permanecieron al sur del traicionero terreno bajo invitándonos a iniciar las hostilidades. Ubba se sentía tentado. Le había pedido a Storri que lanzara las runas y los rumores decían que el resultado parecía incierto; eso alimentaba la cautela de Ubba. Era un guerrero temible, pero muy cuidadoso al escoger las peleas. En cualquier caso, las runas no habían predicho el desastre, así que dirigió el ejército al pantano, donde ahora aguardaba en los rodales de tierra seca que encontraron, y desde allí dos caminos conducían a la pequeña cresta. El estandarte de Ubba, el lamoso cuervo sobre el paño triangular, se encontraba en medio de los dos caminos, ambos fuertemente custodiados por muros de escudos de Anglia Oriental, y un ataque por cualquiera de ellos significaría que unos cuantos de los nuestros tendrían que enfrentarse a muchos de los suyos, así que Ubba debía de estar pensándolo bien porque vacilaba. Se lo describí todo a Ravn.
—No conviene perder hombres —me dijo—, incluso aunque ganemos.
—¿Ni aunque matemos a muchos de los suyos? —pregunté.
—Ellos tienen más, y nosotros somos pocos. Si matamos a mil de los suyos, mañana vendrán otros mil, pero si nosotros perdemos cien, tendremos que esperar a que vengan más barcos para reemplazarlos.
—Vienen más barcos —dijo Brida.
—Dudo de que vengan más este año —respondió Ravn.
—No —insistió ella—, ahora. —Y señaló, y yo vi cuatro barcos asomando la nariz por la maraña de islas y arroyos poco profundos.
—Cuéntame —pidió Ravn con urgencia.
—Cuatro barcos —dije—, del oeste.
—¿Del oeste, no del este?
—Del oeste —repetí, lo cual significaba que no venían del mar, sino de uno de los cuatro ríos que surcaban el Gewaesc.
—¿Las proas? —me urgió Ravn.
—No llevan bestias como nosotros —respondí—, son simples postes de madera.
—¿Remos?
—Diez a cada lado, creo, puede que once. Pero hay muchos más hombres que remeros.
—¡Barcos ingleses! —Ravn parecía asombrado, porque salvo embarcaciones de pesca y alguna barcaza carguera, los ingleses tenían pocos barcos. A pesar de todo, aquellos cuatro eran barcos de guerra, construidos como los largos y esbeltos barcos daneses, y se aproximaban lentamente por el laberinto de canales de agua para atacar la flota de Ubba en la playa. Vi que el primero de los barcos despedía humo y supe enseguida que llevaban un brasero a bordo porque planeaban quemar los barcos daneses y atrapar a Ubba.
Pero Ubba también los había visto, y el ejército danés ya regresaba a toda prisa al campamento. El primer barco inglés empezó a disparar flechas incendiarias al navío danés más próximo, y aunque había vigilancia en las embarcaciones, ésta se hallaba compuesta por los enfermos y los cojos, los cuales no se hallaban en las mejores condiciones para defenderlas contra un ataque por mar.
—¡Chicos! —gritó uno de los guardias.
—Id —nos dijo Ravn—, venga, id. —Y Brida, que se consideraba a sí misma tan buena como cualquier chico, vino con los gemelos y conmigo. Saltamos hasta la playa y corrimos por la orilla hasta allí donde el humo se espesaba encima del barco danés. En ese momento había ya dos barcos ingleses disparando flechas, mientras que los otros dos estaban intentando sobrepasar a sus compañeros para tener más de los nuestros a tiro.
Nuestra tarea consistía en apagar el fuego mientras los guardias arrojaban lanzas a las tripulaciones inglesas. Yo utilicé un escudo para recoger arena que echaba encima del fuego. Los barcos ingleses estaban cerca y pude ver que su madera era nueva. Una lanza se clavó cerca de mí, yo la recogí y la arrojé de vuelta, aunque con poca fuerza porque repiqueteó contra un remo y cayó al mar. Los gemelos ni siquiera trataban de apagar el fuego, y yo sacudí a uno y lo amenacé con pegarle más fuerte si no hacía un esfuerzo, pero llegamos tarde para salvar el primer barco danés, ardiendo ya como una tea, así que intentamos rescatar el siguiente, pero una veintena de flechas incendiarias se clavaron en los bancos de los remeros, otra aterrizó en la vela recogida, y dos de los daneses acabaron muertos en la orilla. El barco inglés viró entonces hacia la playa, con la proa rebosante de hombres provistos de lanzas, hachas y espadas centelleantes.
—¡Edmundo! ¡Edmundo! —gritaban—. ¡Edmundo! —La proa varó en la playa y los guerreros saltaron dispuestos a masacrar a los centinelas daneses. Las enormes hachas empezaron a repartir y la sangre salpicó la arena o fue sorbida por las pequeñas olas que bañaban la arena. Yo cogí a Brida de la mano y tiré de ella, atravesamos un riachuelo en el que los pececillos huían espantados.
—¡Tenemos que salvar a Ravn! —le dije.
Reía. Brida siempre disfrutaba del caos.
Tres de los barcos ingleses ya habían llegado a la playa, sus tripulaciones desembarcado y rematado a los guardias daneses. El último barco se deslizaba por la bajamar, disparando flechas incendiarias, pero entonces regresaron los hombres de Ubba al campamento y se abalanzaron sobre los ingleses profiriendo espantosos rugidos. Algunos hombres se quedaron con el estandarte del cuervo en la muralla de tierra para asegurarse de que las fuerzas del rey Edmundo no ocuparían el cuello de tierra para tomar el campamento, pero el resto se abalanzó gritando y sediento de venganza. Los daneses adoraban sus barcos. Un barco, decían, es como una mujer o una espada, afilado y hermoso, algo por lo que vale la pena morir, y desde luego algo por lo que vale la pena luchar, y los anglos del este, que lo habían hecho tan bien, cometieron entonces un error, porque la marea estaba bajando y no podían navegar con olas pequeñas. Algunos de los daneses protegieron sus botes intactos mediante el método de lanzar una lluvia de hachas, lanzas y flechas a la tripulación del único barco enemigo en el agua, mientras el resto atacaba a los ingleses de la orilla.
Fue una carnicería. Así peleaban los daneses. Aquella fue una batalla digna de ser celebrada por los escaldos. La sangre teñía la orilla, una sangre lamida por el vaivén de las pequeñas olas, los hombres gritaban y caían, y a su alrededor el humo de las embarcaciones en llamas se arremolinaba frente a un turbio sol carmesí sobre la arena teñida de rojo, y en aquella humareda, la ira de los daneses causó estragos terribles. Fue entonces la primera vez que vi a Ubba luchar, y me maravillé, pues era la viva imagen de la muerte, un guerrero sombrío, el amante de las espadas. No peleaba en un muro de escudos, sino que corría contra sus enemigos; por un lado estampaba el escudo, por el otro su hacha repartía golpes letales, y parecía indestructible porque, en determinado momento, lo rodearon unos cuantos guerreros anglos, pero se oyó un rugido de odio, un estrépito de armas, y Ubba salió de la maraña de hombres con la hoja encarnada, crúor en la barba, pisoteando a sus enemigos en la marea de sangre, y buscando más hombres que matar. Ragnar se le unió, y con él sus hombres. Segaron al enemigo junto al mar, lanzaron palabras de odio a quienes habían quemado sus barcos, y cuando los alaridos y la matanza concluyeron contamos sesenta y ocho cadáveres ingleses, más otros que no pudimos contar porque huyeron por el mar y se ahogaron, arrastrados por el peso de armas y armadura. El único barco anglo que escapó fue el de los moribundos, con las bordas de madera chorreando sangre. Los daneses victoriosos bailaron encima de los cadáveres del enemigo, después reunieron en un montón las armas capturadas. Había treinta daneses muertos, y aquellos hombres fueron quemados en un barco a medio incendiar; otros seis barcos más quedaron destruidos, pero Ubba capturó las tres embarcaciones inglesas que Ragnar catalogó como pedazos de mierda.