Northumbria, el último reino (21 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—Estoy perfectamente.

—¿Qué tenéis ahora, doce años?

—Trece.

—Un hombre, pues. ¿Es ésta vuestra mujer? —Y señaló a Brida con la cabeza.

—Mi amiga.

—Poca carne tiene —comentó Ealdwulf—, así que mejor amiga. —El herrero era un hombre grande, de casi cuarenta años, con las manos, los antebrazos y el rostro cortados de cicatrices negras de las innumerables quemaduras de la forja. Caminaba junto a mi caballo, y aparentemente no parecía hacer esfuerzos para seguir el paso aun con su avanzada edad—. Bueno, habladme de esos daneses —dijo, mientras dirigía una mirada dubitativa a los guerreros de Ragnar.

—Los guía el
jarl
Ragnar —le conté—, el hombre que mató a mi hermano. Es un buen hombre.

—¿Es el que mató a vuestro hermano? —Ealdwulf parecía conmocionado.

—El destino lo es todo —contesté, lo cual podía ser verdad y me evitaba dar una respuesta más extensa.

—¿Os gusta?

—Es como un padre para mí. Te gustará.

—Pero es danés, ¿no, señor? Puede que adoren a los dioses que toca —admitió Ealdwulf a regañadientes—, pero aun así me gustaría que se marcharan.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Ealdwulf parecía sorprendido de mi pregunta—. Porque ésta no es su tierra, señor, por eso. Quiero caminar sin tener miedo. No me gusta tener que arrodillarme ante alguien sólo porque tiene espada. Hay una ley para nosotros y otra para ellos.

—Para ellos no hay ley —repuse.

—Si un danés mata a alguien en Northumbria —replicó Ealdwulf indignado—, ¿qué podemos hacer? No hay
wergild,
no hay alguaciles, ningún señor a quien acudir en demanda de justicia.

Eso era muy cierto. El
wergild e
ra el precio en sangre de la vida de un hombre, y todo el mundo tenía un
wergild.
El de un hombre era mayor que el de una mujer, a menos que fuera una mujer noble; y el de un guerrero mayor que el de un granjero, pero el precio existía siempre, y un asesino podía escapar a la pena de muerte si la familia del asesinado aceptaba el
wergild.
El alguacil era el hombre encargado de hacer cumplir la ley, informaba a su
ealdorman
, pero aquel escrupuloso sistema jurídico había desaparecido con la llegada de los daneses. Ahora no había otra ley que la que imponían los invasores, así era como ellos lo querían, y yo sabía que disfrutaba en aquel caos. Pero yo era un privilegiado. Era un hombre de Ragnar, y Ragnar me protegía, pero sin Ragnar no habría sido más que un forajido o un siervo.

—Vuestro tío no protesta —prosiguió Ealdwulf—, pero Beocca sí lo hizo. ¿Os acordáis de él? ¿El cura pelirrojo y bizco de la mano tonta?

—Me lo encontré el año pasado.

—¿En serio? ¿Dónde?

—Estaba con Alfredo de Wessex.

—¡Wessex! —exclamó Ealdwulf sorprendido—. Un buen trecho. Pero era un buen hombre, Beocca, a pesar de ser cura. Salió huyendo porque no podía soportar a los daneses. Vuestro tío estaba furioso. Dijo que Beocca merecía la muerte.

Sin duda, pensé yo, porque Beocca se había llevado los pergaminos que demostraban que yo era el legítimo
ealdorman.

—Mi tío también me quería muerto —dije—, y aún no te he dado las gracias por atacar a Weland.

—Vuestro tío iba a entregarme a los daneses por eso —dijo—, pero ningún danés se quejó, así que no hizo nada.

—Ahora estás con los daneses —repuse—, es mejor que te vayas acostumbrando.

Ealdwulf pensó en eso durante unos instantes.

—¿Por qué no vais a Wessex? —preguntó.

—Porque los sajones del oeste me quieren convertir en cura —contesté—, y yo quiero ser guerrero.

—Pues entonces id a Mercia —sugirió Ealdwulf.

—Allí gobiernan los daneses.

—Pero vuestro tío vive allí.

—¿Mi tío?

—¡El hermano de vuestra madre! —Estaba anonadado de que no conociera mi propia familia—. Es el
ealdorman
Æthelwulf, si sigue vivo.

—Mi padre nunca habló de mi madre —repuse.

—Porque la amaba. Era una belleza sin par, un fragmento de oro puro, y murió al daros a luz.

—Æthelwulf —repetí.

—Si sigue vivo.

¿Pero por qué ir a buscar a Æthelwulf cuando tenía a Ragnar? Æthelwulf era familia, desde luego, pero jamás lo había conocido y dudaba de que recordara siquiera mi existencia, además de no sentir ningún deseo de encontrarlo, y, aún menos, deseo de aprender a leer en Wessex, así que permanecería con Ragnar. Eso le dije a Ealdwulf.

—Me enseña a luchar —le informé.

—Aprendiendo de los mejores, ¿eh? —admitió a regañadientes—. Así se hace un buen herrero, aprendiendo de los mejores.

Ealdwulf era un buen herrero y, a pesar de sí mismo, acabó gustándole Ragnar, pues éste era generoso y sabía apreciar el trabajo de un buen artesano. Añadimos una herrería a nuestro hogar junto a Synningthwait y Ragnar desembolsó una buena cantidad de plata por una forja, un yunque, así como por los grandes martillos y pinzas que Ealdwulf necesitaba. Era invierno entrado cuando todo estuvo listo, compramos entonces hierro en Eoferwic y nuestro valle empezó a resonar con los golpes del metal contra el metal, y comoquiera que la herrería, aun en los días más fríos, siempre estaba caliente, los hombres se reunían allí para intercambiar anécdotas y acertijos. Ealdwulf era extraordinario para los acertijos y yo se los traducía a los desconcertados daneses. La mayoría de las adivinanzas versaban sobre hombres y mujeres y lo que hacían juntos, y las mismas eran muy fáciles de adivinar, pero a mí me gustaban los acertijos más complicados. Mi padre y mi madre me dieron por muerto, empezaba una de las adivinanzas, y una pariente leal me dio cobijo y me protegió, yo maté a todos sus hijos, pero ella siguió queriéndome y alimentándome hasta que me alcé sobre las casas de los hombres y la abandoné. No di con la respuesta, ni tampoco ninguno de los daneses, y Ealdwulf se negó a dármela, ni siquiera cuando le supliqué, pero cuando se lo conté a Brida supe la solución enseguida.

—Un cuco, claro está —repuso al instante. Tenía razón, por supuesto.

Hacia la primavera hubo que ampliar la forja, y durante todo aquel verano Ealdwulf preparó el metal para hacer espadas, lanzas, hachas y picas. Una vez le pregunté si le importaba trabajar para los daneses y se limitó a encogerse de hombros.

—Ya trabajaba para ellos en Bebbanburg —respondió—. Vuestro tío hace lo que le da la gana.

—Pero en Bebbanburg no hay daneses.

—Ninguno —admitió—, pero vienen de visita y son bien recibidos. Vuestro tío les rinde tributo. —Se detuvo de repente, interrumpido por un grito que al principio me pareció de pura rabia.

Salí de la herrería para encontrarme con Ragnar de pie delante de la casa mientras por el camino subía un guerrero montado seguido de multitud de hombres. Y menudo guerrero. Portaba cota de malla, un fantástico casco colgado de la silla, escudo de abigarrados colores, una espada larga y los brazos llenos de brazaletes. Era un hombre joven de pelo largo y rubio, de espesa barba dorada, y le devolvió el alarido a Ragnar como si fuera un venado en celo. Entonces Ragnar corrió hacia él y casi temí que el joven desenvainara la espada y espoleara su caballo, pero lo que hizo fue desmontar y correr colina arriba, y cuando ambos se encontraron, se abrazaron y se dieron palmadas en las espaldas, y Ragnar, al darse la vuelta, lucía una sonrisa que habría iluminado la cripta más oscura del infierno.

—¡Mi hijo! —me gritó—. ¡Es mi hijo!

Era Ragnar el joven, que había regresado de Irlanda con la tripulación de un barco y, aunque no me conocía, me abrazó levantándome del suelo, alzó en volandas a su hermana y empezó a darle vueltas; le dio una palmada a Rorik, besó a su madre, chilló a los criados, repartió eslabones de plata a modo de regalo y acarició a los perros. Se organizó una fiesta, y aquella noche nos hizo partícipes de sus noticias. Ahora comandaba su propio barco, había venido sólo a pasar unos meses e Ivar lo quería de vuelta en Irlanda en primavera. Se parecía muchísimo a su padre, a mí me gustó al instante, y la casa rebosó felicidad todo el tiempo que Ragnar el Joven permaneció en ella. Algunos de sus hombres se alojaron con nosotros, y aquel otoño talaron árboles y le añadieron a la casa un salón como es debido, un salón digno de un
jarl,
con enormes vigas y un alto tejado a dos aguas al que clavaron un cráneo de jabalí.

—Tuviste suerte —me dijo un día. Estábamos cubriendo de paja el tejado nuevo, depositábamos encima la espesa paja de centeno y la aplastábamos.

—¿Suerte?

—De que mi padre no te matara en Eoferwic.

—Claro —coincidí.

—Pero siempre ha tenido ojo juzgando a los hombres —repuso, mientras me pasaba una jarra de cerveza. Se sentó en el caballete del tejado y observó el valle—. Esto le gusta.

—Es un buen sitio. ¿Qué tal Irlanda?

Sonrió.

—Ciénagas y rocas, Uhtred, y los
skraeling
son despiadados. —Los
skraeling
eran los nativos—. ¡Pero pelean bien! Y allí hay plata, y cuanto más pelean más plata sacamos. ¿Te vas a terminar toda la cerveza o quedará algo para mí? —Le tendí la jarra y lo observé mientras la cerveza le corría por la barba al apurarla—. Irlanda me gusta bastante —añadió cuando la hubo terminado—, pero no me voy a quedar allí. Volveré. Buscaré una tierra en Wessex. Tendré una familia. Engordaré.

—¿Por qué no vuelves ahora?

—Porque Ivar me quiere allí, e Ivar es un buen señor.

—A mí me asusta.

—Un buen señor debe asustar.

—Tu padre no asusta.

—A ti no, pero ¿y a los hombres que mata? ¿Te gustaría enfrentarte al
jarl
Ragnar el Temerario en un muro de escudos?

—No.

—¿Ves como asusta? —repuso sonriente—. Iré a Wessex, lo conquistaremos —dijo—, y encontraré una tierra que me haga rico.

Terminamos el tejado, y después yo volví a subir al bosque porque Ealdwulf tenía un apetito insaciable para el carbón, la única sustancia que arde con la suficiente fuerza para fundir el hierro. Le había enseñado a una docena de hombres de Ragnar cómo conseguirlo, pero Brida y yo éramos sus mejores trabajadores y pasábamos gran parte del tiempo entre los árboles. Los montones de carbón requerían atención constante y, como cada uno ardía al menos durante tres días, Brida y yo pasábamos a menudo la noche junto a una de aquellas pilas, observando el hilillo de humo que salía de los helechos y la turba que cubrían la hoguera. Dicho humo indicaba que el fuego estaba demasiado alto y que teníamos que subirnos a la pila caliente para meter tierra por la abertura y controlar así el fuego en el fondo de la pila.

Quemábamos alisos cuando los encontrábamos, pues ésa era la madera que Ealdwulf prefería; el arte del asunto residía en calcinar los troncos de aliso, pero no dejar que ardieran.

De cada cuatro troncos que metíamos en la pila, recuperábamos uno, y el resto se desvanecía en la obtención de un carbón sucio, bien negro y ligero. Podía llevar una semana construir la pila. Amontonábamos el aliso en un hoyo poco profundo, dejando un agujero en medio del montón que rellenábamos con carbón de la hoguera anterior. Después lo cubríamos con una capa de hojas de helecho, lo tapábamos con turba, y cuando terminábamos le pegábamos fuego al agujero central y, una vez prendido el carbón, tapábamos bien el agujero. Después era necesario controlar el fuego silencioso y oscuro. Abríamos agujeros en la base del hoyo para dejar entrar un poco de aire, pero si el viento cambiaba tapábamos esos agujeros para abrir otros. Era un trabajo muy aburrido, y el apetito de Ealdwulf por el carbón parecía ilimitado, pero a mí me gustaba. Pasar toda la noche en la oscuridad, junto a la pira caliente, era ser un
sceadugengan,
pero estaba con Brida y ambos nos habíamos convertido en algo más que amigos.

Perdió su primer hijo junto a la pila de carbón. Ella ni siquiera sabía que estaba embarazada, pero una noche sintió calambres y unos dolores como si la atravesaran con una lanza, y yo quise ir a buscar a Sigrid, pero Brida no me dejó. Me dijo que sabía lo que estaba pasando, pero su sufrimiento me tenía paralizado y pasé toda la noche temblando hasta que, justo antes del alba, dio a luz a un niño muerto muy pequeñito. Lo enterramos junto a su placenta, y Brida regresó a casa a trompicones, donde Sigrid, asustada por su aspecto, le dio un caldo de puerros y sesos de oveja obligándola a reposar. Sigrid debía de sospechar cuanto había ocurrido, porque estuvo bastante cortante conmigo durante unos días y le dijo a Ragnar que va iba siendo hora de casar a Brida. Desde luego ya tenía la edad, pues había cumplido trece años, y había una buena docena de jóvenes guerreros daneses que necesitaban esposa, pero Ragnar declaró que Brida les traía suerte a sus hombres y quería que cabalgara con nosotros cuando atacáramos Wessex.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Sigrid.

—El año que viene —supuso Ragnar—, o tal vez el siguiente. No mucho más.

—¿Y entonces?

—Entonces ya no quedará nada de Inglaterra —repuso Ragnar—. Será toda nuestra. —El último de los cuatro reinos habría caído e Inglaterra sería Dinaterra, y todos seríamos daneses, o esclavos o estaríamos muertos.

Celebramos el festival de Yule y Ragnar el Joven ganó todas las competiciones en Synningthwait: lanzó rocas más lejos que nadie, hizo morder el polvo a sus contrincantes en todas las peleas y hasta dejó inconsciente a su padre en un concurso de bebedores. Luego vinieron los meses oscuros, el largo invierno, y en primavera, cuando las tormentas se apaciguaron, llegó la hora de la partida para Ragnar el Joven, así que celebramos una fiesta evocadora y triste la víspera de su marcha. A la mañana siguiente condujo a sus hombres fuera del salón y descendió por el sendero bajo una llovizna gris. Ragnar observó a su hijo durante todo el camino a lo largo del valle, y después se refugió en su nuevo salón con lágrimas en los ojos.

—Es un buen hombre —me dijo.

—A mí me ha gustado —le contesté sinceramente, y era verdad, y muchos años después, cuando volví a encontrarme con él, seguiría gustándome.

Sentimos cierto vacío cuando Ragnar el Joven se marchó, pero recuerdo con cariño aquella primavera y aquel verano, pues durante aquellos largos días Ealdwulf me fabricó una espada.

—Espero que sea mejor que la última que tuve —comenté con mala baba.

—¿La última?

—La que llevaba cuando atacamos Eoferwic —dije.

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