Northumbria, el último reino (23 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Salvamos el agujero del puente esperando la subida de la marea. Esta cobra más fuerza entre la bajamar y la pleamar, lo cual trajo tal afluencia de agua que disminuyó la corriente que se formaba entre los pilares. En ese corto espacio de tiempo podíamos introducir siete u ocho barcos por el hueco, y lo hicimos remando a toda velocidad hacia el agujero y levantando los remos en el último minuto, para que pasaran por entre los pilares podridos; después el impulso del propio barco lo hacía pasar. No todos los barcos lo consiguieron al primer intento. Yo vi a dos dar la vuelta, chocar contra un pilar con gran estrépito de palas rotas, y después virar otra vez río abajo entre maldiciones de la tripulación, pero la
Víbora del viento
lo logró, casi se detuvo justo al pasar el puente, pero conseguimos meter dentro del agua los primeros remos, bogamos y palmo a palmo pudimos salir del agujero que nos succionaba; después los hombres de dos barcos anclados corriente arriba nos echaron unos cables y tiraron hasta sacarnos del río y, de repente, entramos en aguas mansas y pudimos remar hasta la orilla.

Desde la orilla sur, más allá de los oscuros pantanales donde los árboles cubrían unas colinas bajas, unos cuantos jinetes nos observaban. Eran sajones del oeste, y contaban los barcos para calcular el tamaño del Gran Ejército. Así era como lo llamaba Halfdan, el Gran Ejército de los daneses, arribado para conquistar toda Inglaterra, pero estábamos bastante lejos de poder calificarnos de grande. Esperaríamos en Lundene la llegada de más barcos y más hombres que acudían por las calzadas romanas procedentes del norte. Wessex esperaría mientras los daneses se concentraban.

Durante ese intervalo, Brida, Rorik y yo exploramos Lundene. Rorik cayó otra vez enfermo, y Sigrid se mostró reacia a dejarlo acompañar a su padre, pero Rorik le suplicó a su madre que le dejara ir, y Ragnar le aseguró que el viaje marítimo le curaría al chico todas sus enfermedades, así que allí estaba. Se mostraba pálido, pero no enfermo, y parecía tan entusiasmado como yo por ver la ciudad. Ragnar me obligó a dejar los brazaletes y a
Hálito-de-serpiente
detrás pues, así me lo dijo, la ciudad estaba llena de ladrones. Vagamos primero por la parte nueva, recorrimos los hediondos callejones en los cuales las casas estaban atiborradas de hombres que trabajaban el cuero, golpeaban el bronce o forjaban hierro. Las mujeres se sentaban a los telares, un rebaño de ovejas pasaba por el matadero en un patio y tiendas y más tiendas vendían cerámica, sal, anguilas vivas, pan, paños, armas, cualquier cosa imaginable. Las campanas de las iglesias montaban un escándalo de mil demonios cada vez que tocaban a misa o llevaban a enterrar a algún muerto a los cementerios de la ciudad. Jaurías de perros deambulaban por las calles, había milanos asados por todas partes, y el humo se extendía como niebla por encima de los techos de paja y lo teñía todo de un negro deslucido. Vi un carro tan cargado de juncos para techar que patinaba por la carretera rascando y rasgando los edificios a cada lado de la calle mientras dos siervos azotaban implacablemente a los bueyes ensangrentados. Los hombres les gritaban que la carga era demasiado grande, pero ellos siguieron castigando a los animales, y se armó una buena pelea cuando el carro derrumbó un trozo de tejado podrido. Había mendigos por todas partes; niños ciegos, mujeres sin piernas, un hombre con una úlcera purulenta en la mejilla. Gente hablando en idiomas que jamás había oído, gentes con extraños trajes que procedían del otro lado del mar, y en la vieja ciudad, que exploramos al día siguiente, vi dos hombres con la piel del color de las castañas, y Ravn me contó después que venían de Blaland, aunque no estaba muy seguro de dónde se encontraba aquello. Vestían gruesas ropas, portaban espadas curvas y hablaban con un tratante de esclavos cuyas dependencias estaban llenas de ingleses capturados que serían embarcados hacia la misteriosa Blaland. El tratante nos llamó.

—¿Vosotros tres sois de alguien? —Bromeaba sólo a medias.

—Del
jarl
Ragnar —repuso Brida—, a quien le encantaría rebanarte el pescuezo.

—Mis respetos para vuestro señor —contestó el tratante, y después escupió y nos observó mientras nos alejábamos.

Los edificios de la ciudad vieja eran extraordinarios. Eran obras romanas, altas y robustas, y aunque sus muros se habían desmoronado y los techos se habían caído, seguían impresionando. Algunos tenían hasta tres y cuatro plantas, y nos perseguimos arriba y abajo por las escaleras abandonadas. Pocos ingleses vivían allí, aunque muchos daneses estaban ocupando las casas mientras el ejército se congregaba. Brida dijo que la gente sensata no viviría en una ciudad romana por los fantasmas que rondaban los viejos edificios, y puede que tuviera razón, pero yo nunca vi fantasmas en Eoferwic. En cualquier caso, su mención de los espectros nos puso nerviosos cuando echamos un vistazo a un tramo de escaleras que descendía hasta una bodega oscura y llena de pilares.

Nos quedamos en Lundene durante semanas y no nos desplazamos al oeste ni siquiera cuando la mitad del ejército de Halfdan se logró reunirse. Las bandas a caballo sí salían en expediciones de aprovisionamiento, pero el Gran Ejército seguía congregándose y algunos hombres murmuraban que aguardábamos demasiado, que les estábamos dando a los sajones del oeste un tiempo precioso para prepararse, pero Halfdan insistió en quedarse. Los sajones del oeste solían acercarse a caballo hasta la ciudad, y en dos ocasiones hubo escaramuzas entre nuestros jinetes y los suyos, pero después de un tiempo, a medida que se acercaba Yule, los sajones debieron de decidir no hacer nada hasta el final del invierno, y sus patrullas dejaron de aproximarse.

—No estamos esperando a la primavera —me explicó Ragnar—, sino al más crudo invierno.

—¿Por qué?

—Porque ningún ejército inicia sus operaciones en invierno —dijo con aquel tono rapaz suyo—, para que todos los sajones estén en su casa, sentaditos alrededor del fuego rezando a su débil dios. Para primavera, Uhtred, Inglaterra entera será nuestra.

Todos trabajamos duro aquel inicio del invierno. Yo recogía leña, y cuando no estaba amontonando troncos de las colinas boscosas, aprendía el arte de la espada. Ragnar le había pedido a Toki, su nuevo capitán de barco, que fuera mi profesor, y era muy bueno. Me observó practicar las estocadas básicas, y después me dijo que las olvidara.

—En un muro de escudos —me explicó—, gana la brutalidad. La habilidad ayuda, y es buena la astucia, pero la brutalidad gana. Coge una de éstas. —Me tendió un
sax
de filo ancho, mucho más ancho que mi antiguo cuchillo. Yo despreciaba el
sax
por ser mucho más corto que
Hálito-de-serpiente
y mucho menos bonito, pero Toki llevaba uno junto a su espada larga, y me convenció de que en el muro de escudos una hoja corta y recia era mejor—. No tienes sitio para asestar mandobles en el muro de escudos —me explicó—, pero sí puedes clavar, y un arma corta necesita menos espacio en una contienda de mucha gente. Agáchate y clava, arremete en las ingles. —Hizo que Brida sostuviera un escudo y fingiera ser el enemigo, y entonces, conmigo a la izquierda, la atacó por arriba y ella levantó el escudo instintivamente—. ¡Para! —gritó, y ella se quedó paralizada por el miedo—. ¿Lo ves? —me dijo mientras señalaba el escudo levantado—. Tu compañero obliga al enemigo a levantar el escudo y tú puedes rajarle la entrepierna. —Me enseñó otra docena de movimientos, que yo practiqué porque me gustaba, y cuanto más practicaba más músculos desarrollaba y más hábil me volvía.

Por lo general, practicábamos en el estadio romano. Así lo llamaba Toki, estadio, aunque ninguno de los dos teníamos ni idea de lo que significaba esa palabra, pero era, en un lugar imaginario de cosas extraordinarias, increíble. Imaginad un espacio tan grande como un campo rodeado de un enorme círculo de gradas de piedra en el que los hierbajos crecen por entre la argamasa rota. Los mercios, supe más tarde, sostuvieron allí sus asambleas populares, pero Toki me contó que los romanos lo utilizaban para exhibiciones de lucha en las que morían hombres. Puede que aquélla fuera otra de sus historias fantásticas, pero el estadio era enorme, soberbio hasta extremos inimaginables, un edificio misterioso, obra de gigantes, que nos empequeñecía, tan vasto que el Gran Ejército habría cabido dentro y aún habría quedado espacio para dos ejércitos más igual de grandes en las gradas.

Llegó Yule, celebramos el festival de invierno, el ejército vomitó en las calles y seguimos sin marchar, pero poco después los cabecillas del Gran Ejército se reunieron en el palacio junto al estadio. Brida y yo, como de costumbre, fuimos convocados para ser los ojos de Ravn y él, como de costumbre, nos explicó cuanto veíamos.

La reunión tuvo lugar en la iglesia del palacio, un edificio romano con el techo en forma de medio barril en el que estaban representadas la luna y las estrellas, aunque la pintura azul y dorada se había descolorido y desconchado. Habían encendido una gran hoguera en el centro de la iglesia y el humo se enroscaba en el elevado techo. Halfdan presidía desde el altar, y a su alrededor se encontraban los principales
jarls.
Uno de ellos era un tipo feo de rostro burdo, espesa barba castaña y al que le faltaba un dedo.

—Ese es Bagseg —nos indicó Ravn— y se hace llamar rey, aunque no es mejor que el resto. —Bagseg, al parecer, había venido de Dinamarca en verano, aportando dieciocho barcos y casi seiscientos hombres. Junto a él se destacaba un hombre alto y sombrío con el pelo blanco y un montón de tics—. El
jarl
Sidroc —nos aclaró Ravn—, ¿y no está su hijo con él?

—Un tipo delgado que moquea —dijo Brida.

—El
jarl
Sidroc el Joven. Siempre está moqueando. ¿Está ahí mi hijo?

—Sí —contesté—, junto a un hombre muy gordo que no para de susurrarle y sonreír.

—¡Harald! —exclamó Ravn—. Me preguntaba si se dejaría caer. Es otro rey.

—¿En serio? —preguntó Brida.

—Bueno, se hace llamar rey, y desde luego gobierna sobre unos cuantos terrenos pantanosos y una piara de cerdos malolientes.

Todos aquellos hombres habían venido desde Dinamarca, y además había otros. El
jarl
Fraena había traído hombres desde Irlanda, y el
jarl
Osbern abasteció la guarnición de Lundene mientras el ejército se reunía, y todos ellos, reyes y
jarls,
habían reunido más de dos mil hombres.

Osbern y Sidroc propusieron cruzar el río y atacar directamente el sur. Eso, sostenían, dividiría Wessex en dos y la parte este, que antaño era el reino de Kent, podría tomarse rápidamente.

—Tiene que haber un gran tesoro en Contwaraburg —insistió Sidroc—, es el templo central de su religión.

—Y mientras nosotros nos concentramos sobre el santuario —intervino Ragnar—, ellos vendrán por detrás. Su poder no está en el este, sino en el oeste. Derrotad el oeste y todo Wessex caerá. Ya tomaremos Contwaraburg cuando hayamos conquistado el oeste.

Esa era la discusión. Si tomar la parte de Wessex fácil o atacar los señoríos más poderosos del oeste, así que convocaron a dos mercaderes para que hablaran. Ambos eran daneses que habían estado comerciando en Readingum sólo dos semanas antes. Readingum quedaba a unos cuantos kilómetros río arriba, en el límite con Wessex, y aseguraron haber oído que el rey Etelredo y su hermano, Alfredo, estaban reuniendo las fuerzas de las comarcas del oeste y ambos mercaderes calculaban que el ejército enemigo sumaría no menos de tres mil hombres.

—De los que sólo trescientos serán auténticos guerreros —intervino Halfdan sarcástico, siendo recompensado con el repiquetear de lanzas y espadas sobre los escudos. Mientras el ruido retumbaba por el techo abovedado de la iglesia, entró un nuevo grupo de guerreros, conducidos por un hombre muy alto y corpulento con una túnica negra. Ofrecía un aspecto formidable, bien afeitado, airado y rico, pues llevaba los brazos llenos de brazaletes de oro y un martillo del mismo metal colgado de una gruesa cadena también de oro alrededor del cuello. Los guerreros se apartaron para dejarlo pasar, y su llegada provocó el silencio entre la multitud más cercana, extendiéndose a medida que caminaba por la iglesia, hasta que el ambiente, festivo hasta entonces, se tornó repentinamente cauteloso.

—¿Quién es? —me susurró Ravn.

—Muy alto —dije—, muchos brazaletes.

—Lúgubre —añadió Brida—, vestido de negro.

—¡Anda! El
jarl
Guthrum —exclamó Ravn.

—¿Guthrum?

—Guthrum el Desafortunado —contestó Ravn.

—¿Con todos esos brazaletes?

—Podrías entregarle a Guthrum el mundo —aclaró Ravn—, y él seguiría pensando que le has timado.

—Lleva un hueso colgado del pelo —comentó Brida.

—Sobre eso tendréis que preguntarle a él —repuso Ravn, claramente divertido, pero no dijo nada más del hueso, que era sin lugar a dudas una costilla y aparecía rematada en oro.

Supe que Guthrum el Desafortunado era un
jarl
de Dinamarca que había pasado el invierno en Beamfleot, lugar bastante alejado de Lundene, situado en el lado norte del estuario del Temes, y en cuanto saludó a los hombres reunidos junto al altar anunció que había traído quince barcos. Nadie aplaudió. Guthrum, con la cara más triste y amargada que haya visto nunca, observó la reunión como aquel que asiste a su propio juicio y espera un veredicto nefasto.

—Hemos decidido —Ragnar rompió el incómodo silencio— partir hacia el oeste. —No se había decidido nada de eso, pero nadie contradijo a Ragnar—. Los barcos que ya han cruzado el puente —prosiguió Ragnar—, remontarán el río con sus tripulaciones y el resto del ejército marchará a pie o a caballo.

—Mis barcos tienen que subir río arriba —insistió Guthrum, y así supimos que su flota se hallaba al otro lado del puente.

—Sería mejor —continuó Ragnar— que partiéramos mañana. —Durante los últimos días el Gran Ejército al completo se había reunido en Lundene, desde los asentamientos del este y del norte en los que algunos habían sido acuartelados, y cuanto más esperáramos más preciosas provisiones consumiríamos.

—Mis barcos van río arriba —repuso Guthrum sin más.

—Le preocupa no poder llevarse el botín a caballo —me susurró Ravn—. Quiere sus barcos para poder llenarlos de tesoros.

—¿Por qué le dejan ir? —pregunté. Estaba claro que a nadie le gustaba el
jarl
Guthrum, y su llegada parecía tan poco celebrada como inconveniente, pero Ravn evitó contestar a la pregunta encogiéndose de hombros. Guthrum, al hallarse inevitablemente allí, estaba obligado a participar. Cosa que sigue pareciéndome incomprensible, del mismo modo que sigo sin entender por qué Ivar y Ubba no se unieron al ataque de Wessex. Cierto que ambos hombres eran ricos y apenas necesitaban más riquezas, pero durante años habían hablado de aplastar a los sajones del oeste y ahora sencillamente lo dejaban pasar. Guthrum tampoco necesitaba más tierras ni riquezas, pero pensaba que sí, razón por la cual había venido. Ésa era la forma de ser danesa. Los hombres servían en las campañas si les apetecía o se quedaban en casa, no existiendo una única autoridad entre los daneses. Halfdan era el ostensible senescal del Gran Ejército, mas no imponía el miedo que infundían sus dos hermanos mayores, y por ello no podía hacer nada sin el apoyo de los demás jefes. Un ejército, aprendí con el tiempo, necesita una cabeza. Precisa de un hombre que lo dirija; si dotas un ejército de dos cabecillas dividirás por dos su fuerza.

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