Northumbria, el último reino (39 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—¡El bendito Chad! —exclamó Alfredo contento—. ¿Sabes que hombres y ganado sanaron gracias al polvo de su cadáver?

—Un milagro, señor —apostillé.

—Me gusta mucho oírtelo decir, Uhtred —comentó Alfredo—, y tu fe me llena de alegría.

—Me produce gran felicidad, señor —respondí, acentuando mi semblante más serio.

—Porque sólo con la fe en Dios derrotaremos a los daneses.

—Desde luego, señor —repuse con tanto entusiasmo como fui capaz de reunir, mientras me preguntaba por qué no me nombraba de una vez comandante y lo dejábamos estar.

Pero se sentía inspirado.

—Recuerdo la primera vez que nos vimos —dijo—, me impresionó tu fe infantil. Fue una revelación para mí, Uhtred.

—Me alegro de ello, señor.

—Y después —se volvió hacia mí frunciendo el ceño—, detecté una pérdida de fe en ti.

—Dios nos pone a prueba, señor —contesté.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! —Se estremeció repentinamente. Siempre fue un hombre enfermo. Se desmayó de dolor durante su boda, aunque eso pudo deberse al espanto de saber con qué se estaba casando, pero lo cierto es que tenía tendencia a sufrir ataques de súbita agonía. Eso, me contó, era mejor que su primera enfermedad, la cual consistía en una aflicción llamada
ficus,
que era una auténtica
endwerc,
tan dolorosa y sangrienta que a veces no podía ni sentarse, y en ocasiones volvía a salirle el
ficus,
pero la mayoría de las veces le dolía el estómago—. Dios nos pone a prueba —prosiguió—, y creo que Dios te estaba probando. Quisiera pensar que has superado la prueba.

—Yo creo que sí, señor —le dije con toda gravedad, deseando que aquella ridícula conversación terminara de una vez.

—Pero sigo vacilando en nombrarte comandante —admitió—. ¡Eres joven! Cierto que has dado muestras de tu diligencia aprendiendo a leer, y que eres de noble cuna, pero es más fácil encontrarte en una taberna que en una iglesia, ¿no es verdad?

Eso me puso punto en boca, al menos durante un par de segundos, pero entonces recordé una cosa que me había dicho Beocca en el transcurso de sus interminables lecciones y, sin pensarlo, sin saber siquiera lo que realmente significaban pronuncié las palabras en voz alta:

—«Vino el Hijo del hombre, que come y bebe —dije— y…».

—Decís: «He aquí un hombre glotón y borracho». —Terminó Alfredo la frase—. Tienes razón, Uhtred, razón en reprenderme. ¡Gloria a Dios! Cristo fue acusado de pasarse el tiempo en las tabernas, y yo lo había olvidado. ¡Está en las sagradas escrituras!

Que los dioses me ayuden, pensé. Estaba ebrio de Dios, pero no era ningún imbécil, y ahora se me revolvía como una serpiente.

—Y me cuentan que pasas tiempo con mi sobrino. Dicen que lo distraes de sus lecciones.

Me llevé la mano al corazón.

—Juro, señor —dije—, que no he hecho otra cosa que disuadirlo de cualquier impulso temerario. —Y eso era cierto, o bastante cierto. Jamás había animado a Etelwoldo en sus momentos más enloquecidos en los que imaginaba rebanarle el pescuezo a Alfredo o salir huyendo para unirse con los daneses. Sí que lo animaba a beber, a salir de putas y a la blasfemia, pero nada de eso me parecía temerario—. Os doy mi palabra, señor —dije.

Los juramentos eran poderosos. Todas nuestras leyes se basaban en juramentos. La vida, la lealtad y la obediencia dependían de juramentos, y mi uso de la palabra lo convenció.

—Gracias —contestó con sinceridad—, y debo decirte, Uhtred, que para mi sorpresa el obispo de Exanceaster ha tenido un sueño en el que un mensajero de Dios se le ha aparecido y le ha dicho que debería convertirte en comandante de la flota.

—¿Un mensajero de Dios? —pregunté.

—Un ángel, Uhtred.

—Alabado sea Dios —respondí con gravedad, mientras pensaba en cómo le iba a gustar a Eanflaed saberse ángel.

—Aun así —dijo Alfredo, y volvió a hacer una mueca cuando el dolor le atacó el recto o el estómago—, aun así —repitió, y supe que se me venía encima algo inesperado—, me preocupa que procedas de Northumbria, y tu compromiso con Wessex no nazca del corazón.

—Estoy aquí, señor —le dije.

—¿Pero durante cuánto tiempo?

—Hasta expulsar a los daneses, señor.

No me hizo ni caso.

—Necesito hombres ligados a mí por Dios —dijo—, por Dios, el amor, la obligación, la pasión y la tierra. —Se detuvo, me observó, y supe que el aguijón venía en la última palabra.

—Tengo tierra en Northumbria —dije, con Bebbanburg en mente.

—Tierra de Wessex —dijo—, tierra que poseerás, que defenderás, tierra por la que lucharás.

—Bendito pensamiento —dije, y se me hundió el alma porque empezaba a temerme lo que venía detrás.

Sólo que no vino enseguida. De repente, cambió inesperadamente de tema y se puso a hablar, con gran coherencia, sobre la amenaza danesa. La flota, dijo, había conseguido reducir los asaltos vikingos, pero esperaba que el nuevo año trajera una flota danesa, una demasiado grande como para que se le opusieran nuestros doce barcos.

—No me quiero arriesgar a perder la flota —dijo—, así que dudo mucho que podamos enfrentarnos a ellos por mar. Espero un ejército terrestre de paganos que cruce el Temes y que su flota asalte nuestra costa sur. Puedo contener uno, pero no al otro, así que el trabajo del comandante de la flota consistirá en seguir sus barcos y acosarlos. Distraerlos. Que miren hacia otro lado mientras yo destruyo al ejército de tierra.

Le dije que me parecía buena idea, que probablemente lo era, aunque me preguntaba cómo se suponía que doce barcos iban a distraer a una flota entera, pero ése sería un problema que tendría que esperar hasta que llegara la flota enemiga. Alfredo entonces regresó a la cuestión de la tierra y ése, por supuesto, sería el factor decisivo que me otorgaría o negaría la flota.

—Quiero ligarte a mí, Uhtred —dijo solemnemente.

—Os prestaré juramento, señor —repuse.

—Desde luego que sí —espetó—, pero aun así quiero que pertenezcas a Wessex.

—Un elevado honor, señor —dije. ¿Qué otra cosa podía decir?

—Tienes que ser de Wessex —prosiguió, luego sonrió como si me estuviera haciendo un favor—. Hay una huérfana en Defnascir —continuó diciendo, y aquí llegaba—, una chica que me gustaría ver casada.

No dije nada. ¿De qué sirve protestar cuando la espada ejecutora está ya a mitad de trayectoria?

—Se llama Mildrith, y me es muy querida. Una muchacha piadosa, modesta y fiel. Su padre era el alguacil del
ealdorman
Odda, y proporcionará tierras a su marido, buenas tierras, y me gustaría que fueran para un hombre bueno.

Le sonreí y confié en que no pareciera muy forzado.

—Será un hombre afortunado, señor —dije—, el que se case con una chica a la que apreciáis.

—Pues ve a su casa —me mandó—, y cásate con ella —la espada dio de lleno—, y te nombraré comandante de la flota.

—Sí, señor —contesté.

* * *

Leofric, por supuesto, se rió como una grajilla loca.

—No está tonto, ¿eh? —me dijo cuando se hubo recuperado—. Te está convirtiendo en sajón del oeste. ¿Y qué sabes de esa tal
Miltewaerc?
—Miltewaerc
es una piedra en el bazo.

—Mildrith —le dije—, y es piadosa.

—Claro que es piadosa. No querría que te casaras con ella si fuera una despatarrada.

—Es huérfana —dije—, y tiene unos dieciséis o diecisiete años.

—¡Cristo! ¿Tan vieja? ¡Menuda vacaburra fea tiene que ser! Pero pobre, debe de estar dejándose las rodillas para que la libren de una cagarruta podrida como tú. ¡Pero ése es su destino! Así que vamos a casarte, a ver si por fin podemos matar algún danés.

Era invierno. Habíamos pasado la Navidad en Cippanhamm, y aquello no se parecía en nada a Yule, y ahora nos dirigíamos al sur entre la escarcha, la lluvia y el viento. El padre Willibald nos acompañaba, pues seguía siendo sacerdote de la flota, y mi plan era llegar a Defnascir, hacer la desgracia que tuviera que hacer, y volver directamente a Hamtun para asegurarme de que el trabajo de invierno en los doce barcos estuviera haciéndose como era debido. En invierno es cuando hay que rascar, limpiar, calafatear y asegurar los barcos para la primavera. y pensar en barcos me hizo soñar con los daneses, y con Brida, y me pregunté dónde estaría, qué haría, y si nos volveríamos a ver. Y pensé en Ragnar. ¿Habría encontrado a Thyra?

¿Seguiría vivo Kjartan? Aquél era otro mundo, ahora, y yo sabía que me alejaba de él y para quedar atrapado entre los hilos de la ordenada vida de Alfredo. Intentaba convertirme en sajón del oeste, y casi estaba consiguiéndolo. Había jurado luchar por Wessex y parecía que tenía que casarme también con él, pero seguía aferrándome al antiguo sueño de recuperar Bebbanburg.

Adoraba Bebbanburg, y casi llegué a querer lo mismo a Defnascir. Cuando Thor creó el mundo con el cadáver de Ymir hizo un buen trabajo al conformar Defnascir y la comarca de al lado, Thornsaeta. Ambas eran hermosas tierras de suaves colinas y arroyos rápidos, de ricos campos y suelo denso, de elevados brezales y buenas bahías. Se vivía muy bien en ambas comarcas, y habría podido ser muy feliz en Defnascir de no haber amado más Bebbanburg. Bajamos a caballo por el valle del río Uisc, entre los campos de tierra roja bien cuidados, dejamos atrás ricas poblaciones y altas casas hasta llegar a Exanceaster, la principal ciudad de la comarca. Era obra de los romanos, que habían construido una fortaleza sobre la colina, por encima del Uisc, y la habían rodeado con una muralla de sílex, piedra y ladrillo, y la muralla seguía allí. Unos guardias nos abordaron al llegar a la puerta norte.

—Venimos para ver al
ealdorman
Odda —dijo Willibald.

—¿Por qué motivo?

—El del rey —repuso Willibald orgulloso, mostrando con grandes ademanes una carta que llevaba el sello de Alfredo, aunque dudo que los guardias lo reconocieran, pero parecían impresionados y nos dejaron entrar en una ciudad de edificios romanos semiderruidos entre los que se alzaba una iglesia de madera junto a la casa del
ealdorman
Odda.

El
ealdorman
nos hizo esperar, pero al final llegó con su hijo y una docena de vasallos, y uno de sus curas leyó la carta del rey en voz alta. Era la voluntad de Alfredo que Mildrith se casara con su leal mandatario, el
ealdorman
Uhtred, y ordenaba a Odda que preparara una ceremonia con la máxima diligencia posible. A Odda no le gustaron las noticias. Era un hombre mayor, de por lo menos cuarenta años, con el pelo gris y un rostro grotesco debido a unos quistes sebáceos. A su hijo, Odda el Joven, le gustaron aún menos, y puso mala cara al oírlas.

—No es apropiado, padre —se quejó.

—Es el deseo del rey.

—Pero…

—¡Es el deseo del rey!

Odda el Joven se calló. Era más o menos de mi edad, casi diecinueve años, bien plantado, moreno y elegante, con una túnica negra tan limpia como el vestido de una mujer, y rematada en hilo de oro. Un crucifijo de oro pendía de su cuello. Me dirigió una mirada sombría, y debí parecerle sucio por el viaje y hasta harapiento. Después de inspeccionarme y hallarme tan atractivo como un chucho mojado, dio media vuelta y salió del salón a grandes zancadas.

—Mañana por la mañana —anunció Odda con desgana— el obispo os podrá casar. Pero antes tenéis que pagar el precio de la novia.

—¿El precio de la novia? —pregunté. Alfredo no había mencionado nada de aquello, aunque desde luego era la costumbre.

—Treinta y tres chelines —contestó Odda directamente, y lo hizo esbozando una sonrisa.

Treinta y tres chelines era una fortuna. Un botín. El precio de un buen caballo de guerra o de un barco. Me quedé desconcertado, y oí a Leofric ahogar una exclamación detrás de mí.

—¿Eso es lo que dice Alfredo? —quise saber.

—Eso es lo que digo yo —contestó Odda—, porque Mildrith es mi ahijada.

No me extraña que sonriera. El precio era excesivo y dudaba de que yo pudiera pagarlo, y si no podía pagarlo la muchacha no sería mía y, aunque Odda no lo supiera, la flota tampoco sería mía. Ni, por supuesto, el precio eran sólo treinta y tres chelines, o trescientos noventa y seis peniques de plata, era el doble, pues también era la costumbre que el marido entregara a su nueva esposa una suma equivalente después de consumado el matrimonio. Ese segundo obsequio no era en absoluto asunto de Odda, y yo dudaba mucho de que fuera a querer pagarlo, del mismo modo que el
ealdorman
Odda estaba ahora seguro, por mi vacilación, de que no le iba a pagar el precio de la novia, sin el cual no habría contrato matrimonial.

—¿Puedo conocer a la dama? —pregunté.

—Podéis conocer a la dama mañana por la mañana, durante la ceremonia —contestó Odda con firmeza—, pero sólo si pagáis el precio de la novia. De otro modo, no.

Pareció decepcionado cuando abrí mi bolsa y saqué una moneda de oro y treinta y seis peniques de plata. Y más decepcionado todavía al ver que no era la única moneda que poseía, pero ahora estaba atrapado.

—La conoceréis mañana —me dijo—, en la catedral.

—¿Por qué no ahora? —pregunté.

—Porque está recogida rezando sus oraciones —contestó el
ealdorman,
y con eso nos despidió.

Leofric y yo encontramos un lugar donde dormir en una taberna cercana a la catedral, que era la iglesia del obispo, y aquella noche yo me emborraché como una cuba. Me peleé con alguien, no tengo ni idea de con quién, y sólo recuerdo que Leofric, que no estaba tan borracho como yo, nos separó y tumbó a mi contrincante. Después de aquello yo me fui al patio del establo y vomité toda la cerveza que me acababa de beber. Bebí un poco más, dormí mal, me desperté para oír la lluvia sobre el techo del establo y volví a vomitar.

—¿Por qué no nos vamos a Mercia? —le sugerí a Leofric. El rey nos había prestado sus caballos, y a mí no me importaba robarlos.

—¿Y qué hacemos allí?

—¿Buscar hombres? —sugerí—. ¿Pelear?

—No seas burro,
earsling

me dijo Leofric—. Queremos la flota. Y si no te casas con la vacaburra, no voy a conseguir comandarla.

—La comando yo —dije.

—Pero sólo si te casas, y entonces tú comandarás la flota y yo te comandaré a ti.

El padre Willibald llegó en aquel momento. Había dormido en el monasterio contiguo a la taberna y vino para asegurarse de que estaba listo, así que se alarmó al ver mi estado.

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