Northumbria, el último reino (47 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Edor, al igual que Leofric, aceptó sin más mi idea, jamás se me pasó por la cabeza que no fueran a aceptarla, pero aun así, en retrospectiva, me maravilla que la batalla de Cynuit fuera librada según la idea de un joven de veintiún años que nunca se había enfrentado a un muro de escudos. Con todo, era alto, era un señor, había crecido entre guerreros, y poseía la confianza arrogante de un hombre nacido para la batalla. Soy Uhtred, hijo de Uhtred, hijo de otro Uhtred más, y no hemos mantenido Bebbanburg y sus tierras lloriqueando en los altares. Somos guerreros.

Los hombres de Edor y los míos se reunieron tras la muralla este de Cynuit, donde esperarían hasta que el primer barco ardiera al alba. Leofric estaba a la derecha con la tripulación del
Heahengel,
y allí lo quería porque por ese lado llegaría el ataque cuando Ubba condujera a sus hombres junto al borde del río. Edor y los hombres de Defnascir estaban a la izquierda, y su tarea principal consistía en, además de matar a quienquiera que se encontrara junto al río, sacar troncos ardiendo de las hogueras danesas y lanzárselos a los otros barcos.

—No queremos quemar todos los barcos —dije—, con prender fuego a tres o cuatro vale. Eso atraerá a los daneses como un enjambre de abejas.

—Abejas con aguijón —comentó una voz desde la oscuridad.

—¿Tenéis miedo? —pregunté burlón— ¡Ellos tienen miedo! Sus augurios son malos, creen que van a perder y lo último que quieren es enfrentarse con los hombres de Defnascir al romper el alba. Vamos a hacerles chillar como mujeres, los mataremos, y los enviaremos a su infierno danés. —Ese fue todo mi discurso para la batalla. Tendría que haber hablado más, pero estaba nervioso porque tenía que bajar la colina el primero, el primero y solo. Tenía que vivir mi sueño de la infancia de caminar por las sombras, y Leofric y Edor no conducirían los cien hombres hasta el río si no veían a los daneses salir a rescatar sus barcos, y si no conseguía prenderles fuego a los barcos, no habría ataque y los miedos de Odda regresarían, los daneses vencerían, Wessex moriría e Inglaterra desaparecería—. Así que ahora descansad —concluí de mala manera—. Aún quedan tres o cuatro horas para el alba.

Regresé a la muralla y allí se me unió el padre Willibald, sosteniendo su crucifijo, confeccionado con el hueso del muslo de un buey.

—¿Queréis la bendición de Dios? —me preguntó.

—Lo que quiero, padre —le dije—, es vuestra capa. —Tenía una buena capa de lana, con capucha, y teñida de marrón oscuro. Me la dio y yo me la até alrededor del cuello, para que ocultara el brillo de mi cota—. Y al alba, padre —proseguí—, quiero que os quedéis aquí. La orilla del río no será sitio para curas.

—Si hay hombres muriendo —contestó—, será mi sitio.

—¿Queréis ir al cielo por la mañana?

—No.

—Pues quedaos aquí. —Hablé con más rudeza de la que pretendía, pero era por el nerviosismo, y entonces llegó la hora, pues, aunque la noche aún era densa y quedaba mucho para el alba, necesitaba tiempo para colarme entre las filas danesas. Leofric me despidió, caminó conmigo hasta el flanco norte de Cynuit, protegido por las sombras. También era el lado menos guardado de la colina, pues la ladera norte sólo conducía a los pantanos y al mar del Saefern. Le entregué mi escudo a Leofric.

—No lo necesito —dije—, sólo será un estorbo.

Me tocó el hombro.

—Menudo chulo hijo de puta que estás hecho,
earsling.

—¿Eso es un defecto?

—No, señor —dijo, y esa última palabra era una gran alabanza—. Que Dios te acompañe, sea el que sea.

Me toqué el martillo de Thor, después me lo metí debajo de la cota.

—Trae a los hombres lo más rápido que puedas cuando veas llegar a los daneses —le dije.

—Bajaremos rápido —me prometió—, si el pantano nos deja.

Había visto a los daneses cruzar el pantano de día, y reparó en que el terreno estaba blando, pero no cenagoso.

—Podéis ir rápido —le dije. Después me eché la capucha por encima del casco—. Hora de marcharme.

Leofric no dijo nada, y yo bajé de la muralla hasta el poco profundo foso. Así que iba a convertirme en lo que siempre había querido ser, un caminante de las sombras. El sueño de la infancia se había convertido en real y mortal y, tras tocar la empuñadura de
Hálito-de-serpiente
para que me diera suerte, salí del foso. Me agaché, y a mitad de la colina me tumbé cuerpo a tierra y repté como una serpiente, una mancha negra en la hierba, abriéndome paso, palmo a palmo, hasta un espacio entre dos hogueras en ascuas.

Los daneses estaban durmiendo, o casi dormidos. Los veía sentados junto a las hogueras moribundas, y en cuanto salí de la sombra de la colina había claridad suficiente para descubrirme, y ningún lugar para cubrirme, pues en el prado habían pastado ovejas. Me moví como un fantasma, un fantasma reptante, avanzando palmo a palmo, sin hacer ruido, una sombra en la hierba, y lo único que tenían que hacer era mirar, o pasear entre las hogueras, pero no oyeron nada, no sospecharon nada y por lo tanto nada vieron. Me llevó una vida, pero conseguí pasar entre ellos, jamás me acerqué a un enemigo a más de veinte pasos, y en cuanto los hube pasado llegué al pantano, y allí los matorrales ofrecían sombra y me podía desplazar más rápido. Culebreaba entre barro y charcas, y el único momento de tensión tuvo lugar cuando asusté a un pájaro que salió aleteando de su nido y empezó a gritar alarmado. Noté que los daneses miraban hacia el pantano, pero yo no me moví, era negro e inmóvil en la sombra rota, y al cabo de un rato se hizo otra vez el silencio. Esperé, el agua se me colaba por la malla, y recé a Hoder, el hijo ciego de Odín y dios de la noche. Vela por mí, recé, y deseé haberle ofrecido algún sacrificio, pero no lo había hecho, y pensé que Ealdwulf me estaría mirando y juré que le haría sentirse orgulloso. Estaba haciendo lo que siempre había querido que hiciera, llevar a
Hálito-de-serpiente
a matar daneses.

Me abrí camino en dirección al este, tras los centinelas, hacia donde estaban embarrancados los barcos. No se veía gris en el cielo del este. Seguí avanzando despacio, sobre mi vientre, iba tan despacio que el miedo se apoderaba de mí. Era consciente de un temblor en el muslo derecho, una sed que no podía ser saciada, y tenía las tripas irritadas. No dejaba de tocar la empuñadura de
Hálito-de-serpiente,
recordando los hechizos que Ealdwulf y Brida depositaron en la espada. Nunca, dijo Ravn, te enfrentes a Ubba.

El cielo oriental seguía oscuro. Avancé reptando, ya tan cerca del mar que podía otear el extenso Saefern y no vi más que el reflejo de la luna ocultarse en las aguas ondulantes, una lámina de plata abollada a martillazos, La marea subía, la fangosa orilla se estrechaba a medida que crecía el mar. Debía de haber salmones en el Pedredan, pensé, salmones que nadaban con la marea, que regresaban al mar, y toqué la empuñadura de la espada pues me estaba acercando a la franja de tierra firme en la que se erguían las casuchas y esperaban los guardias de los barcos. Me tembló el muslo. Estaba mareado.

Pero el ciego Hoder velaba por mí. Los guardias de los barcos no estaban más alerta que sus camaradas al pie de la colina, ¿y por qué deberían estarlo? Se encontraban lejos de las fuerzas de Odda, y no esperaban problemas; de hecho, sólo estaban allí porque los daneses jamás dejaban sus barcos sin vigilancia. En su mayoría, los guardias de los barcos se habían metido en las cabañas de los pescadores a dormir, y no habían dejado más que un puñado de hombres sentados alrededor de las pequeñas hogueras. Dichos hombres estaban inmóviles, probablemente medio dormidos, aunque uno paseaba arriba y abajo entre las altas proas de los barcos.

Me puse en pie.

Había caminado por las sombras, pero ahora estaba en territorio danés, tras sus centinelas; me desabroché la capa, me la quité, me limpié el barro de la cota de malla y caminé abiertamente hacia los barcos. Las botas chapotearon durante los últimos metros de pantano, y entonces me quedé allí de pie junto al barco más al norte, tiré el casco a la sombra del barco, y esperé al único danés que estaba en pie para descubrirme.

¿Y qué vería? Un hombre en cota de malla, un señor, un capitán de barco, un danés, y me recosté sobre la proa del barco y miré las estrellas. El corazón me latía desbocado, el muslo me temblaba, y pensé que si moría aquella mañana, por lo menos volvería a estar con Ragnar. Subiría al salón de los muertos en el Valhalla, aunque algunos hombres creían que aquellos que no morían en la batalla iban al Niflheim, el horrible infierno helado de los hombres del norte donde la diosa de los cadáveres Hel acecha entre las nieblas y la serpiente
Comecadáveres
repta entre la escarcha para mordisquear a los muertos, pero seguro, pensé, que un hombre muerto en una quema iría al Valhalla, no al gris Niflheim. Seguro que Ragnar estaba con Odín, y entonces oí los pasos del danés y lo miré con una sonrisa.

—Fría mañana, ¿eh? —dije.

—Pues sí. —Era un hombre mayor, con la barba gris, y estaba claramente sorprendido por mi aparición, pero no abrigaba recelo alguno.

—Todo tranquilo —comenté e incliné la cabeza hacia el norte como para indicarle que venía de visitar a los centinelas del lado de la colina del Saefern.

—Nos tienen miedo —dijo.

—Deberían —fingí bostezar, después me levanté del barco y caminé un par de pasos hacia el norte como si estuviera estirándome, entonces hice como si reparara en mi casco al borde del agua—. ¿Qué es eso?

Mordió el anzuelo, se metió en la sombra del barco para inclinarse sobre el casco y yo saqué el cuchillo, me acerqué y se lo clavé en la garganta. No se la corté, sólo se lo clavé, le hinqué la hoja directamente, se la retorcí y al mismo tiempo lo empujé hacia delante, le metí la cabeza bajo el agua y se la aguanté allí, de modo que si no se desangraba, se ahogaría, y le costó mucho, más de lo que esperaba, pero los hombres son difíciles de matar. Se resistió un tiempo, y pensé que el ruido que estaba haciendo atraería a los daneses de la hoguera más cercana, pero aquella hoguera estaba cuarenta o cincuenta pasos más allá, en la playa, y el pequeño oleaje del río era suficiente para amortiguar la agonía del danés, así que lo maté y nadie lo supo, nadie salvo los dioses que lo vieron, y cuando su alma lo abandonó, saqué el cuchillo de su garganta, recuperé mi casco y volví hasta la proa del barco.

Y esperé allí hasta que el alba iluminó el horizonte. Esperé allí hasta que vi un halo gris al borde de Inglaterra.

Y llegó la hora.

* * *

Caminé hasta la hoguera más cercana. Había dos hombres sentados.

—Mata uno —canté en voz baja—, después dos y luego tres, mata cuatro, mata cinco y luego más. —Era una canción danesa para remar, una que había escuchado muchas veces en la
Víbora del viento
—.
Os relevarán pronto —los saludé alegremente.

Se me quedaron mirando. No sabían quién era, pero como el hombre que acababa de matar, no sospecharon aunque hablaba su idioma con un deje inglés. Había muchos ingleses en los ejércitos daneses.

—Una noche tranquila —dije, mientras me inclinaba y cogía un tronco de la hoguera por el lado que no ardía—. Egil se ha dejado un cuchillo en su barco —les expliqué, y Egil era un nombre suficientemente común entre los daneses para no levantar sospechas, así que sólo me miraron mientras me dirigía hacia el norte, suponiendo que necesitaría la llama para iluminar mi camino hacia los barcos. Pasé las cabañas, asentí a los tres hombres que descansaban junto a otra hoguera, y seguí caminando hasta que alcancé el centro de la fila de barcos y allí, silbando en voz baja como si no tuviera otra preocupación en el mundo, subí la escalerilla que habían dejado colgando en la proa de un barco y me metí dentro, después me abrí paso entre las filas de remos. Medio esperaba encontrar hombres durmiendo, pero el barco estaba desierto, salvo por los ruidos de las ratas escarbando en la sentina.

Me agaché en el centro del barco y lancé la madera ardiendo bajo los remos apilados, pero me pareció que no sería suficiente para hacerlos prender, así que usé mi cuchillo para rascar un poco de yesca de uno de los bancos, y cuando tuve suficientes astillas de madera, las apilé encima de la llama y vi el fuego avivarse. Rasqué más, después corté los palos de los remos para que las llamas tuvieran donde agarrarse, y nadie me gritó desde la orilla. Cualquiera que mirara debía de estar pensando que buscaba en la sentina, porque las llamas aún no eran lo bastante altas como para causar alarma, pero se iban extendiendo, y me di cuenta de que me quedaba muy poco tiempo, así que envainé el cuchillo y bajé del barco por un costado. Me metí en el Pedredan, sin importarme lo que el agua le hiciera a mi armadura o mis armas, y una vez en el río, rodeé las proas en dirección al norte, hasta que llegué al último barco donde el cadáver de barba gris golpeaba con suavidad al ritmo del oleaje, y allí esperé.

Y esperé. El fuego, pensé, debía de haberse apagado. Tenía frío.

Y seguí esperando. El gris del borde del mundo empezó a aclarar, y entonces, de repente, se oyó un grito airado y yo salí de las sombras y vi a los daneses corriendo hacia las llamas, brillantes y altas en el barco al que le había pegado fuego, así que me dirigí a la hoguera abandonada, cogí otro tronco y lo tiré dentro de un segundo barco, y los daneses corrían hacia el otro barco, a unos sesenta pasos, y no me vieron. Entonces sonó un cuerno, una vez más y otra, dando la alarma, y supe que los hombres de Ubba llegarían de su campamento en Cantucton, así que cogí una última rama ardiendo, me quemé la mano al meterla bajo una pila de remos, y regresé al río para esconderme a la sombra de uno de los barcos.

El cuerno siguió sonando. Los hombres salían desorientados de las cabañas de pescadores, a salvar la flota, y empezaron a llegar más hombres desde el campamento al sur, y así los daneses de Ubba cayeron en nuestra trampa. Vieron los barcos ardiendo y bajaron a salvarlos. Salieron del campamento en desorden, muchos sin armas, concentrados sólo en sofocar las llamas que bailaban en las jarcias y despedían sombras escabrosas en la orilla. Permanecí oculto, pero sabía que Leofric vendría, y ya era sólo una cuestión de llegar a tiempo. Llegar a tiempo y la bendición de las hilanderas, la bendición de los dioses, y los daneses usaban sus escudos para echar agua en el primero de los barcos ardiendo, pero entonces se oyó otro grito y supe que habían visto a Leofric, que seguro que había arrasado con la primera línea de centinelas, degollándolos a su paso, y estaba ya en el pantano. Di la vuelta por entre las sombras, salí de debajo del casco suspendido del barco y vi llegar a los hombres de Leofric. También vi treinta o cuarenta daneses llegar corriendo desde el norte para hacer frente a la carga, pero entonces aquellos daneses vieron los nuevos incendios en los barcos situados más al norte, y los asaltó el pánico porque tenían fuego detrás y guerreros delante, y la mayoría del resto de daneses seguía cien pasos atrás. Supe en esa circunstancia que hasta entonces los dioses luchaban con nosotros.

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